lunes, 6 de febrero de 2012
by el paseante
En mi vida sólo recuerdo haber bailado tres veces. La primera fue en un viaje con el instituto a Barcelona. En la sala La Paloma, la chica más guapa de la clase (además de la más inteligente), Núria, me vio ladeando la cabeza solo en un rincón oscuro, y vino hacia mí como Kim Novak se acercaba a William Holden en la película
Picnic: chasqueando los dedos y contorneando el cuerpo. Me sacó a la pista con un fanal entre nuestras manos explicándome cómo debía mover los pies para no pisarla. Nunca he sabido si perdió una apuesta o lo hizo por voluntad propia, pero yo flotaba con mi mano en la cintura avispada de esa adolescente que ahora ejerce de médico en Navarra.
La segunda ocasión fue en ese mismo local, muchos años después. Yo ya estaba licenciado del instituto, de la universidad y de la mili. Estaba allí con mi pareja de entonces y con mi mejor amigo. Los tres en la barra, los tres con un gintonic, los tres aburridos. Nosotros tan morenos y ella tan rubia. Entonces la guapa Hannah me miró como mira Kim Novak a William Holden en
Picnic (antes de bailar con él) y me arrastró a la pista tirando de mi camisa, mientras yo intentaba agarrarme a mi gintonic o al brazo del hombre sin suerte, sin conseguirlo. Sonaba un vals y a los cuarenta minutos ya había aprendido los pasos para no atropellarla. Ese día también floté agarrado a esa chica que añoro.
La tercera vez fue en un castillo de Sant Cugat. Estaba allí porque se casaba el hombre sin suerte. Era una boda de alto copete y él me avisó que dejara la boina en casa. Pero el vino era copioso y el ánimo estaba por las nubes cuando comenzó a sonar "Los pajaritos" (nunca entenderé que pusieran esa canción en una boda tan refinada). "¿A que no te atreves a salir?" -me gritó uno de los solteros de esa mesa de ocho hombres treintañeros sin pareja. "A que sí". E incomprensiblemente me encontré como director de vuelo de esa formación coreográfica de siete avutardas granaditas que bailaban al ritmo de ese acordeón a mi espalda, desplegando brazos y piernas, ante la plana mayor de los dirigentes de un partido político que ahora gobierna en Catalunya. El hombre sin suerte no me invitó a su segundo matrimonio. Con razón.
La última vez que estuve a punto de bailar fue durante unas fiestas de Gràcia de hace seis o siete años. Estaba en un local social y una banda de músicos interpretaba swing mientras unas cuantas parejas se movían de una manera incomprensible para mi capacidad locomotora. Pedí una cerveza en la barra y me puse en un rincón oscuro, ladeando la cabeza con la música. Una chica morena de ojos grandes apoyó su espalda en la pared, junto a mí. Y comenzó a mover sus pies siguiendo el ritmo. La miré de reojo porque la tenía vista de un culebrón de TV3 (El cor de la ciutat) donde interpretaba a una ayudante de peluquería. También me miraba de reojo. Antes de que ella pusiera cara de Kim Novak y comenzara a chasquear los dedos, apuré la cerveza de un sorbo y me largué, levantando una ceja en señal de no sé qué. Me sentía incapaz de bailar ese
Lindy hop con tan poco alcohol en la barriga. Ni que fuera con una chica de la tele.
PD: Este 2012 pedí en la carta a los Reyes aprender los pasos del Lindy hop. Ya llevo tres sesiones en una escuela de Gràcia. No creo que aguante hasta la primavera porque soy el hazmerreír del grupo.