Cortometraje mudo con pato
viernes, 27 de mayo de 2011 by el paseante
Escena 1 (en blanco y negro): La señora Sofía va a comprar a un mercado al aire libre de la capital de la tierra de la niebla. El tenista ha conducido veintitrés kilómetros para contentarla, a sus setenta y ocho años. Le cuesta aparcar junto al río. Caminan deprisa, a dieciséis frames por segundo. Llegan al lugar, y entre los puestos de verduras y calzoncillos, ella descubre un tenderete con animales (asegura que no le gustan los bichos, pero siempre he sabido que es una pose. En el fondo, los ama). Allí hay una caja con una decena de pollos de pato amarillos. Toma uno entre sus manos.
Salen los diálogos, en la pizarra en blanco y negro.
-Oh! -exclama ella-. Al faraón Nil le gustaría un pollito de estos.
-Ya tiene una Nintendo -responde el marido.
-Creo que le iría bien algo real, que cague. Servirá para su formación.
El tenista sucumbe. Arrastra la cría de pato en una caja de cartón hasta su Ford-T aparcado junto al curso fluvial, a dieciséis frames por segundo.
Escena 2 (en blanco y negro): Los pequeños Hayden entran en la granja de los caballos dando brincos, después de un largo viaje desde Barcelona. Su padre ha ido a aparcar su viejo Golf-T sin entrar en casa. Los niños descubren el pato pequeño y vuelven a saltar de alegría, a dieciséis frames por segundo. Le piden a los abuelos si se lo podrán llevar a la metrópolis. Si se lo pueden quedar.
Salen los diálogos, en la pizarra en blanco y negro.
-Lo cuidaremos muy bien, le enseñaremos a volar. Y le daremos cereales en el desayuno.
Los abuelos consienten. El sargento Hayden regresa a la granja tras lograr un hueco para su automóvil. Da un paso atrás cuando ve esa ave patizamba en brazos del pequeño faraón Nil. Y tira de sus cabellos cuando le preguntan si van a poder quedárselo una temporada en el piso del Eixample.
Escena 3 (en blanco y negro): Los Hayden se marchan de fin de semana al Gironès, por una acampada de los niños de P4 (que es la clase del pequeño faraón Nil). Me piden si puedo pasarme por su piso para ver si el pato está bien (ya lleva una semana allí). A partir de ahora, pondré en mi curriculum que he hecho de canguro de un ave. Abro la puerta de la vivienda. Prendo las luces. En la ventana hay unos ojos redondos y negros tras un pico que me piden compañía. Llueve en la terraza, como en el resto de la ciudad. Sobre la caja de madera de la mascota con plumas me encuentro un gran paraguas abierto. Previsor. Pero el animal -que ha crecido- camina entre las macetas, mojándose, meneando la cola. Yo le persigo con mi paraguas de la tienda del todo a cien, roto, a dieciséis frames por segundo. Sin alcanzarlo. Limpio mis gafas, antes de continuar la persecución.
Salen los diálogos, en la pizarra en blanco y negro.
-Ven tonto. Te prometo que sólo sé cocinar pollos. Jamás he puesto un pato en la cazuela.
Pero él se escapa bajo la precipitación.
Escena 4 (en blanco y negro): Este último fin de semana, regreso a la tierra de la niebla en el coche de los Hayden. En el maletero está el pato que ha evolucionado hasta casi convertirse en adulto. Ha multiplicado por dos su tamaño este mes que ha permanecido de invitado en Barcelona. Lo devuelven a los abuelos. De vez en cuando, se le escucha piar, allá atrás, mientras nos cruzamos con vehículos acelerados o lentos, cada uno con sus vidas y sus patos a bordo. El pequeño faraón Nil canta y baila (a pesar del cinturón de seguridad) el waka-waka por enésima vez a dieciséis frames por segundo. Luego, de repente, se duerme sobre mi hombro, como si llevara cansancio acumulado.
Lo miro.
Entretanto, el pequeño Hayden permanece despierto en el coche. Me invita a contarle historias fantásticas. La última es de una casa abandonada junto a un lago al que fuimos a ver patos salvajes este sábado. Tiene sus muros tapiados, y una bandera catalana roída se mece en su tejado. Le explico historias de guerras y de pérdidas que sucedieron allí. Luego quiere entretenerse en el coche con un juego de signos. A dieciséis frames por segundo, debo protegerme, debo recargar balas en mi mente, debo dispararle, mientras él hace lo mismo. Es divertido y me deja ganar, porque voy muy perdido con ese nuevo lenguaje corporal de los niños de ahora. Por la ventanas surgen paisajes verdes o amarillos, según la comarca.
Salen los diálogos, en la pizarra en blanco y negro.
-¿Te gustan esos paisajes?
-Sí, pero hacemos otra partida, tío.
Su padre nos observa por el espejo interior del Golf-T (a mi hermana hace rato que le cuelga el torso retenido por el cinturón de seguridad, mientras hace la siesta en el asiento de copiloto). El sargento Hayden me regala una sonrisa franca por la paciencia de recargar de nuevo mi mente con balas, en ese juego insistente de su hijo mayor.
El pequeño faraón Nil sigue durmiendo, soñando con su abuela. O con su pato que a partir de ahora va a tener una jaula de dos metros cuadrados en la granja de los caballos, de la que le dejarán salir a pasear cada mediodía. Va a ser feliz en ese patio de la tierra de la niebla, entre macetas de menta, geranios y hortensias que podrá picotear, mientras mi madre se lleva las manos a la cabeza a dieciséis frames por segundo. Luego lo encerrarán de nuevo. Y el tenista le ofrecerá por las rendijas del alambre hojas de ensalada, restos de tomates, pieles de patatas asadas. Granos de maíz robados en los caminos comarcales. A dieciséis frames por segundo, el pato caminará esperando una nueva visita de esos pequeños a los que ya había aprendido a seguir como un perro en la gran ciudad. Quizá soñará con ellos.
PD: Se llama Tossut.