De niño, cuando el tiempo era filmado a cámara lenta, había dos fantasmas sonrientes -de estaturas dispares- en la granja de mi abuelo materno. Ocupaban el piso de arriba, donde estaban los dormitorios, y esperaban astutamente a que estuviera solo para sorprenderme con sus vestidos antiguos que variaban continuamente con coquetería. Los mayores no hacían caso de mis reclamaciones y hablaban de fantasía infantil. Hace tiempo de eso. Ni en la adolescencia, ni en la juventud volví a contemplar un desfile de ropa
vintage colgada en perchas paranormales.
Ahora, en la edad adulta, el día es tan rápido en la metrópoli que los fotogramas no dan abasto y lo convierten en escenas charlotescas; con autocares cruzándose en la calzada con otros vehículos a motor, especuladores entrando y saliendo del edificio de la bolsa con bandazos mecánicos de cadera, cocineros de restaurantes de menú diario manejando las paellas como si tuvieran el mal de San Vito.
De noche el ritmo es más pausado. Las parejas salen de las casas de comida filmadas con una languidez que les pone nerviosas en su intención de alcanzar deprisa una cama y tomar el postre afrodisíaco. Los taxistas van de pesca entre la neblina con su lucecita verde que atrae a los caminantes fatigados. Los turistas embriagados dan tumbos intentando recordar canciones de gresca hacia su hotel.
Luego la ciudad enmudece y en la madrugada sólo quedan los gatos. Ellos y yo. Antes tenía costumbre de caminar un rato antes de acostarme, hasta que el pasado noviembre se rompió mi llave en el pestillo y me pasé la noche primero en una comisaría de policía auxiliadora y después a la intemperie de otoño hasta que llegara el cerrajero a las diez de la mañana (esperando a que abrieran las puertas del Turó Parc para regar los árboles con mi incontinencia urinaria). Hoy he salido de nuevo a deshoras, después de tantos meses, y me he cruzado con Jesús Moncada. Creo que era él, con su eterna gorrita a cuadros, pero no podría jurarlo.
Antes le tenía muy visto y reconocía sus rasgos faciales, su estatura, sus movimientos, su mirada ensimismada tras los cristales de miope. Pero ha pasado algún tiempo desde que paseaba a diario con su perro sin pedigree bajo mi balcón, en mis primeros años en Barcelona. Observaba, como Dios en las alturas, su frente calva cubierta con prendas británicas, su melenita circundante y su barba campesina. Torrent de l'Olla arriba y abajo, sin horario establecido. Aumentaba mi autoestima ser vecino del excelente prosista, según cuentan los críticos (además, nació en la frontera con la tierra del sol y de la niebla). Algunos incluso manifiestan que es el mejor escritor catalán de las últimas décadas, con poca obra publicada: los libros de cuentos "Història de la mà esquerra" (1981), "El Cafè de la granota" (1985), "Calaveres atònites" (1999); y las novelas "Camí de sirga" (1988), "La galeria de les estàtues" (1992) y "Estremida memòria" (1997). No he leído nada suyo, y tendré que pedirle esos libros al señor Hayden que es fanático de su literatura.
Hacía mucho tiempo que no sabía de sus paseos por el distrito. Primero pensé que se había mudado de barrio; después que había regresado a su Mequinenza natal. Hasta que leí en un periódico que había muerto un trece de junio de 2005. Esta noche, si era él, parecía tranquilo y en paz. Me ha agradado volverle a ver, aunque no nos hayan presentado jamás. Al alejarme, me he girado para preguntarle por el destino de su perro. No había nadie, ni una sombra.
Antes de que amanezca en la ciudad, es fácil cruzar los pasos con seres misteriosos. Contaré algunos casos. (Debo declarar que, las veces en que he tenido estas experiencias, mi mente permanecía lúcida y por mi sangre no corría ninguna substancia perturbadora de los sentidos.)
Hace tres años, en la confluencia de la calle Bailén con Travessera de Gràcia, me abordó una adolescente con vestido liviano de noche de fiesta y las mejillas estampadas con estrellas plateadas de purpurina, a las dos de la madrugada de un lunes del mes de enero. Me preguntó si nos conocíamos del Bar Toni. Sonreí bajó mi gorra de lana para protegerme de las inclemencias del tiempo y le dije que no. Parecía sumamente triste y buscó nuevos argumentos para continuar la charla, pero yo tenía ganas de regresar a casa. Me pidió, al menos, un cigarrillo. Le respondí que no me quedaba tabaco, pero cambié de idea a los cinco segundos. Me giré para ofrecerle un JPS light. La calle era un decorado vacío.
Poco tiempo después, también a altas horas y con la ciudad acostada, en las estrechas aceras de Sant Eusebi escuché pasos a mi espalda. Al volverme, vi a un muchacho con la mirada ahogada en alcohol o en cannabis. Caminaba a un par de metros de mi espalda, al compás de mi paseo. No intentaba adelantarme. Así que, al cederle el paso, no había nadie. Retrocedí para ver dónde se había escondido. El muro de la empresa que ocupaba toda la manzana no tenía puerta de entrada en esa calle.
Finalmente, hace un año me entretuve en mirar la cartelera del cine Verdi en noche cerrada. No había personas alrededor -ni siquiera el sereno-, así que tenía espacio y tiempo infinitos para sentarme a leer los carteles tranquilamente sobre un bloque de hormigón. Estudié las películas y, al levantarme, descubrí a un vecino de banco. Estaba de espalda. Leía un libro grueso y parecía inerte. Me entró el miedo y escapé a mi cama. A media carrera, miré atrás y el lugar estaba deshabitado.
Hoy he saludado a Moncada con la mirada, si se trataba de él. En vida, no era un personaje entregado a exposición pública. Permanecía reacio a aparecer en los medios. Un hombre solitario y modesto, a diferencia de los autores mediáticos. Escribió cosas como:
"Eixiren de les aigües de la vila, que coneixia pam a pam, i va anar descobrint, encisat, el riu que el vell Arquímedes li mostrava i del qual no sabia quasi res. Sempre que baixava als molls, se'l menjaven les ganes d'emprendre viatge amb alguna de les naus".
(Camí de Sirga, 1988)
Jesús Moncada era de la misma estirpe del "poeta invisible" -o el "Sallinger mallorquín"-, Miquel Bauçà; escritor con una visión pesimista de la vida (¿premonitoria?), con cuyo fantasma todavía no me he topado. Murió días antes de su muerte oficial, porque le encontraron en estado de descomposición en un piso oscuro del sur de Barcelona (su escondite desde hacía años). Puedo imaginarme a la policía científica husmeando entre sus libros, y a él observándoles sentado en un sillón orejero, con las piernas tranquilamente cruzadas. Según las crónicas: "Su familia no sabía nada de su vida, ni de su muerte (...). Todo el mundo lo conocía y le admiraba, aunque se ha muerto en la más absoluta de las soledades y en la más triste, o no, de la muertes posibles". Vivía ajeno a todo, con el único contacto con su editor. Escribía cosas como:
"Amics, anit,
perdoneu aquesta petita excitació.
Us he de dir... que he decidit seguir vivint,
vestir-me com vosaltres, correctament,
amb corbata; i, com cal, traçar-me
uns plans dignes, per tota la vida, plens de sentit.
Amics, anit,
ara que encara els meus ulls poden veure
coses belles -gessamins, donzelles, libèl.lules-
i tantes d'altres coses -escenes casolanes,
familiars, escenes de violència-,
anit, doncs..."
(Una bella història, 1962)
Jesús Moncada era de la misma estirpe de José Agustín de Goytisolo, con cuyo fantasma todavía no me he cruzado. Saltó de su ventana, como una hoja caduca o un poema triste, a su calle barcelonesa el diecinueve de marzo de 1999. Era amigo de un amigo mío, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. En su pueblo de vacaciones -interior de las tierras del sur- le llamaban José Agustín de whisky solo (las bromas cabronas que te ayudan a sentarte en el marco de un ventanal y jugar al vaivén definitivo). Escribía cosas como (transcribo completo el poema, porque sí):
Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Hija mía, es mejor vivir
con la alegría de los hombres,
que llorar ante el muro ciego.
Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola,
tal vez querrás no haber nacido.
Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto,
que es un asunto desgraciado.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
Un hombre sólo, una mujer
así, tomados de uno en uno,
son como polvo, no son nada.
Pero yo cuando te hablo a ti,
cuando te escribo estas palabras,
pienso también en otros hombres.
Tu destino está en los demás,
tu futuro es tu propia vida,
tu dignidad es la de todos.
Otros esperan que resistas,
que les ayude tu alegría,
tu canción entre sus canciones.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares,
tendrás amor, tendrás amigos.
Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.
Perdóname, no sé decirte
nada más, pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.
Y siempre, siempre, acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
(Palabras para Julia, desconozco el año).
Debo recordar otra historia antes de acabar. Coincidí por última vez con Jesús Moncada poco antes de desaparecer él de su vida y de la mía, al final de 2004. Nos cruzamos, sin conocernos, junto al contenedor de reciclaje destinado a papeles del norte de nuestra calle. Permanecía allí anclado con su perro a manchas. Dialogaba con una pareja de mediana edad, para ofrecerles la confidencia de que lanzaba al olvido una novela fallida. Me hice el despistado en la esquina y, cuando ellos desaparecieron del paisaje, regresé al receptor de cartones para introducir mi brazo derecho en sus entrañas.