Primer paseo del año
domingo, 23 de enero de 2011 by el paseante
El treinta y uno de diciembre salí de mi pisito al atardecer, con una botella de vino elaborada en la tierra de la niebla en mi mochila. Recorrí gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que me sé de memoria porque la mujer elegante me invita siempre a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. No me salió gratis. Pudo exigirme un streptease físico o espiritual, pero prefirió ponerme a cortar cebolletas, a hacer dados de aguacate, a triturar nueces en esa cocina en la que te rozas cada treinta segundos.
A las diez de la noche teníamos una estupenda ensalada de hojas de canónigo, aguacate y salmón con vinagreta de nueces; y unos fantásticos pimientos del piquillo rellenos de verduras en la mesa decorada con velas. Y un gran cenicero repleto de colillas en el patio, porque los dos fumamos como carreteros.
Salimos a encender el último pitillo, mientras esperábamos que el resto de sus invitados recorrieran gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que se saben de memoria porque la mujer elegante los invita siempre a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. Llamaron al timbre una tras otra (todas eran mujeres) y llegaron con sus mascotas: una perra, una gata y un ratón (que hubo que distribuir por las habitaciones para que no se pelearan). Y luego hablaron entre ellas como cotorras, sin parar, mientras yo intentaba que Lia dejara de declararme su amor eterno, con su hocico manchado de aceite sobre mis pantalones, después de que le hubiera dado un pedacito de pimiento relleno. Me hizo recordar esas Nocheviejas con el señor Gris, tres años atrás y mucho antes. Por eso la hice jugar, lanzándole tapones de caucho que desmenuzaba bajo la mesa, mientras la mujer elegante me miraba con ganas de ofrecerme una escoba y una pala, tras la fiesta.
En la nevera esperaban cuatro platos con doce uvas, y un recipiente con doce aceitunas, porque uno de nosotros era raro. En la nevera aguardaba una botella de cava para desearnos buenos deseos tras el brindis. En el televisor salía un reloj que caminaba veloz hacia el número doce. Luego entró el año 2011 en nuestras vidas. Lo iniciábamos juntos.
En la uva número doce me entró una llamada telefónica de Bauru, Brasil, que me hizo atragantar. A Thaís todavía le faltaban horas para celebrarlo, pero quiso comenzar el año conmigo. Ella es un tesoro.
Regresé a mi pisito recorriendo gran parte de la larga calle de Sant Antoni Maria Claret, que me sé de memoria porque la mujer elegante me invita a su casa con patio cuando son fiestas para no estar solo. Ella es mi mejor amiga, y sé que haré ese trayecto muchas más veces en mi vida para rozarnos cada treinta segundos en esa cocina. Para regalarnos chistes. Para mirarnos con complicidad. Me gusta esa mujer porque la vida es sencilla con ella. Cuando tenemos algo que decirnos, lo decimos. Cuando tenemos algo que callarnos, lo callamos. Y nunca hay peleas, salvo cuando la mujer elegante llega eternamente tarde a esas citas para caminar. Hay personas que me han prometido la luna en esta vida, y luego las he visto marcharse con el primer tren de la mañana. Ella se queda siempre fumando a tu lado.
Eran las cuatro de la madrugada cuando llegué a Gràcia. Pero seguí andando. Me dirigí al Turó Parc, para continuar con mi rutina anual. Caminé alrededor del recinto, acariciando cada hoja de planta que asomaba a la acera, mientras exigía un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?