El verano de 1982 cumplí dieciocho años y comencé las clases para sacarme el carnet de conducir. Aprobé la teoría a la primera, la pista a la segunda y la circulación por ciudad también a la primera, mientras subía hacia ese restaurante de la tierra de la niebla que tenía un jabalí enjaulado. En el asiento de atrás estaba el examinador avinagrado que tomaba notas, mientras yo me sentía nervioso mirando por la ventanilla de la izquierda los rostros de las personas que paseaban tranquilas por aquella ciudad de la que después me alejaría. Intentaba poner los intermitentes adecuados con mi cara de buen chico, mirando por el retrovisor la lengua entre los labios de aquel hombre menudo y calvo que apuntaba en un bloc cuadriculado, dudando si aprobarme o no. Fue generoso conmigo.
Pensé que obtener el carnet de conducir me ayudaría a sentirme mayor. Pero no fue así.
El hombre sin suerte se sacó su permiso de conducción al mismo tiempo que yo y juntos alternábamos los coches: él su dos caballos de propiedad y yo mi ford fiesta prestado por mi padre, dando tumbos por los caminos de tierra, intentando no atropellar liebres ni levantar demasiado polvo con los frenazos, mientras escuchábamos en el radiocassete lo último de Gwendal.
Un día nos atrevimos a acercarnos a la capital de la tierra de la niebla con su coche. Atravesamos campos de frutales. Yo miraba por el retrovisor para ayudarlo en su conducción novata. Conseguimos llegar a la plaza Enric Granados. Logramos aparcar su Citröen después de mil maniobras y entramos a tomar una cerveza en un local pijo (el Nelson -un pub de moda en aquellos años ochenta, muy british, con asientos de cuero y suelos de madera).
Los dos éramos muy chulos y el mundo nos parecía nuestro. Dos chicas nos miraron en una mesita, escondidas tras sus refrescos de cola. Una se llamaba Montse y la otra Margarita. Nos lo dijeron después de que echáramos a suertes, el hombre sin suerte y yo, quién se acercaba a ellas. Gané yo, y él se aproximó a su mesa con las manos en sus pantalones de pana. No lo mandaron al infierno (cosa rara) y nos sentamos con ellas intentando ser simpáticos, sin conseguirlo demasiado. Teníamos dieciocho años y éramos casi tan tímidos como ahora.
Le caí bien a Margarita. Me hacía caso y me miraba con sus ojos grandes mientras sonreía. Era tan alta como yo, de huesos anchos y pechos interesantes a mi edad de entonces. Tenía el novio en la mili y se sentía sola. Después de mil bromas, me preguntó si iría con ella a las fiestas de Barbastro (Huesca) el sábado siguiente. Me dijo que me esperaría bajo su casa a no recuerdo qué hora y me apuntó su dirección en un posavasos del Nelson.
Pasé aquella semana recolectando peras en el campo con una sonrisa en la boca, pensando que ya era mayor.
Llegó el sábado de las fiestas de Barbastro. En esa época era inconcebible pedirle el coche a mi padre para salir de noche. Todavía no sabía conducir, a pesar de mi carnet que me daba permiso para hacerlo. Así que esperé a que él se durmiera. Abrí el cajoncito donde guardaba el llavero de su Ford. Puse la llave en la cerradura de la puerta de salida de la granja de los caballos y la cerré con cuidado para no despertar a nadie. Me dirigí al lugar donde estaba aparcado el coche, unas calles más abajo. Me sentía mayor.
El vehículo arrancó a la primera. Salí de las calles del pueblo y me metí en la carretera negra. Me sorprendió que todo fuera tan fácil en mi primer viaje lejos conduciendo yo, que tuviera incluso tiempo para mirar la luna redonda tras el parabrisas mientras el coche respondía a mis órdenes.
Llegué a la capital de la tierra de la niebla. Reduje la marcha. Busqué el edificio de Margarita recordando las veces que había caminado por allí, sólo que esta vez lo hacía a caballo de un coche. Como un príncipe. La vi en ese portal oscuro, sonriéndome. Estaba guapa. Parecía un caballo salvaje. Aparqué en doble fila y ella vino con sus tejanos que guardaban unas piernas largas para decirme que estaba castigada, que lo sentía mucho, pero que no podía acompañarme a las fiestas de Barbastro. Y regresó a su ventana del segundo piso en ese edificio inmenso tras darme un par de besos. Entonces no fumaba, pero me hubiera ido bien prender un pitillo junto a ese río que reflejaba la luna en su escaso caudal.
Yo quería comenzar a madurar a pesar de todo. Así que intenté buscar la carretera que conducía a Barbastro. El coche ya estaba robado, así que no tenía nada que perder. Encontré el camino a la tercera. Luego vinieron kilómetros y kilómetros de oscuridad, de enfocar con mis faros pequeñas montañas que parecían salidas de una película de cowboys en el desierto, de pasar carteles que anunciaban pueblos que desconocía. Iba con el torso inclinado hacia la luna delantera del coche de mi padre, intentando no chocar con nada ni con nadie. Con mis gafas de miope.
Llegué allí.
Barbastro me pareció un pueblo pequeño. Aparqué sin problemas en una calle sin coches. La música me condujo a una plaza con apenas veinte parejas bailando que hablaban en castellano bajo unos árboles raquíticos. Me quedé un ratito en ese lugar con las manos en los bolsillos. Una chica se acercó, pero era para venderme un cupón de una cesta. Estaba aburrido. Intentaba acompasar los movimientos de mis pies con la música que emitían cuatro instrumentistas sobre la carreta de un tractor en la plaza mayor, mientras esperaba que pasara algo. Hasta que decidí que allí no me haría mayor.
De regreso a casa paré en una gasolinera. Puse el combustible suficiente para que mi padre no notara el robo de su vehículo (era mi sueldo de un día de trabajo como recolector de peras). La carretera era oscura y yo iba con todos los sentidos alerta.
Llegué a la granja de los caballos. Aparqué el Ford Fiesta en el mismo sitio donde lo había encontrado. Abrí la puerta de la casa con el máximo silencio. Dejé las llaves en su sitio. Subí a mi habitación descalzo. Me quité la ropa y apagué la luz.
Pensé que me faltaba madurar, a pesar de tener un carnet de conducir. Todavía lo pienso hoy, cuando acumulo otros carnets en mi cartera.
PD: Montse se casó con el hermano mayor del hombre sin suerte (cosas que pasan) y Margarita sigue con su novio de la mili. Tienen no sé cuantos hijos.
PD2: En lugar de ponerme comentarios, ¿por qué no contáis vuestras primeras experiencias con el coche en vuestros blogs? Últimamente, Blogville está apagado. A ver si lo resucitamos entre todos.