Orígenes
lunes, 23 de enero de 2012 by el paseante
El miércoles pasado me encontré de repente en el andén de la estación de ferrocarriles de una ciudad romana: Tarragona. Tengo sangre de allí. Un veinticinco por ciento, para expresarlo matemáticamente. Otro porcentaje igual es asturiano y un día tengo que verme en mitad de un andén de Gijón, sin saber qué hago en ese sitio, con mi maleta en el suelo. Mis recuerdos en Tarragona o en Gijón son tan fugaces que se podrían borrar de una pizarra simplemente soplando las letras. Pero también forman parte de mis orígenes, así que moderaré mi capacidad pulmonar. La mitad que queda de mi sangre es de la tierra de la niebla (Lleida) y me conozco de memoria las vías de tren que me conducen a ella. Son los orígenes que me gusta revivir, aunque jamás renunciaré a ser tarraconense o gijonés en un porcentaje adecuado.
Así que el miércoles pasado estaba en la estación de Tarragona con vistas al mar, cuarenta años después. Era un día luminoso, como de una primavera previa. Llevaba todavía la mochila húmeda por ese escape en la botella de agua del Mercadona que mojó la revista del Vanity Fair que me habían regalado para el viaje y las páginas que le había corregido a ese hombre canoso para su futuro libro.
Subí hacia la ciudad romana por la línea de costa que persigue las vías de tren (el sol me daba en el cara) hasta alcanzar el mirador sobre el Mediterráneo y luego me adentré en la rambla Nova para intentar recuperar mis recuerdos de cuando era un niño de cinco años y paseaba por allí con mi pichi con una tira del hombro caída y un sombrerito de paja blanca (como aparezco en esas dos primeras fotos de mi álbum de infancia tan escaso). Cerca del bar del Motoclub me acordé de esa calle empinada donde dormía en esas vacaciones de verano que apenas recuerdo con fogonazos de imágenes muy breves: el puesto donde me compraban un helado, aquella perra setter que me lamía la mano, el urbano que me despeinaba la cabeza, con su uniforme que me daba miedo, al regreso de la playa.
Me adentré por el casco viejo, donde me llevaba a pasear el tío de mi padre, Emili, en aquellas sobremesas doradas por la luz de agosto que se colaba a través de la cortina de la sala de estar antes de que me tomara de la mano para salir. Aquel hombretón de espaldas anchas tenía un taxi inglés como vehículo de transporte particular (era un excéntrico) y recuerdo su piso muy blanco y con dos gatos grises que dormían en el sofá. Se parecía a un actor de los años cincuenta llamado Sterling Hayden. Tenía el semblante muy serio. Siempre. Pero, a solas, me regalaba un simulacro de sonrisa.
No fui capaz de dar con su piso el miércoles pasado, a pesar de que las esquinas y los comercios me eran muy familiares cuarenta años después. ¿Quién debe vivir ahora allí? Él y Carme no tenían hijos. Me adentré en la calle Mayor, en la calle Cavallers. Vi los palacetes medievales, las murallas romanas, el circo partido en tres por casas posteriores que se intercalaban entre las ruinas. Contemplé la necrópolis tras un tour de cuatro horas sin mapas en la mano. Simplemente caminaba intuitivamente y por puro recuerdo de cuando era un crío.
A las tres estaba agotado. Así que busqué la línea de costa y me senté a comer un bocadillo de fuet en el anfiteatro romano antes de mi regreso a Barcelona a primera hora de la tarde. Estaba sabroso, a pesar de que mi almuerzo también había sufrido el escape de agua de su botella vecina en mi mochila.
Con la vista puesta en el horizonte marino pensé en que la anterior vez que estuve allí, cuando era un niño con la tira de mi pichi caída (como en esas primeras fotos de mi infancia que conservo), poco me podía imaginar lo que me sucedería en los cuarenta años siguientes. Como ahora no me puedo imaginar lo que me sucederá en lo que me queda de vida.
Miré esos muros con dos mil años de historia. La mía es mucho más reciente, pero una pequeña parte de mi vida ha transcurrido allí. Me gustó revivirla tanto tiempo después. Me limpié los labios con una servilleta, sentado en un banco junto a un proyecto de olivos, mientras un grupo de japoneses subían contentos de la ruta por el anfiteatro romano. Entonces conté los petroleros que se mecían como barquitos de papel tras las ruinas romanas, sobre ese mar luminoso. Una vez me los hizo sumar el viejo Emili, el tío de mi padre, el hombre grande de espaldas anchas que se parecía a Sterling Hayden y que ya hace tiempo que murió. Estábamos sentados en ese mismo lugar. Ahora también eran siete petroleros, como aquella vez a finales de los años sesenta.
PD: Me queda recuperar mis orígenes asturianos.
PD2: I vosaltres, quins són els vostres orígens? Podeu jugar a destriar-los entre els avis materns i paterns (si els voleu dir en els comentaris... pot donar joc). Jo sóc de raça "Barceloneta pointer". Tinc poc pedigree. Sóc creuadet.