El espigón de Oscar
martes, 14 de abril de 2015 by el paseante
Recuerdo un verano, de
hace catorce o quince años, especialmente solitario. Apenas conocía a nadie en mi
nueva ciudad y los Hayden estaban de vacaciones en Francia (sin niños, porque todavía no existían).
También era un verano
especialmente caluroso. Cuando salía al balcón de mi mini-piso para tomar el
fresco, me sentaba junto a mi mini-árbol, que todavía me acompaña, y me
distraía contando los coches que entraban y salían del viejo aparcamiento de
enfrente, que ya no existe.
Una tarde de principios
de agosto estaba tan aburrido de sumar vehículos que decidí buscar un libro en
la estantería negra. Hacía mucho tiempo que tenía pendiente leer a Günter Grass,
pero me daban pereza las seiscientas páginas de El tambor de hojalata.
Comenzar un libro es como
comenzar una relación: requiere más esfuerzo que espiar un parking. Pero existe
la posibilidad del enamoramiento.
Así que leí el primer
fragmento:
“Pues sí: soy huésped de
un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima;
porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color
castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules”.
Esa tarde,
milagrosamente, llovió y refrescó la ciudad, mientras entraba en la vida de
Oscar, sentado en el balcón, con el cenicero junto a la maceta de mi mini-árbol.
El tambor de hojalata me
acompañó todo ese mes de agosto. Lo llevaba conmigo al Turó Parc en la mochila para leerlo en una sombra fresca, lo sacaba a la plaza del Nord después de cenar o bajaba con él a la playa en el ómnibus 39, mientras las calles pasaban por la
ventana. Me hizo compañía, como suelen hacer la mayoría de libros cuando estás solo. Las novelas dan
sin pedir, como en los enamoramientos.
Hay un espigón que
siempre será mío y de Oscar. Allí leí la mayor parte de esa novela, mientras
los veleros entraban y salían de su aparcamiento en el muelle, sin que tuviera la necesidad de contarlos, y yo me
enamoraba de Günter Grass en ese verano especialmente solitario, con los pies
descalzos en la espuma de esas olas que jamás se repetirán.
Cuando acabé de leer la última página, le di la espalda a la playa y miré hacia el norte, por encima de las antiguas fábricas del Poble Nou y de Francia, en dirección a Alemania, donde vivía ese escritor.
Hoy he buscado ese libro en la estantería negra que me acompañó en la última mudanza. No lo encontraba, hasta que la mujer de los mares del sur me ha ayudado a dar con él. Estaba debajo de otras novelas suyas que tiene pendientes de leer y de enamorarse si alguna vez se queda sola en su nueva ciudad.
Hoy he buscado ese libro en la estantería negra que me acompañó en la última mudanza. No lo encontraba, hasta que la mujer de los mares del sur me ha ayudado a dar con él. Estaba debajo de otras novelas suyas que tiene pendientes de leer y de enamorarse si alguna vez se queda sola en su nueva ciudad.