Serie negra
miércoles, 29 de noviembre de 2006 by el paseante
El domingo por la noche creí que se detendrían en la plaza Catalunya; pero quisieron recorrer también la vía Laietana y, no contentas con eso, alcanzar la playa. (Antes de llegar, contemplé con añoranza la terraza del Zahara, donde no sirven cerveza light a las brujas japonesas). Mereció la pena. El mar era bravo y las olas se desvanecían a un par de metros de mis pies, cabalgando unas sobre otras como caballos blancos salvajes. Los focos iluminaban la zona por la que paseaban turistas y parejas y amos con perros, y la neblina pintaba el paisaje con tonalidades nostálgicas. Allí pasé casi una hora, relajado como hacía tiempo que no lo lograba. El entorno me hizo recordar la escena en que el escritor Roger Wade (Sterling Hayden) se adentra borracho en aguas del Pacífico, mientras su esposa Eileen (Nina van Pallandt) y el detective Philip Marlowe (Elliott Gould) le buscan infructuosamente entre el oleaje. Sucede en The Long Goodbye (1973) de Robert Altman -recientemente fallecido.
Es una de mis películas preferidas. A nadie me gustaría parecerme más que a ese Philip Marlowe en versión de los años setenta; vestido con un ajado traje oscuro (incluso en las calurosas tierras mejicanas), fumando continuamente, ayudando a escapar de la justicia a su amigo Terry Lennox (Jim Bouton) más allá de la frontera, y preocupado por la desaparición de su gato mientras sus vecinas hacen topless en la terraza.
En la escena final:
Terry Lennox: "Eres un perdedor, siempre lo has sido".
Philip Marlowe: "Incluso perdí mi gato", le responde -sin dejar de fumar- antes de apretar el gatillo.
Muchos actores han interpretado en el cine o en la televisión a Marlowe: Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Elliot Gould, James Caan, Powers Boothe... o en la radio: Van Heflin, Gerald Mohr. Raymond Chandler parió en su máquina de escribir un personaje que ya es mítico.
Los thrillers me encantan, pero no habrían sido posibles sin los libros del propio Chandler, de Dashiell Hammett, Jim Thompson, William Irish... Siempre he preferido la novela negra ante cualquier otro género literario. Revisito a menudo los ejemplares de la colección La cua de palla de Edicions 62 que compraba de joven en verano, mientras soñaba inocentemente en escribir textos parecidos con la Olivetti y un cigarrillo en la comisura de mis labios. (En alguna caja de cartón deben servir ahora de nidos de ratones aquellos intentos fallidos.)
El género policíaco es ideal para los que leemos por puro pasatiempo: una trama compleja, un lenguaje basado en la frase corta y en los diálogos secos, un universo marginal y cáustico (palabra que he aprendido hoy gracias a una locutora de radio) absolutamente alejado de nuestra rutina diaria. Mucho asfalto, y unos personajes acabados y amargados que ya sólo sirven para protagonizar esas historias tristes.
Sus autores no eran muy diferentes a sus criaturas paridas. Acostumbraban a vivir a un centavo por cada palabra que publicaban en las revistas norteamericanas -como Texas Monthly o Black Mask- de los años 30, 40 y 50, o en cada guión para radio, cine o televisión. O gracias a editoriales como Lion Books, Fawcet o Signet Book que imprimían sus historias a cambio de unos dólares.
William Irish (pseudónimo de Cornell Woolrich) era un hombre introvertido que vivió con su diabetes, su alcoholismo, su miedo a ser homosexual y su madre en la habitación de un hotel, hasta su muerte.
Jim Thompson (mi preferido; especialente por Una chica estupenda, aunque su obra más reconocida es 1280 almas -también genial) tuvo una vida llena de altibajos. Primero fue periodista, luego botones, después se dedicó a beber sin freno, más tarde trabajó eventualmente en una fábrica de aviones, ejerció de guionista, de escritor... Murió en la miseria, aunque le pidió a la esposa que le soportó durante décadas que conservara sus obras inéditas porque le proporcionarían ingresos de futuro. Así sucedió.
Raymond Chandler fue el más culto y mejor formado de todos, lo que no le evitó amar la botella, tener depresiones e intentar suicidarse en un par de ocasiones. Fue un hombre tardío. A los 36 años se casó con una mujer de 54; un matrimonio que duró casi treinta años, aunque no tuvieron descendencia. En 1933, a los 45 años, se centró en la literatura tras ser empleado de banca, periodista y ejecutivo en una empresa. A los 51 publicó la primera novela, donde nació Marlowe para quedarse en el mundo para siempre.
Dashiell Hammett fue el creador de Sam Spade, y el único entre los escritores de serie negra que fue detective antes que narrador. Trabajó en la famosa Pinkerton National Detective Agency. La tuberculosis que contrajo en la Primera Guerra Mundial y su afición a la bebida afectaron su salud, lo que no le impidió ser un activo militante comunista en los Estados Unidos, ni resistir en la cárcel tras negarse a dar los nombres de sus compañeros de partido ante las investigaciones del Congreso Estadounidense. Queda afirmar que Hammett estuvo casado durante treinta y tres años con la dramaturga Lillian Hellman.
Todos fueron grandes bebedores, enormes fracasados y extrañamente fieles a sus parejas o a sus madres (quizás porque les servían de amparo ante un mundo que no se basaba en balazos ni en persecuciones, y sí en el día a día).
Ocuparon mis veranos de hace años, con sus tramas policíacas, en la piscina de la tierra de la niebla. Siguen viviendo conmigo, en mi pequeño apartamento, y llamo a su puerta de vez en cuando para saber cómo van sus eternas investigaciones. También para excusarme por no haber sido capaz de alcoholizarme, tener una pareja estable y describir decorados nocturnos como los que disfrutaron Philip Marlowe o Sam Spade o el botones Dusty.
Hace una semanas, en una web mejicana de formación de escritores proponían un ejercicio: redactar sobre el tema "Conversaciones escuchadas en el funeral de un asesino en serie", con un máximo de 200 palabras. Como hace años que no participo en exámenes, y animado por una amiga, envié un texto que no publicaron (seguramente por malo). Lo reproduzco aquí:
"El trabajo.
El pueblo cambió de color con la llegada masiva de magrebís. Al principio hubo reyertas. Nada grave comparado con la aparición en un trigal del cadáver acuchillado de un árabe. La policía local apuntaba a un ajuste de cuentas. El segundo cuerpo fue encontrado poco después.
La quinta muerte comportó la llegada de una brigada de investigación desde la ciudad lejana. A la semana, en un control nocturno de carretera, el ocupante de una furgoneta abrió fuego contra los agentes con una escopeta de caza cuando le convidaron a bajar del vehículo ante su actitud nerviosa. Tuvo respuesta. Le rozó un balazo y otro le mató. En el maletero descubrieron a su sexta víctima.
Los asistentes al funeral por el asesino apenas ocupaban las dos primeras filas del templo. El alcalde y el jefe de policía local prefirieron la penumbra junto a la pila del agua bendita.
-No debimos confiar en él para ese trabajo.
-Tampoco había dónde elegir; los demás tienen familia.
-Por suerte murió en el acto. Se habría derrumbado en un interrogatorio y les habría hablado de ti, de mí, de los otros.
-Quizás podríamos buscar a alguien de fuera para continuar con la labor. Un profesional."
Tiene exactamente 200 palabras. Las pueden contar.