Viaje


Cuando leáis esto mi maleta negra estará en el suelo, e intentaré localizar las llaves en mi bolsillo para cerrar la puerta y buscar un tren donde me admitan en un vagón para nostálgicos.

Cuando leáis esto le habré puesto un link a un escritor absolutamente alocado de las tierras del sur: Quim. Es bueno, es gamberro y mejora tu día. Si queréis, ponedle comentarios.

Cuando leáis esto Ilse ya hará días que ha resucitado su blog para maldecirme. Me gusta que haya recuperado su prosa de Elvira Lindo. Es muy buena. Si queréis, ponedle comentarios.

Cuando leáis esto Alatrencada llevará meses muda, pero me niego a enterrarla en el apartado de "han cerrado sus vallas...". Sé que un día regresará. Si queréis, ponedle comentarios para que vuelva.

Cuando leáis esto ya habré cerrado la puerta de mi piso, y vuestras vidas quedarán allí, en la oscuridad, hasta mi retorno.

Entretanto, cuando leáis esto quizás paseo con el pequeño Hayden entre manzanos desnudos de hojas en la tierra de la niebla, contándonos fábulas de monstruos que existen, sin duda. Los dos con gorritos y bufandas (la mía la tejió ella). Lanzando vapor por nuestras bocas, como dragones inofensivos.

Cuando leáis esto mi maleta negra estará en un suelo (de una estación, de un vagón de tren, de un domiclio), e intentaré no añoraros demasiado. Hasta que regrese. Entonces, introduciré las llaves en la cerradura, empujaré la puerta y se prenderá vuestra luz.

San Crispín


Como este miércoles era San Crispín, patrón de los zapateros, bajé andando hasta la playa a mediodía para gastar mi calzado y llevarlo próximamente a reparar.

La línea recta que traza la calle Bailén es monótona. Es como conducir por autopista. Te adormeces. Por eso, decidí abandonarla en el peaje de la ronda de Sant Pere y entrar en unas carreteras secundarias estrechas y llenas de curvas. Peligrosas y repletas de vida. Eran callejones de La Ribera (el corazón de la ciudad entre los siglos XIII y XIV, la antigua Vilanova del Mar) que hacía tanto tiempo que no cruzaba con la capota bajada para que me diera el sol de ese mediodía de San Crispín. Calle de Méndez Núñez, dels Ocells, d'en Cortines, Volta dels Jueus, Portal Nou, plaza de Sant Agustí Vell... Tiendas de artesanos, negocios de viejo, pequeñas casas de comidas, extranjeras nórdicas con melenas rubias al viento intercaladas en mis gafas de miope con africanas que cubrían sus cabezas con pañuelos o sombreros multicolores.

Alcancé una calle con un nombre precioso: Tantarantana. Nunca había estado allí. En su zona central estaba preñada por la plaza Acadèmia. Y allí descubrí ese edificio magnífico. Me senté y lo contemplé un buen rato. El Covent de Sant Agustí parecía en ruinas, con sus piedras blancas, antiguas. Pero albergaba una cafetería coqueta en el claustro. Y lo abrazaba un edificio municipal moderno. Me apasionan esas mezclas de lo viejo y lo nuevo.

Pensé en San Crispín. Era un noble romano que fue enviado a evangelizar las Galias junto a su hermano Crepiniano. Y para no vivir de las limosnas de los fieles, ejercían de zapateros.

Miré mis zapatos, todavía no estaban tan gastados. Así que me levanté y seguí caminando en zig-zag por esas calles centenarias hasta dar con el mar. Con la luz. El Moll del Dipósit olía a pescado recién frito o braseado o en cazoleta. Guillermo Amor comía gambas en la terraza de un restaurante, con las gafas oscuras que le protegían del sol y refrejaban los veleros atracados en el muelle. Y José Luís Carazo parecía más joven que en las tertulias de fútbol del televisor, mientras estaba más por la charla que por el plato. Me entró hambre. Marché deprisa hasta la playa. Hundí los zapatos en la arena y me tumbé cerca de las olas, para extraer de la mochila el bocadllo de jamón maison. Lo devoré, dejando migajas para las aves marinas.

Hacía tiempo que no estaba junto al Mediterráneo cuando hace frío. A mi alrededor había algunas personas solitarias con un libro y una manzana; descalzos (si algún día soy jefe de recursos humanos de una empresa, reclutaré a los trabajadores sobre esa arena, entre esa gente). Tomaban el sol que ya no quema, mientras el mar organizaba olas de apenas treinta centímetros para que intentaran cabalgar sobre ellas esas focas-surfistas vestidas de neopreno. Las gaviotas exigían comida, como siempre. Y seguían viniendo los eternos emigrantes, gritando desde el verano: "cerveza, coca-cola, agua, bieeer". O "message, masage".

Un día llevarán sus zapatos a reparar, después de tantos kilómetros hundiendo sus huellas en las playas de la Barceloneta (unas huellas que jamás recordará nadie). Quizá coincide con la fecha de San Crispín, ese santo que, junto a su hermano, evangelizó el norte de Francia. Hasta que Dioclesiano les mandó perseguir. En el año 285 les torturaron y fueron decapitados.

Quería quedarme eternamente allí, despeinado por el viento, con el rostro coloreado, mirando pasar un barco pirata y un avión de Iberia en los azules del mar y el cielo. Pero regresé a casa, gastando los zapatos. Entré en una tienda de telefonía. Atendían a una señora de mediana edad con la melenita teñida de rubio, los pómulos reconstruidos, y dos hijos adolescentes que demostraban su personalidad a través de sus piercings y sus mandíbulas desencajadas. De bobos. Le pidieron a su madre que les dijera el número secreto de la tarjeta de crédito, antes de que ella se largara a toda pastilla a la peluquería, porque tenía hora. No creo que ninguno de ellos se fije jamás en el claustro del Convent de Sant Agustí.

Me compré un móvil baratito. En casa me saqué los zapatos mientras descifraba las instrucciones de uso. Aunque estaba más pendiente del estado de mi calzado. Parece que una suela está un poco gastada. Tendré que acudir al zapatero.

Las cabezas de San Crispín y San Crepiniano se veneran en la iglesia de San Lorenzo (Roma). Sus cuerpos quedaron en Soissons (norte de Francia), donde les rinden culto. Eran zapateros.

Cásate conmigo


Hace poco, tenía un día triste. Bajé por mi calle en busca del centro de la ciudad, que siempre me regala energía. Sentarse sobre las piedras viejas del barrio gótico recarga. Antes de llegar a la altura de la plaza del Sol, vi un perro olfateando unos contenedores de reciclaje. Era pequeño, gris, de orejas cortas y tiesas, con barbita recortada. Me miró triste.

Di unos pasos alejándome de él, hasta que pensé que quizás estaba abandonado. Regresé inconscientemente sobre mis zancadas, mientras rumiaba si le acogería en mi vida, cosa que mi razón no aplaudiría porque vivo en un estudio tremendamente pequeño.

Había desaparecido. Me costó dar con él, hasta que le observé en el interior de una tienda de deportes, sentado junto a los pies del comerciante. Me miraba triste, con su barbita recortada y sus orejas cortas y tiesas. Seguía pareciendo extraviado. Pero estaba a salvo.

Desde entonces, cuando estoy excesivamente triste paso frente a ese comercio. Aminoro la marcha, y -si está- nos contemplamos, un poco enamorados. Es una de mis boyas salvavidas. Su universo es menudo, se reduce a la esquina de Torrent de l'Olla con Maspons, en ese negocio de pocos metros cuadrados. Y creo que nos acordamos el uno del otro, cuando no nos vemos.

Es lo que llaman estar enamorado. Seguramente.

Otra cosa que hago cuando estoy triste en exceso es leer vuestras vidas en los blogs (mis otras boyas salvavidas). Me siento en vuestras piedras viejas y me recargo de energía. Me gusta saber que Emily sigue tejiendo colchas mientras mira películas antiguas. Que MK se quiere pasar todo el mes de noviembre bajo la lluvia de París, mientras añora Menorca. Que Gemma sueña con vivir pronto en otro espacio vital. Que Anna está a punto de conseguir trabajo. Que a Be le ha alegrado la victoria de Obama, mientras mira crecer a su hijo en las montañas. Que Alatrencada flota en una nube personal y profesional. Que Khalina tiene ganas de escribir de nuevo. Que Katrin sigue dando guerra a oscuras. Que Violette sube las escaleras de la estación parisina de metro de Saint-Michel para recibir la lluvia a la salida (seguramente)... (Me dejo a mucha gente, ya lo sé, aceptad mis diculpas). Cuando estoy contento no os leo, escribo para intentar haceros alegrar, porque imagino que también pasáis crisis, y buscáis perros aparentemente abandonados que olfatean contenedores.

Quizás os habéis enamorado de uno de ellos, en vuestras temporadas bajas. Con su miraba triste, su barbita recortada y sus orejas cortas y tiesas. Acaso os habéis enamorado también de algún blog que os ha hecho volar lejos de vuestro duelo.

El otro dia, entrando en el mundo de Martí pensé que necesitaba conocer el blog de Mirielle. Y viceversa. Nunca he visto comentarios del uno hacia el otro en sus bitácoras. Creo que se enamorarían de sus historias, porque escriben parecido. Son dos poetas misteriosos y asustadizos. Escriben muy poco, pero muy profundo. Así que les convido (en plan Celestina) a encontrarse.

A enamorarse de sus textos. Seguramente. Cuando tengan el día triste.

PD: os propongo un juego. Decidme qué blogs os gustaría que se emparejaran, porque tienen algo en común, porque redactan de manera similar o piensan parecido o creéis que podrían llegar a ser amigos. O a estar enamorados. Puede ser mujer-hombre, mujer-mujer, hombre-hombre, perro de mirada seria con persona de mirada seria...

Me decanto por Mirielle-Martí.

Publicaré vuestras recomendaciones en un post dentro de unos días, si me las dejáis. Por favor, poned el link a sus blogs.

Ambulancias


Soy torpe y vivo solo. Una combinación peligrosa si quieres sobrevivir.

Tengo dos heridas en la mano izquierda: una de destornillador (intentando desmontar un mueble) y otra de cuchillo (procurando abrir un paquete de jamón envasado al vacío). Como no es la mano que utilizo para las cosas importantes (no seáis malpensados), me ahorré la llamada al servicio de ambulancias. Sequé la sangre con papel de cocina, disparé un chorrito de alcohol etílico sobre esas grietas amoratadas y busqué unas tiritas con animales que me regaló el pequeño Hayden. (Hace tiempo que nadie me pone tiritas con animales en las heridas. Self-service.) Y ya estaba listo para ir al cine. (Un día voy a introducir los dedos en un enchufe, y no habrá nadie para llamar a la ambulancia, ni para avisar a la persona que me espera frente a la taquilla de que no podré acompañarla a ver esa película. Al menos en esta vida.)

Vimos Happy-Go-Lucky de Mike Leigh en el cine Renoir Les Corts, y la mujer elegante se estremeció en su asiento con la escena violenta de un hombre contra una mujer, y luego se rió con esos chistes de un guión bien elaborado. Me gusta cuando se ríe (parece una niña pequeña, sin contaminar). A la salida de la sala, hablamos de sus hijas, con mi mano sana en el bolsillo y la otra en el exterior, para curarse con el aire de esa plaza, mientras pasaban sirenas urgentes de ambulancias por la calzada en busca de alguien que se hubiera cortado con un destornillador o un cuchillo en su mano buena. El viento de su velocidad nos despeinaba. Ella se queja eternamente de sus chicas, y no sabe la suerte que tiene de tenerlas. Un día es probable que la cuiden, y marquen ese número de teléfono de la ambulancia por si hace falta.

Vivo solo, y me gusta salir de casa, y mi móvil está estropeado. Una combinación peligrosa si alguien quiere comunicarse contigo.

Al regresar del cine, tenía varias llamadas en el contestador, todas de ella (nunca deja mensajes, y si lo hace es que pasa algo grave). Me senté en el sofá y escuché la voz de mi hermana. Volví a oír sus mensajes (con la tecla repeat) para intentar comprender el por qué de su voz angustiada. Me explicaba que hacía dos días que llamaba a la señora Sofía y al tenista (nuestros padres, que viven lejos) al fijo y al móvil, sin obtener respuesta. Me contaba que esos días ellos celebraban su cuarenta y cinco aniversario de casados y quizás habían hecho una escapada para recordar. Pero no es su estilo, y siempre avisan cuando se van a marchar de la granja de los caballos. La señora Hayden incluso mandó a una amiga suya a llamar al timbre. Mónica no obtubo respuesta, no la recibieron. La puerta estaba cerrada y la persiana bajada.

Llamé a mi hermana, y decidimos que esa noche era conveniente hacer el largo viaje a la tierra de la niebla, para saber qué les había pasado.

El sargento Hayden pasó a recogerme en su coche antes de la hora de la cena (la señora Hayden se quedó a cuidar de sus hijos). Partimos al oeste sin saber qué nos encontraríamos. Llovía, y el limpiaparabrisas nos hipnotizaba con su vaivén. Nos cruzamos con sirenas ruidosas de ambulancias antes de salir de la ciudad, con sus luces fragmentadas en esas gotas de agua de la ventana delantera.

Nos costó romper el silencio, ante esa carretera oscura que nos engullía hacia una escena desconocida, para preguntarnos qué les habría pasado. Dijimos que quizás estaban celebrando su aniversario de casados en algún hotel clandestino, que se habían fugado dos días a algún lugar misterioso. Pero lo más seguro era que les había ocurrido una cosa mucho menos romántica. Entonces nos dimos cuenta de que nos daba miedo pensar según qué situaciones. Y al entrar en la oscuridad completa de las comarcas interiores, ya estábamos charlando de política o de fútbol. Buscando temas como excusas.

Así recorrimos muchos kilómetros el sargento y yo (él llamaba de vez en cuando a la central de los Mossos d'Esquadra buscando noticias de accidentes, asesinatos, delitos, sin obtener una respuesta que nos afectara). Hasta que los rótulos en la carretera anunciaban ciudades conocidas. Pasaban unas tras otras, y cuando vi el de la tierra de la niebla se me encogió el corazón. El morro del Golf entró en las primeras calles y tenía miedo de introducir la llave en el domicilio paterno y encontrar no sé qué. Aparcamos frente a la casa. Temblaba (quizá temblábamos los dos). Pero el motor del coche conocido hizo salir de la granja de los caballos a mi padre en alpargatas de cuadritos gritando: "Què feu aquí? Què us ha passat a Barcelona?", temiendo lo peor. Era un lunes. El sargento y yo nos miramos, y se nos escapó una carcajada (nosotros que somos tan serios) para aliviar todo lo que llevábamos dentro. Pasamos al interior de la vivienda, y él llamó a mi hermana para tranquizarla y contarle que sus padres simplemente tenían el teléfono averiado, y habían pasado ese día fuera del hogar para ayudar a una tía que lo necesitaba.

Estaban allí, en ese comedor. Vivos. Miraban Vent del pla en ropa de andar por casa, ajenos a nuestras preocupaciones. Sin ambulancias aparcadas frente a la casa. Nos ofrecieron café y pastas (hice una escapadita a la cocina para buscar jamón y pan). Mi madre temblaba pensando en lo que habíamos imaginado, mientras su teléfono necesitaba la visita del técnico.

Sus hijos vivimos lejos, y ellos están solos, aunque se tienen el uno al otro.

De regreso a Barcelona, el sargento me contó que había imaginado un escape mortal de gas. Le conté que había pensado en un atraco violento. Los dos estábamos relajados, con la mente liberada. Contándonos lo peor y riendo. La ruta era menos oscura y no nos cruzamos con ambulancias ruidosas.

Quiso acercarme a mi piso, pero preferí acompañarle a aparcar cerca de su casa y caminar un rato hasta mi domicilio y fumar por fin. No quise perderme su cara de buen tipo cuando me dijo "fins aviat". Es un gigante físicamente y mentalmente. Es grande en todos los sentidos. Entre otras cosas, porque perdió una noche por mis padres.

Tiene dos hijos con mi hermana.

El mayor me acompañó hace poco al campo. Me contó que le apasiona El Llibre de la selva. Así que, de camino a los manzanos, me enseñó la canción que canta el oso Baloo. La memoricé y bailé en plan plantígrado, desplegando mis brazos y moviendo el culo entre los árboles frutales. Y él me seguía divertido desplegando sus extremidades y contorneando la cadera. Cantando los dos: "és sensacional...". Sólo tiene seis años, pero quizás un día descolgará el teléfono para pedir una ambulancia, cuando me dañe la mano diestra, la que necesito para hacerlo todo (y no seáis malpensados).

PD: Ayer me llamó mi padre (ya funciona su teléfono) para contarme que tío Manel ha fallecido. Apenas le conocía. Le recordaba de algún verano infantil enseñándome a hacer compota de manzana en esa granja con un zoo incorporado. Con gallinas de Guinea, faisanes, tórtolas, perdices, caballos, perros, gatos vagabundos... Un paraíso para pasar el verano cuando eres pequeño. Quizás un dia me llevó a bailar entre los manzanos la canción del oso Baloo, moviendo su cadera.

No había nadie para llamar a la ambulancia y murió. Como falleció hace unos meses su mujer. Como hace dos años se estrelló, en accidente de coche, el único hijo que quedaba en la casa para cuidar de sus padres y del zoo. Ahora todo serán ruinas, y los animales esperarán que llegue alguien para sacar el pienso de los sacos y alimentarles.

Manel era viejo y vivía solo. Una combinación peligrosa si quieres aguantar en esta vida.