Todas las mujeres hermosas de la ciudad se han puesto de acuerdo para salir a la calle a la misma hora, y cruzarse en mi camino al Turó Parc. Formo parte de ese elevado porcentaje de hombres que se voltean para aplaudir con la mirada el talento físico; y ahora disfruto de mi periódica tortícolis.
Mi rígida educación en una escuela de La Salle reprime ese acto reflejo con las menores de edad. Una de ellas me ha acompañado buena parte del trayecto por la calle Madrazo. Tarareaba una vieja melodía de
El mago de Oz, refrescada ahora por un magnífico anuncio de Trina Spirit en la televisión. Me ha adelantado con sus sandalias ligeras, con un único punto de intercalación entre los dedos de sus pies; su pantalón pirata ligeramente caído que mostraba parte de su ropa interior; la tira derecha de su camiseta verde manzana desmayada en un brazo que publicaba un pequeño tatuaje con la palabra
azul. Se ha detenido de repente para curiosear en el escaparate de una zapatería, para avanzarme de nuevo ladeando su cabecita peinada a lo
garçon para contrarrestar las leyes centrífugas. Ha demorado otra vez su paseo para pegar un chicle viejo en un aparato de televisión abandonado; y ha vuelto a correr, cantando la banda sonora de la película y el spot, en nuestra carrera para ver quién llegaba primero al final de la nada, evitando cruzarnos la mirada.
Mucha gente viste igual que ella en el barrio, como si la originalidad se hubiera largado de vacaciones. Puedo ver a niñas piratas en todas partes, y las sandalias
unisex van regaladas. La mayoría muestran tatuajes, y presumen de adornos metálicos incrustados en sus cuerpos; algunas abusan tanto de ellos que si cayeran al mar se hundirían sin remedio. También proliferan las jóvenes que entrelazan con fuerza sus manos, como si el mundo fuera a acabarse en cualquier momento. No son lesbianas, me cuenta Paloma: "Simplemente está de moda parecerlo".
Nunca he comprendido por qué tantas personas se acunan en los brazos de la moda popular, si sólo sirve para que todas parezcan cromos repetidos en la China de Mao.
También el pobre señor Hayden, por obligación de su mujer, ha desertado de su antigua normalidad. Últimamente aparece en mi vida con sandalias modernas y camisetas estampadas, aunque tenga casi mi edad. Le veo ataviado así, y no puedo reprimir hacerle la broma tonta: "Acabo de cruzarme con un cuarentón por la calle que llevaba calzado de mujer y una sudadera con anuncios, la gente no tiene sentido del ridículo". Me mira con frialdad, mientras se despoja lentamente de una de sus chancletas femeninas para amenazarme. Es mejor alejarse de un tipo acostumbrado a intercambiar balas con delincuentes búlgaros, al menos hasta que vuelva a calzarse.
Otros modernos optan por la estética marrana de rastafari
naïf. Caminan con sus botas de media caña, ideales en esta época del año para enfermar de la piel; y perros de raza barceloneta pointer a su sombra, sin atar, con banderas de color rojo comunista anudadas al cuello. Sentado en la terraza del Salambó hace unas noches, aparecieron una pareja de ellos -chica y chico-, para hacer un alto en su peregrinar eterno por las calles y sentarse en unos bancos gratuitos cercanos. La conversación entre los miembros de esa tribu urbana despertó mi curiosidad antropológica, y la anoté en una servilleta para intentar traducirla antes de acostarme:
-El otro día conocí a Mistu, un grafitero de la hostia. Me gustaría organizar con él algo con pasta, algo muy, muy bien parido. Me daría un subidón increíble.
-¿Sabes lo que cuesta mantener un aerógrafo? ¿Y una boquilla que se va a la mierda a las pocas pintadas?
-Si tienes el aerógrafo, ya sólo necesitas un compresor, y la aguja que hay que cuidar.
-Todo cuesta un montón de pasta que flipas.
-El otro día vi una gorra y le pregunté a la tía cuánto costaba. Me dijo cuarenta euros, y le dije vete a tu
house cabrona. No me extraña que la gente asalte comercios cuando hay movida.
-Tampoco es eso tío, si no la puedes pagar, no la compres.
-Cuarenta euros por una gorra, no tengo tanta pasta.
-También podrías buscarte un curro tío y te la compras, de buen rollito.
-No me ralles tía.
Es fácil adivinar quién es el chico y quién la mujer. Me disgusta que las frases racionales siempre salgan de bocas femeninas, en mi condición de hombre; pero sucede así y no se puede esconder la evidencia.
No sigo ninguna moda porque no tengo el espíritu mimético de un camaleón. Nunca lo he hecho, ni aquellos que me rodean son excéntricos en su manera de vestir; aunque el traductor tuvo su etapa
punk. Vivía eternamente vestido de negro, con un pelo alborotado de loco que agitaba bailando pogo de manera campesina. Se lo contaré a sus hijas cuando crezcan y anden con sandalias ligeras, con el peligro de que él también se despoje de una alpargata para amenazarme.
Soy un tipo sencillo de jeans oscuros y polos sin anuncios comerciales. En las zapaterías, cuyo olor siempre me ha encantado, pido calzado para andar por la ciudad y el campo. No llevo el nombre de nadie escrito en mi piel, porque todavía me queda algo de memoria; y mi único adorno es un viejo Seiko con la correa derrotada por el tiempo.
De todas formas, no descarto convencer al hombre sin suerte para compranos pantalones de cadera baja en las rebajas de verano, y airear nuestros calzoncillos -estilo clásico- de algodón, amarrados de la mano por la calle mayor de nuestra población en la tierra de la niebla. Los vecinos nos observarían haciendo comentarios en voz baja, y difundirían la escena entre los ausentes. Conseguiríamos algo que los jóvenes de la metrópolis nunca tendrán: un momento
fashion.