Armas


Hace días, un muchachito alegre se divirtió pegando una patada en la boca de una adolescente sudamericana, después de retorcerle un pecho e insultarla en un vagón de tren, estando prácticamente solos. Un hombre valiente. Un juez se divirtió hace días dejándole en libertad. Un hombre justo.

Me atemoriza este nuevo mundo que vamos cociendo a fuego lento entre todos. La gente no se respeta, y eso significa que no se quiere. Hasta ahora no era un asunto de mi incumbencia. Tengo una envergadura aceptable y eso me permite salir a pasear tranquilo. La última vez que tuve problemas fue hace quince o veinte años, con dos gitanos que me pusieron las navajas en el estómago en el metro de plaza Espanya, mientras el Barça jugaba y los andenes estaban desiertos. Tuve suerte porque bajó un grupo de alemanes de dos metros y los asaltantes escondieron sus armas.

Después nunca más, hasta hace pocos días en la tierra de la niebla. Dos hombres con la capucha cubriéndoles el rostro comenzaron a seguirme. Cambié el rumbo varias veces buscando las rutas más transitadas por automóviles. Ellos seguían mi zig-zag, soplándome su aliento envenenado en el pescuezo. Pensé que querían dinero; lo malo es que no lo llevaba encima. Busqué un palo de madera para defenderme junto a un contendor de basura, sin encontrarlo. Intenté acercarme a la comisaría de los mossos d'esquadra, pero eso significaba alejarme del tráfico rodado que me salvaba con sus luces delatoras. Al poco tiempo dejaron de aparecer coches y estábamos ellos y yo solos.

Cuando uno se encuentra en una situación límite el cerebro trabaja deprisa. Llevaba un chaquetón pesado, así que pensé que no se darían cuenta de que me estaba desabrochando el cinturón, con la hebilla metálica contundente. Lo extraje lentamente y, cuando lo tuve libre en mis manos, acabé la carrera, me giré y mostré la culebra ante sus ojos medio cubiertos por la capucha. Su mirada era de gente muy joven. Se sorprendieron, se miraron y comenzaron a correr en dirección contraria.

Tuve la tentación de perseguirles para hacerles sentir el pavor que yo había sentido; también pensé en acercarme a la comisaría y contar lo que había pasado. Pero nada de eso cambiaría el rumbo que ha tomado esa nave de nuestro mundo. Así que regresé a la granja de los caballos

PD: Le deseo una experiencia similar a ese juez, siempre que no sujete sus pantalones con un cinturón. Que se vea indefenso y sienta el miedo en su pescuezo.

PD2: Este clip creo que se lo debo a Thaís (una sudamericana genial). :-)

Boba


One, two, three, four...

La lejanía se cura con una llamada. Hacía tiempo que no sabía nada de ella hasta que, a medianoche de este lunes, sonó el teléfono. No la reconocí por la voz. Me habló en castellano antiguo y se rió. Eras tú, a punto de estrenar un nuevo espacio en directo en televisión como guionista de A3. Me llamabas porque estabas nerviosa, con la cantidad de números que tienes en tu agenda -la mayoría de vascos separatistas, aunque seas madrileña. Me contaste cosas que te preocupaban de tu día a día. Me dijiste que estabas enfadada conmigo porque no te cuidé hace unas semanas. No sentí que me necesitaras por ese asunto, pero veo que me equivoqué. Por eso tu silencio. Hablamos de nuestras cosas y recuperamos el terreno perdido. Recurriste a tu vieja mentira de que te gustaba mi voz, aunque estuviera resfriado, para mantener el diálogo. La tuya era magnífica, como siempre. Luego te pusiste el disfraz de profesional, y me pediste que te perdonara porque debías colgar. Salían los títulos de crédito de ese nuevo programa y debías estar cerca del plató. "Si corres llegarás a tiempo".

Últimamente he tenido pocas ganas de escribir, pero me ha gustado recuperar a Ilse. Me habló para reemprender la ilusión, me hizo sentir acompañado, me contó sus miedos para aliviar los míos. La quiero mucho. Nunca sabré explicárselo con palabras orales porque soy socarrón, y me cuesta contarle lo mucho que me ha hecho sonreír estos años. Es (serás siempre, si quieres) mi otra hermana.

PD: Por primera vez pongo a Rufus en este blog. Lo he guardado para ti bobita. Canta con su hermana Martha. Aunque eso ya lo sabes, porque eres adicta a ellos.

Los paseantes invisibles


En la mirada efímera de la gente con la que nos cruzamos por la acera sólo somos un perro y un hombre que caminan. Desconocen que somos algo más. Creo que la palabra acertada es "compañeros". En realidad él se llama Yukka (mi hermana le puso ese nombre en recuerdo a un conocido suyo finlandés), pero hasta hoy he querido preservar la intimidad del señor Gris. A veces -depende del día, del momento- también le llamo Bups. Nos gusta pasear, y tenemos todavía mil paisajes por descubrir. Juntos.

En domingo, normalmente acudimos al Turó Parc. Hoy el señor Gris estrena collar rojo, con cadena del mismo color. Está guapo. En el camino, no es extraño que alguna anciana nos detenga para pedir cómo se llama el perro (cómo te llamas tú). Y nos dé la charla un ratito, tras preguntarme si eres un cachorro, cuando ya tienes diez años recién cumplidos en septiembre. También suele suceder que una niña le diga a su madre si puede acariciarte, y yo afirme que no muerdes. Hoy nadie me pregunta en la ruta si puede rascarte la cabeza o el lomo. Como si fuéramos invisibles al mundo.

En el Turó Parc no pasa ninguna tarde sin que se acerquen mil perros para proponerte relaciones o desafiarte. Normalmente dedicas unos segundos a olfatearles (más que nada por instinto animal), y luego te escondes tras mis piernas, porque siempre te han gustado más los humanos conocidos que los perros por conocer. Pero hoy no viene ningún can, y te quedas tan tranquilo entre las patas del banco de madera, mientras leo. Como si fuéramos invisibles al mundo.

Cuando llegamos a casa te duermes enseguida debajo de la mesa del ordenador, como siempre (es tu refugio preferido). Yo preparo la cena. Después, quiero sentarme a escribir y mando que te largues para dejar sitio a mis piernas. "Passa home, fes un hop al sofà. Vaaaa, marxa pesat. Fes un hop, que he d'escriure". Eres tan tontito que me haces caso, en lugar de protestar porque tú estabas antes allí.

Siempre he pensado que hubieras sido más feliz con la señora Hayden. Con ella no te habrías contagiado de mi carácter amargo. Comerías caldo de pollo, en lugar de pienso. Estarías con niños alborotadores, en lugar de con un peluche mudo del Demonio de Tasmania. Te llevarían a tomar el aperitivo al Born. Dormirías junto a un radiador de calefacción en invierno, en lugar de con la estufa eléctrica de dos resistencias. Y en verano te tumbarías en una sombra de su terraza silenciosa, en vez de resignarte con mi pequeño balcón sobre la calle con más tráfico de la ciudad. La señora Hayden te habría querido más que a su vida. Te hubiera ido mejor con ellos (sus zapatillas huelen mejor que las mías, bobo). Pero esa familia es numerosa, y a mí me acompañas tanto...

Ahora estás roncando en el sofá cama, y me costará levantarte para ocupar tu lugar. Como diría Ana: "Eres un perro vagabundo". Ella estaba enamorada de ti, más que de mí. Quizá porque eres más guapo que yo. Quizá más cariñoso. Quizá más fiel. "Passa home, fes un hop a terra. Vaaaa, marxa pesat. Fes un hop, que he de dormir". Eres tan tontito que me haces caso y regresas debajo de la mesa del ordenador, en lugar de protestar porque tú estabas antes aquí. "Bona nit, fins demà". Acaricio tu nuca y te quedas tranquilo. "Bona nit, maco".

PD: El señor Gris murió el martes pasado, pero va a seguir acompañándome en mis paseos por este blog, mientras asoma su lengua de trapo y mira esa vela nocturna y diaria en una terraza de la calle Roger de Flor, que le guía por sus nuevos caminos. Está encendida en el domicilio Hayden, porque él formará siempre parte de sus vidas. Seguramente mucho más que de la mía.

Primer sueldo

Emily me pasa un meme tímidamente, intentando no molestarme, mientras cuida de un perro precioso llamado Bruc. ¿En qué te gastaste tu primer sueldo?

El primero lo gané con esos trabajos en el campo que describe perfectamente MK. De peón con doce o trece años, en las fincas de tía Patricia, recogiendo manzanas y melocotones y cerezas al oeste del río Segre. Tambien había granadas, como las que fotografía Joana. Ese dinero seguramente fue a parar al saldo de mi cuenta en la libreta de La Caixa, pero no estoy seguro.

El primer salario con nómina lo tuve en un periódico de la tierra de la niebla. Escribí muchas palabras antes de que me pagaran a fin de mes. Compré un reloj caro para la chica de la costa con la que salía. Antes de entregárselo, me dijo que tenía que contarme algo, en esa terraza, tomando una cerveza. Se había enamorado de otro. Era un italiano o un francés (lo siento, pero no recuerdo tu nacionalidad, sólo que te parecías al Tadzio de Muerte en Venecia, por las fotos que vi de ti), que había acudido de vacaciones al cámping que regentaban sus padres holandeses. Con todo, le di cuerda al reloj y se lo regalé. Quizás por eso se quedó conmigo unos años más, en lugar de correr tras el turista accidental. En esa época me gustaban las mujeres. Me acuerdo de ella.

Le paso el meme tímidamente a Be, (que tiene un blog increíblemente bueno), intentando no molestarla, mientras cuida de un niño precioso llamado Albert en las montañas donde compré el reloj. ¿Lo escribirás?

¿Qué me pasa doctor?


Como si fuéramos niños, nos sigue dando miedo todo. Y corremos ante la duda. Escapamos.

Carlos Llamas ha muerto de cáncer. Me gusta la radio, lo mismo que aborrezco la tele. Era gratis escucharle en su programa, y su voz me ayudaba a analizar los temas antes de que se asomara la madrugada por el balcón, aunque no pensara para nada como él. Lástima de esa enfermedad, porque era amable en sus planteamientos.

Hace unos días, dos hombres de mediana edad (seguramente doctores) hablaban de cáncer a pleno pulmón por la calle. Odio correr (aunque me encanta caminar), pero ese anochecer hice una carrera para alejarme de sus voces, mientras escupía el pitillo y les maldecía. No me gusta tratar el tema enfermedades, ni escuchar hablar de ellas. Pero parece que la gente mayor lo sabe en la cola del supermercado y me mortifica entrando en detalles de las patologías que sufren, mientras aguardo mi turno para pagar y me mareo con su historial clínico.

Cuando era niño me salvé de la muerte alguna vez. Fui enfermizo: dos pulmonías, intervención quirúrgica del tabique nasal y de amigdalitis, continuas visitas al oftalmólogo Calvet. También sufrí una apendicitis que el anciano doctor Gallego confundió con gases de estómago y que acabó en una peritonitis necesitada de quirófano de intervención urgente (recuerdo que la ambulancia no llegaba, y me llevó al hospital en su Citroën el viejo vecino de apellido francés: Campistrou). El tratamiento posterior en la clinica hizo huir a las monjas que me asistían en esos tiempos, asustadas antes las palabrotas de ese chiquillo poseído por el demonio con un doloroso tubo que drenaba la panza enferma y que a ellas les gustaba remover para que estuviera más cerca de Dios. Creo que las llame males putes, pero no podría jurarlo. Era un niño.

Luego sólo enfermé una vez más. Mis piernas se paralizaron con los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuando más las necesitaba para acudir al estadio. Primero caminaba como un pato, pisando raro. Después, simplemente, no podía andar. Estaba a punto de comenzar la PSS (esa prestación social por la que tantos lucharon para anular el servicio militar). Me ingresaron una semana en un hospital de campaña. Me clavaron electrodos en las piernas para ver si había perdido sensibilidad (era muy doloroso -ahora soy como esas vecinas de la cola del súper). Me introdujeron en un túnel para hacerme una resonancia magnética (la máquina de la verdad). Es lo peor que he pasado en la vida, por la claustrofobia. No sabía qué podrían detectarme. Era estrecho, me faltaba el aire y tenía miedo de palmarla en ese tubo.

La mujer que llevaba mi caso era la doctora House, lo puedo jurar. Fría, distante, maduramente atractiva. Le pregunté qué tenía, y me tuvo muchos días sin darme respuesta, hasta que sonrió con maldad y dijo que era un virus tropical (en esa época nunca había viajado lejos de Europa). Aseguró que me lo habían detectado a tiempo y que podría seguir contagiándome de virus tropicales muchos más años. Afirmó que con inyecciones de cortisona me recuperaría. Quise darle las gracias, pero tenía otro paciente al que atender, más grave. Así que me señaló con su bastón la puerta de salida del despacho.

Aunque han pasado muchos años podría reconocerla en cualquier esquina oscura. Tenía razón: me recuperé. Nunca he vuelto a tener trato con doctores, a pesar de mi teléfono fijo. Tengo un 93 y siete números más (que no digo aquí para no dar pistas) que se parece mucho al de un doctor especializado en huesos. Recibo varias veces al mes llamadas en directo de gente necesitada de asistencia médica, o me dejan mensajes agobiados en el contestador cuando estoy de viaje al Mercadona (en busca de nuevos historiales clínicos).

El último era: "Sí, doctor Morales? Em dic Ferran B. R. (escondo los apellidos). Vostè em va fer l'operació de les artroscòpies als genolls. Ara resulta que m'han detectat algun tipus de malaltia reumàtica. I bé, es veu que tinc una cadera en un estat lamentable, igual que un genoll. M'han dit que és molt urgent que busqui un traumatòleg. I per això em poso en contacte amb vostè, Truqui'm al 93..." (y siete números más).

Voy a olvidar que soy hipocondríaco, a dejarme barba de siete días y a recuperar el bastón de mi abuelo asturiano, para aprovechar esos clientes desorientados del doctor Morales, convertirme en un falso médico y emitir diagnósticos erróneos.

PD: Gemma Nierga dijo de Carlos Llamas que tenía una voz demasiado hermosa para una cara tan fea. Cúidate locutor. También tú Fredi. Acabo de saber de ti y ya no estás. Menuda prisa.

Josefina en el tren


No recuerdo haber regresado a Barcelona con tanto daño en mi ánimo. Otra vez fue peor, pero sólo entonces.

El sábado amenazó tormenta toda la mañana. Cayeron cuatro gotas. Pero no se desató el mal tiempo y la carreta siguió avanzando entre los frutales. A media mañana los africanos me llamaron a su lado para que les explicara qué extraño animal corría entre las ramas. Era una mezcla de rata y ardilla de lomo pardo y barriga blanca, con las orejas en punta. Incluso bajó del tractor el propietario de la finca para perseguir el animal con su mirada sabia, aunque ya había escapado: "Potser era un gat salvatge, quan era jove n'hi havia". No era un felino, era un roedor.

El domingo amenazó buen tiempo toda la mañana. Salieron cuatro rayos de sol. Pero se desató la tormenta en el almuerzo de la granja de los caballos. Me enfadé con ellos -básicamente con mi madre- y se enfadaron conmigo -básicamente mi madre. Con otra persona me daría igual, pero ella es la señora Sofía. Me parió y no entendí esa dureza en su ataque. Costará pasar página. Cuando ocurren esas cosas nadie sabe quién tiene razón, aunque todos creemos tenerla. Al menos mi discurso de defensa fue sólido e hizo pensar (creo). Pero regresaba a Barcelona en el tren de la tarde solo, con tres horas para rumiar excesivamente en todo eso.

No me gustan esas situaciones. Mirar el paisaje por la ventanilla ayuda a olvidar esas luchas inútiles. Cuando acabaron los trigales y los campos de alfalfa, y comenzaban los paisajes boscosos, una mujer se montó al convoy en Manresa. Como siempre me disgusta que me pregunten si mi asiento contiguo está vacío. Entonces abro el periódico. Se sentó y fue discreta al principio. Hasta que cerré las páginas de El País, y ella me preguntó si podía hacerle un favor. Era simple: explicarle cuándo llegábamos a plaza Catalunya porque su mirada alcanzaba pocos metros de agudeza. Decirle que sí -como hice- fue entrar en su universo, así que no podia quejarme de que me contara que su hija era profesora interina en Malgrat de Mar y que debía desplazarse una hora y media cada mañana hacia su trabajo desde Barcelona, cuando había un compañero suyo que se desplazaba una hora y media de Malgrat a la ciudad de Gaudí. "Coses de les institucions". Me contó que le habían ocupado un piso a la fuerza -derribando la puerta- y sus trabajos legales para recuperarlo, que sus calles habían cambiado por la inmigración. Me habló que cerca de su viejo domicilio se había instalado un historiador de la obra del filósofo Jujol, y que la saludaba a menudo por la calle. A pesar de su media ceguera, era una mujer que seguía leyendo y aprediendo. Me preguntó de dónde venía. Le dije que de la tierra de la niebla, y que llevaba tres horas en el convoy. Entonces me obligó a pasear entre los asientos para que no me atacara la enfermedad del turista. Esa embolia en las piernas.

Cuando me cansé de pasear y de que la gente me observara de manera extraña, le confesé que hacía años que no visitaba su plaza de Sant Just. La última vez fue para ver una película al aire libre con Ana. Eran las fiestas de primavera de ese barrio y proyectaban Despertando a Ned. Recuerdo que me reí con ganas con la señorita venezolana. Josefina, mi compañera de viaje de esta tarde también estuvo allí, en una de esas sillas plegables y duras para la espalda viendo a duras penas el filme, pero participando en las fiestas de su lugar en el mundo. Me preguntó: "On és la veneçolana". Le respondí que muy lejos.

La anciana me despidió con un apretón de manos en el andén de plaza Catalunya, tras asegurarme que no hacía falta que la acompañara al metro. Antes me obligó a anotar su dirección, por si quería visitarla una tarde de este invierno (no tenía móvil, ni email). Y compartir esa misma compañía del tren, en su plaza gótica.