Orígenes



El miércoles pasado me encontré de repente en el andén de la estación de ferrocarriles de una ciudad romana: Tarragona. Tengo sangre de allí. Un veinticinco por ciento, para expresarlo matemáticamente. Otro porcentaje igual es asturiano y un día tengo que verme en mitad de un andén de Gijón, sin saber qué hago en ese sitio, con mi maleta en el suelo. Mis recuerdos en Tarragona o en Gijón son tan fugaces que se podrían borrar de una pizarra simplemente soplando las letras. Pero también forman parte de mis orígenes, así que moderaré mi capacidad pulmonar. La mitad que queda de mi sangre es de la tierra de la niebla (Lleida) y me conozco de memoria las vías de tren que me conducen a ella. Son los orígenes que me gusta revivir, aunque jamás renunciaré a ser tarraconense o gijonés en un porcentaje adecuado.

Así que el miércoles pasado estaba en la estación de Tarragona con vistas al mar, cuarenta años después. Era un día luminoso, como de una primavera previa. Llevaba todavía la mochila húmeda por ese escape en la botella de agua del Mercadona que mojó la revista del Vanity Fair que me habían regalado para el viaje y las páginas que le había corregido a ese hombre canoso para su futuro libro.

Subí hacia la ciudad romana por la línea de costa que persigue las vías de tren (el sol me daba en el cara) hasta alcanzar el mirador sobre el Mediterráneo y luego me adentré en la rambla Nova para intentar recuperar mis recuerdos de cuando era un niño de cinco años y paseaba por allí con mi pichi con una tira del hombro caída y un sombrerito de paja blanca (como aparezco en esas dos primeras fotos de mi álbum de infancia tan escaso). Cerca del bar del Motoclub me acordé de esa calle empinada donde dormía en esas vacaciones de verano que apenas recuerdo con fogonazos de imágenes muy breves: el puesto donde me compraban un helado, aquella perra setter que me lamía la mano, el urbano que me despeinaba la cabeza, con su uniforme que me daba miedo, al regreso de la playa.

Me adentré por el casco viejo, donde me llevaba a pasear el tío de mi padre, Emili, en aquellas sobremesas doradas por la luz de agosto que se colaba a través de la cortina de la sala de estar antes de que me tomara de la mano para salir. Aquel hombretón de espaldas anchas tenía un taxi inglés como vehículo de transporte particular (era un excéntrico) y recuerdo su piso muy blanco y con dos gatos grises que dormían en el sofá. Se parecía a un actor de los años cincuenta llamado Sterling Hayden. Tenía el semblante muy serio. Siempre. Pero, a solas, me regalaba un simulacro de sonrisa.

No fui capaz de dar con su piso el miércoles pasado, a pesar de que las esquinas y los comercios me eran muy familiares cuarenta años después. ¿Quién debe vivir ahora allí? Él y Carme no tenían hijos. Me adentré en la calle Mayor, en la calle Cavallers. Vi los palacetes medievales, las murallas romanas, el circo partido en tres por casas posteriores que se intercalaban entre las ruinas. Contemplé la necrópolis tras un tour de cuatro horas sin mapas en la mano. Simplemente caminaba intuitivamente y por puro recuerdo de cuando era un crío.

A las tres estaba agotado. Así que busqué la línea de costa y me senté a comer un bocadillo de fuet en el anfiteatro romano antes de mi regreso a Barcelona a primera hora de la tarde. Estaba sabroso, a pesar de que mi almuerzo también había sufrido el escape de agua de su botella vecina en mi mochila.

Con la vista puesta en el horizonte marino pensé en que la anterior vez que estuve allí, cuando era un niño con la tira de mi pichi caída (como en esas primeras fotos de mi infancia que conservo), poco me podía imaginar lo que me sucedería en los cuarenta años siguientes. Como ahora no me puedo imaginar lo que me sucederá en lo que me queda de vida.

Miré esos muros con dos mil años de historia. La mía es mucho más reciente, pero una pequeña parte de mi vida ha transcurrido allí. Me gustó revivirla tanto tiempo después. Me limpié los labios con una servilleta, sentado en un banco junto a un proyecto de olivos, mientras un grupo de japoneses subían contentos de la ruta por el anfiteatro romano. Entonces conté los petroleros que se mecían como barquitos de papel tras las ruinas romanas, sobre ese mar luminoso. Una vez me los hizo sumar el viejo Emili, el tío de mi padre, el hombre grande de espaldas anchas que se parecía a Sterling Hayden y que ya hace tiempo que murió. Estábamos sentados en ese mismo lugar. Ahora también eran siete petroleros, como aquella vez a finales de los años sesenta.

PD: Me queda recuperar mis orígenes asturianos.
PD2: I vosaltres, quins són els vostres orígens? Podeu jugar a destriar-los entre els avis materns i paterns (si els voleu dir en els comentaris... pot donar joc). Jo sóc de raça "Barceloneta pointer". Tinc poc pedigree. Sóc creuadet.

Lleonet dominador



S'acosta el viatge de dimecres. L'animal anirà adormidet i tot sortirà bé. Fins i tot, potser entraran papallones per les finestres del tren, abans que jo baixi a mig camí i tu continuis agafant confiança per les vies que portaran el teu comboi cap al sud. Amb el teu lleonet dominador dins aquella gàbia de plàstic dur, on no ha entrat mai i tindrà temor. Però no passarà res.

Poema 10

podría decir que quizás ella era más feliz
que todos
esa solitaria del chal
en el tren de vagones naranja
con el pequeño pájaro manso
en su pañuelo
al que le canturreaba
todo el tiempo
mia mascotta
mia mascotta
y ni uno de los excursionistas de domingo
con sus botellas y sus canastas
le ponía atención
y el vagón
chirriaba a través de los maizales
tan lentamente que
las mariposas
entraban y salían

Lawrence Ferlinghetti

PD: Un post amb un poema no pot admetre comentaris, que la País Secret em faria conya tres mesos seguits :-) A més, aquest és un text críptic i difícil de comentar.

Helicóptero



Hay cosas que me han alegrado la vida este principio de año, como continuar riéndome con el programa de radio La competència de Rac1. Como recibir una postal navideña de Brasil (tan cuidada -con gatitos y pingüinos), aunque entrara en mi buzón pasadas las fiestas. Como que la violinista tenga por fin trabajo y esté a punto de alquilar un castillo para su hija-princesita. Como arreglar el ordenador de la mujer de los mares del sur mientras le cantaba "con estas manitas..." y me hacía el chulo. Como ese anillo de oro que se ha vendido un corsario para pagarme un favor que era gratuito (ya me había recompensado previamente con tres estuches con sus fotos magníficas). Como un par de posts perfectos que me hicieron releerlos este principio de enero: el de Carlitos y el de Gerònima. Como mi primer paseo del año por el camino de Duran, en la tierra de la niebla. Ese fue mi mejor día de 2012, hasta el momento. Os lo cuento, si tenéis un ratito.

La mañana después de la noche de Reyes me levanté temprano de mi cama en la habitación congelador porque el pequeño Hayden ya había aprendido a dominar su nuevo helicóptero teledirigido y conseguía hacerlo volar hasta la tercera planta de la granja de los caballos (eso es muy arriba). Allí lo hacía golpear contra la ventana de mi dormitorio una, dos y tres veces con ese pico de pájaro mecánico, mientras el niño se carcajeaba en el patio de abajo, seguro de su capacidad para romper mis sueños en que una chica, que parecía sudamericana, cepillaba un caballo marrón junto a un curso de agua con nenúfares. Era muy bonita y repetía inquietantemente: "Se te escurre la vida".

Bajé al comedor. El paso huracanado de los Reyes había dejado una desolación de papeles de envolver regalos sobre la mesa. Entre ellos encontré mi paquetito con un pendrive de alta capacidad que me habían traído. Es lo único que pedí. Será perfecto para guardar mil cosas huérfanas de ser leídas o vistas en el futuro. O no.

La señora Sofía me preguntó qué era ese chisme, pero me dio pereza explicárselo. Así que la ayudé a cortar las verduras y a poner un círculo de tomatitos con ajo y perejil sobre la barbacoa para la comida de Reyes, mientras un estornino aterrizaba tras el cristal de la cocina, en el patio, intentando no chocar con el helicóptero gamberro de mi sobrino, para ponerse a picotear las macetas en busca de caracoles en hibernación.

El reloj marcaba las doce del mediodía cuando mi madre y yo acabamos de ejercer de cocineros, en ese equipo perfecto que hemos constituido recientemente. Tenía tiempo de calzarme esas zapatillas de caminar, que estuvieron de moda hace cinco o seis años, y salir al campo para tener apetito.

En el camino de Duran me crucé con familias en bicicleta, con caminantes que iban con palos de marcar el paso, con bandadas de tórtolas buscando granos entre las cañas de los maizales derrotados por el invierno, con el agua del canal arrastrando hojas de los plataneros, con frutales tímidamente desnudos, con una pareja de corredores (él era un hombre de mi edad, y ella era una joven velocista negra que debía esperarlo a que la alcanzara en cada cruce de caminos).

Yo iba preparado para el supuesto invierno, con mi forro polar y el jersey de cuello alto. Pero hacía buen tiempo. El sol me abofeteaba la cara tras salir de cada sombra de árbol. Los dos campanarios de los dos pueblos que tenía a mi alcance dieron la una al mismo tiempo y ese sonido metálico resonó en mis oídos mientras el Montsec era visible en el horizonte de ese día claro.

Regresé a casa a paso ligero. Me esperaba la comida de Reyes en la granja de los caballos. Apenas tuve un instante para detenerme a mirar sobre la colina, junto al canal de riego, a medio camino de Duran, un grupo de amigos sentados en el patio de una masía, a mi derecha. Todos llevaban gafas de sol, excepto un chico que preparaba una barbacoa y una joven que cepillaba un caballo marrón. Parecía sudamericana, como en mi sueño que despertó el helicóptero del pequeño Hayden contra mi ventana. En el curso de agua a mi izquierda busqué nenúfares y que ella me dijera al oído: "Se te escurre la vida".

Llegué a la granja. Comimos. Luego el pequeño faraón Nil se puso a dormir sobre mis piernas (limpiándose los labios -que habían engullido cinco canelones- en mis pantalones, el muy cochino). A media tarde regresé a la metrópolis, con la luna blanca y enorme en la ventanilla del tren. En mi pequeño piso de Gràcia, deposité la maleta en el suelo y miré esa estrella roja que me había regalado una persona querida para alegrarme las fiestas (era mi única decoración de Navidad). La descolgué con cuidado y la guardé en una caja. A la mañana siguiente recibí una felicitación de Brasil, mientras escuchaba el programa de radio La competència y leía dos posts que eran geniales. Eso sucedió unas horas antes de que alguien vendiera un anillo de oro para darme las gracias y que yo arreglara un ordenador.

Llevamos pocos días de 2012. De momento, son bonitos.

PD: También hay malas noticias (esas nunca faltan). A partir de ahora me tocará tener buenos deseos para M. Et conec poquet, però et desitjo molta força. Pensaré en tu sempre que pugui, que serà sovint. Un petó (tot i que sé que no ho llegiràs).

Primer paseo del año



Después de una Nochevieja con muchos doctores y pocos pacientes (los médicos nos alargáis la vida, pero los artistas nos la alegran -piénsalo), de una terraza con vistas a esa ciudad que esperará nuestros pasos todo este año nuevo, de escuchar una canción de Melendi en esos labios femeninos que son más de blues, de ese niño que sueña con ser mayor y poder jugar a fútbol con el Barça, me desperté con una resaca más de gente reciente por digerir que de alcohol por quemar.

Me puse ropa interior nueva y una camiseta recién sacada del cajón con un caracol estampado en el pecho, y salí a dar mi primer paseo del año al Turó Parc. Ya era de nuevo de noche (el día uno de enero no vi la luz solar). Este año no pude acariciar hojas pidiendo deseos porque me acompañaba una mujer y su perro ventilador y me daba vergüenza seguir con mis rutinas excéntricas ante ellos.

Así que decidí escribir una carta a los Reyes Magos después de tanto tiempo, desde que tenía nueve años y pedí un zoo de juguete. En su lugar, me trajeron un ejemplar de El lazarillo de Tormes. Hay decepciones que no se perdonan. Y más desde que viajo en el tren de la tarde a la tierra de la niebla el día cinco de enero. Los reyes se montan en la estación anterior a la mía de destino y se bajan allí como si llegaran del fin del mundo. Todo es un engaño. Para evitar descender tras ellos, con mi bolsa de viaje negra y mi atuendo negro, y parecer su enterrador, me desplazo al último vagón y tomo el andén de incógnito.

Pero este año, que no he podido hacer mi ritual en el Turó Parc, les he escrito una carta. No les pido un zoo de juguete porque conservo aquel ejemplar de El lazarillo de Tormes que me regalaron tan amablemente en mi infancia y no quiero una nueva edición.

Pido cosas pequeñas: que el futbolista sobreviva mucho tiempo más, que la señora Sofía vuelva a ser fuerte, que El mocador màgic esté en manos de niños, que la princesita despierte, que la mujer de los mares del sur entienda lo importante que es para nuestras vidas, que la violinista me continue queriendo sin pedir nada más a cambio que mi sonrisa, que la mujer elegante y la pintora regresen a mi vida, que la hija del minero me siga llamando de madrugada. Que el viejo sauce llorón derribado por una ventisca me sirva de asiento todo el año, a medio trayecto del camino de Duran de la tierra de la niebla. Que pueda continuar siendo víctima de las gamberradas de mis sobrinos un tiempo más. Que Mónica y el señor Gris tengan luz, allá donde estén. Finalmente, pido no abandonar este blog ni los vuestros.

Se lo hubiera rogado el día uno de enero a las hojas que asomaban por las vallas del Turó Parc. Pero me acompañaba una mujer y su perro ventilador y no quise parecer ridículo. Así que lo pongo en la carta a esos reyes que se montan en la estación de tren anterior a la mia y se bajan en mi pueblo como si vinieran del fin del mundo.

PD: Començo l'any amb l'Adrià Puntí, que m'agrada molt. També tocaria una fulla del Turó Parc per a ell. El poso a la carta dels Reis d'Orient.
PD2: El dia dos de gener vaig fer sis anys de blocaire. És una manera de dir que encara sóc un nen.