Passatge Gaiolà
miércoles, 19 de febrero de 2014 by el paseante
Hacía tiempo que no salía a pasear de noche. Lo hice de puntillas, porque la mujer de los mares del sur y el perro ventilador ya dormían. Antes de cerrar la puerta comprobé que llevaba el dni, la cajita metálica con tres cigarrillos, el mechero y una botella pequeña de agua.
Caminaba con las manos en los bolsillos, que sólo sacaba para volver a sintonizar cada dos por tres mi emisora de radio favorita en ese minúsculo iPod de cinco gramos que me prestaron o regalaron (no sé) hace poco tiempo.
Mis dedos están más acostumbrados al viejo Aiwa de los noventa. Si le pones pilas, todavía funciona. Parece un ladrillo en el interior de mi chaqueta, pero tiene FM y AM y le puedo incrustar un cassette para que me acerque a la orilla de la memoria músicas antiguas que flotaban a la deriva. En cambio, el iPod se pone a templar cuando le enseño una cinta de It's a beautiful day. Simplemente, no le entra.
En el Jazzman había una actuación en directo y una mujer de mi generación Aiwa movía ligeramente la cadera en la acera con un cigarrillo entre sus labios astillados. Me sonrió o creo que me sonrió (no sé).
En el cajero automático de mi sucursal de La Caixa de Provença no dormía nadie esa noche en que no necesitaba entrar para comprobar que las telarañas de mi saldo bancario seguían intactas. Unos pasos más allá contemplé las torres de la Sagrada Familia reflejadas en los cristales del Caprabo. Me gusta verlas así, como si fueran una postal serigrafiada en un comercio. Prefiero no girar el cuello para contemplarlas de verdad.
En el Michael Collins había cuatro gatos ingleses bebiendo cerveza con un plano de Barcelona sobre la barra. Seguramente buscaban destinos para el día siguiente. Hubiera querido entrar para marcarles con el índice los tres o cuatro puntos imprescindibles en mi mapa de la ciudad, pero necesitaba los dedos para resintonizar mi iPod enano que no acepta cassettes.
En la calle Mallorca me detuve frente al número 366. Vi el escalón que le costaba tanto subir al señor Gris cuando era un cachorro. Vi los buzones, la puerta del ascensor, las escaleras para cuando no funcionaba el ascensor. Recordé el piso minúsculo, en la séptima planta, con una terracita para el verano de la señora Hayden cuando era soltera y su única familia diaria era ese animal.
Un hombre cruzó la calle con un señor Gris adulto. Los seguí unos metros hasta que me topé con la entrada a un pequeño callejón al que iba de paseo hace muchos años con mi hermana y su perro: el passatge Gaiolà, el lugar que nos servía de anfetamina contra esas crisis interiores que teníamos entonces. Lo había olvidado. Me había olvidado completamente de todo aquello, de ese tramo de calle, de la gente que vivía allí y de nosotros en esa etapa de nuestra vida.
Parecía intacto, con sus casitas bajas y ese silencio, como en esa época.
Recuerdo que los tres nos deteníamos siempre frente a una especie de casa/taller en la que vivía un chico delgado con el que hablábamos en la acera mientras descargaba su furgoneta llena de tablones de madera. Era un tipo amable y despreocupado, que siempre tenía una caricia para el cachorro Gris. Intenté acordarme de su nombre y de su oficio esa noche, y si vivía en ese portal o en el otro (no sé).
Lo que recordaba con exactitud es que dentro de esa casa/taller le esperaba eternamente una chica con la cara muy blanca y el cabello rizado muy negro. Esa pareja era como el ideal de la felicidad.
Me gustaría tener una cinta VHS de ese tiempo pasado y acercarme al DVD del comedor de mi piso para intentar incrustárselo y recordar con precisión todo aquello, mientras el aparato tiembla con su ranura estrechita. Lo viejo y lo nuevo son casi siempre incompatibles.
Regresé a casa pasando como un gato por la fachada del Michael Collins, por el reflejo de la Sagrada Familia en el Caprabo, por la sucursal de La Caixa
En la acera frente al Jazzman seguía moviendo ligeramente la cadera una mujer de mi generación Aiwa con un cigarrillo entre sus labios astillados. Me sonrió o creo que me sonrió (no sé).
Subí a casa y puse la llave en el cerrojo. Lo hice de puntillas, intentando no despertar a la mujer de los mares del sur y al perro ventilador que no sabrán nunca nada de mis salidas nocturnas que inauguré esa noche y que voy a seguir haciendo a escondidas.