Recuerdo pocas Nocheviejas especiales en mi vida. La primera fue la de 1970. Tenía seis años y dibujaba una pantera rosa en la mesa mientras mi padre distribuía uvas en platitos y mi madre acostaba a esa niña mofletuda y con coletas (la señora Hayden) que llevaba tres años haciéndome la competencia (la muy desplazadora de cariños).
La siguiente escena la sitúo a finales de los setenta con Sala, Miró y Torra, en ese piso sobre la tienda de los padres de Sala que tenían realquilado a una señora muy anciana que nos sirvió patatas de churrero y botellas de Mirinda, con una sonrisa franca en su rostro, antes de que sonaran las doce campanadas en la tierra de la niebla. Le hicimos compañía en esa primera Nochevieja fuera de nuestra casa, que fue la última que celebró esa mujer en su vida.
Luego tengo que remontarme a ese piso de estudiantes sobre el río de la ciudad universitaria. Cené con mi primera novia de acuerdo a nuestras posibilidades de la dama y el vagabundo (ella puso la cena y yo la compañía). No faltaron velas compradas en el supermercado de abajo en las mesitas de noche junto a esa cama destartalada donde mirábamos el programa especial de Nochevieja en la primera cadena de Televisión Española, en un aparato con antenas que debíamos golpear para que funcionara. Creo que cantaba un italiano en la pantalla cuando nos prometimos amor eterno en nuestro cuarto (y último) año de enamorados. A saber dónde para ella para mí y yo para ella...
Después vino esa etapa larga de amigos que no me respondían al teléfono y me pasaba las nocheviejas disimulando en la barra de la discoteca, moviendo un pie adelante y atrás, hasta que llegaba, desencajada, una chica vestida de burbuja Freixenet y me pedía, invariablemente, si la podía invitar a la última copa en esas entradas de año solitarias.
Llegaron tiempos más cálidos. La mejor Nochevieja de esa época fue junto al Rhin, donde un hombre fornido me hablaba de literatura, mientras su hija traducía para nosotros esas frases atropelladas, y los castillos de fuego se reflejaban en el agua de ese río inmenso en las primeras horas de 1996.
El cambio de siglo lo celebré en casa de los Hayden. Me invitaron varias veces a pasar la Nochevieja con ellos. Mientras intentaba desarmar aquel bogavante enorme, que me servían siempre, miraba la cuna donde dormía mi sobrino recién nacido con la preocupación de que la cabeza y las pinzas de aquella bestia en mi plato no cayeran junto a su chupete.
Posteriormente, inicié el año en ese mismo piso de Roger de Flor en diversas ocasiones. Era para hacerle compañía al señor Gris, mientras los Hayden estaban de viaje a alguna parte. Fueron mis mejores entradas de año, con el perro con un collar hawaiano de color naranja. Yo comía las doce aceitunas y él sus doce
puppies. Después ponía su hocico sobre mis piernas y me miraba con ojos de canica, asustado por los petardos tras las ventanas. Él me dio una sensación de compañía que no he recuperado jamás (tornarem a passejar junts, ja ho veuràs).
Ahora, las nocheviejas son con amigos nuevos que cuelgan mi chaqueta en el perchero y me pasan la mano por la espalda mientras me hacen entrar en su vida: en un mirador sobre el Ebro, en un patio de Congrès, en una terraza del Eixample desde donde se escuchan las sirenas de los cruceros en el puerto.
He contado las Nocheviejas especiales en mi vida. Pero la mayoría han sido en solitario: mirando una película en la 2, paseando por la playa con la mirada en la arena tras la medianoche, buscando compañía en un chat...
Por eso continuo con mi vieja tradición de dar las gracias por todo lo que tengo y no quiero perder.
En las primeras horas de 2013 me dirigí al Turo Parc. Deambulé por las calles, sin ser feliz del todo, ni tampoco exageradamente infeliz. Caminé alrededor del recinto, acariciando cada hoja de planta que asomaba a la acera, mientras exigía un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?
Esta vez incorporé un nuevo acto a mi rutina: dibujé una pantera rosa en un pañuelo de papel que llevaba en la mochila, sentado en un banco de la avenida Pau Casals, y regresé a aquella primera Nochevieja de la que tengo consciencia. Estaba a punto de clarear el dia tras la Torre Godó y permanecía alli, feliz, pensando en todo lo que debo acabar y en todo lo que debo comenzar este 2013.