Preludio del verano
martes, 28 de mayo de 2013 by el paseante
La plaza de Mañé i Flaquer es un cuadrado diminuto que dibujan obedientes siete edificios de varias plantas y una casita con jardín. Está en la orilla del tranquilo barrio de Sant Gervasi más cercana a mi bullicioso barrio de Gràcia. Me gusta escaparme para sentarme un rato allí, en uno de esos bancos bajo las acacias, y detener el cronómetro de la vida mientras las nubes transitan apagando o iluminando las fachadas y la gente pasea perros que jamás ladran.
El miércoles pasado estaba en ese lugar, con el sol en la cara, haciendo visera con la mano en mi frente para mirar la pantalla del móvil y saber cuándo se bajaría Ilse del AVE, un año después de verla por última vez. Necesitaba un poco de paz antes de recibirla porque ella es como Gràcia y yo como Sant Gervasi. Esperaba su sms con las piernas estiradas, preguntándome quién viviría en esa única casa unifamiliar en ese entorno perfecto de la plaza recóndita.
Ilse no supo llegar a la plaza de Mañé i Flaquer el miércoles pasado, donde me hubiera gustado recibirla en aquel silencio. Así que tuve que levantarme del banco, subirme los pantalones que me vienen grandes (soy el increíble hombre menguante) y caminar hasta la parada de metro de Fontana. La vi entre cien personas que esperaban a alguien, en la otra acera de la calle. Nos separaban los taxis pintados de negro y amarillo, las familias con cochecitos de bebés, los encuestadores, los músicos de calle, los perros que ladraban... Pero estaba allí, con su sonrisa tímida de siempre, sus gafas de diseño nuevas y su ingenio irreductible. Cada año es mi preludio del verano.
Nos montamos juntos en el ómnibus 27, con su amigo moderno -más flaco que yo y con una gorra de revolucionario sudamericano- y mi amiga misteriosa -vestida de negro y con las uñas de los pies de rojo fuego-. El transporte público nos acercó a la montaña para contemplar el universo Mèliés en una exposición temporal del Caixaforum. Vimos, en casi silencio, linternas mágicas, fenakistoscopios, zootropos y el Voyage dans la lune. Dos madrileños y dos catalanes nos seguíamos unos tras otros como hormiguitas, mientras nos emocionamos con esa exposición dedicada a un francés.
En los días siguientes hubo tormentas de arena en la playa con Ilse, mientras ella hablaba con su madre por teléfono y una niña intentaba elevar una cometa junto al mar. Hubo una sesión de lencería kitch en el Primark. Me habló de su pena por Daniel Johnston y que no quería volver a verlo actuar en directo, por su decadencia. Existió una espera de media hora frente a la entrada principal del Liceu (hasta que ella acabó de hacerle la manicura a esa vieja amiga suya barcelonesa). Encontramos un banco en el Fòrum en el que el sol nos tostaba la cara a ella, a la mujer misteriosa y a mí, tras esa explanada en la que los músicos ensayaban sus conciertos en las carpas del Primavera Sound. Hablábamos entre nosotros, mientras un niño vestido de la familia Monster se subía con cuidado a un tobogán y otro más mortal bajaba de cara sin miedo.
Mi cronómetro estuvo detenido todo ese tiempo con Ilse (sólo se detiene cuando vives). Luego, ella se perdió entre esa marabunta de modernos que asistían a los conciertos y ya no pude verla por última vez, aunque giré mi cabeza en busca de su estela. Eso fue el último sábado con esa chica. Mi reloj volvió a correr. Deberá pasar un año para reencontrarla. Entonces, seguramente nos seguiremos queriendo, como desde hace tiempo.
El domingo regresé a la diminuta plaza de Mañé i Flaquer. A ese cuadrado que dibujan obedientes siete edificios de varias plantas y una casita con jardín, en la orilla del tranquilo barrio de Sant Gervasi más cercana a mi bullicioso barrio de Gràcia. Me senté en uno de esos bancos bajo las acacias y observé las nubes que transitaban apagando o iluminando fachadas. La gente paseaba perros que jamás ladran. En ese momento, Ilse se marchaba de Barcelona en el AVE de las seis de la tarde con destino a Madrid, en el otro extremo de la ciudad.
Me puse la mano en la frente, haciendo visera, mientras le escribía un sms de despedida. Ella es Gràcia y yo Sant Gervasi. Así que me adentré en el bullicio de mi barrio para sentirla todavía conmigo, pensando que esa mujer había inaugurado mi verano.