De noche
jueves, 14 de febrero de 2013 by el paseante
He recuperado la vieja costumbre de pasear de noche. Dejé de hacerlo un día en que un par de tipos comenzaron a seguirme por una rambla (al menos, me pareció que lo hacían). Pero camino deprisa y los despisté en la primera esquina.
Luego llegué a mi pisito y cerré con doble vuelta de llave. Durante un tiempo me sentí protegido allí, sin necesidad de salir cuando la gente normal ya dormía. Hasta que ahora he recuperado la vieja costumbre de caminar de noche y sentirme solo.
Salgo de casa vestido de medio vagabundo, con una gorra gris de lana y una vieja chaqueta con capucha que cuelga a mi espalda. Me dirijo al Turó Parc. Dejo las diferentes basuras en los contenedores adecuados y, luego, me cruzo por las calles estrechas de Gràcia con la gente joven y reivindicativa que se cuenta por sms sus historias emocionantes a su corta edad, mientras me cuesta esquivarlos por la acera.
En el Kibuka hay gente que acaba de cenar, mientras en el Heliogàbal hay personas que piden el primer gintonic. En el exterior del Ikastola una chica me pregunta si tengo un cigarrillo, pero le cuento que fumo tabaco de liar haciendo el gesto de enrollar con la mano.
A medida que salgo del barrio, las calles son más solitarias y me parecen peor iluminadas. En la esquina entre la Travessera de Gràcia y la plaza de Gal.la Placídia, rodeados de cartones, duermen protegidos del frío una mujer y un hombre, cada uno en un hueco de la pared de una entidad bancaria. Tienen todas sus pertenencias a la vista, en carritos de la compra. Son vecinos y supongo que se protegen el uno al otro. Ellos ya no volverán a su pisito para cerrar con doble vuelta de llave y sentirse a salvo de esta vida.
Subo por la calle Regàs (famosa por su meublé en el que esta noche no entra ni sale nadie) hasta alcanzar las primeras fronteras de Sant Gervasi. En Marià Cubí la gente joven y conservadora se cuenta por sms sus historias emocionantes a su corta edad, mientras me cuesta esquivarlos por la acera.
En el Can Punyetes hay gente que acaba de cenar, mientras en el Universal hay personas que piden el primer gintonic. En el exterior del Bubblic Bar una chica me pregunta si tengo un cigarrillo, pero le cuento que fumo tabaco de liar haciendo el gesto de enrollar con la mano. Sigo caminando hacia el Turó Parc.
En el portal de una entidad bancaria de la calle Calvet, está tumbada una persona que se protege del frío con cartones. Tiene todas sus pertenencias a la vista, en un carrito de la compra, mientras escucha la radio. Esa persona (ella o él) tiene sintonizado en su transistor el mismo programa que yo oigo en mis walkmans. Me sorprende esa cercanía.
Entonces extraigo un pitillo home-made de mi cajetilla Peppermints y decido no llegar al Turó Parc. Regreso a casa por la calle Madrazo, vestido de medio vagabundo, con una gorra gris de lana y una vieja chaqueta con capucha que cuelga a mi espalda. Me da vergüenza esa falsa pose de fracasado. La noche no es demasiado fría. Por eso me quito la gorra en un streptease ligero, a la altura del FREMAP, y escondo la capucha en la chaqueta para volver a sentirme yo mismo caminando en solitario por la ciudad a esas horas.
Apago el cigarrillo en la calle, antes de entrar en mi edificio. Pulso el botón para que baje el ascensor. Me miro en el espejo de la cabina, mientras espero alcanzar mi planta. Tengo ojeras y voy despeinado. En mi rellano hay silencio. Cierro el piso de un portazo ligero y, sin dar una doble vuelta de llave, me acuesto en la cama calentita. En mis walkmans escucho lo mismo que ella o él, antes de dormirnos.