El anuncio de un acto conmemorativo del centenario de la publicación de
Horacianes de Miquel Costa i Llobera detuvo mis pasos frente al Ateneu Barcelonès antes de la cena. No conozco la obra, ni al autor. Pero la posibilidad de penetrar en las entrañas del desconocido -hasta entonces para mí- palacete neoclásico Savassona me animó a despeinar mis cabellos, hacer cabalgar mis gafas en la punta de la nariz e introducirme entre sus muros mientras entrecerraba los ojos y dibujaba una mueca intelectual en mis labios.
Una mujer tocaba el arpa y una muchacha declamaba versos en el balconcillo del primer piso, mientras cincuenta testas canosas dibujaban ochos en el aire. A pesar de que los asistentes estaban ensimismados y no se fijaban en mí, no me atreví a colarme como un gato forastero en las dependencias y buscar el famoso jardín romántico del recinto, el antiquísimo ascensor diseñado por Josep Maria Jujol o la biblioteca del primer piso con pinturas de Francesc Pla.
Me senté en la última fila de sillas plegables -vacía-, cerca de la salida. La joven declamaba enfatizando la voz y mirándonos en trance:
"
Siau qui sou; mes no atiant vells odis
de raça, ni amb emfàtiques
declamacions lloant tot lo que és vostre,
fins les mateixes úlceres ..."
Nadie hacía la ola tras cada verso, nadie agitaba la bufanda. La intérprete arrancaba notas del arpa y era el único sonido en el silencio.
"
Siau qui sou: mes no us tanqueu, ombrívols,
dins una llar històrica
sens horitzons. Volau sobre les terres
enfora, amunt com l'àguila!"
No era el acto más vigoroso que tenía lugar a esas horas en la ciudad (platos titineantes en las bandejas de los restaurantes para turistas tras el "oído cocina", carreras de motos en la avenida Diagonal con el tubo de escape amañado, discusiones entre vecinos, relaciones sexuales transmitidas en
home cinema...), pero tuvo su encanto en los primeros diez minutos. Después, me entretuve unos instantes en contemplar y detectar las telas de araña en la bóveda del patio, hasta que decidí marcharme. Justo en ese momento, una voluminosa dama se sentó a mi izquierda -a pesar de que había otros asientos libres- taponándome la salida.
"
Ella ama el niu de les maternes roques,
però amb gran vol arranca-s'hi
i, travessant mil horitzons, domina
espais de llum esplèndida."
Siempre he sido un imán para las mujeres de cierta edad. En el ómnibus 39 abundan las butacas vacías, pero prefieren acompañarme en el trayecto para regalarme codazos en las costillas mientras buscan mil cosas -una tras otra, y no al mismo tiempo- en las bocas oscuras de sus bolsos de mano. En el metro no tomo plaza de asiento, pero siempre hay alguna abuela que me elige para que la defienda de los frenazos. En la cola del supermercado les encanta pegarse a mi espalda porque así les parece que llegarán antes a la caja; y me obligan a oler su perfume excesivo y a escuchar, con todo lujo de detalles, sus historias de operaciones de vesícula o de extirpaciones de quistes. (Voy a escribir con tiza en todas mis chaquetas oscuras: "Soy hipocondríaco".) En la playa siempre busco el rincón más alejado de la multitud, a riesgo de que las gaviotas me roben el bocadillo. Cierro los ojos un momento, y al abrirlos tengo a una matrona en cada punto cardinal de mi toalla haciendo calceta.
En el Ateneu Barcelonès no era diferente. Habría podido saltar con pértiga las regordetas piernas de mi acompañante, o pedirle permiso para que me dejara pasar, o simular un ataque de angustia. Pero la solemnidad del acto me obligó a la paciencia. La señora buscó algo difícil de encontrar en su bolso, frotando su codo en mi costado, hasta que extrajo un bomboncito y lo paladeó escuchando:
"
Per planes, mars, abismes i muntanyes,
amb vista potentíssima,
tantost afina desitjada presa,
impetuosa llança-s'hi
de la regió del llamp. Mes no trasmuda
d'essència l'au indòmita."
Recuerdo que, hace diez años, el cine de la ciudad universitaria dedicaba la sesión de última hora de los miércoles a exhibir cine de autor. La sala acostumbraba a estar vacía, como esa noche. No se contaban más allá de media docena de espectadores. Proyectaban
Ponette de Jacques Doillon. Había leído en las críticas que se trataba de una película lacrimógena, así que busqué una butaca en el extrarradio porque tengo tendencia a emocionarme. Se apagaron las luces y, mientras leía los títulos de crédito, una señora avanzó por el pasillo. Se detuvo en mi fila, caminó por ella dejando a su espalda una decena de sitios vacíos y se convirtió en mi vecina. Lloramos juntos, cada uno con sus kleenex. La cinta narra la muerte en accidente de la madre de una niña de cuatro años, y la obsesión de la pequeña Ponette (interpretada por Victoire Thivisol -Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Venecia de 1996) por reencontrase con su progenitora. Sólo la hemos visto cuatro gatos, a pesar de que es magnífica. La compré en vídeo poco después. Y, cuando la revisito a menudo, tengo la precaución de cerrar mi puerta con doble vuelta de llave para que no entre en mi apartamento ninguna inquilina del edificio. Llorar siempre sienta bien: limpia los lacrimales y el alma. Pero a los tímidos nos gusta hacerlo en la intimidad.
Sin posibilidad de escapada del Ateneu para ver -puntual- el episodio de
Porca Misèria en televisión, la narradora prosiguió:
"
Ans bé, de tot lo que trescant aferra,
gustant-ne fibres íntimes,
se n'assimila la potència, i torna
cap a son niu més àguila."
La gente joven tampoco es reacia a mi magnetismo, y parece que quieran abrazarme como en un anuncio navideño. En las colas para pagar acostumbro a guardar una distancia de, al menos, veinte metros con la persona que me precede. (En los supermercados deberían poner cintas en el suelo para exigir que se respete el turno, como hacen las entidades bancarias.) Hace poco, en un quiosco de la estación de ferrocarriles de Sants, esperaba pacientemente a que me cobrara la cajera cuando la muchacha italiana que me antecedía comenzó a contornearse y a dar volteretas en el aire para intentar abrir la cremellera de la pesada mochila a su espalda. Dio unos pasos atrás, directamente hacia mí, y no supe alejarme a tiempo. Buscaba un secreto en el bolsillo de su bolsa de viaje, pero se quedó con su manita ejerciendo de nido para mis genitales. No recuerdo quién enrojeció más deprisa.
Los aplausos no faltaron al final de la velada conmemorativa del poemario
Horacianes. Salí por piernas en busca de un ómnibus que me permitiera regresar a tiempo al hogar para ver mi serie favorita. En la parada había tres señoras mayores aguardando. Las miré intentando adivinar cuál de ellas sería la más rápida para convertirse en mi acompañante de trayecto.