George & Mildred

El problema no radica en cumplir años. Está en la acumulación de objetos en los armarios del domicilio y de recuerdos en las neuronas del cerebro. Por eso es interesante aprender a hacer limpieza y quedarse sólo con lo imprescindible.

El reciente canal Cuatro de televisión me refrescó hace unos meses un recuerdo olvidado al fondo de mi memoria, de esos que nunca depositaré en el contenedor de basura: la serie Los Roper (George & Mildred en el título original de la BBC). Marcó mi infancia cuando era un niño terriblemente serio y ellos me convidaban a la normalidad a través de mis risas.

De pequeño soñaba -tonto de mí- con parecerme a George (interpretado por Brian Murphy), y de veras que la perversa hada madrina me concedió el deseo. También quería contar como compañera de viaje vital a Mildred (Yootha Joyce, ¡qué nombre tan sonoro!), pero tengo a mi hada con amenazas graves contra su persona a no ser que olvide mis peticiones infantiles.

Los diálogos de la serie siguen siendo deliciosos:
Mildred: "Entretén a tu hermano mientras me arreglo".
George: "No creo que pueda distraerle tanto tiempo".

Al igual que las sentencias del personaje masculino, por ejemplo rememorando su niñez: "Papá me envió a por tabaco y, entretanto, cambió el cerrojo".

Me entusiasma el humor absurdo de Los Roper. También el de los Hermanos Marx. En una entrevista concedida a Charlotte Chandler para Playboy en 1974, Groucho Marx respondía a la pregunta de la periodista de sí conseguían hacer reír a los espectadores de sus primeras obras teatrales:
-De vez en cuando. Especialmente cuando Zeppo salía a escena y decía "Papá, ha llegado el hombre de la basura", y yo le contestaba: "Dile que hoy no queremos". Otra vez Chico me estrechaba la mano y me decía: "Me gustaría decirle adiós a su esposa", y yo le respondía: "Y a mí también".

Esas frases me provocaban la carcajada a los diez años y ahora me río de aquellas risas infantiles porque me ayudaron a encajar la vida.

Dentro de unos minutos veré dos nuevos capítulos de la serie británica, con una copa de vino en la mesita junto al sofá y el señor Gris roncando levemente a mis pies. Seguramente es el mejor momento de mis semanas actuales, como lo era hace treinta años.

Cita anual

El miércoles dejé el televisor prendido para que el señor Gris se sintiera menos solo y por si me reconocía entre la masa, aunque su atención jamás se pose en ese aparato.

Caminé cincuenta minutos hacia el oeste, haciendo una breve parada en el Turó Parc, a mitad de trayecto, para comer una manzana del pasado verano. Dejé atrás el complejo comercial de Illa Diagonal todavía con tráfico fluido en la acera. Pero al llegar a las torres negras de La Caixa formábamos un tremendo banco de peces blaugrana acercándonos al santuario.

Una vez al año, mi padre me invita a presenciar un partido de fútbol. Normalmente son encuentros de la liga española y tenemos predilección por la lucha contra el Real Madrid o el Español, a los que ganamos de manera natural en campo propio. Esta fue la primera convocatoria para competición europea.

Los hinchas del Benfica rondaban, como tiburones saciados, frente al edificio de la Maternitat donde nació el pequeño Hayden hace cuatro años y donde me esperaba mi padre recién llegado en el autocar de su peña desde la tierra de la niebla.

La tercera gradería presentaba muchos asientos libres, así que cometimos el error de sentarnos sobre la portería para tener una visión más centrada del encuentro. Lo que ganamos en vista lo perdimos en oído porque los adolescentes sentados a nuestra espalda no pararon de silbar, gritar y aplaudir durante noventa minutos a medio centímetro de nuestros pabellones auditivos.

Mi padre no se disgustó porque vive en la profunda paz del campo y el contraste le resulta atractivo. Pero yo añoré los cláxones de los coches en los atascos, los taladros de las máquinas excavadoras que perforan los cimientos para un nuevo edificio frente al mío, las sirenas de las ambulancias que son como susurros enamorados en comparación con las gargantas de aquellos malcriados con bufandas de mi equipo.

Algunos estudios científicos aseguran que a mayor concentración de personas, menor es el coeficiente intelectual de los asistentes.

Les di la razón a las personas que no saben ni quieren saber nada de fútbol. La señora Hayden me preguntó qué era eso del Benfica cuando le notifiqué por teléfono nuestra asistencia al campo. Pensé en Paloma: lo último que haría sería acudir al Camp Nou en día de partido -seguramente a esas horas estaba en algún recital del Liceo o tocando el piano en su piso-, en la muchacha triste leyendo una novela en un sofá claro, en la chica de los ricitos caminando alrededor del Turó Parc con su sonrisa después de tantas penas. Me acordé del señor Hayden cuidando de su hijo porque su esposa estaba cenando con unas amigas, con el televisor encendido como el señor Gris.

El partido fue aburrido. Se resolvió con un gol del Barça a dos minutos del final y los consiguientes gritos aturdidores de los vecinos de atrás. Notaba un pitido en mis tímpanos que se confundió con el del árbitro cuando señaló el camino a los vestuarios. Me giré para observar los rostros que me habían amargado la noche y se diluyó la mueca del odio en mis labios. Tenían aspecto de chicos normales, mi cara antes de los veinte años.

Me hago viejo y la acidez corre por mis venas.

Como siempre nos costó localizar el autocar que retornaría a mi padre a su entorno plácido; nunca se fija en el lugar donde lo aparcan. Me detuve en el Turó Parc para comerme el segundo bocadillo que la señora Sofía nos había preparado para la media parte del partido. Estaba sabroso y me sentó bien después de la caminata.

El señor Gris vino alegre a recibirme agitando la cola con una zapatilla vieja entre los dientes. El televisor seguía en marcha y pasaban un anuncio protagonizado por Erin Wasson. Me contagié de la felicidad del chucho, y en la cama me acordaba más de las piernas tejanas de la modelo que de las del futbolista Deco.

El despertar de la primavera

Mi condición de persona despistada me impide, entre otras cosas, detectar la irrupción de la primavera o del otoño. Por eso no dispongo de ropa de entretiempo y mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano.

Hasta el pasado viernes dormía con tres mantas y no pisaba la calle sin el abrigo de un buen jersey y una chaqueta. Últimamente me acaloraba caminando al Turó Parc y alguna madrugada me desperté sudando, por lo que pensé haber enfermado de nuevo aunque el termómetro no indicara la visita de la fiebre en mi cuerpo.

Salí de paseo con el señor Gris. Un instituto de diseño internacional funciona desde septiembre en mi calle. Su fachada hace honor a los estudios que se imparten en él. También los alumnos parecen esbozados siguiendo los patrones de la perfección. Esa tarde había un grupo de cinco muchachas fumando en la entrada, gracias a la ley antitabaco. Mi cuello realizó una rápida panorámica sobre la piel de sus rostros, piernas, brazos y escotes que mostraba un incipiente bronceado. En el cristal oscuro del centro pude verme reflejado, entre las ninfas a medio vestir, con mi chaqueta negra levantada hasta las orejas y mi cara invernal. Parecía el fantasma de las pasadas Navidades y me confundió el contraste.

Nos dirigimos hacia nuestro parque, cruzándonos con gente sonrosada en manga corta. Incluso la maniquí más hermosa de la ciudad, que permanece sentada desde hace semanas en la confluencia de las calles Madrazo y Calvet, llevaba un vestido ligero.

El Turó Parc estaba sembrado con pensamientos y algunos árboles habían decidido florecer de color blanco. Los otros paseantes leían tumbados al sol o se amaban o jugaban con señores grises o pensaban en los bancos junto al lago romántico como si posaran para que un fotógrafo les inmortalizara en una imagen estival. Ninguno, por suerte, me miró extrañado por mi indumentaria.

Deduje que estábamos en primavera y que era tiempo de hacer cambios.

Mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano. Al llegar al piso arranqué las tres mantas de la cama y las lavé para guardarlas hasta noviembre. Llevé el abrigo a la tintorería. Por la noche, me puse un pantalón corto y una camiseta con un pez naïf dibujado y salí a la terraza para disfrutar del buen tiempo, aunque temblara de frío porque por la noche todavía refresca y no dispongo de ropa de entretiempo.

Fumando un cigarrillo, rememoré que en octubre de 1986, al poco tiempo de llegar desde la tierra de la niebla a esta zona metropolitana, una recordada mujer llamada Astrid me invitó al teatro. La obra se titulaba El despertar de la primavera, de Frank Wedekind y dirigida por Josep Maria Flotats. Me impactó la dirección artística: una piscina presidía el escenario y los protagonistas, un grupo de adolescentes que despertaban al sexo rodeados de mayores puritanos, se bañaban en ella a pesar de la temperatura fresca que había en la sala. Quizás ellos también eran despistados e ignoraban el ligero paso estacional que se produce entre la etapa del calor al frío. O quizás no tenían a nadie, como yo, que les previniera de que cuatro veces al año cambiamos de estación y de vestuario.

La señora Hayden y el árbol del perdón

En la tienda no han podido hacer nada por recuperar mi viejo ordenador. Tantas palabras escritas en él, ajenas y propias, se precipitan para siempre en el barranco del olvido.

Mientras esperaba una nueva máquina, la señora Hayden me ha prestado la suya todos los días de las últimas semanas. Me acercaba a su piso después de comer y al entrar en el despacho sentía una tremenda envidia por la luz de marzo que penetra gratuitamente a través de las ventanas. La pequeña rata venía a saludarme tras las rejas de su encierro, aunque siga sin perdonarle el lametazo en mi lengua, ni el mordisco en el hocico del señor Gris.

Hacia las siete regresaban los propietarios de la vivienda con sonrisas y cuentos que contarme de su día y sin rencor en sus rostros por los dos años en que prácticamente ni les hablé. Prefiero no saber quién tuvo la culpa incialmente, ni recordar el motivo exacto, ni ellos elegantemente lo han sacado de nuevo en una conversación. Pero, parece que el azúcar de la discordia se ha diluido definitivamente en nuestras bocas blancas.

Quizás ahora pueda recuperar la relación con la señora Hayden como cuando compartíamos piso en una ciudad cercana a Barcelona hace más de diez años, con aquella mujer que se burlaba de mí recordando mi breve adormecimiento en el sofá tras un cuento que el protagonista de la serie Magnum le contaba a una niña pequeña en la televisión.

Hoy tengo nuevo ordenador. He comprado un limonero para ellos en señal de gratitud por la amabilidad de estos días. Como mantengo las llaves de su vivienda en mi poder, lo he depositado en la terraza con la nota: "para que el pequeño Hayden lo tome a su cuidado y lo riegue cada día con un vaso de agua y le llame el árbol del tío. También para pedir perdón por tantas cosas pasadas".

En el suelo de mi piso permanece el viejo ordenador con las palabras perdidas. Procuro que el señor Gris no lo derribe al tumbarse para dormir. Quizás en algún taller puedan recuperarlas del abismo.

La ventana indiscreta

Tengo asimilado que la vida o te viene completamente de cara o te muestra su espalda negra durante demasiadas jornadas seguidas. Jamás se intercalan buenas y malas experiencias, como si los ciclos vitales lo tuvieran prohibido.

Después de enfermar, me llegó una factura telefónica elevada por unos servicios no prestados, por la que sigo batallando; el cajero automático escupió -por este orden y en días distintos- la tarjeta de crédito y la libreta de ahorros, alegando en la pantalla que la banda magnética estaba dañada; una bandeja de albóndigas se precipitó en el cubo de fregar el suelo cuando era el único ingrediente que quedaba para finalizar con éxito un caldo de varias horas; se estropeó el ordenador y, después de cenar, he tenido las horas desocupadas.

Hacía tiempo que no salía a fumar al balcón al extinguirse la luz diurna, como cuando llegué al barrio y era más joven. Recuerdo que entonces, para reducir la dosis de tabaco, sólo prendía un cigarrillo si conseguía contar a cien mujeres caminando por la acera de enfrente, lo que sucedía matemáticamente entre cincuenta y sesenta minutos después de iniciar el cálculo.

Estas últimas noches, mientras recuperaba la costumbre de anotar mentalmente pasos femeninos, he corroborado que el restaurante paquistaní sigue anunciándose en el cartel de la esquina sin obtener grandes resultados porque nadie entra o sale de él. El edificio de enfrente muestra las mismas luces prendidas de siempre y los mismos pisos en oscuridad. El matrimonio de mediana edad mantiene la costumbre de agitar su mantel de la cena a la calle, como bandera nacional del tercero primera, para que las palomas coman a la mañana siguiente las migas de pan. En el piso de abajo vive un curioso trío formado por dos hombres jóvenes y musculados y una muchacha con un ligero sobrepeso que se relacionan en portugués. En sábado, es entretenido contemplar como ellos limpian cuidadosamente el balcón y las habitaciones contiguas, mientras la mujer se escapa con el cabello todavía húmedo montada en una bicicleta vieja por la acera en dirección contraria a la del tráfico. Debajo de los hombres aseados, vive una señora rubia de mediana edad que, en cualquier momento de la jornada, entra y sale de la finca estupendamente peinada y cargada de bolsas de la compra repletas de cualquier substancia digna de traficar con ella.

Su piso vecino tenía un cartel de "en venta" hasta hace poco tiempo. No sé cuándo lo descolgaron, pero hoy no existe y hay luces prendidas. Me inquieta el dato porque, con el buen tiempo, a mediodía salgo al exterior para escuchar música, ordenar papeles, revisar el periódico, asearme las uñas... Los vecinos de enfrente son poco dados a espiarme, cosa que agradezco. Pero me entran las dudas con los inquilinos recién llegados. Creo vislumbrar dos perfiles de hombre y mujer tras las cortinas. Se mecen en una conversación tranquila, hasta que una de sus manos descorre las cortinas y salen al exterior. Parecen especialmente altos. Me agacho entre las plantas y le ruego al señor Gris que se mantenga callado, misión imposible porque es la hora de su paseo nocturno. Abandonamos nuestro escondrijo con el disimulo de arrancar hojas muertas de la planta del dinero. Los recién venidos nos ignoran, y no sé si mañana harán igual para respetar mi rato de insolación.

La previsión meteorológiga anuncia cielo despejado y hace muchos días que mi rostro no se expone al sol de manera continuada.