Serie negra

Mis piernas son como el señor Gris: a veces tienen suficiente con que las saque a pasear un rato, y otras me llevan a dar la vuelta al mundo antes de la cena.

El domingo por la noche creí que se detendrían en la plaza Catalunya; pero quisieron recorrer también la vía Laietana y, no contentas con eso, alcanzar la playa. (Antes de llegar, contemplé con añoranza la terraza del Zahara, donde no sirven cerveza light a las brujas japonesas). Mereció la pena. El mar era bravo y las olas se desvanecían a un par de metros de mis pies, cabalgando unas sobre otras como caballos blancos salvajes. Los focos iluminaban la zona por la que paseaban turistas y parejas y amos con perros, y la neblina pintaba el paisaje con tonalidades nostálgicas. Allí pasé casi una hora, relajado como hacía tiempo que no lo lograba. El entorno me hizo recordar la escena en que el escritor Roger Wade (Sterling Hayden) se adentra borracho en aguas del Pacífico, mientras su esposa Eileen (Nina van Pallandt) y el detective Philip Marlowe (Elliott Gould) le buscan infructuosamente entre el oleaje. Sucede en The Long Goodbye (1973) de Robert Altman -recientemente fallecido.

Es una de mis películas preferidas. A nadie me gustaría parecerme más que a ese Philip Marlowe en versión de los años setenta; vestido con un ajado traje oscuro (incluso en las calurosas tierras mejicanas), fumando continuamente, ayudando a escapar de la justicia a su amigo Terry Lennox (Jim Bouton) más allá de la frontera, y preocupado por la desaparición de su gato mientras sus vecinas hacen topless en la terraza.

En la escena final:

Terry Lennox: "Eres un perdedor, siempre lo has sido".
Philip Marlowe: "Incluso perdí mi gato", le responde -sin dejar de fumar- antes de apretar el gatillo.

Muchos actores han interpretado en el cine o en la televisión a Marlowe: Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Elliot Gould, James Caan, Powers Boothe... o en la radio: Van Heflin, Gerald Mohr. Raymond Chandler parió en su máquina de escribir un personaje que ya es mítico.

Los thrillers me encantan, pero no habrían sido posibles sin los libros del propio Chandler, de Dashiell Hammett, Jim Thompson, William Irish... Siempre he preferido la novela negra ante cualquier otro género literario. Revisito a menudo los ejemplares de la colección La cua de palla de Edicions 62 que compraba de joven en verano, mientras soñaba inocentemente en escribir textos parecidos con la Olivetti y un cigarrillo en la comisura de mis labios. (En alguna caja de cartón deben servir ahora de nidos de ratones aquellos intentos fallidos.)

El género policíaco es ideal para los que leemos por puro pasatiempo: una trama compleja, un lenguaje basado en la frase corta y en los diálogos secos, un universo marginal y cáustico (palabra que he aprendido hoy gracias a una locutora de radio) absolutamente alejado de nuestra rutina diaria. Mucho asfalto, y unos personajes acabados y amargados que ya sólo sirven para protagonizar esas historias tristes.

Sus autores no eran muy diferentes a sus criaturas paridas. Acostumbraban a vivir a un centavo por cada palabra que publicaban en las revistas norteamericanas -como Texas Monthly o Black Mask- de los años 30, 40 y 50, o en cada guión para radio, cine o televisión. O gracias a editoriales como Lion Books, Fawcet o Signet Book que imprimían sus historias a cambio de unos dólares.

William Irish (pseudónimo de Cornell Woolrich) era un hombre introvertido que vivió con su diabetes, su alcoholismo, su miedo a ser homosexual y su madre en la habitación de un hotel, hasta su muerte.

Jim Thompson (mi preferido; especialente por Una chica estupenda, aunque su obra más reconocida es 1280 almas -también genial) tuvo una vida llena de altibajos. Primero fue periodista, luego botones, después se dedicó a beber sin freno, más tarde trabajó eventualmente en una fábrica de aviones, ejerció de guionista, de escritor... Murió en la miseria, aunque le pidió a la esposa que le soportó durante décadas que conservara sus obras inéditas porque le proporcionarían ingresos de futuro. Así sucedió.

Raymond Chandler fue el más culto y mejor formado de todos, lo que no le evitó amar la botella, tener depresiones e intentar suicidarse en un par de ocasiones. Fue un hombre tardío. A los 36 años se casó con una mujer de 54; un matrimonio que duró casi treinta años, aunque no tuvieron descendencia. En 1933, a los 45 años, se centró en la literatura tras ser empleado de banca, periodista y ejecutivo en una empresa. A los 51 publicó la primera novela, donde nació Marlowe para quedarse en el mundo para siempre.

Dashiell Hammett fue el creador de Sam Spade, y el único entre los escritores de serie negra que fue detective antes que narrador. Trabajó en la famosa Pinkerton National Detective Agency. La tuberculosis que contrajo en la Primera Guerra Mundial y su afición a la bebida afectaron su salud, lo que no le impidió ser un activo militante comunista en los Estados Unidos, ni resistir en la cárcel tras negarse a dar los nombres de sus compañeros de partido ante las investigaciones del Congreso Estadounidense. Queda afirmar que Hammett estuvo casado durante treinta y tres años con la dramaturga Lillian Hellman.

Todos fueron grandes bebedores, enormes fracasados y extrañamente fieles a sus parejas o a sus madres (quizás porque les servían de amparo ante un mundo que no se basaba en balazos ni en persecuciones, y sí en el día a día).

Ocuparon mis veranos de hace años, con sus tramas policíacas, en la piscina de la tierra de la niebla. Siguen viviendo conmigo, en mi pequeño apartamento, y llamo a su puerta de vez en cuando para saber cómo van sus eternas investigaciones. También para excusarme por no haber sido capaz de alcoholizarme, tener una pareja estable y describir decorados nocturnos como los que disfrutaron Philip Marlowe o Sam Spade o el botones Dusty.

Hace una semanas, en una web mejicana de formación de escritores proponían un ejercicio: redactar sobre el tema "Conversaciones escuchadas en el funeral de un asesino en serie", con un máximo de 200 palabras. Como hace años que no participo en exámenes, y animado por una amiga, envié un texto que no publicaron (seguramente por malo). Lo reproduzco aquí:

"El trabajo.

El pueblo cambió de color con la llegada masiva de magrebís. Al principio hubo reyertas. Nada grave comparado con la aparición en un trigal del cadáver acuchillado de un árabe. La policía local apuntaba a un ajuste de cuentas. El segundo cuerpo fue encontrado poco después.

La quinta muerte comportó la llegada de una brigada de investigación desde la ciudad lejana. A la semana, en un control nocturno de carretera, el ocupante de una furgoneta abrió fuego contra los agentes con una escopeta de caza cuando le convidaron a bajar del vehículo ante su actitud nerviosa. Tuvo respuesta. Le rozó un balazo y otro le mató. En el maletero descubrieron a su sexta víctima.

Los asistentes al funeral por el asesino apenas ocupaban las dos primeras filas del templo. El alcalde y el jefe de policía local prefirieron la penumbra junto a la pila del agua bendita.

-No debimos confiar en él para ese trabajo.
-Tampoco había dónde elegir; los demás tienen familia.
-Por suerte murió en el acto. Se habría derrumbado en un interrogatorio y les habría hablado de ti, de mí, de los otros.
-Quizás podríamos buscar a alguien de fuera para continuar con la labor. Un profesional."

Tiene exactamente 200 palabras. Las pueden contar.

El coño de tu prima

No soy sociólogo. Por eso no comprendo por qué a los treinta años los adolescentes me llamaban con cortesía de usted y a los cuarenta y dos me tutean. Tengo espejos en mi apartamento y no he rejuvenecido, al contrario. Es por otro motivo que se me escapa.

No sé nada de ellos, excepto que se agrupan por tendencias más basadas en la estética que en un ideario: antisistema, cosplayers, decorers, frikis, grunges, heavis, lolailos, pijos, poseurs, punks, raperos, rockers, skaters, wannabes...

Les veo a diario caminar despistados por la calle o acampados en las plazas, con sus pantalones bajos de cintura que muestran la ropa interior al agacharse para depositar la lata de cerveza sobre las baldosas de la plaza del Diamant (pobre Mercè Rodoreda, ¿dónde está tu universo?). Desconozco su sentido de la vida y parezco un marciano intentando analizar esa nueva tradición catalana (estilo bastoners o castellers) que realizan mayoritariamente. Consiste en organizar pequeñas fallas en la palma de su mano con un desconocido material de color oscuro.

Me piden mil cosas en el cruce, como si fuera un tendero: "¿Tienes papel?" (¿para qué querrán un kleenex?), "¿me das un cigarrillo?", "¿qué hora es?", "¿dónde hay una boca de metro?", "¿me prestas (¿seguro que me la vas a devolver?) una moneda para llamar desde la cabina?"...

O me preguntan por lugares exóticos: Razz Club, Fonfone, Zacarías, Àtic, Luna Mora, Universal, Mond Club... Intuyo que son salas de fiesta, donde las señoritas esperan sentadas en los bancos de la pared a que un apuesto joven las convide a bailar.

Hace cuatro o cinco años, una chica me entretuvo:

-Perdona, ¿sabes dónde está el coño de tu prima?.
-Aquí -le contesté elevando mi dedo medio, y me alejé.
-Oye, que es una discoteca -gritó a mi espalda; y repetí el signo maleducado sin girarme.
-Te lo juro, joder.

Nunca podré decirle que lo siento. Poco después, narrando la anécdota en una cena, los compañeros me observaron extrañados de que no conociera ese club tan de moda en el momento. (Quizás sigue funcionando en Consell de Cent, 294.)

Mi abuela paterna murió en edad nonagenaria hace nueve años. Me dejó un libro en herencia: La joven bien educada de María Orberá, impreso por la librería de Pascual M. Villalba en Valencia en 1899. "Si no trobes una senyoreta així, no et casis mai amb cap dona".

Es un texto basado en las preguntas de una supuesta institutriz y las respuestas de una imaginaria alumna. Reproduciré algunos fragmentos:

"-¿Qué es lo que más aleja a una joven de la modestia?
-El deseo inmoderado de agradar. Una señorita debe ocuparse más en hacerse estimar por las prendas de su corazón, que por las bellezas exteriores.

-¿Hay alguna otra regla que observar respecto a la limpieza?
-Sí señora; que la operación de lavarse las manos debe repetirse cuantas veces se haya tocado alguna cosa que pueda manchar; antes de sentarse a la mesa y cuando se tenga que trabajar en alguna labor delicada.

-¿Qué hay que notar respecto a la limpieza y aseo de los vestidos?
-Que las ropas interiores han de estar sumamente limpias, y al efecto, se mudarán cuantas veces sea necesario; y que los vestidos exteriores no deben de tener manchas, roturas, descosidos ni polvo, conservándolos con el mayor esmero.

-Además de la limpieza en general, ¿hay que fijarse en algunas particularidades que con ella se relacionan?
-Sí señora; debemos tener presente que todo lo que contribuye a alterarla no puede hacerse nunca delante de nadie; y por consiguiente, nos abstendremos de rascarnos la cabeza o el cuerpo, tocar el interior de las orejas, mordernos las uñas y escupir en los suelos, especialmente estando en el templo.

-¿Es decente comer con precipitación?
-Ni decente ni higiénico; por consiguiente, se comerá con calma, pero que no degenere en demasiada lentitud.

-¿Qué haremos cuando sea necesario extraer de la boca algo que no pueda ser tragado?
-Sacarlo con los dedos, acercándolo con la lengua a los labios, y nunca nos permitiremos escupirlo, a fin de no arrojarlo sobre el plato de los demás.

-¿Cuáles son los sitios de preferencia en la calle y en los paseos?
-En la calle la acera; en los paseos la derecha, si van dos personas, y el centro si van más; siendo en cada caso los de menor categoría los que más se alejen de la acera, de la derecha o del centro."

Tengo tentaciones de hacer fotocopias de La joven bien educada y entregarlas entre los transeúntes que no saben marchar por la vía pública, entre los niños que escupen pipas en las baldosas, entre las chicas que barren las aceras con sus pantalones acampanados, entre las princesas que comen excesivamente deprisa o exageradamente despacio...

También se puede adquirir en Second Life Books por 35 dólares.

El hombre del saco

Lo mejor que puede sucederte -extraviado entre la niebla de mi tierra- es toparte con el hombre del saco. Ver su tez morena incluso en invierno, su barba mal afeitada, su mirada de lobo, su alma chapada, su cuerpo acorazado ante las inclemencias del campo después de mil de años de sufrirlas, sus brazos como ramas de nogal. Escuchar sus blasfemias -una tras otra- mientras te devuelve a la civilización, montado en la palma de su mano (como si fueras un soldado de infantería de plomo o una bailarina en tutú) mientras camina una legua por hora. Te depositará en el suelo, tras salvarte, y regresará a paso ligero a ese territorio agreste de diez kilómetros cuadrados en los que siempre ha transcurrido su vida y de los que nunca ha salido; salvo para comprar queso y coñac económicos en tierras andorranas con el tenista al volante.

Debe rondar los ochenta años, aunque no los aparenta con un saco de treinta kilogramos a la espalda y al galope por los caminos embarrados. Sólo utiliza sus piernas como medio de transporte para rondar de una población a otra (de las cinco o seis que conforman su universo vital). Se ríe sin curvar los labios, hacia dentro, cuando se hace gracia a sí mismo con alguno de sus continuos comentarios socarrones. Tiene un punto del autismo francés de monsieur Hulot tamizado con el populismo sureño de Paco Martínez Soria (podría parecer una receta de Ferran Adrià). Me une a él que comemos parecido: nada de dulces, todo a la plancha/brasa, ensaladas/verduras e infinidad de frutos secos. Que de pequeño me enseñó a cortar leña, a alimentar a un cochino o a podar un manzano. También que amamos esas tierras tremendas en invierno y en verano. Son las nuestras y no poseemos ninguna más.

Estuvo casado con una pianista (que alcanzó una alcadía en una aldea de la tierra de la niebla) hasta que ella murió hace un par de años tras una tarde de trabajo entre los frutales. Fue uno de esos matrimonios amañados de antaño. Pero funció como el mecanismo de un reloj suizo. Él hacía parir los campos, y ella llevaba las cuentas mientras concebía a dos hijos y leía.

Ahora el hombre del saco sigue cuidando las hectáreas, y las cuentas van por libre. Últimamente, ha plantado cinco hileras de preciosos olivos que ya alcanzan el metro y medio y comienzan a dar frutos. El sábado pasado eran lo único vivo entre las tonalidades grises y ocres de la sierra. Mis padres me comunicaron que comeríamos temprano porque querían ir a ayudarle en la recolección de las primeras aceitunas. Nunca he realizado esa labor y me apetece el campo desde siempre, así que levanté el dedo para pedir permiso e ir a trabajar con ellos.

En medio de la niebla, aprendí que los estorninos siempre se llevan las aceitunas de tres en tres: una en el pico y dos en las patas; que hay que extender unas redes llamadas borrassas para pescar en ellas las olivas, desprendiéndolas con las manos desde las ramas (como en una masturbación unidireccional); que se deben arrastrar las mallas de un árbol a otro hasta que la cantidad de frutos sea suficiente para llenar un saco. Que cada talego cuesta dieciséis euros y que cinco personas tardábamos media hora en reunirlo. Porca miseria.

En la tierra de la niebla sigue funcionando el sistema fenicio del intercambio y el sistema universal de la amistad. Por eso trabajamos gratis en la tarde del sábado. Otros días, él nos regala hortalizas de su huerto o frutas o bolsas de caracoles o chistes.

El hombre del saco iba bien abrigado, incluso con gorra -como su hijo. Pero prefiere la ligereza en el vestuario siempre que sea posible. De mediados de febrero a principios del mes de octubre va desnudo de cintura para arriba. Y sólo se cubre, por pudor, antes de entrar en un pueblo.

Hace una semana, en domingo, buscaba en La Rambla un periódico donde entrevistaban a una locutora de radio que sigo con fidelidad. En medio del boulevard vi a un hombre completamente desnudo. Había oído hablar de él, pero no imaginaba que fuera tan viejo, tan decrépito, tan tatuado, tan lastimoso. Seguramente no aguantaría el peso de un saco a sus espaldas. Allí estaba con su trompa de Shin-Chan, pidiendo que le observaran, que hubiera flashes, que los turistas se giraran a admirarle.

A ciento cincuenta kilómetros de distancia, el hombre del saco sería incapaz de mostrar su cuerpo a ningún ser vivo que no fuera una mata de maíz o una liebre saltarina. Me acordé de él y pasé de largo ante el exhibicionista, camino del Saló Nàutic de Barcelona cuyos yates dejaré de comprar para invertir en ruinosos olivos cuando me toque la lotería.

Rutina

Mario Benedetti escribió en La tregua: "Hoy fue un día feliz, sólo rutina".

Los noctámbulos jamás madrugamos, a no ser que tengamos billete en primera clase para un viaje al centro de la Tierra o a la Luna o a los juzgados. Al levantarme, me lavo la cara con agua fresca. Después observo mi rostro de dueño de Garfield para analizar si mi mandíbula lampiña necesita un afeitado o lo puedo posponer a mañana. Saco de las mallas un limón y una naranja y exprimo un zumo que me refresca la boca y la garganta, y desciende hasta los pasajes secretos del estómago para bailar un tango.

Me ducho con un cubo entre mis pies, cuya agua aprovecharé a mediodía -como de rutina- en el retrete. (Inconvenientes de creer en un mundo sostenible.) Luego me acomodo en el sofá para zamparme una rebanada de pan con lo que tenga refrescado en la nevera, y tomar un café con leche frío y sin azúcar. Enciendo un cigarrillo y analizo cómo se presenta el día, enmarcado en la ventana.

Las mañanas son para las diligencias. Acostumbro a aguardar con temple mi turno en el banco, en Correos para mandar paquetes certificados, en la delegación de Hacienda... Después bajo hasta el mercado del barrio y, aunque no tenga nada que comprar, me gusta pasear entre sus puestos para agitar los sentidos: olfatear el pescado, contemplar el color elegante de las berenjenas, escuchar las máquinas laminadoras de fiambre, palpar un melón...

No soy mal cocinero, pero prefiero comer sencillo a base de verduras y proteínas a la plancha. Mientras los fogones están en marcha, salgo un rato al balcón para leer y tomar el sol de otoño. Asimilo toda la información que puedo a través de los medios radiofónicos en mis auriculares, o actualizando los periódicos atrasados. De vez en cuando varío el enfoque de mi vista, tras las lentes graduadas, para aprender de moda en la gente que circula por la calle, en su rutina.

Mi dosis de televisión diaria sucede a mediodía. Antes pasaban Shin-Chan (un golpe de inspiración del japonés Yoshito Usui, hace más de diez años) y me avergonzaba estallar en carcajadas ante una serie infantil, con las evoluciones rutinarias de Himawari, Misae o Hiroshi en su mundo loco que se asemeja al mío. Ahora agoto tristemente mi dedo pulgar con el zapeo, mientras espero el turno de las cuatro de la tarde en la cadena de montaje. La tengo en casa, y me canso de pulsar teclas para que aparezcan páginas en la impresora. La tarde/noche es el tiempo que destino a ganarme el sueldo. Suena el teléfono, llegan las propuestas, gestiono su realización, facturo al final. (En medio queda una cena frugal y un paseo al Turó Parc.) Antes de agotar mi jornada visito el ciberespacio para llenarme de todo lo contrario a lo ordinario. Así sucede mi vida.

Hoy fue un día feliz, sólo rutina. Tomé naranja con limón palpándome las mandíbulas por si necesitaban la acción de la cuchilla. Compré merluza fresca en el mercado. Tuve un encargo para una empresa de Marbella que ya está enviado. Corrí al Turó Parc, pero lo habían clausurado a destiempo (aunque me crucé con la mujer caucásica, con su perro dálmata, en la verja. Ni me miró, como siempre). Por la noche me llamó mi padre a deshoras para relatarme que se había sentado en la butaca de Zapatero en su viaje relámpago a Madrid con su compañera desde hace cuarenta y tres años. Me prometió fotos y anécdotas para el fin de semana. Parece más joven de lo que es. Siempre lo ha parecido. Una tarde de hace años nos dirigíamos a jugar a tenis en la tierra de la niebla, cuando nos cruzamos con un peatón amigo suyo. Nos observó y fue contundente: "Sembles el pare del teu pare". El tenista no ha cambiado en este tiempo. Tampoco yo.

Se acaba mi día rutinario y -ahora- en la mesa del ordenador, o derrotados entre mis pies o apilados en una pared están los diccionarios generales, los de sinónimos, los libros de estilo, las hojas sueltas con notas... que me han ayudado a escribir esto. Me da pereza recogerlo todo antes de acostarme. Todavía debo entrar a internet con mi bata rayada de párvulo y las iniciales escritas con hilo en el bolsillo, para que Thaís me regale la segunda clase de portugués. Esto es lo que he aprendido hasta el momento:

Brincadera=Broma.
Uma=Una.
Eu sou=Yo soy.
Tambem=También.
Agora=Ahora.
Português=Portugués.
Filha=Hija.
Muy bien=Muit bem.
Praia=Playa...

Ser estudiante a mi edad rejuvenece. Rompe la rutina de la vida. Me hace sentir como Holly Golightly aprendiendo ese idioma dulce mientras prepara su viaje a Brasil en la novela de Truman Capote Breakfast at Tiffany's (que dejé olvidada en una mesita de noche alemana). Sou muito grato.

California

California es una canción de Rufus Wainwright. También es el estado americano donde Bob Evans, Bruce Brown, Jim Freeman o Val Valentine rodaron sus películas surferas en los años 60; al tiempo que los hermanos Brian formaban el grupo musical The Beach Boys. Mientras John F. Kennedy y Nikita Jruschov amenazaban con asomar los misiles, aflojando con la punta de los dedos el gatillo de sus braguetas en la crisis de 1962; los chicos californianos inauguraban una nueva moda basada en la despreocupación, la playa, el surf y los cuerpos torneados.

La enemistad USA-URSS caducó; pero el modelo vital de aquellos jóvenes perdura en las playas de Laguna, Malibú, Pacific Palisades, Santa Mónica o Zuma. En Venice Beach puedes hacerte un tattoo conmemorativo en cualquiera de las pequeñas tiendas del paseo, convertirte en un hunk (cachas) en un gimnasio al aire libre junto al mar, practicar el surf entre escualos de cuatro metros o contemplar a las siliconadas California girls patinando en bikini. Así lo hacen estadounidenses de Albuquerque, Minneapolis o Detroit de visita de placer en ese Hawai continental, con buen tiempo eternamente.

Es la postal que los dirigentes municipales quisieron importar en 1992 para convertir Barcelona en la capital de la California europea, desde que los juegos olímpicos abrieron la ciudad al mar y se recuperaron cinco kilómetros de playa (que los temporales de otoño engullen a menudo). En los años siguentes, abundaron las campañas publicitarias para atraer turistas en los principales medios de comunicación continentales. Según fuentes del Anuario estadístico de la ciudad de Barcelona (2004), en 2003 acogimos a 3.848.187 turistas con un total de 9.102.090 pernoctaciones. La mitad de ellos -aproximadamente- me preguntaron por la Sagrada Família con sus mapas extendidos.

No me molestan, en absoluto; y he compartido vivienda con ciudadanos de Francia, Grecia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Noruega... siempre sin conflictos de convivencia porque fueron gente educada. Ahora, en mi rellano hay una pareja de españoles, una francesa y un matrimonio mixto catalano/árabe que me trae de cabeza por su vida ruidosa repleta de discusiones. Estar de moda conlleva problemas: los inmuebles marcan precios insoportables y las noches de fiesta tienen tarifas de Estocolmo.

Para ser verdaderamente californianos nos falta su sol perenne. Las autoridades lo saben y hacen horas extra a bordo de sus vehículos oficiales para emitir más gases a la atmósfera y acelerar el calentamiento del planeta hasta el orgasmo final. Quizás lo estén logrando.

A punto de la festividad de Todos los Santos sigo en camiseta y pantalón corto, comiendo castañas. Este domingo, los turistas desarrollaban el crol o la braza en el mar. Los menos atrevidos paseaban en bañador por las playas, sumergían los pies en agua marina con las botas de montar a caballo colgadas en la percha de la mano, degustaban helados, llamaban al repartidor ilegal de cervezaaguafrescapatatas -que ha prorrogado su contrato fuera de temporada. Al acabar el día, los surfistas esperaban enfundados en sus vestidos de neopreno a que las olas se violentaran. (Me pareció reconocer entre ellos al locutor de radio Joan Spin.) Es necesaria la paciencia, porque el mar Mediterráneo no es el océano Pacífico, y aquí los practicantes de ese deporte se pasan más tiempo haciendo la foca que cabalgando sobre su tabla. Cerca de las playas, el Moll de la Barceloneta era una cinta transportadora de paseantes, patinadores, chicos en skateboard, sirenas en bicicleta; un alto porcentaje de los cuerpos estaban bien esculpidos en los talleres de Dir o de Corporación Dermoestética. Como sucede en California.

Los dirigentes políticos están logrando su objetivo.

En cierto modo, añoro aquellos otoños en que podía trazar caminos de huellas solitarias en la arena, o calcular la eslora de los petroleros sentado en un espigón. Con el cambio climático y desde que Barcelona es in aquello es una rambla, y no es extraño topar con un ángel del pasado que abre sus alas a tu paso y te impide despistar el recuerdo. Cené con él y su señora esposa en una tasca entre los bazares cercanos al Moll del Dipòsit, que me descubrió mi primera compañera de viaje hace más de veinte años. Un par de bocadillos y dos copas de vino cuestan menos que una entrada de cine. Sigue de moda y debes aguardar turno a que salgan los comensales extranjeros para ocupar un puesto apretujado en la barra. Comer de pie y deprisa, de eso se trata. Es folclórico y le encantó a mi amigo -olvidado- de cuando estábamos en el ejército de la PPS (Prestación Social Sustitutiva), mientras su compañera arrugaba la nariz a cada embestida de un turista borracho.

No tenían ganas de gresca y yo tampoco. Regresé temprano a casa. Una mujer mayor me detuvo para pedirme auxilio. Parecía angustiada, con una mano sobre su pecho. Llevaba un cuarto de hora vigilando un coche con matrícula francesa, aparcado pero con el motor en marcha. Su interior estaba ocupado por un hombre grueso como un oso, con los párpados apagados y que había olvidado afeitarse en domingo. "Creo que está muerto", dijo la anciana. Lo parecía. Me acerqué a la ventanilla, con ella a mi espalda. Golpeé dos veces, y el oso abrió sus fauces para emitir un precioso bostezo, estirar los brazos con pereza sobre su cabeza, girarse y seguir durmiendo de costado; como haría cualquier turista embriagado en la California europea.

En el apartamento encendí el ordenador. Mereció la pena. Me reencontré con una amiga internauta que llevaba escondida algún tiempo: la chica de los ricitos. También es forastera y se ha quedado a vivir entre nosotros. Habla un catalán mejor que el mío, y es adorable por eso y por otros motivos. Siempre ha tenido una vida emocionante, a menudo al filo de la navaja. Compartía una casa con jardín en Barcelona con un cuadrúpedo peludo, el señor Hutz. Ahora se ha mudado a un piso con piscina en la terraza con un bípedo velloso, el señor Xavier. Es mi amiga millonaria y siempre me manda una lata de caviar por mi cumpleaños, a cambio de un girasol por el suyo (dice que salgo ganando, pero no lo tengo claro). Parece feliz en California.