2º 2ª
martes, 25 de julio de 2006 by el paseante
Como un matrimonio antiguo, retratados en el marco de la ventana de su cuarto de baño, frente al mío, suelo coincidir con una extraña pareja masculina a la que le apeteció venirse a vivir a este edificio hace dos o tres años. Son amables, y tenemos un acuerdo no firmado para ventilar al mismo tiempo nuestras viviendas al caer la tarde.
Uno es alto y fornido, con un rostro castigador muy parecido al de Javier Bardem; siempre cabalga en el ascensor con sus mechones negros que simulan haberse empapado de lluvia en una vigilia tempestuosa. El otro es un saco de huesos, con escasa estatura y el aspecto rapado de Javier Cámara. Prefiere bajar a pie a la calle, apoyado en la barandilla, como hago yo.
Al gigante le apetece buscar motivos de conversación cuando nos cruzamos en el vestíbulo, pero su compañero me pide disculpas con su mirada triste cuando lee en la mía que no soy un hombre hablador. En cualquier caso, no les molesta que haga sonar en mi apartamento Cigarettes and chocolate milk de Rufus Wainwright, con la tecla repeat pulsada y a un volumen tranquilo.
Tengo tradición en vecinos masculinos. Siempre lo han sido en estos más de veinte años de alquileres en diferentes ciudades, barrios y calles. Da pereza espiarles en los marcos de sus lavabos, o atender sus demandas de sal a las once de la noche. He compartido paredes y ventanas con militares, hombres maduros con aspecto del abogado Javier Nart, árabes, policías municipales que se ajustaban el botón superior de su camisa mientras yo me afeitaba. Pero jamás rondaron chicas por el rellano.
Este mes de julio ha aparecido una francesita para compartir pared con los dos cowboys, en el segundo piso, segunda puerta. No tengo acceso a la ventana de su cuarto de baño; imposible espiarla. Apenas hemos cruzado miradas un par de veces en el ascensor. Pero recuerdo su aroma fresco, tan diferente al de todos los vecinos varoniles de tanto tiempo.
Cuando la vi por primera vez, corrí de compras para llenar mi despensa de todo aquello que no tengo y puede necesitar una extranjera en la ciudad húmeda: azúcar, toallitas refrescantes, albahaca, un descorchador de botellas de vino, un mando a distancia estándar... Contemplo la campana del timbre, confiando en su necesidad de algo.
Ignoro su nombre, su región norteña... No es especialmente atractiva, pero seguro que orina de una manera más civilizada que mis antiguos y actuales vecinos masculinos; que yo mismo. Se trata de toda una novedad en mi existencia, y es agradable despertar con la idea de que me cruzaré de nuevo en su camino al salir a la vida.
Uno es alto y fornido, con un rostro castigador muy parecido al de Javier Bardem; siempre cabalga en el ascensor con sus mechones negros que simulan haberse empapado de lluvia en una vigilia tempestuosa. El otro es un saco de huesos, con escasa estatura y el aspecto rapado de Javier Cámara. Prefiere bajar a pie a la calle, apoyado en la barandilla, como hago yo.
Al gigante le apetece buscar motivos de conversación cuando nos cruzamos en el vestíbulo, pero su compañero me pide disculpas con su mirada triste cuando lee en la mía que no soy un hombre hablador. En cualquier caso, no les molesta que haga sonar en mi apartamento Cigarettes and chocolate milk de Rufus Wainwright, con la tecla repeat pulsada y a un volumen tranquilo.
Tengo tradición en vecinos masculinos. Siempre lo han sido en estos más de veinte años de alquileres en diferentes ciudades, barrios y calles. Da pereza espiarles en los marcos de sus lavabos, o atender sus demandas de sal a las once de la noche. He compartido paredes y ventanas con militares, hombres maduros con aspecto del abogado Javier Nart, árabes, policías municipales que se ajustaban el botón superior de su camisa mientras yo me afeitaba. Pero jamás rondaron chicas por el rellano.
Este mes de julio ha aparecido una francesita para compartir pared con los dos cowboys, en el segundo piso, segunda puerta. No tengo acceso a la ventana de su cuarto de baño; imposible espiarla. Apenas hemos cruzado miradas un par de veces en el ascensor. Pero recuerdo su aroma fresco, tan diferente al de todos los vecinos varoniles de tanto tiempo.
Cuando la vi por primera vez, corrí de compras para llenar mi despensa de todo aquello que no tengo y puede necesitar una extranjera en la ciudad húmeda: azúcar, toallitas refrescantes, albahaca, un descorchador de botellas de vino, un mando a distancia estándar... Contemplo la campana del timbre, confiando en su necesidad de algo.
Ignoro su nombre, su región norteña... No es especialmente atractiva, pero seguro que orina de una manera más civilizada que mis antiguos y actuales vecinos masculinos; que yo mismo. Se trata de toda una novedad en mi existencia, y es agradable despertar con la idea de que me cruzaré de nuevo en su camino al salir a la vida.
Unos se rodean de vecinos masculinos, otras de amigos homosexuales... ¡está visto que nos gusta hacernos la vida más difícil! : )
PD: Añade tampones a la lista de cosas que puede pedirte, alma de cántaro, que te olvidas de lo más importante!