The last picture show
viernes, 28 de noviembre de 2014 by el paseante
Hacía tiempo que no salía
a pasear por las calles de la tierra de la niebla después de cenar. Pero el
viernes por la noche hice girar la llave secretamente en la puerta, mientras
mis padres ya dormían tras su balcón sin plantas. Seguramente tenían la calefacción
flojita.
Caminé junto a la antigua
carretera que antes cruzaba la pequeña ciudad repleta de camiones, hasta que
construyeron la autovía. Ahora, es una simple calle asfaltada.
Esa noche no había nadie
en las aceras ni ningún vehículo que la transitara. Así que habría podido
barrerla como hace Billy en The last picture show, una de mis películas
preferidas que habla del paso de la adolescencia a la madurez en un lugar donde
no sucede nunca nada: Anarene.
Pasé por delante de la
iglesia donde hice de monaguillo. Miré el patio de la escuela de La Salle tras
las verjas y recordé al hermano Salvador que me hacía recoger las hojas de los
castaños del suelo cuando llegaba tarde. Luego me acerqué al cine para ver qué
ponían en cartelera.
Los cristales estaban
tapados con papeles tristes de envolver paquetes de color marrón y no había
ninguna iluminación en el recinto. Pensé que quizás estaban de reformas, hasta
que un tipo alto se detuvo a mi lado y me dijo que ya no veríamos ninguna
película más allí.
Me costó un instante
reconocer aquella cara eternamente aniñada que me sonreía unos centímetros por
encima de mi cabeza, en medio de la niebla. Era Ramón. Estaba acostumbrado a
verlo siempre difuminado en un espejo, porque cuando me cortaba el cabello
tenía mis gafas de miope en la mesilla entre peines, lociones y tijeras. Ya
hace tiempo de eso.
Recuerdo que, cuando iba
a su peluquería -la más moderna de la tierra de la niebla-, primero me
preguntaba si tenía novia. Luego si tenía hijos. Ahora no sabíamos muy bien qué
decirnos.
Ya tengo cincuenta años y
él cincuenta y cinco. Estamos en ese tránsito entre la madurez y la vejez en
nuestra Anarene. Nos quedamos unos segundos frente a la marquesina del cine
cerrado, hasta que me contó que venía de jugar unas partidas de billar con unos
amigos y que tenía ganas de caminar.
Lo acompañé a su casa por
esa calle asfaltada que habríamos podido barrer como Billy. Ramón fue mi
barbero durante veinte años (los barberos son los psicólogos de los pobres) y
me parecía triste esa noche, aunque me puso al día de todo lo que había
sucedido allí durante todo ese tiempo en que no nos
habíamos visto. Él era el guapo de la tierra de la niebla en mi juventud, el
pinchadiscos en la discoteca. Yo era el cerebrito, el de la barra en la
discoteca. Quizás habríamos podido hacer más cosas con nuestras vidas. Quien sabe. Pero
ahora nos hacíamos compañía frente al cine cerrado. A estas alturas de la vida, es mucho tener a alguien con
quien compartir el pasado.
Nos despedimos cerca de la
gasolinera, a las afueras del pueblo, donde vive Ramón. Me dijo que debería ir
más veces a la tierra de la niebla porque hay gente que le pregunta por mí en
la peluquería. Que debería dejar de ser invisible para las personas de antes. Y
yo le respondí que sí, que tenía razón, que un día volveré a su peluquería para
que me corte el cabello no tan corto como a mí me gustaría, mientras miro
difuminado el Interviú.
Regresé a casa por la
orilla de la antigua N-II, hasta alcanzar la granja de los caballos. Mis padres dormían tras su balcón sin plantas. Seguramente tenían la calefacción
flojita.
Subí a mi dormitorio con
una mandarina y una botella de agua. Apagué la luz pensando que estaba en mi
tierra.