Lo Bubu
martes, 25 de marzo de 2014 by el paseante
Hace cinco años, dos meses y veinticuatro días que me presentaron al perro ventilador en una estación de trenes de las tierras del sur. Era una tarde soleada de Nochevieja, y él y su dueña estaban elegantes en aquel andén. Cuando me agaché para saludarle, el teckel se levantó para morderme, como si fuera un muñeco con resorte en una caja sorpresa. Por suerte, sus patas eran cortas y ella tuvo reflejos para tirar de la correa a tiempo.
No le caí bien y se pasó la tarde mirándome de reojo. Era un intruso en su vida que quería destronarle. Por la noche le perdí de vista y dejé de preocuparme por él, mientras preparaba un pollo en el horno de aquella cocina con vistas al río inmenso. Pero él no dejó de preocuparse por mí. Así que cuando la mujer de los mares del sur fue al cuarto de baño, el perro entró a toda velocidad en la cocina, con las orejas largas en posición de ataque, y mandó a reparar mis dos zapatos de cuero negro.
No volví a ver al pequeño emperador hasta octubre de 2011. Me miraba de reojo, como si me recordara de alguna batalla antigua, mientras su dueña, la tarotista y Guillermo descargaban una furgoneta cargada de muebles. Él y la mujer de los mares del sur se trasladaban a vivir a Barcelona, y me tocaría acompañarles de paseo más de una tarde. Así que al día siguiente entré en Decathlon para comprarme las botas más resistentes que encontré.
El primer año me mordió tres veces con ferocidad. El segundo, en dos ocasiones, más que nada por rutina. El tercer año sólo me atacó una vez, diría que era por no perder la costumbre, porque me miraba con desgana de pelea. Se había acostumbrado a mi presencia.
Cuando a finales del verano pasado la mujer de los mares del sur y yo decidimos compartir piso, sabíamos que el perro ventilador sería un problema. Pero pensaba que con un mínimo de precauciones todo saldría bien. Se trataba de ir por casa siempre con un calzado que me cubriera los tobillos, de evitar transitar al lado de su plato de comida, de no hacer movimientos bruscos cuando pasara cerca del teckel, de no tocarle si él no me lo pedía… Además, el piso se puede dividir en dos partes cerrando una puerta, como si fueran dos mundos.
Recuerdo que, una tarde de domingo, la mujer de los mares del sur salió a su reunión de costura periódica con sus amigas. El perro ventilador y yo nos quedamos solos en el piso, él en su zona y yo en la mía que separaba esa puerta mágica. Lo malo es que en su sector está el cuarto de baño y yo escuchaba un partido del Barça bebiendo cerveza.
Intenté aguantar todo lo que pude, cruzando las piernas, pero al final no me quedó otra alternativa que entrar en la parte del piso donde reinaba el perro ventilador. Abrí la puerta con sigilo, lo busqué con la mirada en el comedor hasta que lo vi sentado en su butaca. Levantó las orejas y me miró con curiosidad. Cogí un reposapiés y me protegí con él, mientras avanzaba como podía al cuarto de baño. El animal me observaba extrañado, sin ganas de bajar de su trono. Llegué a mi objetivo, cerré el pestillo y quedé descansado.
Ese día algo cambió entre nosotros. Ese pobre tipo que caminaba con las rodillas unidas y una banqueta entre las manos, a forma de escudo, no podía destronarle, ni ser más interesante que él a ojos de la mujer de los mares del sur (debió pensar el animal).
El perro ventilador comenzó a buscarme por la casa, no para morderme si no para pedirme caricias. Adquirió la costumbre de desayunar conmigo en el cuartito de la lavadora: “Anem a esmorzar, Bubu?”. De mirarme para que le quitara el collar: “Per casa no s’ha d’anar incòmode, home”. De tumbarse bajo mi silla con ruedas, mientras trabajaba, porque allí se sentía seguro: “Un dia et trepitjaré la cua, ruc”. De quedarse moviendo el rabo en el rellano del piso para que lo bajara en brazos a la calle, porque las escaleras son estrechas y él es un perro largo al que le cuesta transitar por allí: “Vols ascensor, avui, o vols anar a peu?”. Él me miraba siempre y levantaba sus patitas delanteras para ponerlas en mi brazo derecho hasta que lo cargaba.
Han pasado cinco años, dos meses y veinticuatro días desde que me presentaron al perro ventilador en una estación de trenes de las tierras del sur, una tarde soleada de Nochevieja. Entonces éramos más jóvenes los dos y más agresivos. Ahora buscamos lo que nos podemos dar, antes que lo que nos podemos quitar.
Esta es la primera noche que pasamos juntos en soledad. La mujer de los mares del sur se ha marchado a su tierra para gestionar que otros perros menos afortunados tengan la misma suerte que el suyo en esa protectora que preside. Ella está contenta de que nos hayamos hecho amigos y le agradezco que haya confiado en mí para que cuide a su teckel durante más de veinticuatro horas.
No sabe que hemos salido a la calle para dar la vuelta rutinaria a la manzana antes de las nueve de la noche. Que has hecho caca y la he limpiado con una propaganda del Lidl, mientras los dos arrastrábamos las patas en señal de enterrar los restos. Que hemos cenado arroz con verduras. Que hemos visto en el sofá la repetición del Madrid-Barça de anoche (3-4) mientras te rascaba la nuca. Que ahora duermes en el sofá bajo tu mantita blanca, aunque hace un rato has venido a mi habitación para ver si era la hora de desayunar. “Encara no, Bubu”. Que hace tiempo que no me protejo los pies con zapatos duros de roer. Que eres el segundo perro de mi vida, con permiso del señor Gris.