Primer paseo del año


El treinta y uno de diciembre salí de mi pisito al atardecer, con una botella de vino elaborada en la tierra de la niebla en mi mochila. Recorrí gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que me sé de memoria porque la mujer elegante me invita siempre a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. No me salió gratis. Pudo exigirme un streptease físico o espiritual, pero prefirió ponerme a cortar cebolletas, a hacer dados de aguacate, a triturar nueces en esa cocina en la que te rozas cada treinta segundos.

A las diez de la noche teníamos una estupenda ensalada de hojas de canónigo, aguacate y salmón con vinagreta de nueces; y unos fantásticos pimientos del piquillo rellenos de verduras en la mesa decorada con velas. Y un gran cenicero repleto de colillas en el patio, porque los dos fumamos como carreteros.

Salimos a encender el último pitillo, mientras esperábamos que el resto de sus invitados recorrieran gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que se saben de memoria porque la mujer elegante los invita siempre a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. Llamaron al timbre una tras otra (todas eran mujeres) y llegaron con sus mascotas: una perra, una gata y un ratón (que hubo que distribuir por las habitaciones para que no se pelearan). Y luego hablaron entre ellas como cotorras, sin parar, mientras yo intentaba que Lia dejara de declararme su amor eterno, con su hocico manchado de aceite sobre mis pantalones, después de que le hubiera dado un pedacito de pimiento relleno. Me hizo recordar esas Nocheviejas con el señor Gris, tres años atrás y mucho antes. Por eso la hice jugar, lanzándole tapones de caucho que desmenuzaba bajo la mesa, mientras la mujer elegante me miraba con ganas de ofrecerme una escoba y una pala, tras la fiesta.

En la nevera esperaban cuatro platos con doce uvas, y un recipiente con doce aceitunas, porque uno de nosotros era raro. En la nevera aguardaba una botella de cava para desearnos buenos deseos tras el brindis. En el televisor salía un reloj que caminaba veloz hacia el número doce. Luego entró el año 2011 en nuestras vidas. Lo iniciábamos juntos.

En la uva número doce me entró una llamada telefónica de Bauru, Brasil, que me hizo atragantar. A Thaís todavía le faltaban horas para celebrarlo, pero quiso comenzar el año conmigo. Ella es un tesoro.

Regresé a mi pisito recorriendo gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que me sé de memoria porque la mujer elegante me invita a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. Ella es mi mejor amiga, y sé que haré ese trayecto muchas más veces en mi vida para rozarnos cada treinta segundos en esa cocina. Para regalarnos chistes. Para mirarnos con complicidad. Me gusta esa mujer porque la vida es sencilla con ella. Cuando tenemos algo que decirnos, lo decimos. Cuando tenemos algo que callarnos, lo callamos. Y nunca hay peleas, salvo cuando la mujer elegante llega eternamente tarde a esas citas para caminar. Hay personas que me han prometido la luna en esta vida, y luego las he visto marcharse con el primer tren de la mañana. Ella se queda siempre fumando a tu lado.

Eran las cuatro de la madrugada cuando llegué a Gràcia. Pero seguí andando. Me dirigí al Turó Parc, para continuar con mi rutina anual. Caminé alrededor del recinto, acariciando cada hoja de planta que asomaba a la acera, mientras exigía un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?

Dimarts de sang


Poco antes de las Navidades recibí un correo electrónico de Xurri y Pere pidiéndome una pequeña colaboración para su blog Dimarts de sang. Hace tiempo que sigo ese juego en el que dan pistas sobre una novela negra. Les lleva trabajo porque deben leerse el libro, escribir el texto y procurar que sus huellas sean fácilmente rastreables en Google (son unas horas). Los lectores nos limitamos a adivinar el título de la obra, el nombre del autor y el de los personajes protagonistas (son unos minutos). Es divertido y suelo participar. El premio es uno de esos perritos pilotos que se ganan en las tómbolas de las ferias. Te los mandan puntualmente por correo, con un certificado que te acredita como ganador de esa semana. Tengo una estantería con todos los que he logrado hasta ahora. Son siete. Permanecen alineados allí, haciéndome compañía, y les doy las buenas noches antes de acostarme y los buenos días al levantarme.

Respondí el email de Xurri y Pere disculpándome educadamente por no poder escribir para ellos un Dimarts de sang. La verdad es que me daba pereza leerme una novela negra, escribir un texto y procurar que las huellas que iba a dejar fueran fácilmente rastreables en Google. Con lo sencillo que es limitarse a concursar. Puse como excusa que se acercaban las Navidades. Mandé el mensaje y me acosté la mar de tranquilo.

Al cabo de una semana tenía un nuevo email de Xurri y Pere en la bandeja de entrada. Yo me había olvidado de ellos, pero ellos no se habían olvidado de mí*. Me citaban en un bar de la calle Brosolí y me aconsejaban que asistiera esa misma tarde a las ocho en punto. Bajé por Argenteria, despreocupado, con las manos en los bolsillos, ensayando una sonrisa para lamentar ante esos desconocidos mi imposibilidad de colaborar con ellos. El local tenía dos plantas. Era acogedor, con mesas de madera y velas encendidas para atraer a los clientes. Parecía vacío, exceptuando el barman tras la barra que, cuando me vio entrar, salió de su refugio para bajar la persiana del establecimiento a mi espalda. Me pareció extraño y me giré con la intención de pedirle explicaciones. Pero, sin decirme nada, me señaló con el dedo índice el piso de arriba. Subí inquieto por unas escaleras que crujían bajo mis pasos, observando los retratos de intérpretes de jazz que decoraban las paredes.

En la planta superior, sentados tras una mesa al fondo de la sala, cuatro ojos se elevaron tras sus gafas para escrutarme. Eran un hombre y una mujer delgados y serios. Muy delgados y muy serios. Con esa belleza eslava que ofrecen los rostros angulosos. Parecían científicos nucleares de la extinta Unión Soviética. El hombre canoso se levantó para pedirme con una señal de su mano que me sentara. Pensé por un instante en decirle que necesitaba ir al baño, con la esperanza de que tuviera una ventanita por la que saltar a un patio de luces y correr. Pero él se reafirmó en que me sentara, y no parecía de esas personas que deban pedírtelo por tercera vez. Así que tomé asiento. Ella me alargó la mano fría por encima de la mesa de mármol frío y dijo su nombre alargando la letra r. "Xurrri". Él me alargó la mano fría por encima de la mesa de mármol frío y dijo su nombre alargando la letra r. "Perre". Por suerte "El paseante" no contiene esa letra. Así que me presenté sin parecer ruso. Me pidieron de nuevo esa colaboración desinteresada, y yo puse esa sonrisa que había ensayado bajando por la calle Argenteria diciendo que lo sentía mucho, que quizá después de Navidades...

Entonces ella extrajo de su maletín un ordenador portátil. Lo puso en marcha, sin mediar palabra. Buscó un documento desplazando con rapidez sus dedos ágiles sobre el teclado. Me acercó la pantalla a la vista. Era un clip de vídeo. Pulsó el play. Aparecieron imágenes suficientemente nítidas de la fachada de un hotel de dos estrellas de la calle Regàs. Lo conozco perfectamente. A él acuden las parejas clandestinas para perpetrar infidelidades. Alquilan habitaciones por horas, con absoluta discreción. En la grabación vi salir a un tipo del establecimiento. Llevaba una chaqueta de piel girada de color beige, con cuello de borreguito, y una boina calada. Miró a ambos lados de la calle para que no lo reconocieran y se largó de la escena. Me reconocí en él. Luego pasaron veinte segundos de fotogramas fijos de la entrada del hotel de dos estrellas sin que sucediera nada. Hasta que se veía abandonar el lugar a un tipo con abrigo largo, con las solapas subidas hasta la barbilla, y sombrero borsalino. Miró a ambos lados de la calle para que no lo reconocieran y se largó de la escena. Se reconocía perfectamente en él al Veí de Dalt.

Xurri me dijo que sería muy triste que esas imágenes comenzaran a circular alocadas por internet, que alguien fuera tan despiadado de colgarlas en su blog. Pere lo reafírmó con un movimiento de su cabeza. Bajé la mirada entre mis zapatos. A los dos días tenían mi colaboración desinteresada para Dimarts de sang en su bandeja de entrada.

PD: Perrito piloto per a la primera persona que endevini la novel.la negra que m'he llegit. Va, que és fàcil.

* Aquesta frase és un homenatge/plagi al meu admirat Milan Kundera.

Cheerleaders


Sobre mi mesa reposan cuatro objetos de este pasado diciembre que no he tenido tiempo de guardar en la caja de los recuerdos: una entrada a un concierto, un billete de avión a Norteamérica, el dorsal de un corredor etíope en una carrera de Navidad y un tíquet para acceder a un campo de fútbol vacío.

Hoy quiero contar la historia de un tíquet para acceder a un campo de fútbol vacío.

El día de los Santos Inocentes, mi padre me esperaba frente al Boulevard Rosa, con el sol en la cara, recién llegado a la ciudad en la diligencia de primera hora de la mañana. Venía por motivos deportivos. Lo vi en la otra acera, antes de cruzar el paseo de Gracia, y lo saludé con mi periódico en el paso de cebra. Me sonrió como siempre, bajo su calva eterna, con esos ojos grandes y grises. Con esa calma de ser de campo, que yo he perdido para convertirme en un ser ansioso. Le dije que no teníamos espacio para protocolos, que el reloj corría deprisa. Así que fuimos rápidamente en busca de un ómnibus que nos llevara a la Fundació Claror, donde el pequeño Hayden iba a disputar su primer partido oficial de baloncesto, con ocho añitos, y necesitaba fans. Llegábamos con el tiempo justo.

Bajamos por la calle Sardenya a paso ligero, buscando ese lugar que mi hermana me había dibujado en un mapa el día anterior. Localizamos el cartel que anunciaba las instalaciones deportivas, y accedimos a ellas por un pasaje estrecho, antes de ver tras unas rejas al niño que se entrenaba con una pelota, grande como una sandía, bajo una de las canastas. Lo saludé con mi periódico, y él me sonrió como siempre con esos ojos grandes y grises. El pequeño faraón Nil estaba sentado sobre otra sandía de color naranja e inauguró con mi padre y conmigo el club de fans (concretamente formado por tres personas) del pequeño Hayden. No parecíamos precisamente las cheerleaders del Barça, pero eso a él no le importaba.

El público estaba dividido entre los familiares del equipo amarillo (el nuestro) y del equipo verde (el enemigo), y nos mirábamos con el rabillo del ojo buscando greña cuando el árbitro favorecía o perjudicaba a unos o a otros, mientras los diez enanos y enanas apenas tenían bracitos para elevar esas sandías demasiado pesadas a los aros demasiado elevados. El pequeño faraón Nil no parecía muy interesado en aquel juego tan extraño. Él es más amante del fútbol, y nos contó que Shakira -su diosa en el mundo de la música- era novia de Piqué -su ídolo en el mundo del deporte- desde hacía unos días. Lo miré sorprendido (tiene cuatro años). "¿Cómo lo sabes?". "Tío, lo sabe todo el mundo. ¿Eres tonto?". Devolví mi vista a la cancha, pensando que se necesita mucha paciencia hoy en día para ser tío de un mocoso.

El encuentro duró media horita. Para ser el primer partido oficial, después de tan solo un trimestre de entrenamientos, hubo jugadas interesantes: contragolpes, tapones, pases al espacio... El árbitro, un tipo de dos metros de altura y ciento cincuenta quilos de peso -con alma de niño-, estaba a punto de pitar el final. Perdíamos 20 a 18. Una niña rubia con coleta sacó de fondo. Le pasó el balón al pequeño Hayden que esquivó a tres contrincantes, como una culebra de río, haciendo rebotar la pelota contra el suelo (mientras mi padre lo animaba a gritos) hasta plantarse bajo la canasta rival, dar un salto y anotar su tercer básquet de la mañana. Consiguió el empate y nos miró con una sonrisa de oreja a oreja, entre los aplausos del público. Era feliz.

Regresamos caminando por la calle Sardenya los cuatro: el jugador de baloncesto y su club de fans (concretamente formado por tres personas). No parecíamos precisamente las cheerleaders del Barça, pero eso a él no le importaba. Dejamos a los pequeños en el domicilio Hayden, y el tenista y yo fuimos rápidamente en busca de un ómnibus que nos llevara al estadio del Barça en un día sin partido. El verano pasado, el jardinero fiel había tenido la amabilidad de regalarme dos entradas para el Camp Nou Experience (aunque él sea el mayor futbolero que conozco) y caducaban el treinta y uno de diciembre. Las instalaciones estaban repletas de turistas tomando el sol de invierno en las terrazas de los establecimientos de fast food (incluso en esta época del año, los centroeuropeos se ponen del color de las gambas). Mi padre estaba contento porque jamás había visto el estadio con luz diurna.

Entramos en el museo y recorrimos las vitrinas repletas de copas de un metal antiguo. Hice ver que leía pacientemente los textos que explicaban los diferentes momentos históricos del club, mientras él lo hacía de verdad. Con esa calma de ser de campo, que yo he perdido para convertirme en un ser ansioso. El tenista me contó (por enésima vez) que el jugador César había sido amigo de su padre en la postguerra, y que había pasado algún fin de semana en su casa de la tierra de la niebla para romper la monotonía de aquella niñez de miseria con sus historias extraordinarias repletas de viajes, de goles y de victorias. Desde entonces, y para siempre, se convirtió en fan suyo.

César no había jugado jamás en aquel estadio magnífico que ahora pisábamos. Era un jugador de otra época, de un momento en que el marketing no importaba. Seguimos el trayecto del Camp Nou Experience. Bajamos en ascensor a la zona mixta, a los vestuarios, al pequeño plató de televisión, a la capilla. Saltamos al campo por ese pasillo que vemos siempre en las retransmisiones de TV3, y nos sentimos un poco como Puyol o Messi, dando saltitos y animándonos el uno al otro. Luego nos elevaron en otro ascensor hasta las cabinas de prensa, en la zona más alta de las gradas. Y nos sentimos un poco como Joan Maria Pou o Joaquim Maria Puyal, esas voces que nos recuerdan por los auriculares que últimamente sólo sabemos ganar. Allí mi padre ya no podía esconder su ánimo. Llamó por el móvil a mi madre, que se había quedado guardando la granja de los caballos, para contarle todo lo que acaba de vivir. Seguramente le hubiera gustado estar con ella en ese lugar, en ese momento.

Fue una experiencia inolvidable. Salimos contentos en busca de transporte público en la avenida Diagonal. Mientras aguardábamos, el tenista me pidió que le diera las gracias a ese desconocido jardinero fiel. Lo decía de corazón. Hacía sol. Paseaban los turistas. El tráfico era fluido. Los tranvías pasaban silenciosos. Mi padre sonreía como siempre, bajo su calva eterna, con esos ojos grandes y grises. Ya no podía vitorear a César más que con el recuerdo. Ahora nos tocaba animar al pequeño Hayden. Ser sus fans, aunque no pareciéramos precisamente las cheerleaders del Barça sentados bajo esa marquesina, el día de los Santos Inocentes, esperando el ómnibus 33. En la Diagonal. Solos, él y yo.

PD: Aquest post és per a tu, Miquel. Gràcies guapo.

El primer campeón de la familia


Sobre mi mesa reposan cuatro objetos de este pasado diciembre que no he tenido tiempo de guardar en la caja de los recuerdos: una entrada a un concierto, un billete de avión a Norteamérica, el dorsal de un corredor etíope en una carrera de Navidad y un tíquet para acceder a un campo de fútbol vacío.

Hoy quiero contar la historia del dorsal del corredor etíope. Es tradición que los hombretones de mi familia participen el día después de Navidad en la "Carrera del pavo" (la "Cursa del gall dindi") en la tierra de la niebla. Es una cuestión de orgullo que la ganen los apellidos con más solera de la población, y en sus balcones luzca durante semanas la corona de laurel de la victoria.

La corrió mi bisabuelo Manel, en la edición de 1890, con diecisiete años, sus pantalones bombachos y sus mostachos engominados, quedando en penúltima posición.

La corrió mi abuelo Manel, en la edición de 1920, con dieciocho años, sus pantalones largos y su calva incipiente a pesar de su corta edad, quedando al final de la clasificación.

La hizo mi padre, en la edición de 1950, con diecisiete años, sus pantalones cortos -que parecían calzoncillos clásicos- y su peinado con raya lateral, quedando más allá del número treinta en la línea de meta.

La hice yo, en la edición de 1978, con catorce años, el primer año que se llamaba "Memorial Josep Ignasi Culleré". Recuerdo que llevaba un equipo azul marino. Y que, en la recta de la plaza mayor -donde estaba el grueso de los espectadores-, me adelantó un niño que apenas tendría seis o siete años. Claro que ellos hacían una décima parte del recorrido, y yo corría cansado tras diez kilómetros. Pero todavía me despierto algunas noches sobresaltado con esas risas de la tribuna ante ese adelantamiento inesperado. Entonces corríamos juntos todas las categorías, no como ahora.

Este año la hizo mi cuñado. Era la gran esperanza blanca para que ganara alguien de nuestra familia después de más de cien años de competición sin resultados. El premio era una corona de laurel y un pavo vivo que la señora Sofía, mi madre, observaba con desgana, porque ese animal lleno de plumas y de medio metro de altura no iba a entrar en su jardín para comerse sus geranios. Así que todos cruzamos los dedos para que ganara, menos ella. El sargento Hayden se había entrenado durante seis meses, corriendo cada mañana en Barcelona de Sagrada Familia a Palau Reial. Diez kilómetros entre ida y regreso a las seis de la madrugada. Ahora calentaba poderoso con sus pantalones negros ajustados y su camiseta oscura que marcaba sus pectorales. Arrancó la carrera. En los primeros pasos por meta iba entre los destacados. Le animamos gritando su nombre. Luego ya nos costaba verle aparecer por la curva tras los veinte primeros clasificados. Acabó de los últimos, y fue un desengaño para todos, como yo lo había sido en 1978.

Luego participó el pequeño Hayden en categoría infantil. Hace tiempo que hace deporte: baloncesto, natación, circo, hockey sobre patines... Es fibroso y tiene pinta de atleta. En caso de ganar, su premio era una corona de laurel y una perdiz viva, en lugar de un pavo. Pero mi madre, la señora Sofía, seguía arrugando la nariz ante la posibilidad de que ese animal vivo entrara en casa. Después del fracaso del sargento Hayden, teníamos grandes esperanzas depositadas en el pequeño Hayden. Hizo lo que pudo, pero acabo de los últimos, tras su amiga Joana de ojos azules.

Sólo quedaba el pequeño faraón Nil para participar en esa carrera que hemos perdido bisabuelos, abuelos, padres, tíos e hijos. Era en la categoría de menos de cinco años. Corrían una recta de cien metros. El pequeño faraón, a diferencia de su padre que trota diez kilómetros cada mañana y de su hermano que siempre anda haciendo actividades físicas, apenas se mueve del sofá mirando dibujos animados. Así que nos quedamos a ver su carrera por compromiso, pensando en prepararnos para el año siguiente, sin esperanzas en ese regordete negro de sonrisa blanca. Esa mañana lo empujamos a la línea de salida para que corriera, ya que estábamos allí. Se le veía desganado, y nosotros no apostábamos un céntimo de euro por él.

Dieron la señal de comienzo y empezó a dar zancadas, vestido de calle, pensando más en regresar a ver Bob Esponja en la tele que en correr. Pero la carrera le salía natural, como si formara parte de su naturaleza etíope. Frente al Banc de Sabadell iba de los últimos. Frente a la tienda de la óptica ya había ganado posiciones. Y ante el Café Brasil dio un acelerón, los adelantó a todos y levantó los brazos en señal de victoria.

Había ganado una carrera para nuestra familia por primera vez en más de cien años, aunque fuera en categoría P-5, aunque no se hubiera preparado, aunque genéticamente no fuera de los nuestros. La señora Sofía respiró tranquila porque para los pequeños no había un animal vivo como premio, mirando a su nieto africano.

Regresamos a casa por la calle de las librerías. El sargento Hayden llevaba al pequeño faraón Nil a caballo sobre sus hombros. Le arranqué el dorsal de su espalda, que habría acabado en la papelera invariablemente. Lo guardé para su futuro. Estábamos a un grado centígrado de temperatura. Nos esperaba el calor del hogar y una bandeja de canelones en el horno con la que celebrar que éramos campeones. Salí al balcón y colgué orgulloso la corona de laurel en él. Después de más de cien años.

Fue el momento más feliz de mi Navidad.

PD: Em queden dos posts per fer, dels cinc que vaig prometre. Els penjaré quan torni de buscar els Reis a la terra de la boira. Espero que tingueu molts regals.

Nantucket


Sobre mi mesa reposan cuatro objetos de este pasado diciembre que no he tenido tiempo de guardar en la caja de los recuerdos: una entrada a un concierto, un billete de avión a Norteamérica, el dorsal de un corredor etíope en una carrera de Navidad y un tíquet para acceder a un campo de fútbol vacío.

Ahora hablaré de mi billete de avión a Norteamérica. Dickinson me pidió ayuda urgente por email el día ocho. Ella no vive aquí. Es forastera. Y no es fácil llegar a Nantucket en diciembre (mucho menos si buscas vuelos low cost). Me pasé una noche indagando por páginas de internet, hasta dar con una oferta que no era perfecta, pero que me servía para salir del paso.

El doce de diciembre volé de Barcelona a Boston (con una escala de dos horas en Dublín) a través de la compañía Aer Lingus, que me ofrecía el mejor precio del mercado. Pagaba ella, y no le sobra el dinero, como no me sobra a mí. Fueron once horas de viaje, de espera, de soledad, de no poder fumar.

En el aeropuerto Logan me aguardaba Dickinson, con el cuello de su chaqueta levantado, una bufanda, unos guantes y un gorro de lana. Me reconoció ella, porque para mí era imposible adivinarla en esos ojos que asomaban entre sus capas de ropa. Yo era más visible (los latinos somos optimistas, y creemos que con una cazadorita alcanzamos el Polo Norte). La seguí temblando, mientras dejaba mis huellas en la nieve de camino a la estación. Nos desplazamos en un autobús de la empresa Peter Pan hasta la localidad de Hyannis, a unos cien kilómetros de Boston. Allí cogimos un ferry a Nantucket. Llegamos tras poco más de dos horas de navegación y mala mar. Para entonces, Dickinson ya me había prestado su bufanda, y uno de sus guantes. La otra mano la escondíamos en el bolsillo.

Nantucket es una isla pequeña, junto a la de Martha's Vineyard, apenas habitada en invierno por quince mil personas (en verano la población se multiplica por cinco). Así que no tuvimos que guardar largas colas para entrar en el Museo de la Ballena o en el faro de Brant Point, las principales atracciones turísticas de la zona si no juegas a golf. Y recorrimos en casi soledad las largas playas y los acantilados de ese lugar que fue el centro mundial de la industria ballenera durante ciento cincuenta años. Luego, ya no quedaba más por ver.

Dickinson tiene una bonita casa de madera cerca de Pocomo road, en Shawkemo. La chimenea estaba eternamente encendida, y no había otro ruido que el de los pájaros de invierno, saltando de rama en rama en el jardín tras la ventana. Allí me sentaba a corregir su novela por las tardes, mientras ella preparaba la mejor merluza al horno de la isla para cenar. Antes, por la mañana, salíamos a pedalear con sus bicicletas negras de sillín alto hasta la laguna de Sasachacha, o nos acercábamos al campo de golf de Siasconset, o mirábamos los muros de las mansiones en la avenida Hulbert con los ojos llorando de frío.

Fueron días magníficos, en esa Norteamérica que siempre había dicho que no pisaría en mi vida, pero que he aprendido a amar a través de una pequeña isla llamada Nantucket. Luego se acabó el tecleo en su ordenador. Se acabó su merluza al horno. Se acabaron los paseos en bicicleta.

Me conocía de memoria el camino de regreso a casa: Nantucket-Hyannis-Boston-Dublín-Barcelona. Así que Dickinson me despidió en el puerto, mientras subía a mi ferry, con el cuello de su chaqueta levantado, una bufanda, unos guantes y un gorro de lana. Ahora ya podía reconocerla, con el manuscrito de su primera novela bajo el brazo.

Mathangi "Maya" Arulpragasam


Sobre mi mesa reposan cuatro objetos de este pasado diciembre que no he tenido tiempo de guardar en la caja de los recuerdos: una entrada a un concierto, un billete de avión a Norteamérica, el dorsal de un corredor etíope en una carrera de Navidad y un tíquet para acceder a un campo de fútbol vacío.

Comenzaré por la entrada al concierto. Fue a principios de mes, en mitad de un puente largo, con la ciudad medio vacía. La actuación arrancaba a las nueve y media de la noche. Bajé lentamente por Roger de Flor, en busca de la calle Almogàvers, con ganas de llegar tarde. Con una cierta sensación de ridículo porque me dirigía solo a un concierto de ruido sin compasión, apenas apto para oídos que no fueran jóvenes. Tenía la posibilidad de guardarme el tíquet en el bolsillo y regresar a casa, leer al día siguiente la crónica en el periódico, memorizarla y soltársela a la persona que me había regalado la entrada, el sargento Hayden, cuando me preguntara por M.I.A. Pero eso no se hace.

En la calle Almogàvers, a pesar de que estábamos en mitad de un puente largo, con la ciudad medio vacía, a pesar de que el paisaje de naves industriales apenas iluminadas por cuatro farolas no convidaba a rondar por allí, había una larga cola de público para acceder a la sala Razzmatazz. Predominaban las gafas de pasta, las medias de colores y los leggins, los zapatos de plataforma, los vestidos lady por la rodilla y de manga larga, las camisas de denim gastadas... Fue una suerte que dejara la boina en casa, a pesar del frío.

Le pregunté a un miembro de la organización si debía aguardar turno con una entrada adquirida días antes en el ServiCaixa. Me hizo pasar a una segunda cola, que iba descongestionada, para acceder a las entrañas del local. Hacía tiempo que no estaba en ese sitio. No había cambiado mucho desde entonces. Yo sí.

Me fui desplazando por la sala intentando localizar a gente de mi generación. Tampoco me costó tanto. El público no era tan joven como me había imaginado. Me situé al lado de una pareja de una edad parecida a la mía. Me adoptaron con resignación cristiana. A las nueve y media, el escenario se fundió en negro y apareció una mujer, apenas intuida por su coleta bajo una minimalista luz cenital de color azul, para hacer girar los platos e interpretar “The Message” en su mesa de mezclas. Aquello era lento. Pensé que me había equivocado de sala (esa noche había dos conciertos en Razzamatazz), y yo soy de naturaleza despistada.

Pero a los diez minutos una cortina se despeñó desde el techo para ocultar el escenario. Cuando la elevaron de nuevo, allí estaba Maya Arulpragasam (M.I.A.) saltando sobre las tablas con su ruido y su furia, con su ritmo primitivo basado en el grime electrónico, el rap, el hip-hop y el riff metálico repetitivo hasta la extenuación. La chica de la mesa de mezclas permanecía en su lugar. Se añadió a la escena una percusionista y dos bailarines vestidos de militar que no paraban de ametrallar al público. En el muro comenzaron a aparecer imágenes hipnóticas de guerra.

Hace tiempo que me gusta M.I.A., aunque su música no tenga nada que ver conmigo, porque me sirve de antidepresivo. Me gusta que sea la hija de un revolucionario tamil, llamado Arular, como su primer disco. Me gusta que viviera en una granja sin agua, ni electricidad, en Sri Lanka. Y luego en una casa árbol de la India. Me gusta que aprendiera inglés en las radios de los patios de sus vecinos de Mitcham (Gran Bretaña), que escuchaba tras los muros. Me gusta que, ahora, no haya olvidado esos orígenes.

Esa noche en la sala Razzmatazz presentaba su último disco: Maya. Interpretó "Born free", y accedió a tocar éxitos de sus antiguos trabajos, como “XXXO”, “Bucky done gun” o “Boyz” (cuando invitó a una treintena de personas a bailar con ella sobre el escenario). Luego vinieron “Lovalot”, “Story to be told” o “Teqkilla”. La gente me empujaba para ir a la barra del bar o al lavabo. Acabé arrastrado junto a una chica alta, de nariz grande y cabello lacio. Levantaba el puño en el aire como si acabara de marcar un gol, mientras seguía con su tronco el ritmo repetitivo de la música. La imité, moviendo la cabeza como esos perritos que antiguamente se ponían en la luna trasera de los coches. Ella tenía el mal de San Vito, y me lo contagió. Hacía tiempo que no me quitaba años de encima. Esa noche me acordé de que puedo hacer otras cosas con mi cuerpo que no sea caminar.

Salí de Razzamatazz antes de las doce. Tenía las piernas cansadas de tanto moverme intentando hacer algo parecido a eso que denominan bailar. Con todo, regresé a pie a mi barrio. De manera involuntaria, me siguió un buen rato esa chica de cabello lacio y nariz grande, hasta el cruce de Marina con Casp. Probablemente, tenía una cierta sensación de ridículo porque había ido sola a un concierto de ruido sin compasión, apenas apto para oídos que no fueran jóvenes. Probablemente, ahora estaba contenta porque se había quitado años de encima. Caminamos en fila india (manteniendo la reglamentaria distancia de seguridad para evitar choques), diciendo que sí con la cabeza, contorneando la cintura, elevando el puño de vez en cuando, como si hubiéramos marcado un gol. Cantando bajito: “I fight the ones that fight me / I really love alot / I really love alot”.

PD: ¿Dónde está Wally?

Aniversario


Hoy hace cinco años exactos que creé este blog. Fue una Nochevieja de 2006. El señor Gris dormía en el suelo con su collar de hawaiano, mientras yo escribía a mano cuatro palabras torpes en un papel, tras apartar el plato de las doce uvas. En esa época salía a fumar un cigarrillo al balcón en mitad de un texto y, con suerte, estaba ese gato sin nombre rondando vagabundo por los contenedores de basuras. Ahora voy a fumar al exterior y estáis vosotras en el piso de abajo con cara de Audrey Hepburn, y vosotros en la tercera planta con rostro de George Peppard. Haciéndome compañía.

Que tingueu un molt Bon Any Nou.

PD: Para celebrar este quinto aniversario, amenazo con publicar un post diario durante los próximos cinco días. Estáis avisados :-)