Barcelona sin mapas
domingo, 22 de agosto de 2010 by el paseante
Como a la condesa descalza, me gusta tener citas sólo conmigo mismo, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. Las citas conmigo mismo normalmente son para salir a pasear sin mapas de la ciudad.
Lo hice el domingo pasado, quince de agosto, el día del año en que Barcelona tiene más palomas que habitantes.
Me puse el bañador azul de Bob Esponja -regalo del pequeño Hayden- bajo los pantalones cortos; introduje la toalla, la botella de agua y el programa de las fiestas de Gràcia en la mochila para bajar a la playa. A mitad de Torrent de l'Olla pensé que allí no me esperaba nadie y decidí ir al Turó Parc, donde tampoco me esperaba nadie, pero me apetecía más. Es lo bueno que tiene citarse con uno mismo: puedes cambiar de planes cada cinco minutos.
En el parque sólo había una pareja de franceses extraviados con mapas, con horarios, con rutas por cumplir. Y yo. Y decenas de palomas, porque el quince de agosto todo el mundo sabe que nos superan en número a los humanos en cualquier rincón de la ciudad.
Tomé el sol en una de las zonas que no me son especialmente agradables del recinto, junto a la fuente del norte, porque allí me abofeteaba directamente en pleno rostro y quería que el color de mi piel hiciera juego con los tonos del bañador de Bob Esponja. Busqué algo que me interesara en el programa de actos de las fiestas de Gràcia. Sólo localicé el concierto de Josep Puntí, al que quizá invitaría a alguien a quien le guste tener citas sólo consigo misma, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. La condesa descalza, por ejemplo. No está mal hacer reuniones de solitarios de vez en cuando.
Después caminé por la avenida Diagonal alejándome de la ciudad, sin rumbo fijo en la brújula. Jugué a las persecuciones (es divertido) con un tipo de una edad parecida a la mía, con un balón de fútbol bajo su camiseta roja, en la zona del estómago, con barba de escaso diseño, el cabello alborotado y un aire de despistado propio de todos los que somos solitarios. Yo le adelantaba por la acera, y él me alcanzaba siempre en los semáforos que no estaban en verde (porque los respeto).
Sin darme cuenta, alcancé el Palau Reial de Pedralbes. Hacía años que no entraba en sus jardines de un esplendor francés. La pérgola diseñada por Gaudí es el lugar idóneo para dar el primer beso a una pareja, a una nueva amiga, a un sobrino recién nacido. El tipo de una edad parecida a la mía me alcanzó de nuevo. Le miré con su pelota escondida debajo de su ropa, pero pensé que no era una buena idea besarle en ese rincón umbrío. Así, de repente.
No me sentía cansado. Así que remonté calles residenciales hasta llegar al monasterio de Pedralbes. No iba allí desde que Ana me dijo que no me pusiera en contacto con ella "más nunca". Habíamos pasado muchas tardes de domingo allí juntos (probablemente alguna en un quince de agosto, cuando había más palomas que personas en ese lugar). Mi mente refrescó cada uno de los rincones que habían sido especiales hacía ocho años. Y que ya no lo eran.
Ahora, como la condesa descalza, prefiero tener citas conmigo mismo, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. Sin dolor. Pero, como siempre sucede en la vida, cuando estás solo es cuando permaneces más alerta para encontrar imágenes, situaciones, sonidos que te hagan feliz.
En una esquina del monasterio escuché unas voces femeninas que cantaban para acabar con aquel silencio que sólo rompían mis pasos. La puerta de una capilla oscura estaba abierta. Entré con timidez. Me costó un par de minutos localizar de dónde procedían esos cánticos. Tras unas ventanas enrejadas, una veintena de monjas clarisas se entregaban tranquilamente a sus plegarias diarias. Me senté en un banco para que me hicieran compañía en la soledad de la ciudad ese quince de agosto.
Eran muy ancianas, en su mayoría, pero emitían la paz y la candidez de una niña pequeña. Las habría conducido bajo la pérgola de Gaudí para darles un primer beso cauto en la mejilla, o en la mano, o en la frente porque me hicieron sentir bien esa tarde de finales de verano.
Dos chicas extranjeras entraron en la capilla, reclamadas seguramente por esas voces de sirena que habían arrastrado su nave, como la mía, a esa deriva. Y comenzaron a hacerles fotografías con discreción.
Pensé que se había acabado mi rato de espiritualidad allí. Salí, caminé por zonas de mansiones con vistas a Collserola. Me sorprendió el consulado albanés (debe tratarse de un país extremadamente rico). Aluciné con un aviso en una puerta: "Guardia personal permanente".
Llegué más deprisa de lo que pensaba a la calle Major de Sarrià. Busqué uno de mis espacios preferidos de la ciudad, al que he dejado abandonado demasiado tiempo: la plaza de Sant Gaietà. Entras, miras, te enamoras de ese sitio y te marchas para no molestar con esa hemorragia de flores en tu retina.
Regresé a mi barrio por Via Augusta. Anochecía. Como la condesa descalza, no tenía miedo a llegar tarde, no tenía prisa, no tenía planes, no iba afeitado, no llevaba dinero en los bolsillos. Pero era feliz sin mapas de la ciudad. Ni de la vida.
PD: Gràcies Pocoyó pel plànol. Em sap greu perquè t'he fet perdre molt de temps.
PD2: Marxo uns dies a Islàndia. Feu bondat, i no llegiu el blog del Veí de Dalt.