Comisaría
miércoles, 30 de mayo de 2012 by el paseante
Me gusta salir a la calle cuando hace calor en mi piso y que corra allí la brisa al terminar el día. En la mochila llevo una mandarina, una pera y una botella de agua. Cuelga de mi hombro izquierdo. En el derecho llevo una cartera con un ordenador portátil en el que ha entrado un ladrón. Delante de mí hay una cuesta por la que nunca me he adentrado: la avenida de Vallcarca. A mi espalda está la sombra de la mujer de los mares del sur que quiere adelantar a la mía por la acera, sin conseguirlo (soy el Correcaminos). El aire despeina su flequillo de asiática, mientras me pide que vaya más despacio.
Buscamos una comisaría de policía para poner una denuncia en ese territorio desconocido en el que no vive ningún amigo nuestro que nos pueda echar una mano si nos atacan los indios o si se nos rompe un zapato.
La pendiente es cuesta arriba, pero me cansa menos caminar por un sitio abrupto y no pisado jamás que hacerlo por los lugares de siempre.
Encontramos rincones que huelen a flor de azahar, casitas unifamiliares con un toldo en el patio para invitar a una paella, el ómnibus 27 que sube vacío y renqueante bajo el puente de Vallcarca, gente con gafas de pasta a los que preguntamos por la comisaría y nos indican amables con movimientos de sus brazos.
Y, cuando ya estamos a punto de llegar, me detengo junto a una fuente. Allí abro mi mochila y espero a que la sombra de la mujer de los mares del sur alcance la mía. Me pongo la mandarina en la mano derecha y la pera en la izquierda. Le pido que elija. Luego ella abre el grifo y lava esa fruta con forma de bombilla.
Entramos en la comisaría, pero hay cola para poner denuncias. Así que salimos a fumar un cigarrillo en la avenida de Vallcarca. Corre la brisa, que despeina su flequillo asiático, y en los balcones se encienden la primeras luces mientras anochece. Unas chicas hacen la danza del vientre en el patio de una escuela vecina. Parecen guapas y alegres. Estoy a gusto allí, fumando, con las pìernas estiradas, en ese Finisterre. Despatarrado. Pero la mujer de los mares del sur me toca el hombro y me dice que debemos entrar para regresar a la mísera realidad de denunciar las injusticias a las que se ha visto sometido su ordenador. Le pego una última calada al pitillo, lo apago en un cenicero de color gris y entro tras esa sombra suya que ya ha adelantado a la mía.