Inocencia
viernes, 22 de junio de 2012 by el paseante
Camino hacia el sur a mediodía, por la calle Bailen, con el intermitente puesto para adelantar a esa fila de hormigas compuesta por ancianos con gorrita blanca y zapatos de rejilla (¿cuánto tiempo me queda para ser uno de ellos?).
Es un día de altas temperaturas en la ciudad. Procuro moverme despacio y por la acera de sombra. Por eso me cuesta tanto adelantar a la fila de ancianos, mientras me tienden tarjetas por si quiero entrar a formar parte de su club. "De momento no. Gracias".
Llego al parque donde corren mis sobrinos. Los veo de lejos. El pequeño Hayden parece más rubio que nunca porque ha estado en la playa. El pequeño faraón Nil parece más negro que nunca porque ha estado en la playa. Está guapo con el cabello rapado y los ojos grandes.
Mi hermana está colgada al teléfono, caminando arriba y abajo, porque una amiga suya se está divorciando y acaba de salir de la abogada. Mientras, me cuida otra amiga suya. No recuerdo su nombre, aunque me cruce a menudo con ella por la calle y hablemos como si la conociera de toda la vida. Es de esa gente encantadora que te arregla el día porque, aunque le digas que la prima de riesgo ha subido a quinientos puntos, se pone a reír. Me gustan las personas que escapan del drama.
En el parque corren mil niños sin problemas. Aunque hoy sea el día más cálido del año, no llevan ni gorritas blancas, ni zapatos de rejilla, ni la carga de toda una vida. Son vírgenes. Están empezando. Le digo a esa mujer, de la que no recuerdo el nombre, que esa es la mejor edad, que deberíamos ser siempre como ellos. Y sonríe con sus ojos oscuros. Luego se acerca su hija pequeña, una mofletuda de tres años que se llama Joana y me toma cariño al instante, como si ya fuéramos un poco novios (cuando una chica te pega en el culo, ya eres novio, ¿no?).
A media tarde, acompaño a mi hermana y a los niños a su piso. En la entrada está la vecina de enfrente con sus dos hijos: Bernat y Berta. La madre va cargada con el carrito de la compra que debe pesar unos trescientos kilos. Me parece un poco extraño que cargue con eso cuando vive en un tercer piso real sin ascensor. Pero la ayudo a subirlo, mientras Berta, su hija de cuatro años, mi novia desde esta primavera, me hace preguntas con su tirita en la frente, cuando descansamos, su madre y yo, resoplando en los rellanos.
Entro en la vivienda de los Hayden con ella, mientras el resto de gente se queda en la escalera. Berta mira una bolsa de cereales de chocolate en la cocina y me pregunta si puede comer unos cuantos. Le digo que coja la bolsa y se lo pregunte a mi hermana y a su madre. Ella me dice que no puede cogerla, que lo tiene prohibido. "Claro que puedes agarrarla". Se la pongo en la mano y salimos donde está la gente. Su madre le pega la bronca por haber tomado algo sin pedir permiso y ella eleva su carita hacia mí, con pena. "Se lo he dado yo, ella no quería", les cuento. Y Berta me sonríe con su tirita en la frente, aligerada ante esas normas y esas instrucciones que quizá no entiende a su edad.
Regreso a mi casa con ese bochorno que no cesa ni al atardecer. Procuro moverme despacio, por la acera de sombra. Me siento en un banco del paseo de Sant Joan. Quiero que pare ese sudor que me resbala por la frente, antes de entrar en una peluquería china para que me esquilen. Me atiende una chica que afirma ser vietnamita. Tras raparme al uno (me lo ha hecho al dos, pero no protesto), me dice que tengo la cabeza con la forma de un recíén nacido. Ignoro si se refiere al exterior (cráneo) o al interior (cerebro). Sonrío.
Me gusta la gente que me hace reír. Me gusta mi novia de cuatro años con su tirita en la frente que me mira siempre con esos ojos... Me gusta esta tarde en el parque con la madre de Joana, que es eternamente optimista y se ríe por nada. Me gusta que me engañen y me rapen al dos cuando yo quería que me pelaran al uno, para que regrese a esa peluquería china antes de tiempo. Me gusta la vida.