Passatge Gaiolà



Hacía tiempo que no salía a pasear de noche. Lo hice de puntillas, porque la mujer de los mares del sur y el perro ventilador ya dormían. Antes de cerrar la puerta comprobé que llevaba el dni, la cajita metálica con tres cigarrillos, el mechero y una botella pequeña de agua.

Caminaba con las manos en los bolsillos, que sólo sacaba para volver a sintonizar cada dos por tres mi emisora de radio favorita en ese minúsculo iPod de cinco gramos que me prestaron o regalaron (no sé) hace poco tiempo.

Mis dedos están más acostumbrados al viejo Aiwa de los noventa. Si le pones pilas, todavía funciona. Parece un ladrillo en el interior de mi chaqueta, pero tiene FM y AM y le puedo incrustar un cassette para que me acerque a la orilla de la memoria músicas antiguas que flotaban a la deriva. En cambio, el iPod se pone a templar cuando le enseño una cinta de It's a beautiful day. Simplemente, no le entra.

En el Jazzman había una actuación en directo y una mujer de mi generación Aiwa movía ligeramente la cadera en la acera con un cigarrillo entre sus labios astillados. Me sonrió o creo que me sonrió (no sé).

En el cajero automático de mi sucursal de La Caixa de Provença no dormía nadie esa noche en que no necesitaba entrar para comprobar que las telarañas de mi saldo bancario seguían intactas. Unos pasos más allá contemplé las torres de la Sagrada Familia reflejadas en los cristales del Caprabo. Me gusta verlas así, como si fueran una postal serigrafiada en un comercio. Prefiero no girar el cuello para contemplarlas de verdad.

En el Michael Collins había cuatro gatos ingleses bebiendo cerveza con un plano de Barcelona sobre la barra. Seguramente buscaban destinos para el día siguiente. Hubiera querido entrar para marcarles con el índice los tres o cuatro puntos imprescindibles en mi mapa de la ciudad, pero necesitaba los dedos para resintonizar mi iPod enano que no acepta cassettes.

En la calle Mallorca me detuve frente al número 366. Vi el escalón que le costaba tanto subir al señor Gris cuando era un cachorro. Vi los buzones, la puerta del ascensor, las escaleras para cuando no funcionaba el ascensor. Recordé el piso minúsculo, en la séptima planta, con una terracita para el verano de la señora Hayden cuando era soltera y su única familia diaria era ese animal.

Un hombre cruzó la calle con un señor Gris adulto. Los seguí unos metros hasta que me topé con la entrada a un pequeño callejón al que iba de paseo hace muchos años con mi hermana y su perro: el passatge Gaiolà, el lugar que nos servía de anfetamina contra esas crisis interiores que teníamos entonces. Lo había olvidado. Me había olvidado completamente de todo aquello, de ese tramo de calle, de la gente que vivía allí y de nosotros en esa etapa de nuestra vida.

Parecía intacto, con sus casitas bajas y ese silencio, como en esa época.

Recuerdo que los tres nos deteníamos siempre frente a una especie de casa/taller en la que vivía un chico delgado con el que hablábamos en la acera mientras descargaba su furgoneta llena de tablones de madera. Era un tipo amable y despreocupado, que siempre tenía una caricia para el cachorro Gris. Intenté acordarme de su nombre y de su oficio esa noche, y si vivía en ese portal o en el otro (no sé).

Lo que recordaba con exactitud es que dentro de esa casa/taller le esperaba eternamente una chica con la cara muy blanca y el cabello rizado muy negro. Esa pareja era como el ideal de la felicidad.

Me gustaría tener una cinta VHS de ese tiempo pasado y acercarme al DVD del comedor de mi piso para intentar incrustárselo y recordar con precisión todo aquello, mientras el aparato tiembla con su ranura estrechita. Lo viejo y lo nuevo son casi siempre incompatibles.

Regresé a casa pasando como un gato por la fachada del Michael Collins, por el reflejo de la Sagrada Familia en el Caprabo, por la sucursal de La Caixa

En la acera frente al Jazzman seguía moviendo ligeramente la cadera una mujer de mi generación Aiwa con un cigarrillo entre sus labios astillados. Me sonrió o creo que me sonrió (no sé).

Subí a casa y puse la llave en el cerrojo. Lo hice de puntillas, intentando no despertar a la mujer de los mares del sur y al perro ventilador que no sabrán nunca nada de mis salidas nocturnas que inauguré esa noche y que voy a seguir haciendo a escondidas.

Joan Manel



Hace dos inviernos me crucé con un hombre espigado y huesudo por la calle de las librerías de la tierra de la niebla. Llevaba un chaquetón largo y una bufanda blanca. Parecía un señor elegante. Cuando le sobrepasé, escuché que me llamaba por mi viejo nombre: "Joan Manel".

De pequeño odiaba ese nombre compuesto. En el partido de futbol de cada recreo en La Salle, me sobresaltaba cada vez que el habilidoso Suñé me pedía: "Passa-me-la, Joan Manel". O el escurridizo Fabrés me gritaba: "Salta quan treguin el còrner, Joan Manel". O el ariete Del Río se desesperaba, exigiéndome: "Xuta a porta, que estàs sol, Joan Manel". Y yo, que era bajito, torpe, miope y, encima, me llamaba Joan Manel, ni la pasaba ni saltaba en los saques de esquina ni chutaba a portería. Ni siquiera sabía qué hacer con aquella sandía en los pies. Ellos tenían nombres chulos y cortos. Además, eran buenos deportistas.

Lo que se me daba bien era empollar, leer libros de Enid Blyton con mis gafas de pasta y buscar excusas para evitar las carreras en bicicleta por el camino de Duran desde aquella vez en que me caí y me abrí una rodilla. Por eso nunca fui popular en el colegio ni en el instituto.

Fue una salvación para mí, escapar de todo ese pasado para ir a la universidad y vivir en la metrópolis. Lo primero que hice fue borrar uno de los dos nombres de mi camiseta de futbolista fracasado. Lo dejé en un simple Joan (me gustan los nombres cortos). Todo el mundo me ha llamado así desde entonces, desde que decidí dejar atrás aquel pequeño desastroso. Me funcionó la catarsis.

Pero hace dos inviernos, escuché que alguien volvía a llamar por su viejo nombre a aquel niño acomplejado que ya no era yo. Me giré hacia el hombre elegante con chaquetón negro y bufanda blanca. Aquel rostro afilado, como de galán de cine de la postguerra, me sonreía con unos labios finos.

Entonces me fijé en sus ojos azules y reconocí al niño regordete con el que jugaba a las canicas en el patio del colegio o al futbolín en el bar de la señora Flora. No nos veíamos desde hacía más de treinta años, cuando los dos éramos bajitos, torpes, miopes y, encima, teníamos nombres compuestos. Ahora él estaba estupendo, como si el paso del tiempo le hubiera mimado.

Resumimos en diez minutos ese montón de vida. Josep ya no se llamaba Josep Ignaci. Hacía poco que había convertido su afición por el mundo de la actuación en un trabajo del que comenzaba a vivir después de mucho tiempo haciendo de tendero. También ejercía como promotor de mil iniciativas en la pequeña ciudad en la que crecimos (él nunca se planteó marcharse de allí).

Me comentó que estaba preparando un encuentro de toda la gente que pronto cumpliríamos cincuenta años. Me pareció que hacía falta mucho tiempo para eso y le dejé mi email para que me tuviera al tanto. Cuando llegué a mi piso de Barcelona, Josep ya me había pedido amistad por Facebook.

Eso sucedió hace dos inviernos.

Dos años pasan deprisa. Hace poco encendí el ordenador y entré en Facebook. Contemplé, extrañado, que me invitaban a participar en un grupo: "Colla del 64 de la terra de la boira". Poco a poco, fueron asomando cabecitas de un pasado olvidado pidiéndome amistad. Y, lentamente, comencé a recibir mensajes de Suñé: "Quant de temps, Joan Manel". De Fabrés: "Te'n recordes, Joan Manel...". De Del Río: "En aquesta foto surts al costat de l'hermano Gerardo, Joan Manel". Una etapa que creía superada. regresaba a mí. Con excesiva fuerza.

La última vez que supe de ellos, éramos apenas adolescentes. Ahora veía caras infladas, cabezas calvas y ojos cansados. No sé qué sucedió en sus vidas todos estos años y tampoco pienso hacerles una entrevista si nos reunimos este 2014 en que todos llegamos a los cincuenta años. Ni quiero que me pregunten por mi cara inflada, por mi cabeza calva o por mis ojos cansados. Pero con esta reunión prevista de antiguos compañeros de viaje, me he dado cuenta de que el tiempo pasa deprisa y que envejezco, aunque no lo observe en el espejo cada mañana.

Ya me lo decía mi tío Rogelio cuando iba en el tractor, a su lado, con doce años: "Aprofita els anys, nen, que la vida passa de pressa". Tío Rogelio me lo contaba siempre poniendo en su sitio esa mata de cabello lateral que dejaba crecer para tapar su calvicie frontal (un remené) y que inevitablemente destapaba una ráfaga de viento inadecuada en nuestros trayectos hasta la cooperativa agrícola, cargados de cajas de manzanas.

Ayer fui al partido semanal del pequeño Hayden en el patio de su escuela. Hacía frío. Estaban sus padres y los amigos de sus padres. También la mujer de los mares del sur. Estoy a gusto con esa gente que me llama Joan y que siempre ha tenido más o menos mi misma edad de cuarenta y tantos. Son las personas del presente y no las del pasado.

Al final del encuentro, quise ir a felicitar a mi sobrino, que acaba de cumplir doce años, por su victoria (cinco a dos, contra los primeros de grupo). Pero se acercaron a él sus Suñé, Fabrés y Del Río para chocar las manos entre ellos. Los dejé juntos, para que envejezcan a su manera dentro de muchos años.