viernes, 23 de septiembre de 2011
by el paseante
Bajo a la playa en el ómnibus 39 que he detenido en la esquina de la calle Biada con la T-10 entre los labios, estirando el brazo. A pesar de que va lleno de gente, sólo tengo ojos para una chica con
shorts cortos y piernas largas. Dos paradas más abajo, se levanta y viene hacia mí. Le regalo mi sonrisa más seductora, pero se limita a ofrecerme su asiento por si estoy cansado. Debería ofenderme, aunque no lo hago. Así que me siento y pongo cara de anciano.
Por la ventanilla se repiten las fachadas de tantos viajes al mar. Este verano he bajado poco allí; quizá por pereza, quizá por falta de tiempo, quizá porque me he acostumbrado a la vida en el norte de la ciudad.
Me apeo más tarde de lo que acostumbraba a hacerlo, en un lugar con pocos bañistas junto al Hotel Vela que me descubrió Ilse hace apenas un mes. Me acerco allí, caminando a la sombra de las fachadas de las naves industriales de reparación de embarcaciones, con una manzana en la mochila, una botella de agua, una hoja en blanco y un bolígrafo para escribirle una carta que le enviaré por email. Echo de menos a Ilse (siempre me pasa con ella).
Busco un sitio tranquilo en la arena y me quito la camiseta y los pantalones para recibir la caricia del último sol del verano. Comienzo a redactar. Le cuento que estoy en ese mismo sitio donde le hice la broma que por su culpa no se acercaban las chicas para pedirme fuego o la hora, como me sucedía antes cada dos por tres. Le explico que ya tengo los caramelos del Real Madrid repartidos entre mis sobrinos que son del Barça. Que todavía tengo que devolverle las llaves de ese piso de la calle Guilleries a su dueña. Que he retornado a la tienda el traje que me hizo alquilar para asistir a un concierto de los Manel en el auditorio del Hotel Melià de Sitges tras pasear por sus calles estrechas, como si buscáramos el lugar de una boda (los dos tan elegantes). Que añoro que liara mis cigarrillos mientras arreglábamos el mundo en el comedor de la calle Guilleries contando los gatos en los patios traseros. (Se ha convertido en una fabricadora cubana de puros habanos para pobres. Le explico en la carta que le mandaré a Madrid un paquete de tabaco, de papel y de boquillas para que me devuelva los cigarrillos manufacturados por correo.)
El ruido de un tractor que se acerca me hace levantar la vista de la hoja manuscrita. Arrastra un catamarán del Club Natació Barcelona al mar. Un hombre con cara de Borbón camina con pasos seguros tras la nave. Les habla en voz alta a un niño y a un anciano que siguen con dificultades las huellas profundas que deja en la arena. Parece seguro de sí mismo, como es natural en la gente que puede contratar un tractor para llevar una embarcación hasta el agua.
Ayuda al pequeño a enfundarse su traje de neopreno, mientras lo levanta por las solapas dos palmos de la arena para acabar de encajarle la prenda. El señor tiene una barriga considerable, pero me parece atractivo y campechano como un Borbón. Me entretengo en estudiar cómo iza la vela. No parece tan difícil. Los tres tipos de tres generaciones diferentes se enfundan las armillas de seguridad (saben lo que se hacen) y se montan en la nave para romper las primeras olas con los dos cascos de la embarcación con el viento en ceñida. El mar está tranquilo y hay un enjambre de gaviotas sobre ellos. Los miro hasta que se pierden lentamente en el horizonte.
Decido que el próximo año seré rico y tendré un catamarán y una barriga como él. Invitaré al tenista a navegar conmigo, tras levantar por las solapas de sus trajes de neopreno al pequeño Hayden y al pequeño faraón Nil. Y contrataré un tractor que haga levantar las miradas de sus cartas a otras Ilses a los veraneantes de la arena.
Le cuento la escena a la madrileña en la hoja que luego transcribiré en el ordenador. A medio relato, un grupo de rubias de edad avanzada tienden sus toallas cerca de la mía. Parecen un equipo de remo de la antigua Checoslovaquia en los juegos de Moscú 1980. Con sus tremendos bíceps arrugados podrían mantearme hasta hacerme alcanzar una altura considerable, pero se limitan a hablar entre ellas en una lengua indescifrable. Ni siquiera esas señoras me preguntan la hora, ni me piden fuego. Creo que a partir del próximo año deberé bajar a la playa sólo para nadar y tomar el sol. Mi etapa de José Luis López Vázquez ha caducado.
Alrededor de las cuatro, el cielo se pone feo, como esa tarde de julio en que quedé con la mujer de los mares del sur en el paseo de Gràcia a esa misma hora. Ella llegó con retraso, mientras el diluvio universal perseguía sus pasos a escasos doscientos metros de distancia sin alcanzarla (por suerte para sus sandalias impensables para un día de tormenta). Nos dio tiempo a refugiamos, entre risas, en la tienda Santa Eulàlia. Para disimular, ella compró veinte metros de tela (ignoro qué habrá hecho con ella) y luego nos ofrecieron dos sillones con vistas (tras la luna del escaparate) a los estragos que causaba la tormenta en los árboles, en los transeúntes, en los omnibuses turísticos que circulaban extrañamente descapotados, en un grupo de
boy scouts portugueses que se quedaron bajo la marquesina del establecimiento mientras las puertas automáticas no paraban de abrirse y cerrarse por culpa de sus cuerpecitos calados.
Mi verano fue ese momento y la semana con Ilse de vacaciones en Barcelona. Y las noches corrigiendo el libro de Francesc. Y los mil canguros con mis sobrinos sin colegio.
Y ahora se acaba, con ese cielo que se ha puesto feo, en esta playa (entre tractores, mujeres checas del equipo olímpico de 1980, gaviotas y borbones pendientes de regresar a la orilla). Esta temporada la he visitado poco; quizá por pereza, quizá por falta de tiempo, quizá porque me he acostumbrado a la vida en el norte de la ciudad. Pero sigue siendo mi amante vieja, con esos rizos de espuma marinos que se despeinan sobre ella.
Recojo mis cosas. Muerdo la manzana y tomo un sorbo de agua, mientras guardo la hoja manuscrita y el bolígrafo en la mochila. También pongo allí mi toalla de cocodrilos. Busco la parada del ómnibus 39, entre las naves industriales de reparación de embarcaciones. Lo detengo con mi T-10 entre los labios, estirando el brazo. Va lleno de gente. Hay una chica con las piernas largas y los
shorts cortos entre el pasaje. Pero no la miro, por si acaso me ofrece un asiento junto a una ventanilla con vistas al ocaso.
PD: Potser ho hauria d'explicar ella, però el pare de l'Emily es troba millor. L'han baixat a planta i li ha explicat al metge que té pàgina a la wikipèdia. Els vells futbolistes no moren mai.