Siempre me apunto en una libreta lo que he gastado y lo que he ganado en el día, procurando que la mayoría de veces el resultado sea positivo. También anoto, en plan telegrama, las cosas curiosas que me han pasado. Hoy he escrito: "6,47 euros de gasto. O euros de ingreso. Viaje al centro de la ciudad en el ómnibus 39 con la mujer de los mares del sur, como marqueses, para comprar una cunita de mimbre para las muñecas de su sobrina de dos años que tiene mofletes de princesa. Luego sesión fotográfica del teckel Bruc en los Jardinets de Gràcia con luces de Navidad a su espalda mientras el perro posaba en plan actor" (la vida es así de sencilla y bonita). Finalmente, he respondido el email de mi hermana con aquella propuesta de volver a guardar a sus hijos y a la pequeña Marina.
No sé si servirá de algo apuntar todo eso a mano. Pero si un día quiero recordar, necesitaré desplegar esas fichas que escribo desde hace poco más de diez años. Lo de antes, dependerá de mi memoria.
Una noche cercana en que guardé por primera vez a la pequeña Marina, recordé que de pequeño pasaba el verano en las piscinas municipales de la tierra de la niebla con Sala (que estaba gordito y bizqueaba, pero era gracioso) y con Miró (que era el guapo de los tres, pero era aburrido). Yo ni estaba gordito, ni bizqueaba, ni era gracioso, ni guapo, ni aburrido. Simplemente, era el tercer chico que subía al bar, a estela de los pasos de los otros dos que ascendían los peldaños de tres en tres, con esos bañadores que parecían calzoncillos, para pedir un polo de naranja.
Abajo, sobre la toalla, estaba Lídia, con sus elásticos trece años. La misma edad que la nuestra. Pero la suya era diferente; esa niña parecía más adulta. Los tres chicos nos multiplicábamos por diez para llamar su atención y nos convertíamos en el gordito, en el bizco, en el gracioso, en el guapo, en el engreído, en el invisible, en el sonriente, en el listo, en el que tenía los mejores cómics del Capitán Trueno, en el hijo del amigo de su padre... Y ella seguía coqueta sobre su toalla verde sin hacernos caso.
A sus trece años elásticos nos girábamos para mirarla, mientras procurábamos no tropezar por las escaleras y evitar que ella se riera de nosotros, mientras íbamos en comando a por el polo de naranja.
A finales de ese mismo verano mis padres me apuntaron a natación, entre otras cosas porque todavía no sabía nadar a los trece años. Me daba un poco de vergüenza aprender a flotar en una piscina tan viejo, entre aquellos críos de ocho o nueve años. Pero sobre el corcho vecino, a punto de golpear con sus pies elásticos por primera vez en el agua, estaba Lídia. Tampoco sabía nadar y sus progenitores habían considerado apuntarla a natación. Sonreí en mi interior, mientras el gracioso Sala y el guapo Miró lamían un helado en las alturas, envidiando no saber nadar para ocupar mi lugar junto a ella.
Recuerdo que Lídia, a pesar de pasarse la vida en la piscina, era blanca de piel. Tenía pecas junto a la nariz aguileña y los ojos muy grandes que sonreían más allá de su boca, mientras daba zancadas en el agua, procurando no ahogarse, como yo. Recuerdo aquel profesor de natación que nos ponía la mano bajo la barriga (cosa humillante a mi edad de entonces). Nosotros intentábamos no tragar agua y, de vez en cuando, nos mirábamos -Lídia y yo- entre esas olas tremendas creadas en esa piscina de la tierra de la niebla, hasta que tocábamos con la punta de los dedos el cemento final, cuando ya estábamos a salvo. Entonces miraba a la chica, mientras escupía agua antes de sonreírle, con mi cuerpo de niño.
No tengo anotado eso en las fichas de ahora. Ni lo que gastaba entonces, ni los cinco duros que ingresaba de mis padres para pasar la semana. Sólo son recuerdos y espero no sufrir jamás una enfermedad mental que me los borre de mi memoria como si formateara el disco duro mi mente. No existen copias de seguridad de todo aquello. Sólo este blog.
Siempre hay una primera vez para todo en la vida. Para aprender a nadar, para intentar amar, para hacer una paella, para que te digan que al ajo hay que quitarle el corazón verde antes de ponerlo en la cazuela. Para facturar las maletas en la consigna de un vuelo con un destino que te da miedo. Y no siempre hay cursillos para aprender todo eso.
Toda mi vida recordaré que una vez aprendí a nadar al lado de una niña clara de piel, mientras ella me miraba al final de la meta, y que ese es el único certificado de algo que tengo colgado en mi habitación: el de natación.
Al verano siguiente, Lídia y yo ya nadábamos como peces. Nos sumergíamos en el agua mientras su hermano mayor nos tiraba piedras lejanas para que las rescatáramos del olvido en el fondo de esa piscina entre manzanos.
En una de esas inmersiones, encontré una pulserita barata en el cemento azul bajo el agua. Alguien la había perdido, pero no iba a entregarla a la señora que nos cobraba en la entrada. Me pareció un tesoro y se lo regalé a Lídia sobre ese césped de las piscinas municipales. Se la puso en su muñeca, me miró y se largó a correr con sus amigas.
Ella era blanca de piel. Tenía pecas junto a la nariz aguileña y los ojos muy grandes que sonreían más allá de su boca. Teníamos catorce años y nunca he vuelto a saber nada más de ella. Hasta que una noche de hace un par de semanas me acordé de esa niña, mientras guardaba al pequeño Hayden, al pequeño faraón Nil y a Marina.
Marina es amiga del pequeño Hayden desde que eran muy niños. Se conocieron en el parvulario y han aprendido a crecer juntos, aunque ahora vayan a escuelas diferentes. Se quieren y esa noche en que les hice de canguro tuve que pedir orden en su habitación. No paraban de contarse secretos con sus linternas escondidas bajo las sábanas. Era tarde y debían dormir, pero me hicieron recordar a Lídia. El pequeño Hayden y Marina también aprendieron a nadar juntos en los viajes que sus familias comparten desde hace tiempo al oeste de Francia.
Quizá un día mi sobrino mayor encontrará una pulserita en el fondo de una piscina o en una playa y se la regalará a Marina para que cuando se acerquen a los cincuenta años se sigan acordando el uno del otro. Sin embargo, ellos todavía tienen nueve añitos y todo por delante.
Esa noche en que guardaba a los niños (ellos ya dormían), puse el nombre y el apellido de Lídia en el Facebook del ordenador de mi hermana. Salieron dos perfiles. Hice clic en el primero. Era ella. Me salió a la primera. Estaba allí, aunque no la reconocía. Apenas conservaba sus ojos grandes y las pecas junto a la nariz aguileña. No había rastro de la pulsera en sus muñecas y había desaparecido aquel fulgor infantil de su rostro. Pensé en proponerle amistad clicando en "agregar a mis amigos". Pero no lo hice porque todo aquello ya es pasado y esa pulserita que encontré en el fondo de la piscina debe reposar en algún vertedero de la tierra de la niebla.
Pensé que yo también habría envejecido a sus ojos si me pudiera ver ahora. Lo escribí en la ficha del 14 de diciembre, junto a los gastos y los ingresos. Y las otras cosas que me habían pasado ese día y que voy a releer cuando sea un anciano y necesite recordar. Como ese viaje al centro de la ciudad en el ómnibus 39 con la mujer de los mares del sur, como marqueses, para comprar una cunita de mimbre para las muñecas de su sobrina de dos años que tiene mofletes de princesa. Y luego esa sesión fotográfica del teckel Bruc en los Jardinets de Gràcia con luces de Navidad a su espalda mientras el perro posaba en plan actor (la vida es así de sencilla y bonita).
PD: Ho volia fer més curt, però no me'n surto. Disculpeu el rotllo.