Casualidades

1. El escritor Paul Auster basa su obra en el azar. En su relato La magia del lápiz escribe:

"Una amiga alemana me ha contado las circunstancias que precedieron al nacimiento de sus dos hijas.

Hace 19 años, y ya en avanzado estado de gestación -hacía semanas que había salido de cuentas-, A, se sentó en el sofá de su cuarto de estar y encendió el televisor. Como por un golpe de suerte, en ese momento aparecían en pantalla los títulos de crédito iniciales de una película. Se trataba de Historia de una monja, un drama hollywoodiense de los años cincuenta protagonizado por Audrey Hepburn. Contenta de poder distraerse, A. se arrellanó en su asiento para ver cómodamente la película y de inmediato se sumergió en ella. A mitad del filme, sin embargo, se puso de parto. Su marido se la llevó corriendo en coche al hospital, así que ella se quedó sin saber cómo terminaba la historia.

Tres años más tarde, embarazada de su segunda hija, A. volvió a sentarse en el sofá y encendió la televisión. Otra vez estaban poniendo una película, y de nuevo se trataba de la Histora de una monja de Audrey Hepburn. Lo que resulta aún más extraordiario (y A. hizo mucho énfasi en este punto) es que empezó a ver la película en el preciso momento donde la había dejado tres años atrás. Esta vez sí consiguió verla hasta el final. Menos de 15 minutos después rompió aguas, así que se fue al hospital para dar a luz por segunda vez.

A. sólo tiene dos hijas. El primer parto fue extremadamente difícil (mi amiga por poco no sale del paso, y tardó muchos meses en recuperarse), pero el segundo transcurrió con normalidad, sin complicaciones de ningún tipo".

2. El escritor Jordi Puntí (que camina siempre con las manos en los bolsillos y mostrando su parsimonia de buena persona, las pocas veces en que nos hemos cruzado y nos hemos saludado con la mirada al estilo de los seres tímidos) relató en una tertulia radiofónica de fútbol una anécdota curiosa, que también se podría calificar como casual.

El pasado 14 de abril buscaba aparcamiento en su barrio, lo que no es fácil en sábado: la gente asiste al cine, a cenar, a cortejarse de noche en el parque de la Sagrada Familia... Detuvo su vehículo en la confluencia de travessera de Gràcia con el paseo de Sant Joan, ante el bar Pirineos, ya que el semáforo estaba en rojo. En la pantalla gigante del local pudo contemplar como pitaban un penalti en contra del Real Madrid en su encuentro con el Racing de Santander. Era el minuto setenta y dos de partido. A pesar de que la luz del semáforo había cambiado a verde, detuvo el arranque del coche para disfrutar del gol.

Siguió rodeando manzanas de casas, sin conseguir un estacionamiento. De nuevo se encontraba detenido ante el mismo semáforo, ante el mismo bar, ante la misma pantalla. Un delantero del Racing se preparaba para lanzar un segundo penalti contra el equipo contrario en el minuto ochenta y siete. Lo transformó en gol y Puntí se rascó la cabeza en ese déjà vu. En pocos minutos localizó un hueco en el asfalto para su automóvil, justo cuando finalizaba el encuentro en El Sardinero.

3. A principios de año, corría con mi equipaje pesado tras la estela del ómnibus 39. Introduje mi tarjeta T-1 en la ranura del aparato de verificación y la expulsó con el mensaje "título caducado". Había pagado por sus diez viajes. Sabía que me quedaban todavía dos o tres pendientes y no quise renunciar a ellos. Nunca había viajado sin billete, pero ese día me sentí con derecho a hacerlo. De regreso de la tierra de la niebla, repetí la infracción.

Jamás, en tantos años viviendo aquí, me han exigido que muestre la tarjeta de embarque en un autobús metropolitano o en el metro, pero sufrí pavor en cada una de las trece paradas que me distanciaban de mi domicilio, al tiempo que sentía un cierto placer por el acto delictivo.

La tercera ocasión en que me vi obligado a utilizar un transporte público, tuve la tentación de volver a viajar gratuitamente. Pero pensé que ya era suficiente y compré una T-1. La deslicé en la ranura del contador de paseos del ómnibus 24, y me senté con la mente tranquila y el corazón enfadado. En la tercera parada, tres tipos uniformados de gris asaltaron el convoy, gritando bruscamente: "Billetes por favor" con sus artilugios portátiles de verificación. Palpé mis bolsillos, simulando no localizar el salvoconducto. Le hice esperar adrede. Cuando di con él, asomé la puntita de la lengua, abrí mucho los ojos y le ofrecí mi billete al revisor poniendo cara de Mr. Bean. Su silueta me impedía ver completamente el edificio de la Pedrera.

El cielo

Han coincidido dos momentos memorables en esta tarde de domingo. Uno era acústico: en el transistor, Saviola marcaba el uno a cero contra el Mallorca. El segundo era visual: al final de la playa me he topado con el edificio -desconocido para mí- del Parc de Recerca Biomèdica de Barcelona, varado junto a la arena como una ballena. Es una obra magnífica, diseñada por Manel Brullet y Albert de Pineda. En las ventanas iluminadas, algunas personas seguramente investigaban sobre el cáncer, la epidemiología, la fisiopatología... Ignoro si estaban al tanto del gol de Saviola con su mirada concentrada en los microscopios.

Conseguir un hallazgo en ese campo debe ser como tocar el cielo con la punta de los dedos. Igual que levantar un edificio así. Siempre me ha apasionado la arquitectura. La de Alvar Aalto vista en los libros, o la de Mies van der Rohe contemplada en la ladera de Montjuïc. O la de los constructores anónimos que crearon el barrio Gótico de Barcelona, por el que he vagabundeado esta tarde sonriendo por vivir aquí.

Otra forma de alcanzar el cielo es ser del Fútbol Club Barcelona. Ayer perdieron las fuerzas del mal en Santander y ya les sacamos cinco puntos de distancia en la tabla de clasificación.

Mossèn Ballarín, un sacerdote octogenario con una dialéctica brillante, ha definido el cielo como "ese lugar en el que el Barça le marca un gol cada minuto al Real Madrid". A partir de mañana me comportaré como Dios manda y sacaré billete para asistir a ese partido interminablemente bueno.

Fotos de primavera

En Semana Santa no escuché música religiosa mientras paseaba por el campo, sino Grey gardens de Rufus Waingright, por culpa de la atea o agnóstica (nunca he sabido diferenciar los dos vocablos) Ilse. Los Hayden me prestaron su cámara digital. Me puse una armilla de camuflaje, me dibujé una barba de tres días con un rotulador y, a falta de guerras en la tierra de la niebla, salí a fotografiar escenas bucólicas. Una mariposa se posó en un tallo de cebada, me arrodillé en silencio para capturar el momento y el señor Gris estropeó la instantánea saltando como un bobo mientras mostraba a la cámara su lengua de trapo. Clic.

El pequeño Hayden me pidió que le enseñara a recoger caracoles en el campo y acepté. Pero se portó mal en mi habitación del tercer piso de la granja de los caballos, rompiendo unos listones de la persiana de mi ventana por la que contemplo el aterrizaje de las cigüeñas en el campanario. Le castigué con la anulación de mi promesa. Sin embargo, su mirada es tan azul y convincente que le levanté la pena a la mañana siguiente.

Fue un hombrecito en el camino hacia el horizonte, pedaleando en su bicicleta como si se le acabara la vida. Recogimos siete caracoles entre los matojos. Les pusimos nombres y prometimos que los liberaríamos en el jardín de la señora Sofía. Sin venir a cuento, me preguntó si yo tenía padres, y me costó hacerle entender -a sus escasos cinco años- que comparto antecedentes genéticos con la señora Hayden, que somos hermanos y por tanto tenemos los mismos progenitores.

El niño descubrió el canal donde el señor Gris se ha bañado tantas veces. Quiso bajar a su orilla y hacer funambulismo en el escaso terreno seco del margen derecho. Intenté sacarle una foto que rememorara nuestro primer paseo juntos en plena naturaleza. Le estaba enfocando, cuando resbaló e inició su caída al agua. Tuve reflejos para agarrarle del pantalón y salvarle del chapuzón. Mi otra mano disparó por inercia apuntando a las copas de los plataneros sobre nuestras cabezas. Clic.

No había manera de que dejara de encantarse con la llamada de las aguas. Le dije que no podía saltar sobre las piedras que emergían de la corriente, porque se le mojaría el calzado deportivo. Le prometí que otro fin de semana hablaría con su madre para que le pusiera sandalias para caminar sobre las aguas y pescar esos peces invisibles de los que tanto le he hablado.

-Bona idea tio.

Le contó mi buena idea a su madre, y quiso matarme.

-Li posaré botes d'aigua, i si es mulla la roba em sentiràs.

En Semana Santa también fui a recoger tomillo con la señora Sofía y el tenista, en esa tarde sin viento. A jugar a tenis con mi padre, después de tanto tiempo en que no me derrotaba por 6-0. Sudé como un condenado a muerte, mientras él permanecía tan fresco y contaba los puntos, que caían uno tras otro, a su favor. Clic.

Salí de copas en solitario y no me crucé con nadie conocido. Sentado en esa barra, a altas horas de la madrugada, bajo las piernas de la señorita gogó, sonreía imaginándome al pequeño Hayden chutando el agua con sus botas, y a mí intentando captar el salpicón con la cámara. Su bota negra rozó mi gintónic. Levanté la mirada hacia los muslos trabajados de la muchacha bailarina, y hacia el resto de su cuerpo joven. Clic.

Cigarrillos

Tiene su encanto caminar bajo la lluva sin paraguas por la zona central de la avenida Diagonal, entre el paseo de Gràcia y la plaza de Francesc Macià; sin problemas, sin objetivos, desnudo de emociones, contemplando en la retina los anuncios mezclados de Alitalia y la Galería del Tresillo. "Por qué en los días de lluvia cruza una bicicleta en silencio por nuestro corazón?", escribió Ángel González, el poeta. La de esa noche va debidamente por su carril, conducida por una chica delgada que me gustaría que me salpicara de vida, preguntándome por una calle o exigiéndome un cigarrillo. Pero pasa de largo, con su pedalear ligero, mientras un taxista detiene su vehículo, con su semáforo en verde, y se baja tan tranquilo para pedirme fuego y prender un pitillo, despreocupándose de los coches que ha dejado taponados en la calzada y que no paran de espantar el silencio con sus cláxones.

Unos días atrás, en un vagón de tren, dos chicas excursionistas viajaban en un asiento frente al mío, con sus bicicletas aparcadas en el pasillo. Mostraban el mismo cabello rizado en sus nucas, por lo que deduje que eran hermanas. Está prohibido fumar en el tren, pero los adictos al tabaco surgimos como setas de primavera en la plataforma entre vagones cuando el revisor ha regresado a la cabina del maquinista, en ese juego eterno del escondite. Prendí un pitillo e imaginé que una de ellas vendría a solicitarme fuego o tabaco. Se abrió la puerta del vagón contrario y un chico anti-sistema me preguntó amablemente si podía prestarle el mechero. No era para calentar nada, era para prender un cigarrillo convencional. Viajaba con un perro labrador de pelo negro al que dejó encarcelado entre los asientos levantando una empalizada con sus mochilas.

Me ofreció conversación, mientras cabalgábamos sobre el orgasmo interminable del tren. Le pregunté si estaba permitido llevar perros en ese medio de transporte. Me respondió que sí y que no. Hasta Manresa era legal porque el tren funcionaba como un cercanías. Pero a partir de allí se convertía, por arte de magia, en interprovincial y la compañía no permite llevar animales en ese tipo de transporte. Una situación kafkiana. "Hi ha poca gent al tren, no et diran res, i si et diuen alguna cosa, et fas e boig". "Ja, és el que faig sempre".

Su perro escapó de la prisión y se dedicó a exigir saludos entre los viajeros. Se lo comenté al fumador, y apagó inmediatamente su pitillo (la máxima señal de amor) para irle a regañar. Apuré mi cigarrillo en la soledad de la plataforma, sin que ninguna de las dos hermanas diera muestras de necesitar nicotina. Regresé a mi asiento para contemplar, una hora después, como descendían el chucho y su dueño en su estación final de la tierra de la niebla. Llovía, y una bicicleta pasaba en silencio por el andén.

Turó Parc

Barcelona es una de las ciudades más lluviosas del planeta, con precipitaciones dos o tres días al mes. Por eso es todavía más incomprensible que siempre deje olvidado mi paraguas en el apartamento, y deba caminar como un gato enganchado a las fachadas o resguardarme bajo la marquesina del cine Bosque hasta que amaine el temporal.

Esta semana el aguacero me ha cogido desprevenido tres anocheceres seguidos en el Turó Parc. En las noches tempestuosos a nadie se le ocurre pasear por el terreno embarrado de un parque -exceptuándome a mí-, y por eso es más fácil sorprender a los fantasmas del pasado que salen de sus escondites para sentir nostalgia.

El lunes, parapetado tras una encina recortada, pude ver a dos bellas señoritas caminando al resguardo de sus umbrellas del brazo de un par de distinguidos caballeros que se atusaban los bigotes engominados. Comentaban, entre risas, la reciente apertura del aeropuerto de La Volatería (el actual Prat): "Lo llaman así por las maquinas voladoras y también por las granjas de gallinas existentes en la zona", dijo uno de los mocitos, haciéndose el gracioso. El martes, detrás de un tilo, vi como el encargado de la función de marionetas guardaba sus muñecos anticuados bajo el abrigo para que no se constiparan con la lluvia. Hoy he espiado al capitán de la aeronave. El pobre aguardaba bajo su visera de tela el fin de la tormenta para prender el combustible y saltar al trapecio.

Hace ochenta años, el Turó Parc era extraordinariamente más extenso que ahora y de propiedad privada. Ocupaba los confines de la ciudad y muchos barceloneses acudían allí para pasar sus tardes de domingo. Aplaudían el teatrillo de marionetas. Cabalgaban en las montañas rusas -de pago- o en los columpios -gratuitos. Escuchaban los conciertos de la banda de música. Patinaban en la pista. O contemplaban el despegue del artefacto volador.

Moisès Broggi recrea la época en Memòries d'un cirurgià: "Una de las atracciones más atractivas era la elevación de un globo aerostático que llevaba un trapecio en el que se subía una persona. Esto constituía una ceremonia que se celebraba las tardes de aquellos días de fiesta, en los que el tiempo lo permitía, en una gran explanada, en la que se reunía mucha gente para contemplar cómo el globo se iba inflando por el humo y el aire caliente procedentes de un gran fogón sobre el que estaba situado. Alrededor del globo unos hombres sostenían las cuerdas para que no despegara hasta el momento en que la tensión fuera suficiente y el capitán diera la orden "¡suelten todos!"; en ese momento lo soltaban y el globo se elevaba majestuosamente. Entonces, el capitán daba una corta carrera y se agarraba al trapecio en el momento en que, después de arrastrarse por el suelo, empezaba a elevarse y se levantaba junto con el globo, de forma que quedaba colgado, agarrado por las manos. Cuando se había elevado un poco, tenía que hacer una pirueta para quedarse sentado en la barra del trapecio, momento en que se quitaba la gorra y saludaba a la multitud".

Broggi escribió: "Casi todo el mundo creía que aquel parque, que presentaba tan buenas condiciones, acabaría siendo municipal, dada la gran importancia que tienen los espacios verdes y de ocio en las grandes ciudades, y más en Barcelona, en donde no abundaban. Pero no fue así; aquellos municipios de entonces no supieron aprovechar la ocasión y aquel parque magnífico acabó convirtiéndose en calles y edificios y tan sólo sobrevivieron el pequeño parque vecinal dedicado al poeta Eduard Marquina, los espacios de Piscinas y Deportes y el dedicado al campo del Espanyol, actualmente en proceso de desaparición, tal como ha ocurrido en casi todas las zonas ajardinadas de la ciudad. Todo ello es una muestra de cómo los mejores proyectos e intenciones sucumben frente a la especulación".

Ahora sólo queda el Turó Parc (los jardines dedicados al poeta Marquina) que conocí cuando llegué a Barcelona. Con sus escasas 2,88 hectáreas que adoro. Con su pradera de tilos. Con su estanque ovalado con nenúfares y rodeado de plataneros. Con su calma entre el caos. Allí me mojo observando los fantasmas que lo crearon, mientras les doy las gracias en silencio para no espantarles.

La princesita y House

Las princesitas suelen recomendarte que visites el bosque encantado. Pero, la única que conozco sólo me aconseja que mire la serie House en televisión. Lo hice esta semana y me enganchó ese doctor malhumorado. Por eso me he dejado barba rala, y he aprendido a cojear.

Hoy he operado un arbolito que vigila desde mi balcón el posible acoso de los cacos. Le he recortado las ramas muertas, he extirpado sus hojas amarillentas y lo he expuesto a la lluvia del último día de marzo para que se borraran de su piel los restos de polvo de las obras de enfrente.

Después he tumbado en la mesa naranja del quirófano el Diccionari de la llengua catalana. Hace tiempo sufrió la mutilación de su portada y del lomo, tras una caída al vacío y un intento de agarrarle del brazo por mi parte. La técnica quirúrgica se ha basado en pegamento y cinta americana transparente. Mañana creo que ya podrá gritar sus vocablos internos en voz alta, con la potencia de antaño, contento con su nuevo traje plastificado.

Para acabar el día, he salido a cojear al Turó Parc. Llovía y el recinto era sólo para mí. Muchos caracoles se duchaban buscando comida. He dejado el bastón apoyado en un banco, y he recorrido el parque de liana en liana para no aplastar sus conchas a mi paso.

La princesita me recomienda ahora que compre una panificadora doméstica y dedique diez minutos al día para amasar levadura, harina, huevo... La venden en los supermercados Lidl por poco precio. A ella le gustan los príncipes ocupados en las manualidades.