Escenas de Navidad

1. La señora Sofía se arremangó la blusa para cocinar en estas Navidades, sin mostrar arrepentimiento ante nuestras nuevas cinturas de embarazados al levantarnos de la mesa el último día.

2. El tenista se llevó al pequeño Hayden a rezar al pasillo, mientras los demás escondíamos -a cámara rápida como en las películas mudas- sus regalos bajo el Tió. (Es una tradición navideña catalana. Consiste en un tronco de árbol con cuatro patas de madera y un rostro sonriente de cartón o pintado directamente en el leño. Los niños deben alimentarlo durante jornadas para que les expulse regalos en Nochebuena por la parte trasera, después de darle bastonazos en el lomo y cantarle una canción tradicional. En la granja de los caballos hay un pequeño problema: el niño me llama "tío" en castellano, y cuando le dicen que pronto va a cagar obsequios el Tió me mira con exigencias.)

3. El señor Gris se dejó fotografiar con astas de reno, el pobre.

4. El hombre sin suerte me dejó plantado en la puerta de la discoteca multicultural a dos grados bajo cero la víspera de San Esteban, ante mis expectativas de fiesta salvaje. De todas formas, entré.

5. El día 24 salí a caminar con el señor Gris, como cada tarde. Había niebla alta que -fácilmente- se confunde con nubes bajas. Encontramos un campo de frutales desnudo de hojas. Quedaban manzanas granny smith, pendientes para siempre de recolección, que decoraban los árboles como si fueran de Navidad. Es mi fruta preferida, y la del perro. Así que compartimos una jugosa pieza recolectada en pleno diciembre. Masticamos sin cerrar la boca, con ninguna educación, emitiendo vapor como si fuéramos dragones mansos.

6. De regreso a la granja de los caballos, una bandada de veinte cigüeñas sobrevoló un buen rato nuestras cabezas, dibujando círculos. Desconozco las costumbres de esas aves, pero intuyo que buscaban a alguien a quien traer recados de París. Sin que el animal se diera cuenta, levanté la mirada y le señalé a él. Si nos hubiera vigilado un escuadrón de buitres carroñeros a la caza de comida fácil habría mostrado la dirección al infinito, para despistarlos en nuestro retorno al hogar y a las fiestas navideñas que seguían teniendo lugar tras sus muros.

7. Este diciembre, formulé más felicitaciones de las que recibí. Para compensarlo, a mi vuelta a la metrópoli encontré el mensaje que una mujer desconocida me dejó por equivocación en el contestador del teléfono fijo: "¿Dónde estás Elena? ¿Que no estás en casa? Bueno, bueno... Oye te llamo desde la montaña. Era para felicitarte las fiestas. ¿Dónde estás? Ya me dirás algo. Un abrazo".

Musicales

A partir de mañana comienzan a alargarse los días y a acortarse las noches. Los meses de tinieblas me entristecen tanto el ánimo que necesito estimulantes. Uno de los mejores es contemplar un musical.

En cine recuerdo la inyección de energía que me proporcionó All That Jazz (1979), de Bob Fosse, con el coreógrafo Joe Gideon (Roy Scheider) gritando -con el cigarrillo entre los labios- al levantarse cada mañana de la cama y mirarse al espejo: "Comienza el espectáculo". La de Guys and dolls (1955) de Joseph L. Mankiewicz. La de Cantando bajo la lluvia (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly. Especialmente la de Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrman. (Nicole Kidman y Ewan McGregor llevan cinco años cantando en mi cerebro.)

En teatro, me animó acudir a El Mikado (1986) de Dagoll Dagom, o a Chicago (1996) de Coco Comin. Desde entonces no había asistido a un musical en directo.

El domingo pasado, la bruja japonesa Katisha me convidó a su función en una ciudad a medio camino de la tierra de la niebla. Debí ejercer de Supermán para llegar a tiempo a la estación de trenes y montarme en el último convoy. A través de la ventanilla descubrí poblaciones desconocidas, con urbanizaciones recientes agarradas al paisaje y patos pavoneándose en los ríos. Era bucólico.

Llegué con una hora de adelanto, y recibí en el teatro el sobre con la invitación. Fila 10, butaca 6. El mejor sitio y de manera gratuita. Para gastar el tiempo, caminé por las calles magníficas adornadas de Navidad y con los comercios abiertos en jornada festiva. En una tienda, vi una bufanda naranja -como su cabello irlandés- y la robé para regalársela al terminar el espectáculo.

Me senté al lado de una chica que asistía a la sala en soledad como yo, y abrí unos ojos como dianas para disfrutar de Katisha, Yum-Yum, Nanki Poo, Ko-ko... de sus voces magníficas en el musical oriental creado hace 120 años. El nuevo El Mikado, de Dagoll Dagom, vale mucho la pena. Lo vi hace tiempo en otra versión, con otros intérpretes. Y lo he revisitado ahora que lo interpreta gente fresca, nueva, que va a dar que hablar próximamente. Explicaré en el futuro que regresé a Barcelona con ellos en el carromato de la compañía una noche de diciembre de 2006. Era el único occidental entra tantos japoneses en quimonos de colores.

Ahora camino como Ko-ko. Expando lateralmente las piernas a derecha e izquierda, de viaje a la compra del pan. Y adiestro al señor Gris para conseguir lo mismo, pero a cuatro patas. Los musicales mejoran el ánimo, como deberían afirmar todos los manuales de psicoanálisis.

Siempre la llamo mocosa porque es joven. Pero va a comerse el mundo. Al menos, lo intentará. Es una gran artista. Una Katisha genial.

Gràcies per tot plegat.

Meme

Violette Moulin me ha propuesto hacer un meme. He tirado fuerte de la cuerda que levanta sobre mi coronilla el interrogante de cartón que llevo cosido en la espalda de todas mis prendas. Al principio he pensado desconcertado que se trataba de una invitación al contacto social o, acaso, carnal. Pero, al seguir leyendo, he descubierto que es un juego entre redactores de blogs. Consiste en tomar el primer libro que tengas a la derecha de la librería, que recorras sus páginas hasta alcanzar la 123, que busques la quinta línea y que copies el párrafo siguiente.

Curiosamente, alineo los tomos que no me gustan en esa banda del mueble. A la izquierda, en cambio, me resulta más fácil acariciar los lomos de mis lecturas preferidas Allí está Middlesex de Jeffrey Eugenides, regalo de Ilse. Rojo y negro de Sthendal (a la que tengo mucho cariño, porque la compré en edición barata en un supermercado una tarde en que andaba triste y necesitaba mejorar mi ánimo). El americano impasible de Graham Greene -mi favorita-, aunque su página 123 no invita a leerla.

Hay otras novelas que recuerdo con cariño pero que se quedaron a dormir en bibliotecas ajenas, tras entregarlas -sin poner plazo de devolución- para compartir emociones: El enamorado de la osa mayor de Sergiusz Piasecki, Ven, amada mía de Pearl S. Buck, Desayuno en Tiffany's de Truman Capote...

Pero se trata de coger el de la derecha. Voilà: Cría moderna y rentable de los caracoles de Patrick Mioulane. Lo malo es que tiene sólo 126 páginas y en la 123 pone "índice". No sirve.

Tomo el que se apoya en él: La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber. Tiene una página 123 en condiciones. Recorro con mi índice las líneas hasta alcanzar la quinta y copio el párrafo siguiente:

"La divina gracia -siendo inmutables los designios de Dios- es tan inadmisible para el que le ha sido concedida como inalcanzable para el que le ha sido negada".

Si pudiera hacer trampas y elegir un libro sería La tregua de Mario Benedetti. Me lo recomendó la chica de los ricitos, a quien quiero mucho aunque no hayamos firmado contratos de amistad. He leído esa novela mil veces.

La página del meme diría (si fuera el libro más a la derecha):

"Domingo 4 de agosto

Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel".

Recomiendo ese librito delgado que ha editado Alianza en formato bolsillo. Es tierno y duro como ninguno y se lee en un par de noches.

El meme dice que debes pedir a otras personas que sigan esta cadena de publicar en los blogs un párrafo de la página 123 del libro más a la derecha en las bibliotecas.

No serviría como profesor, porque no me gusta obligar a nada. Pero hay una persona que escribe muy bien y hace tiempo que no nos regala ningún texto suyo: Ilse (diario de una gafapasta wannabe). Le paso el meme el día en que las cosas le van a salir bien. Ya lo verás.

Psicofonía

Estoy leyendo Breve historia de los que ya no están, de Kevin Brockmeier. En la novela, existe una ciudad etérea donde permanecen nuestros difuntos mientras alguien les recuerde en tierra firme. Disponen de parques, comercios, periódicos, amigos, oficios... en su espera a que fallezca el último ser vivo que todavía reconoce su rostro en el álbum familiar. Desconocen qué va a ser de ellos a partir de entonces. Entretanto se acomodan a su segunda vida, mientras les piden -con añoranza- noticias de nuestro mundo a los recién llegados.

"En Bristow havia fet de cobrador en un peatge durant gairebé quaranta anys, però no li havia agradat mai [...]. Havia passat hora punta rere hora punta, dia rere dia, observant les cues del trànsit i imaginant-se que era un restaurador d'èxit. Va ser el somni de tota la seva vida. Així, quan va morir, si fa no fa només un any abans de l'atzagaiada del virus, va decidir obrir un restaurant -res de pretenciós, només hamburgueses, chile i patates al forn, la mena de lloc on et poden servir esmorzars durant tot un dia".

Me gusta ese punto de partida porque siempre he sentido nostalgia por los que se marcharon. Pienso a menudo en la silueta gigantesca del hombre que apareció en el marco de la puerta de su casa en Düsseldorf después de que su hija llamara al interfono del jardín. Tuvo que sujetarme del brazo cuando inicié la carrera en busca de un tren de retorno a la tierra de la niebla. La primera impresión fue equivocada. Era un tipo amable, con un cuerpo de talador de árboles que no necesitaba para ejercer de abogado. Me entregó tembloroso una copa de licor para que todo fuera más ligero en las presentaciones, y luego nos convidó a una cena de nochevieja junto al Rhin -eternamente recordada por mí- en la que discutimos sobre la obra de Thomas Mann con la pobre chica de traductora, sin probar bocado. (Danke herr Rückels.) Murió al poco tiempo, y -no sé por qué- cada año me visita su recuerdo en cualquiera de las doce uvas.

Tampoco deja de visitarme la gruesa sombra de la señora María secándose la mano derecha en el delantal para tendérmela en buenas condiciones. Las de unos pocos compañeros de escuela que describieron mal una curva con la moto, o les salió un granito en la frente que resultó fatal o que pasaron una soga sobre la viga de una granja. La del hombre que me hizo tener ganas de escribir, cuyas venas frontales se inflaban en los enfados hasta que estallaron definitivamente.

Apenas falta gente en mi familia: los abuelos, un pobre primo y un tío. Por eso siento tristeza ante los difuntos ajenos. No debería escribir sobre esto, porque no le he pedido permiso a la persona que me contó el suceso. Pero pienso que no le va a molestar: es una manera de recordarlos para que habiten en la ciudad etérea de la novela de Brockmeier. Sus padres se estrellaron en coche y, al sedimentar la cortina de polvo tras el golpe, quedó a la vista un piso de alquiler (repleto de objetos de toda una vida que habían pasado de cotidianos a nostálgicos en un instante) que sus hijos han debido vaciar deprisa ante las exigencias del arrendador malnacido. Así ha pasado sus últimos fines de semana esa persona: rellenando cajas de cartón con lo que fue su vida hasta entonces. Ella siempre le pone al mal tiempo buena cara, y tiene la extraña costumbre de reír y hacer reír. Pero ignoro cómo le ha ido por dentro en esas horas de mudanza.

Desde mi último traslado de piso, procuro que todas mis pertenencias estén perfectamente clasificadas en compartimentos estancos por si alguien las hereda de manera imprevista. Vivo en un apartamento de espacio reducido y eso me obliga a hacer periódicas purgas entre lo prescindible y lo imprescindible. Al final, he aprendido a guardar sólo aquello que me llevaría a una isla desierta; que sigue siendo demasiado. Antes era un trapero y lo conservaba todo. Pero los tiempos cambian y a nadie le va a interesar, dentro de treinta años, un recorte de periódico de 1988.

En la última depuración, encontré una cinta de cassette sin etiquetar. La puse en el reproductor y por los altavoces apareció nítida la voz de mi difunta abuela, como en una psicofonía inesperada. Era una entrevista que le hice hace más de veinte años, cuando soñaba con ser periodista. En ella cuenta su infancia, las cartas perfumadas de sus pretendientes, lo guapa que había sido...

Murió nonagenaria en 1997 -todavía coqueta-, sintiéndose la gran dama de la granja de los caballos. Su recuerdo sigue impregnando las habitaciones de la casa. A mi madre no le hace ninguna gracia observar sus fotografías porque no se llevaban bien. La anciana pretendía para su hijo una esposa que no fuera campesina, ni altiva, ni atractiva (para guapa ya estaba ella). Se encontró con todo lo contrario. La convivencia fue tremenda, y recuerdo el vuelo de platos en el comedor estrellándose contra la pared.

Quería a alguien sumiso y la señora Sofía tiene carácter. Al señor Gris nadie le mueve del sofá de la sala de estar, aunque llames a la policía. Pero aparece ella, le mira con el rabillo del ojo y se convierte en un corderito manso que se marcha a dormir al frío suelo del pasillo. Sucede lo mismo con los árabes que han invadido la tierra de la niebla sin preguntar si eran bienvenidos. Campan a sus anchas por las calles armando bronca. Mi madre abre la puerta de la calle, cuando está cansada de escuchar sus plegarias en altavoz. Les mira y le piden automáticamente "perdón por el ruido, lo sentimos".

En estas Navidades, me da miedo regalarle al tenista la cinta magnética. Ellos (madre e hijo) se querían mucho y sé que para él será enternecedor escuchar esa voz tras casi diez años sin hacerlo. Pero la señora Sofía es capaz de hacerme dormir en el frío suelo del pasillo junto al pobre señor Gris. Creo que se la voy a entregar como en las películas de espías. La depositaré en una papelera de la estación de autobuses, con una nota: "Escúchala a escondidas en mi dormitorio de la tercera planta, sin que se entere".

La iaia debe estar a estas horas en una de las peluquerías de la ciudad de los difuntos, riéndose de todos nosotros por seguir cautivos de los mundanales problemas, sin saber lo que nos perdemos allá arriba o allá abajo.

Pausa invernal

El señor Gris ha recuperado su aspecto saludable de antes. Ha adelgazado y camina de nuevo a cuatro patas (como Dios manda en los cuadrúpedos) gracias al tratamiento caro que pagan los Hayden. Lleva el cuerpo rapado porque los nudos habían formado trincheras en su pelo largo, aunque la peluquera le respetó la pelambrera de la cabeza y ahora es un leoncito. Se le nota renovado.

En estas recientes vacaciones de cuatro días le llevé a recorrer caminos de campo eternamente encharcados; y a jugar al escondite, con el pequeño Hayden montado en bicicleta, en el laberinto del parking donde mi padre guarda su coche. El niño se moría de risa cada vez que le sorprendía en una esquina e intentaba agarrar la capucha de su chaqueta, mientras apretaba los pedales para escapar de mi acoso y refugiarse tras el chaquetón de invierno del tenista. El perro trotaba feliz tras la secuencia cinematográfica, como un bobito.

Entre la niebla, también caminé solo y escuché mi programa de radio favorito. Lo emitía el tractor aparcado de un campesino que podaba sus frutales. Salían voces familiares del aparato que me recordaron que lejos, al este, existe una metrópoli a la que debería regresar de nuevo tras esa pequeña pausa.

Huir

Tengo cuatro días para escapar de los cepos de la metrópoli que intentan agarrarme las piernas en mis paseos diarios. Huiré hacia las nieblas del oeste. Allí escucharé el silencio que habita entre las ramas ya desnudas de los manzanos. Le propondré un partido al tenista. Olfatearé las cacerolas, sentado en el mármol fresco de la cocina (como un gato descarado), mientras le pregunto a la señora Sofía a qué hora se come. Me presentaré en la clínica del hombre que cuida animales, para exigirle noticias de su nueva novia. Esperaré la llegada de los Hayden el viernes para sentirme arropado después de tanto tiempo. Intentaré ser feliz. Es todo.

Rogativas

Para que no se convierta en rutinario, quise hacer una leve variación en el trayecto de regreso a casa desde el Turó Parc. Ascendí por la calle Calvet, hasta alcanzar la vía Augusta, para dejarme caer desde allí en parapente entre las copas de los árboles de Santaló.

El señor Gris se asustó cuando se abrieron de repente tres portaladas de un edificio de piedra gris, para expulsar a la acera a una multitud de personas de diferentes edades con apariencia de felicidad. Pensé que se trataba del final de una sesión de cine hasta que, enmarcado en una oquedad, vi un crucifijo de madera en un muro.

Era la salida de la misa de las nueve de la iglesia de Sant Antoni de Pàdua. Los fotogramas con matrimonios maduros y sus hijos adolescentes, con parejas recientes y sus bebés, con esposos ancianos que sólo se abrazan cuando están en público, con amigas del instituto de melena oxigenada, con criadas sudamericanas que aprovechaban el final de su jornada en los duplex enormes de los señoritos para rezarle al buen Dios que las trajo acá... se proyectaron ante mis ojos.

Cuando Pilar Miró dirigía Televisión Española emitían cine de calidad en la sala de estar de los hogares, organizado en ciclos coherentes. Incluso se atrevían con las antiguallas del cine precursor en blanco y negro y sin sonido. Recuerdo la curiosidad antropológica de La salida de la misa de doce en la iglesia del Pilar de Zaragoza (filmada un 11 de octubre de 1896 por Eduardo Jimeno, con sus 651 fotogramas). Este domingo se repitió ante mis ojos, ahora en color y dialogada.

Poco ha cambiado en esos ciento diez años que separan ambas salidas. Creía que la asistencia a misa era un acto trasnochado. Pero comprobé que en los barrios altos no es así, y sigue tratándose de una costumbre marcada en las agendas o en los calendarios de pared. Sus habitantes tienen motivos para adorar a ese ser supremo que les permite vivir en unos apartamentos de doscientos metros cuadrados que requieren la visita periódica del diseñador de interiores, del portero uniformado en el vestíbulo y de acomodadores que les ayuden a encontrar con linterna el sofá frente al fantástico televisor de plasma.

De pequeño creía en Dios. La señora Sofía era la responsable de la catequesis en nuestro barrio de la tierra de la niebla, aunque ella no es muy católica. Nos hacía sentar entorno a la mesa de fórmica de la cocina para pedirnos que dibujáramos a las divinidades, tras contarnos cuentos de la Biblia. Uno trazaba un pollo con las alas extendidas y afirmaba que era un ángel anunciador. Otro pintaba un beattle con pantalón acampanado y aseguraba que era Jesús. El más inocente hacía una casita con chimenea manteniendo que era la casa del Señor. A mí me gustaba pintar con el color verde.

Nos bastó para superar el trámite de la comunión disfrazados de capitanitos con galones en las hombreras o de novias precoces. Poco a poco, sin darme cuenta de ello, fui alejándome de esas creencias religiosas. Ahora que lo analizo, encuentro varios motivos:

Uno. Por más que rezaba, la pequeña Mónica no me hacía caso.

Dos. Un hermano de La Salle nos castigaba con el peculiar método de compaginar los azotes en el trasero con masajes y apretones en esa zona. Hoy sería denunciable.

Tres. No quería ser monaguillo, pero me obligaron. Era demasiado bajito para llevar esa alargada túnica blanca. Un domingo, en misa de doce, atrapé con mi zapato la parte baja del faldón subiendo las escaleras después del repartimiento de las hostias y recibí la última. La abarrotada platea se partió de risa.

Cuatro. Tuve un profesor de filosofía en el instituto, ex religioso, que me enseñó otras maneras de entender el mundo. Su nombre es Ignasi Culleré y le doy las gracias, a destiempo.

Cinco. La persona más bondadosa que conocí jamás es atea. Se llama Peret, como el cantante. Combatió en guerras y, seguramente, acabó con alguna vida enemiga. Pero su filosofia vital me apasiona desde pequeño: inventa trucos de magia y filma amaneceres de flores para su hija disminuida psíquica. A ella ha dedicado su vida que ya se acaba. También, y especialmente, merci beaucoup.

Me considero ateo. Pero no me importa declarar que visito algunas veces la capilla del Sant Crist de Lepant, en la catedral de Barcelona. Es una talla de madera que portaba la nave capitana en la batalla de Lepanto (1571). Cuentan que ante el avance de un proyectil turco se ladeó, milagrosamente, para esquivarlo. Ahora es la de mayor culto en la ciudad. Los más necesitados afirman que si le pides un deseo factible te lo concede.

Le he pedido un piso en el Turó Parc repetidas veces. (Me mantengo en espera.) A cambio le prometo asistir semanalmente a misa en la iglesia de Sant Antoni de Pàdua, y arrugar la nariz ante los descreídos peatones con perro que encuentre a la salida.

Ponette y el espectador imantado

El anuncio de un acto conmemorativo del centenario de la publicación de Horacianes de Miquel Costa i Llobera detuvo mis pasos frente al Ateneu Barcelonès antes de la cena. No conozco la obra, ni al autor. Pero la posibilidad de penetrar en las entrañas del desconocido -hasta entonces para mí- palacete neoclásico Savassona me animó a despeinar mis cabellos, hacer cabalgar mis gafas en la punta de la nariz e introducirme entre sus muros mientras entrecerraba los ojos y dibujaba una mueca intelectual en mis labios.

Una mujer tocaba el arpa y una muchacha declamaba versos en el balconcillo del primer piso, mientras cincuenta testas canosas dibujaban ochos en el aire. A pesar de que los asistentes estaban ensimismados y no se fijaban en mí, no me atreví a colarme como un gato forastero en las dependencias y buscar el famoso jardín romántico del recinto, el antiquísimo ascensor diseñado por Josep Maria Jujol o la biblioteca del primer piso con pinturas de Francesc Pla.

Me senté en la última fila de sillas plegables -vacía-, cerca de la salida. La joven declamaba enfatizando la voz y mirándonos en trance:

"Siau qui sou; mes no atiant vells odis
de raça, ni amb emfàtiques
declamacions lloant tot lo que és vostre,
fins les mateixes úlceres ...
"

Nadie hacía la ola tras cada verso, nadie agitaba la bufanda. La intérprete arrancaba notas del arpa y era el único sonido en el silencio.

"Siau qui sou: mes no us tanqueu, ombrívols,
dins una llar històrica
sens horitzons. Volau sobre les terres
enfora, amunt com l'àguila!
"

No era el acto más vigoroso que tenía lugar a esas horas en la ciudad (platos titineantes en las bandejas de los restaurantes para turistas tras el "oído cocina", carreras de motos en la avenida Diagonal con el tubo de escape amañado, discusiones entre vecinos, relaciones sexuales transmitidas en home cinema...), pero tuvo su encanto en los primeros diez minutos. Después, me entretuve unos instantes en contemplar y detectar las telas de araña en la bóveda del patio, hasta que decidí marcharme. Justo en ese momento, una voluminosa dama se sentó a mi izquierda -a pesar de que había otros asientos libres- taponándome la salida.

"Ella ama el niu de les maternes roques,
però amb gran vol arranca-s'hi
i, travessant mil horitzons, domina
espais de llum esplèndida.
"

Siempre he sido un imán para las mujeres de cierta edad. En el ómnibus 39 abundan las butacas vacías, pero prefieren acompañarme en el trayecto para regalarme codazos en las costillas mientras buscan mil cosas -una tras otra, y no al mismo tiempo- en las bocas oscuras de sus bolsos de mano. En el metro no tomo plaza de asiento, pero siempre hay alguna abuela que me elige para que la defienda de los frenazos. En la cola del supermercado les encanta pegarse a mi espalda porque así les parece que llegarán antes a la caja; y me obligan a oler su perfume excesivo y a escuchar, con todo lujo de detalles, sus historias de operaciones de vesícula o de extirpaciones de quistes. (Voy a escribir con tiza en todas mis chaquetas oscuras: "Soy hipocondríaco".) En la playa siempre busco el rincón más alejado de la multitud, a riesgo de que las gaviotas me roben el bocadillo. Cierro los ojos un momento, y al abrirlos tengo a una matrona en cada punto cardinal de mi toalla haciendo calceta.

En el Ateneu Barcelonès no era diferente. Habría podido saltar con pértiga las regordetas piernas de mi acompañante, o pedirle permiso para que me dejara pasar, o simular un ataque de angustia. Pero la solemnidad del acto me obligó a la paciencia. La señora buscó algo difícil de encontrar en su bolso, frotando su codo en mi costado, hasta que extrajo un bomboncito y lo paladeó escuchando:

"Per planes, mars, abismes i muntanyes,
amb vista potentíssima,
tantost afina desitjada presa,
impetuosa llança-s'hi
de la regió del llamp. Mes no trasmuda
d'essència l'au indòmita.
"

Recuerdo que, hace diez años, el cine de la ciudad universitaria dedicaba la sesión de última hora de los miércoles a exhibir cine de autor. La sala acostumbraba a estar vacía, como esa noche. No se contaban más allá de media docena de espectadores. Proyectaban Ponette de Jacques Doillon. Había leído en las críticas que se trataba de una película lacrimógena, así que busqué una butaca en el extrarradio porque tengo tendencia a emocionarme. Se apagaron las luces y, mientras leía los títulos de crédito, una señora avanzó por el pasillo. Se detuvo en mi fila, caminó por ella dejando a su espalda una decena de sitios vacíos y se convirtió en mi vecina. Lloramos juntos, cada uno con sus kleenex. La cinta narra la muerte en accidente de la madre de una niña de cuatro años, y la obsesión de la pequeña Ponette (interpretada por Victoire Thivisol -Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Venecia de 1996) por reencontrase con su progenitora. Sólo la hemos visto cuatro gatos, a pesar de que es magnífica. La compré en vídeo poco después. Y, cuando la revisito a menudo, tengo la precaución de cerrar mi puerta con doble vuelta de llave para que no entre en mi apartamento ninguna inquilina del edificio. Llorar siempre sienta bien: limpia los lacrimales y el alma. Pero a los tímidos nos gusta hacerlo en la intimidad.

Sin posibilidad de escapada del Ateneu para ver -puntual- el episodio de Porca Misèria en televisión, la narradora prosiguió:

"Ans bé, de tot lo que trescant aferra,
gustant-ne fibres íntimes,
se n'assimila la potència, i torna
cap a son niu més àguila.
"

La gente joven tampoco es reacia a mi magnetismo, y parece que quieran abrazarme como en un anuncio navideño. En las colas para pagar acostumbro a guardar una distancia de, al menos, veinte metros con la persona que me precede. (En los supermercados deberían poner cintas en el suelo para exigir que se respete el turno, como hacen las entidades bancarias.) Hace poco, en un quiosco de la estación de ferrocarriles de Sants, esperaba pacientemente a que me cobrara la cajera cuando la muchacha italiana que me antecedía comenzó a contornearse y a dar volteretas en el aire para intentar abrir la cremellera de la pesada mochila a su espalda. Dio unos pasos atrás, directamente hacia mí, y no supe alejarme a tiempo. Buscaba un secreto en el bolsillo de su bolsa de viaje, pero se quedó con su manita ejerciendo de nido para mis genitales. No recuerdo quién enrojeció más deprisa.

Los aplausos no faltaron al final de la velada conmemorativa del poemario Horacianes. Salí por piernas en busca de un ómnibus que me permitiera regresar a tiempo al hogar para ver mi serie favorita. En la parada había tres señoras mayores aguardando. Las miré intentando adivinar cuál de ellas sería la más rápida para convertirse en mi acompañante de trayecto.

Serie negra

Mis piernas son como el señor Gris: a veces tienen suficiente con que las saque a pasear un rato, y otras me llevan a dar la vuelta al mundo antes de la cena.

El domingo por la noche creí que se detendrían en la plaza Catalunya; pero quisieron recorrer también la vía Laietana y, no contentas con eso, alcanzar la playa. (Antes de llegar, contemplé con añoranza la terraza del Zahara, donde no sirven cerveza light a las brujas japonesas). Mereció la pena. El mar era bravo y las olas se desvanecían a un par de metros de mis pies, cabalgando unas sobre otras como caballos blancos salvajes. Los focos iluminaban la zona por la que paseaban turistas y parejas y amos con perros, y la neblina pintaba el paisaje con tonalidades nostálgicas. Allí pasé casi una hora, relajado como hacía tiempo que no lo lograba. El entorno me hizo recordar la escena en que el escritor Roger Wade (Sterling Hayden) se adentra borracho en aguas del Pacífico, mientras su esposa Eileen (Nina van Pallandt) y el detective Philip Marlowe (Elliott Gould) le buscan infructuosamente entre el oleaje. Sucede en The Long Goodbye (1973) de Robert Altman -recientemente fallecido.

Es una de mis películas preferidas. A nadie me gustaría parecerme más que a ese Philip Marlowe en versión de los años setenta; vestido con un ajado traje oscuro (incluso en las calurosas tierras mejicanas), fumando continuamente, ayudando a escapar de la justicia a su amigo Terry Lennox (Jim Bouton) más allá de la frontera, y preocupado por la desaparición de su gato mientras sus vecinas hacen topless en la terraza.

En la escena final:

Terry Lennox: "Eres un perdedor, siempre lo has sido".
Philip Marlowe: "Incluso perdí mi gato", le responde -sin dejar de fumar- antes de apretar el gatillo.

Muchos actores han interpretado en el cine o en la televisión a Marlowe: Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Elliot Gould, James Caan, Powers Boothe... o en la radio: Van Heflin, Gerald Mohr. Raymond Chandler parió en su máquina de escribir un personaje que ya es mítico.

Los thrillers me encantan, pero no habrían sido posibles sin los libros del propio Chandler, de Dashiell Hammett, Jim Thompson, William Irish... Siempre he preferido la novela negra ante cualquier otro género literario. Revisito a menudo los ejemplares de la colección La cua de palla de Edicions 62 que compraba de joven en verano, mientras soñaba inocentemente en escribir textos parecidos con la Olivetti y un cigarrillo en la comisura de mis labios. (En alguna caja de cartón deben servir ahora de nidos de ratones aquellos intentos fallidos.)

El género policíaco es ideal para los que leemos por puro pasatiempo: una trama compleja, un lenguaje basado en la frase corta y en los diálogos secos, un universo marginal y cáustico (palabra que he aprendido hoy gracias a una locutora de radio) absolutamente alejado de nuestra rutina diaria. Mucho asfalto, y unos personajes acabados y amargados que ya sólo sirven para protagonizar esas historias tristes.

Sus autores no eran muy diferentes a sus criaturas paridas. Acostumbraban a vivir a un centavo por cada palabra que publicaban en las revistas norteamericanas -como Texas Monthly o Black Mask- de los años 30, 40 y 50, o en cada guión para radio, cine o televisión. O gracias a editoriales como Lion Books, Fawcet o Signet Book que imprimían sus historias a cambio de unos dólares.

William Irish (pseudónimo de Cornell Woolrich) era un hombre introvertido que vivió con su diabetes, su alcoholismo, su miedo a ser homosexual y su madre en la habitación de un hotel, hasta su muerte.

Jim Thompson (mi preferido; especialente por Una chica estupenda, aunque su obra más reconocida es 1280 almas -también genial) tuvo una vida llena de altibajos. Primero fue periodista, luego botones, después se dedicó a beber sin freno, más tarde trabajó eventualmente en una fábrica de aviones, ejerció de guionista, de escritor... Murió en la miseria, aunque le pidió a la esposa que le soportó durante décadas que conservara sus obras inéditas porque le proporcionarían ingresos de futuro. Así sucedió.

Raymond Chandler fue el más culto y mejor formado de todos, lo que no le evitó amar la botella, tener depresiones e intentar suicidarse en un par de ocasiones. Fue un hombre tardío. A los 36 años se casó con una mujer de 54; un matrimonio que duró casi treinta años, aunque no tuvieron descendencia. En 1933, a los 45 años, se centró en la literatura tras ser empleado de banca, periodista y ejecutivo en una empresa. A los 51 publicó la primera novela, donde nació Marlowe para quedarse en el mundo para siempre.

Dashiell Hammett fue el creador de Sam Spade, y el único entre los escritores de serie negra que fue detective antes que narrador. Trabajó en la famosa Pinkerton National Detective Agency. La tuberculosis que contrajo en la Primera Guerra Mundial y su afición a la bebida afectaron su salud, lo que no le impidió ser un activo militante comunista en los Estados Unidos, ni resistir en la cárcel tras negarse a dar los nombres de sus compañeros de partido ante las investigaciones del Congreso Estadounidense. Queda afirmar que Hammett estuvo casado durante treinta y tres años con la dramaturga Lillian Hellman.

Todos fueron grandes bebedores, enormes fracasados y extrañamente fieles a sus parejas o a sus madres (quizás porque les servían de amparo ante un mundo que no se basaba en balazos ni en persecuciones, y sí en el día a día).

Ocuparon mis veranos de hace años, con sus tramas policíacas, en la piscina de la tierra de la niebla. Siguen viviendo conmigo, en mi pequeño apartamento, y llamo a su puerta de vez en cuando para saber cómo van sus eternas investigaciones. También para excusarme por no haber sido capaz de alcoholizarme, tener una pareja estable y describir decorados nocturnos como los que disfrutaron Philip Marlowe o Sam Spade o el botones Dusty.

Hace una semanas, en una web mejicana de formación de escritores proponían un ejercicio: redactar sobre el tema "Conversaciones escuchadas en el funeral de un asesino en serie", con un máximo de 200 palabras. Como hace años que no participo en exámenes, y animado por una amiga, envié un texto que no publicaron (seguramente por malo). Lo reproduzco aquí:

"El trabajo.

El pueblo cambió de color con la llegada masiva de magrebís. Al principio hubo reyertas. Nada grave comparado con la aparición en un trigal del cadáver acuchillado de un árabe. La policía local apuntaba a un ajuste de cuentas. El segundo cuerpo fue encontrado poco después.

La quinta muerte comportó la llegada de una brigada de investigación desde la ciudad lejana. A la semana, en un control nocturno de carretera, el ocupante de una furgoneta abrió fuego contra los agentes con una escopeta de caza cuando le convidaron a bajar del vehículo ante su actitud nerviosa. Tuvo respuesta. Le rozó un balazo y otro le mató. En el maletero descubrieron a su sexta víctima.

Los asistentes al funeral por el asesino apenas ocupaban las dos primeras filas del templo. El alcalde y el jefe de policía local prefirieron la penumbra junto a la pila del agua bendita.

-No debimos confiar en él para ese trabajo.
-Tampoco había dónde elegir; los demás tienen familia.
-Por suerte murió en el acto. Se habría derrumbado en un interrogatorio y les habría hablado de ti, de mí, de los otros.
-Quizás podríamos buscar a alguien de fuera para continuar con la labor. Un profesional."

Tiene exactamente 200 palabras. Las pueden contar.

El coño de tu prima

No soy sociólogo. Por eso no comprendo por qué a los treinta años los adolescentes me llamaban con cortesía de usted y a los cuarenta y dos me tutean. Tengo espejos en mi apartamento y no he rejuvenecido, al contrario. Es por otro motivo que se me escapa.

No sé nada de ellos, excepto que se agrupan por tendencias más basadas en la estética que en un ideario: antisistema, cosplayers, decorers, frikis, grunges, heavis, lolailos, pijos, poseurs, punks, raperos, rockers, skaters, wannabes...

Les veo a diario caminar despistados por la calle o acampados en las plazas, con sus pantalones bajos de cintura que muestran la ropa interior al agacharse para depositar la lata de cerveza sobre las baldosas de la plaza del Diamant (pobre Mercè Rodoreda, ¿dónde está tu universo?). Desconozco su sentido de la vida y parezco un marciano intentando analizar esa nueva tradición catalana (estilo bastoners o castellers) que realizan mayoritariamente. Consiste en organizar pequeñas fallas en la palma de su mano con un desconocido material de color oscuro.

Me piden mil cosas en el cruce, como si fuera un tendero: "¿Tienes papel?" (¿para qué querrán un kleenex?), "¿me das un cigarrillo?", "¿qué hora es?", "¿dónde hay una boca de metro?", "¿me prestas (¿seguro que me la vas a devolver?) una moneda para llamar desde la cabina?"...

O me preguntan por lugares exóticos: Razz Club, Fonfone, Zacarías, Àtic, Luna Mora, Universal, Mond Club... Intuyo que son salas de fiesta, donde las señoritas esperan sentadas en los bancos de la pared a que un apuesto joven las convide a bailar.

Hace cuatro o cinco años, una chica me entretuvo:

-Perdona, ¿sabes dónde está el coño de tu prima?.
-Aquí -le contesté elevando mi dedo medio, y me alejé.
-Oye, que es una discoteca -gritó a mi espalda; y repetí el signo maleducado sin girarme.
-Te lo juro, joder.

Nunca podré decirle que lo siento. Poco después, narrando la anécdota en una cena, los compañeros me observaron extrañados de que no conociera ese club tan de moda en el momento. (Quizás sigue funcionando en Consell de Cent, 294.)

Mi abuela paterna murió en edad nonagenaria hace nueve años. Me dejó un libro en herencia: La joven bien educada de María Orberá, impreso por la librería de Pascual M. Villalba en Valencia en 1899. "Si no trobes una senyoreta així, no et casis mai amb cap dona".

Es un texto basado en las preguntas de una supuesta institutriz y las respuestas de una imaginaria alumna. Reproduciré algunos fragmentos:

"-¿Qué es lo que más aleja a una joven de la modestia?
-El deseo inmoderado de agradar. Una señorita debe ocuparse más en hacerse estimar por las prendas de su corazón, que por las bellezas exteriores.

-¿Hay alguna otra regla que observar respecto a la limpieza?
-Sí señora; que la operación de lavarse las manos debe repetirse cuantas veces se haya tocado alguna cosa que pueda manchar; antes de sentarse a la mesa y cuando se tenga que trabajar en alguna labor delicada.

-¿Qué hay que notar respecto a la limpieza y aseo de los vestidos?
-Que las ropas interiores han de estar sumamente limpias, y al efecto, se mudarán cuantas veces sea necesario; y que los vestidos exteriores no deben de tener manchas, roturas, descosidos ni polvo, conservándolos con el mayor esmero.

-Además de la limpieza en general, ¿hay que fijarse en algunas particularidades que con ella se relacionan?
-Sí señora; debemos tener presente que todo lo que contribuye a alterarla no puede hacerse nunca delante de nadie; y por consiguiente, nos abstendremos de rascarnos la cabeza o el cuerpo, tocar el interior de las orejas, mordernos las uñas y escupir en los suelos, especialmente estando en el templo.

-¿Es decente comer con precipitación?
-Ni decente ni higiénico; por consiguiente, se comerá con calma, pero que no degenere en demasiada lentitud.

-¿Qué haremos cuando sea necesario extraer de la boca algo que no pueda ser tragado?
-Sacarlo con los dedos, acercándolo con la lengua a los labios, y nunca nos permitiremos escupirlo, a fin de no arrojarlo sobre el plato de los demás.

-¿Cuáles son los sitios de preferencia en la calle y en los paseos?
-En la calle la acera; en los paseos la derecha, si van dos personas, y el centro si van más; siendo en cada caso los de menor categoría los que más se alejen de la acera, de la derecha o del centro."

Tengo tentaciones de hacer fotocopias de La joven bien educada y entregarlas entre los transeúntes que no saben marchar por la vía pública, entre los niños que escupen pipas en las baldosas, entre las chicas que barren las aceras con sus pantalones acampanados, entre las princesas que comen excesivamente deprisa o exageradamente despacio...

También se puede adquirir en Second Life Books por 35 dólares.

El hombre del saco

Lo mejor que puede sucederte -extraviado entre la niebla de mi tierra- es toparte con el hombre del saco. Ver su tez morena incluso en invierno, su barba mal afeitada, su mirada de lobo, su alma chapada, su cuerpo acorazado ante las inclemencias del campo después de mil de años de sufrirlas, sus brazos como ramas de nogal. Escuchar sus blasfemias -una tras otra- mientras te devuelve a la civilización, montado en la palma de su mano (como si fueras un soldado de infantería de plomo o una bailarina en tutú) mientras camina una legua por hora. Te depositará en el suelo, tras salvarte, y regresará a paso ligero a ese territorio agreste de diez kilómetros cuadrados en los que siempre ha transcurrido su vida y de los que nunca ha salido; salvo para comprar queso y coñac económicos en tierras andorranas con el tenista al volante.

Debe rondar los ochenta años, aunque no los aparenta con un saco de treinta kilogramos a la espalda y al galope por los caminos embarrados. Sólo utiliza sus piernas como medio de transporte para rondar de una población a otra (de las cinco o seis que conforman su universo vital). Se ríe sin curvar los labios, hacia dentro, cuando se hace gracia a sí mismo con alguno de sus continuos comentarios socarrones. Tiene un punto del autismo francés de monsieur Hulot tamizado con el populismo sureño de Paco Martínez Soria (podría parecer una receta de Ferran Adrià). Me une a él que comemos parecido: nada de dulces, todo a la plancha/brasa, ensaladas/verduras e infinidad de frutos secos. Que de pequeño me enseñó a cortar leña, a alimentar a un cochino o a podar un manzano. También que amamos esas tierras tremendas en invierno y en verano. Son las nuestras y no poseemos ninguna más.

Estuvo casado con una pianista (que alcanzó una alcadía en una aldea de la tierra de la niebla) hasta que ella murió hace un par de años tras una tarde de trabajo entre los frutales. Fue uno de esos matrimonios amañados de antaño. Pero funció como el mecanismo de un reloj suizo. Él hacía parir los campos, y ella llevaba las cuentas mientras concebía a dos hijos y leía.

Ahora el hombre del saco sigue cuidando las hectáreas, y las cuentas van por libre. Últimamente, ha plantado cinco hileras de preciosos olivos que ya alcanzan el metro y medio y comienzan a dar frutos. El sábado pasado eran lo único vivo entre las tonalidades grises y ocres de la sierra. Mis padres me comunicaron que comeríamos temprano porque querían ir a ayudarle en la recolección de las primeras aceitunas. Nunca he realizado esa labor y me apetece el campo desde siempre, así que levanté el dedo para pedir permiso e ir a trabajar con ellos.

En medio de la niebla, aprendí que los estorninos siempre se llevan las aceitunas de tres en tres: una en el pico y dos en las patas; que hay que extender unas redes llamadas borrassas para pescar en ellas las olivas, desprendiéndolas con las manos desde las ramas (como en una masturbación unidireccional); que se deben arrastrar las mallas de un árbol a otro hasta que la cantidad de frutos sea suficiente para llenar un saco. Que cada talego cuesta dieciséis euros y que cinco personas tardábamos media hora en reunirlo. Porca miseria.

En la tierra de la niebla sigue funcionando el sistema fenicio del intercambio y el sistema universal de la amistad. Por eso trabajamos gratis en la tarde del sábado. Otros días, él nos regala hortalizas de su huerto o frutas o bolsas de caracoles o chistes.

El hombre del saco iba bien abrigado, incluso con gorra -como su hijo. Pero prefiere la ligereza en el vestuario siempre que sea posible. De mediados de febrero a principios del mes de octubre va desnudo de cintura para arriba. Y sólo se cubre, por pudor, antes de entrar en un pueblo.

Hace una semana, en domingo, buscaba en La Rambla un periódico donde entrevistaban a una locutora de radio que sigo con fidelidad. En medio del boulevard vi a un hombre completamente desnudo. Había oído hablar de él, pero no imaginaba que fuera tan viejo, tan decrépito, tan tatuado, tan lastimoso. Seguramente no aguantaría el peso de un saco a sus espaldas. Allí estaba con su trompa de Shin-Chan, pidiendo que le observaran, que hubiera flashes, que los turistas se giraran a admirarle.

A ciento cincuenta kilómetros de distancia, el hombre del saco sería incapaz de mostrar su cuerpo a ningún ser vivo que no fuera una mata de maíz o una liebre saltarina. Me acordé de él y pasé de largo ante el exhibicionista, camino del Saló Nàutic de Barcelona cuyos yates dejaré de comprar para invertir en ruinosos olivos cuando me toque la lotería.

Rutina

Mario Benedetti escribió en La tregua: "Hoy fue un día feliz, sólo rutina".

Los noctámbulos jamás madrugamos, a no ser que tengamos billete en primera clase para un viaje al centro de la Tierra o a la Luna o a los juzgados. Al levantarme, me lavo la cara con agua fresca. Después observo mi rostro de dueño de Garfield para analizar si mi mandíbula lampiña necesita un afeitado o lo puedo posponer a mañana. Saco de las mallas un limón y una naranja y exprimo un zumo que me refresca la boca y la garganta, y desciende hasta los pasajes secretos del estómago para bailar un tango.

Me ducho con un cubo entre mis pies, cuya agua aprovecharé a mediodía -como de rutina- en el retrete. (Inconvenientes de creer en un mundo sostenible.) Luego me acomodo en el sofá para zamparme una rebanada de pan con lo que tenga refrescado en la nevera, y tomar un café con leche frío y sin azúcar. Enciendo un cigarrillo y analizo cómo se presenta el día, enmarcado en la ventana.

Las mañanas son para las diligencias. Acostumbro a aguardar con temple mi turno en el banco, en Correos para mandar paquetes certificados, en la delegación de Hacienda... Después bajo hasta el mercado del barrio y, aunque no tenga nada que comprar, me gusta pasear entre sus puestos para agitar los sentidos: olfatear el pescado, contemplar el color elegante de las berenjenas, escuchar las máquinas laminadoras de fiambre, palpar un melón...

No soy mal cocinero, pero prefiero comer sencillo a base de verduras y proteínas a la plancha. Mientras los fogones están en marcha, salgo un rato al balcón para leer y tomar el sol de otoño. Asimilo toda la información que puedo a través de los medios radiofónicos en mis auriculares, o actualizando los periódicos atrasados. De vez en cuando varío el enfoque de mi vista, tras las lentes graduadas, para aprender de moda en la gente que circula por la calle, en su rutina.

Mi dosis de televisión diaria sucede a mediodía. Antes pasaban Shin-Chan (un golpe de inspiración del japonés Yoshito Usui, hace más de diez años) y me avergonzaba estallar en carcajadas ante una serie infantil, con las evoluciones rutinarias de Himawari, Misae o Hiroshi en su mundo loco que se asemeja al mío. Ahora agoto tristemente mi dedo pulgar con el zapeo, mientras espero el turno de las cuatro de la tarde en la cadena de montaje. La tengo en casa, y me canso de pulsar teclas para que aparezcan páginas en la impresora. La tarde/noche es el tiempo que destino a ganarme el sueldo. Suena el teléfono, llegan las propuestas, gestiono su realización, facturo al final. (En medio queda una cena frugal y un paseo al Turó Parc.) Antes de agotar mi jornada visito el ciberespacio para llenarme de todo lo contrario a lo ordinario. Así sucede mi vida.

Hoy fue un día feliz, sólo rutina. Tomé naranja con limón palpándome las mandíbulas por si necesitaban la acción de la cuchilla. Compré merluza fresca en el mercado. Tuve un encargo para una empresa de Marbella que ya está enviado. Corrí al Turó Parc, pero lo habían clausurado a destiempo (aunque me crucé con la mujer caucásica, con su perro dálmata, en la verja. Ni me miró, como siempre). Por la noche me llamó mi padre a deshoras para relatarme que se había sentado en la butaca de Zapatero en su viaje relámpago a Madrid con su compañera desde hace cuarenta y tres años. Me prometió fotos y anécdotas para el fin de semana. Parece más joven de lo que es. Siempre lo ha parecido. Una tarde de hace años nos dirigíamos a jugar a tenis en la tierra de la niebla, cuando nos cruzamos con un peatón amigo suyo. Nos observó y fue contundente: "Sembles el pare del teu pare". El tenista no ha cambiado en este tiempo. Tampoco yo.

Se acaba mi día rutinario y -ahora- en la mesa del ordenador, o derrotados entre mis pies o apilados en una pared están los diccionarios generales, los de sinónimos, los libros de estilo, las hojas sueltas con notas... que me han ayudado a escribir esto. Me da pereza recogerlo todo antes de acostarme. Todavía debo entrar a internet con mi bata rayada de párvulo y las iniciales escritas con hilo en el bolsillo, para que Thaís me regale la segunda clase de portugués. Esto es lo que he aprendido hasta el momento:

Brincadera=Broma.
Uma=Una.
Eu sou=Yo soy.
Tambem=También.
Agora=Ahora.
Português=Portugués.
Filha=Hija.
Muy bien=Muit bem.
Praia=Playa...

Ser estudiante a mi edad rejuvenece. Rompe la rutina de la vida. Me hace sentir como Holly Golightly aprendiendo ese idioma dulce mientras prepara su viaje a Brasil en la novela de Truman Capote Breakfast at Tiffany's (que dejé olvidada en una mesita de noche alemana). Sou muito grato.

California

California es una canción de Rufus Wainwright. También es el estado americano donde Bob Evans, Bruce Brown, Jim Freeman o Val Valentine rodaron sus películas surferas en los años 60; al tiempo que los hermanos Brian formaban el grupo musical The Beach Boys. Mientras John F. Kennedy y Nikita Jruschov amenazaban con asomar los misiles, aflojando con la punta de los dedos el gatillo de sus braguetas en la crisis de 1962; los chicos californianos inauguraban una nueva moda basada en la despreocupación, la playa, el surf y los cuerpos torneados.

La enemistad USA-URSS caducó; pero el modelo vital de aquellos jóvenes perdura en las playas de Laguna, Malibú, Pacific Palisades, Santa Mónica o Zuma. En Venice Beach puedes hacerte un tattoo conmemorativo en cualquiera de las pequeñas tiendas del paseo, convertirte en un hunk (cachas) en un gimnasio al aire libre junto al mar, practicar el surf entre escualos de cuatro metros o contemplar a las siliconadas California girls patinando en bikini. Así lo hacen estadounidenses de Albuquerque, Minneapolis o Detroit de visita de placer en ese Hawai continental, con buen tiempo eternamente.

Es la postal que los dirigentes municipales quisieron importar en 1992 para convertir Barcelona en la capital de la California europea, desde que los juegos olímpicos abrieron la ciudad al mar y se recuperaron cinco kilómetros de playa (que los temporales de otoño engullen a menudo). En los años siguentes, abundaron las campañas publicitarias para atraer turistas en los principales medios de comunicación continentales. Según fuentes del Anuario estadístico de la ciudad de Barcelona (2004), en 2003 acogimos a 3.848.187 turistas con un total de 9.102.090 pernoctaciones. La mitad de ellos -aproximadamente- me preguntaron por la Sagrada Família con sus mapas extendidos.

No me molestan, en absoluto; y he compartido vivienda con ciudadanos de Francia, Grecia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Noruega... siempre sin conflictos de convivencia porque fueron gente educada. Ahora, en mi rellano hay una pareja de españoles, una francesa y un matrimonio mixto catalano/árabe que me trae de cabeza por su vida ruidosa repleta de discusiones. Estar de moda conlleva problemas: los inmuebles marcan precios insoportables y las noches de fiesta tienen tarifas de Estocolmo.

Para ser verdaderamente californianos nos falta su sol perenne. Las autoridades lo saben y hacen horas extra a bordo de sus vehículos oficiales para emitir más gases a la atmósfera y acelerar el calentamiento del planeta hasta el orgasmo final. Quizás lo estén logrando.

A punto de la festividad de Todos los Santos sigo en camiseta y pantalón corto, comiendo castañas. Este domingo, los turistas desarrollaban el crol o la braza en el mar. Los menos atrevidos paseaban en bañador por las playas, sumergían los pies en agua marina con las botas de montar a caballo colgadas en la percha de la mano, degustaban helados, llamaban al repartidor ilegal de cervezaaguafrescapatatas -que ha prorrogado su contrato fuera de temporada. Al acabar el día, los surfistas esperaban enfundados en sus vestidos de neopreno a que las olas se violentaran. (Me pareció reconocer entre ellos al locutor de radio Joan Spin.) Es necesaria la paciencia, porque el mar Mediterráneo no es el océano Pacífico, y aquí los practicantes de ese deporte se pasan más tiempo haciendo la foca que cabalgando sobre su tabla. Cerca de las playas, el Moll de la Barceloneta era una cinta transportadora de paseantes, patinadores, chicos en skateboard, sirenas en bicicleta; un alto porcentaje de los cuerpos estaban bien esculpidos en los talleres de Dir o de Corporación Dermoestética. Como sucede en California.

Los dirigentes políticos están logrando su objetivo.

En cierto modo, añoro aquellos otoños en que podía trazar caminos de huellas solitarias en la arena, o calcular la eslora de los petroleros sentado en un espigón. Con el cambio climático y desde que Barcelona es in aquello es una rambla, y no es extraño topar con un ángel del pasado que abre sus alas a tu paso y te impide despistar el recuerdo. Cené con él y su señora esposa en una tasca entre los bazares cercanos al Moll del Dipòsit, que me descubrió mi primera compañera de viaje hace más de veinte años. Un par de bocadillos y dos copas de vino cuestan menos que una entrada de cine. Sigue de moda y debes aguardar turno a que salgan los comensales extranjeros para ocupar un puesto apretujado en la barra. Comer de pie y deprisa, de eso se trata. Es folclórico y le encantó a mi amigo -olvidado- de cuando estábamos en el ejército de la PPS (Prestación Social Sustitutiva), mientras su compañera arrugaba la nariz a cada embestida de un turista borracho.

No tenían ganas de gresca y yo tampoco. Regresé temprano a casa. Una mujer mayor me detuvo para pedirme auxilio. Parecía angustiada, con una mano sobre su pecho. Llevaba un cuarto de hora vigilando un coche con matrícula francesa, aparcado pero con el motor en marcha. Su interior estaba ocupado por un hombre grueso como un oso, con los párpados apagados y que había olvidado afeitarse en domingo. "Creo que está muerto", dijo la anciana. Lo parecía. Me acerqué a la ventanilla, con ella a mi espalda. Golpeé dos veces, y el oso abrió sus fauces para emitir un precioso bostezo, estirar los brazos con pereza sobre su cabeza, girarse y seguir durmiendo de costado; como haría cualquier turista embriagado en la California europea.

En el apartamento encendí el ordenador. Mereció la pena. Me reencontré con una amiga internauta que llevaba escondida algún tiempo: la chica de los ricitos. También es forastera y se ha quedado a vivir entre nosotros. Habla un catalán mejor que el mío, y es adorable por eso y por otros motivos. Siempre ha tenido una vida emocionante, a menudo al filo de la navaja. Compartía una casa con jardín en Barcelona con un cuadrúpedo peludo, el señor Hutz. Ahora se ha mudado a un piso con piscina en la terraza con un bípedo velloso, el señor Xavier. Es mi amiga millonaria y siempre me manda una lata de caviar por mi cumpleaños, a cambio de un girasol por el suyo (dice que salgo ganando, pero no lo tengo claro). Parece feliz en California.

Trendy

Un partido del Barça desplazó de la parrilla televisiva la serie más lograda -a mi entender- de la historia de TV3: Porca Misèria. En ella, un coro de urbanitas entrecruzan sus vidas para dibujarnos un fresco de la sociedad elitista moderna. Un guionista de late shows (Joel Joan), una bióloga que trabaja en un laboratorio de investigación (Anna Sahun), un bribón de los negocios (Roger Coma -el mejor actor de la sitcom con diferencia), una galerista de arte (Olalla Moreno)... saltan a mi pantalla cada miércoles sin fútbol. También lo hace la mascota de la pareja protagonista. Se llama Misèria y es una marrana vietnamita.

En Estados Unidos hace tiempo que son cool y los habitantes de, por ejemplo, San Antonio (Texas) permiten que sus casas con jardín se conviertan en pocilgas. En Barcelona también han aparecido los primeros ejemplares de cerdos asiáticos ligados a la mano de sus originales propietarios que los presentan en sociedad caminando por la avenida Diagonal, como Rhett Butler mostraba a su hija recién nacida en la Atlanta de Lo que el viento se llevó. Al igual que el canalla secesionista, los barceloneses levantan ligeramente el sombrero de copa diciendo: "Buenos días señora, aquí mi puerco".

Se lo conté a mis padres en la comida del sábado en la granja de los caballos, y se extrañaron de que en la metrópoli se iniciara ahora la vieja tradición campesina de criar un cerdo para sacrificarlo a mediados de noviembre, por San Martín de Tours.

-No es eso, los compran de mascota, como si fueran perros.
-Y me dirás que los tienen en casa, como hacían los antiguos.
-No creo que los dejen aparcados junto al coche. Claro que los entran al piso.

(Mi madre retiró discretamente la botella de vino de mi alcance.)

-Barcelona es un sitio moderno. Ahora hay un hombre que anda desnudo por sus calles. Le denuncian a menudo, pero no hay ninguna ordenanza municipal que se lo impida. Así que sigue tan feliz paseándose sin cubrirse.

(La botella ya estaba en el extremo remoto de la mesa.)

Según las crónicas que he podido leer en los periódicos o escuchar en la radio, es un tipo de unos cincuenta años con una piel exageradamente tatuada; y lleva una argolla en una parte de su cuerpo que, normalmente, quedaría oculta a la vista. Se desplaza velozmente en bicicleta para mostrar su circo ambulante en cualquier barrio y a todas horas.

La gran ciudad es exhibicionista en sus nuevas construcciones de muchas plantas y silueta caprichosa, como la Torre Agbar. Y sus habitantes quieren estar a esas alturas de vértigo moderno adoptando una apostura trendy, que puede confundirse con la simple provocación.

Esta noche, regresando a casa, he visto a una mujer hermosa con el cabello ensortijado junto a los contenedores de un supermercado. Llevaba una bolsa de basura en la mano. No la introducía. Al contrario, la extraía para contemplar su contenido. De detrás de los bidones ha aparecido un tipo encrestado con más porquería entre sus manos. Hace tiempo que conozco los movimientos de esas tribus urbanas cuando cierran el Caprabo a las nueve. A su paso queda un rastro de desperdicios sobre la acera. Son in, y les entusiasma sentirse un modelo de conducta para las nuevas generaciones.

Hace un rato he paseado con una mano en el bolsillo y con la otra intentando que el señor Gris no se entretuviera excesivamente en olfatear un rastro, quizás de cerdo vietnamita. Hemos proyectado nuestras sombras frente al cartel de la película Yo soy la Juani, de Bigas Luna. El director dice adorar esa nueva cultura del tunning, del piercing, de la vida poco más allá del cajero del supermercado o del taller mecánico. Según él es el futuro y debemos aplaudirlo.

No me gustan sus películas, ni su ideario vital de viejo verde. A menudo están a punto de atropellarme los coches tuneados -que tanto ama- con la música a toda potencia, o las tablas de skateboard laminadas en arce canadiense, o las bicicletas desmontables.

¿Cuándo se pondrá de moda simplemente caminar con un libro en el bolsillo? Algo fácil, que no contamina, ni molesta a nadie. Si no aparece esa nueva tendencia, ¿debería plantearme pasear desnudo y con la compañía de un marranito por la tierra de la niebla, o con un coche tuneado y música hip-hop a volumen de reventar mil tímpanos por sus calles cortas? Sería como escampar la mantequilla de las nuevas tendencias sobre la rebanada del territorio del país que no vive a la última. No lo haré; mi cerebro no es tan simple, y no tengo carácter importador.

El marido de la peluquera

Miércoles noche. Escuchaba la transmisión radiofónica del Chelsea-Barça refugiado como un pollito en un portal de la calle Mateu por la lluvia terrible que me alcanzó sin esperarla. Después, debí salir del nido y correr empapado a casa para encender el televisor donde había comenzado mi serie preferida: Porca Misèria. Cuando acabó, puse el transistor para descubrir que mi equipo había salido derrotado de Londres. Queda un partido de venganza para este domingo, contra las fuerzas del mal.

Hoy jueves, al caer la tarde y regresar a mi apartamento con el trabajo cumplido, he visto que mi barbería permanecía abierta. Es de las antiguas, con el cilindro exterior pintado con los colores de la Republique: azul, blanco y rojo.

A diferencia de las demás, una mujer regenta el negocio. Tiene una edad parecida a la mía. No le doy mucho trabajo porque le pido que me esquile al uno con la máquina de provocar cosquillas, mientras hablamos los veinte minutos que dura su labor de los problemas del barrio.

Este anochecer tenía ganas de apariencia hooligan en vistas al partido del domingo entre el Real Madrid y el Barça. He entrado y me ha podido atender. Según le viene en gana, comienza a dejarme calvo por el frontal hasta alcanzar el parietal, y entonces parezco un anciano (aunque me cueste contemplarme en el espejo sin la asistencia de mis lentes graduadas). Según le viene en gana, comienza a esquilarme por los huesos temporales y entonces parezco un moderno. Hoy ha elegido la segunda opción.

-¿Viste el partido de ayer? -me ha preguntado.
-¿El Chelsea-Barça? No, no lo vi. Me gusta el fútbol, pero pasaban Porca Misèria en TV3.
-Yo cerré tarde la peluquería. Lo seguí en un bar mientras me tomaba una cerveza para relajarme. Me gustó.
-¿Te gustó? Pero si perdieron...
-Por eso.

(Ya tiene mi cabeza rapada y ahora me repasa las patillas con una navaja tremenda que hace zip junto a mis orejas.)

-Ya veo que no eres del Barça. ¿Del Madrid?
-Tampoco. No me gustan los equipos grandes, siempre prefiero que pierdan. Soy del Burgos.
-¿Del Burgos? Pero si bajaron de categoría hace años por unas deudas pendientes, creo recordar.
-Sí -sonríe ante mi aportación de hemeroteca mental-, estamos en Segunda B. Y tú, ¿de qué equipo eres?

(Se escucha un zip junto a mis pabellones auditivos.)

-De ninguno, de ninguno. No me gusta mucho el fútbol la verdad -miento.
-En mi casa soy la única futbolera y debo llevarme a mi habitación un televisor pequeño cuando transmiten un encuentro. A mis hijos no les gusta para nada. Al menos así no son del Barça.

(Zip.)

-¿Y a tu marido, le gusta el deporte?
-Ese ya no está. Mejor: era culé.

Prefiero no preguntarle por dónde anda, si en el mundo de los vivos o de los difuntos, mientras la cuchilla brille junto a mi cuello de manera borrosa en el espejo.

-Pronto habrá un Madrid-Barça, ¿con quién irás?
-No voy ni a verlo.

(Zip.)

-¿Y tú?
-Con ninguno, con ninguno. Me meteré en un cine, que ese día estarán vacíos.

Rapado, sin cortes y con aspecto hooligan regreso al hogar con el rabo entre las piernas, esperando el derby, mientras busco en la guía nuevas barberías de siempre por el barrio.

Poetas muertos

De niño, cuando el tiempo era filmado a cámara lenta, había dos fantasmas sonrientes -de estaturas dispares- en la granja de mi abuelo materno. Ocupaban el piso de arriba, donde estaban los dormitorios, y esperaban astutamente a que estuviera solo para sorprenderme con sus vestidos antiguos que variaban continuamente con coquetería. Los mayores no hacían caso de mis reclamaciones y hablaban de fantasía infantil. Hace tiempo de eso. Ni en la adolescencia, ni en la juventud volví a contemplar un desfile de ropa vintage colgada en perchas paranormales.

Ahora, en la edad adulta, el día es tan rápido en la metrópoli que los fotogramas no dan abasto y lo convierten en escenas charlotescas; con autocares cruzándose en la calzada con otros vehículos a motor, especuladores entrando y saliendo del edificio de la bolsa con bandazos mecánicos de cadera, cocineros de restaurantes de menú diario manejando las paellas como si tuvieran el mal de San Vito.

De noche el ritmo es más pausado. Las parejas salen de las casas de comida filmadas con una languidez que les pone nerviosas en su intención de alcanzar deprisa una cama y tomar el postre afrodisíaco. Los taxistas van de pesca entre la neblina con su lucecita verde que atrae a los caminantes fatigados. Los turistas embriagados dan tumbos intentando recordar canciones de gresca hacia su hotel.

Luego la ciudad enmudece y en la madrugada sólo quedan los gatos. Ellos y yo. Antes tenía costumbre de caminar un rato antes de acostarme, hasta que el pasado noviembre se rompió mi llave en el pestillo y me pasé la noche primero en una comisaría de policía auxiliadora y después a la intemperie de otoño hasta que llegara el cerrajero a las diez de la mañana (esperando a que abrieran las puertas del Turó Parc para regar los árboles con mi incontinencia urinaria). Hoy he salido de nuevo a deshoras, después de tantos meses, y me he cruzado con Jesús Moncada. Creo que era él, con su eterna gorrita a cuadros, pero no podría jurarlo.

Antes le tenía muy visto y reconocía sus rasgos faciales, su estatura, sus movimientos, su mirada ensimismada tras los cristales de miope. Pero ha pasado algún tiempo desde que paseaba a diario con su perro sin pedigree bajo mi balcón, en mis primeros años en Barcelona. Observaba, como Dios en las alturas, su frente calva cubierta con prendas británicas, su melenita circundante y su barba campesina. Torrent de l'Olla arriba y abajo, sin horario establecido. Aumentaba mi autoestima ser vecino del excelente prosista, según cuentan los críticos (además, nació en la frontera con la tierra del sol y de la niebla). Algunos incluso manifiestan que es el mejor escritor catalán de las últimas décadas, con poca obra publicada: los libros de cuentos "Història de la mà esquerra" (1981), "El Cafè de la granota" (1985), "Calaveres atònites" (1999); y las novelas "Camí de sirga" (1988), "La galeria de les estàtues" (1992) y "Estremida memòria" (1997). No he leído nada suyo, y tendré que pedirle esos libros al señor Hayden que es fanático de su literatura.

Hacía mucho tiempo que no sabía de sus paseos por el distrito. Primero pensé que se había mudado de barrio; después que había regresado a su Mequinenza natal. Hasta que leí en un periódico que había muerto un trece de junio de 2005. Esta noche, si era él, parecía tranquilo y en paz. Me ha agradado volverle a ver, aunque no nos hayan presentado jamás. Al alejarme, me he girado para preguntarle por el destino de su perro. No había nadie, ni una sombra.

Antes de que amanezca en la ciudad, es fácil cruzar los pasos con seres misteriosos. Contaré algunos casos. (Debo declarar que, las veces en que he tenido estas experiencias, mi mente permanecía lúcida y por mi sangre no corría ninguna substancia perturbadora de los sentidos.)

Hace tres años, en la confluencia de la calle Bailén con Travessera de Gràcia, me abordó una adolescente con vestido liviano de noche de fiesta y las mejillas estampadas con estrellas plateadas de purpurina, a las dos de la madrugada de un lunes del mes de enero. Me preguntó si nos conocíamos del Bar Toni. Sonreí bajó mi gorra de lana para protegerme de las inclemencias del tiempo y le dije que no. Parecía sumamente triste y buscó nuevos argumentos para continuar la charla, pero yo tenía ganas de regresar a casa. Me pidió, al menos, un cigarrillo. Le respondí que no me quedaba tabaco, pero cambié de idea a los cinco segundos. Me giré para ofrecerle un JPS light. La calle era un decorado vacío.

Poco tiempo después, también a altas horas y con la ciudad acostada, en las estrechas aceras de Sant Eusebi escuché pasos a mi espalda. Al volverme, vi a un muchacho con la mirada ahogada en alcohol o en cannabis. Caminaba a un par de metros de mi espalda, al compás de mi paseo. No intentaba adelantarme. Así que, al cederle el paso, no había nadie. Retrocedí para ver dónde se había escondido. El muro de la empresa que ocupaba toda la manzana no tenía puerta de entrada en esa calle.

Finalmente, hace un año me entretuve en mirar la cartelera del cine Verdi en noche cerrada. No había personas alrededor -ni siquiera el sereno-, así que tenía espacio y tiempo infinitos para sentarme a leer los carteles tranquilamente sobre un bloque de hormigón. Estudié las películas y, al levantarme, descubrí a un vecino de banco. Estaba de espalda. Leía un libro grueso y parecía inerte. Me entró el miedo y escapé a mi cama. A media carrera, miré atrás y el lugar estaba deshabitado.

Hoy he saludado a Moncada con la mirada, si se trataba de él. En vida, no era un personaje entregado a exposición pública. Permanecía reacio a aparecer en los medios. Un hombre solitario y modesto, a diferencia de los autores mediáticos. Escribió cosas como:

"Eixiren de les aigües de la vila, que coneixia pam a pam, i va anar descobrint, encisat, el riu que el vell Arquímedes li mostrava i del qual no sabia quasi res. Sempre que baixava als molls, se'l menjaven les ganes d'emprendre viatge amb alguna de les naus".

(Camí de Sirga, 1988)

Jesús Moncada era de la misma estirpe del "poeta invisible" -o el "Sallinger mallorquín"-, Miquel Bauçà; escritor con una visión pesimista de la vida (¿premonitoria?), con cuyo fantasma todavía no me he topado. Murió días antes de su muerte oficial, porque le encontraron en estado de descomposición en un piso oscuro del sur de Barcelona (su escondite desde hacía años). Puedo imaginarme a la policía científica husmeando entre sus libros, y a él observándoles sentado en un sillón orejero, con las piernas tranquilamente cruzadas. Según las crónicas: "Su familia no sabía nada de su vida, ni de su muerte (...). Todo el mundo lo conocía y le admiraba, aunque se ha muerto en la más absoluta de las soledades y en la más triste, o no, de la muertes posibles". Vivía ajeno a todo, con el único contacto con su editor. Escribía cosas como:

"Amics, anit,
perdoneu aquesta petita excitació.
Us he de dir... que he decidit seguir vivint,
vestir-me com vosaltres, correctament,
amb corbata; i, com cal, traçar-me
uns plans dignes, per tota la vida, plens de sentit.
Amics, anit,
ara que encara els meus ulls poden veure
coses belles -gessamins, donzelles, libèl.lules-
i tantes d'altres coses -escenes casolanes,
familiars, escenes de violència-,
anit, doncs..."

(Una bella història, 1962)

Jesús Moncada era de la misma estirpe de José Agustín de Goytisolo, con cuyo fantasma todavía no me he cruzado. Saltó de su ventana, como una hoja caduca o un poema triste, a su calle barcelonesa el diecinueve de marzo de 1999. Era amigo de un amigo mío, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. En su pueblo de vacaciones -interior de las tierras del sur- le llamaban José Agustín de whisky solo (las bromas cabronas que te ayudan a sentarte en el marco de un ventanal y jugar al vaivén definitivo). Escribía cosas como (transcribo completo el poema, porque sí):

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.

Hija mía, es mejor vivir
con la alegría de los hombres,
que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola,
tal vez querrás no haber nacido.

Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto,
que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Un hombre sólo, una mujer
así, tomados de uno en uno,
son como polvo, no son nada.

Pero yo cuando te hablo a ti,
cuando te escribo estas palabras,
pienso también en otros hombres.

Tu destino está en los demás,
tu futuro es tu propia vida,
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas,
que les ayude tu alegría,
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.

La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares,
tendrás amor, tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.

Perdóname, no sé decirte
nada más, pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.

Y siempre, siempre, acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

(Palabras para Julia, desconozco el año).

Debo recordar otra historia antes de acabar. Coincidí por última vez con Jesús Moncada poco antes de desaparecer él de su vida y de la mía, al final de 2004. Nos cruzamos, sin conocernos, junto al contenedor de reciclaje destinado a papeles del norte de nuestra calle. Permanecía allí anclado con su perro a manchas. Dialogaba con una pareja de mediana edad, para ofrecerles la confidencia de que lanzaba al olvido una novela fallida. Me hice el despistado en la esquina y, cuando ellos desaparecieron del paisaje, regresé al receptor de cartones para introducir mi brazo derecho en sus entrañas.

Il camminatóre disperato

El hermano del señor Hayden es un homenot. Conmueve contemplar la montaña de su cuerpo disfrutando de su gran pasión por la música clásica. Podría abrazarte hasta la muerte como un oso pardo, pero prefiere utilizar sus brazos para dibujar el vuelo de un violín en una pieza de Aaron Copland. Rodeo, por ejemplo.

Tenemos los mismos cuarenta y dos años e idéntico estado civil: soltero. Incluso nos parecemos ligeramente en el aspecto físico. Por eso me gusta preguntarle al sargento por la masculinidad de su hermano. "Solo y sin compromiso a esa edad... no sé qué pensar", le digo. Mi padre siempre ríe con ganas esa broma recurrente en las sobremesas del domingo.

El último fin de semana, el homenot vino a comer a la granja de los caballos por primera vez en su vida. Estaba relajado, como de costumbre, a pesar de que le sentaran a mi lado. El tipo me cae bien y no le ataqué a fondo como hago siempre con el señor Hayden. (Es una pena que, a finales de los noventa, mi hermana se equivocara en el proceso de selección de marido -cuya cola de candidatos daba la vuelta al domicilio familiar, se alargaba a la sombra de los muros de las granjas vecinas y se extraviaba entre las fincas de manzanos.)

Me abrigaba compartir soltería con él, hasta que el policía tintineó contra la copa de cava su pistola de nueve milímetros parabellum con carga superior a doce cartuchos para anunciar a los presentes que el homenot tenía -por fin, y quizás definitivamente- pareja. No le creí, hasta que discurrió de mano en mano una fotografía de los recién enamorados sentados frente a una mesa parecida a la un banquete nupcial. (Debo declarar, muy a pesar mío, que la mujer parecía atractiva en la imagen.) Mi broma eterna acerca de su hombría caducó en un instante, y ya era el único impar en la mesa de los festivos (el señor Gris hace pareja con el pequeño Hayden, y no cuenta). Rumiaba en esas circunstancias cuando salió disparado el tapón de una nueva botella espumosa con motivo de las celebraciones, y pude seguir con mirada triste su trayectoria curva hacia las fauces del can que lo apresaron al vuelo, como si fuera una pieza de caza. Se tumbó para convertir el corcho en migas a base de su paciencia y del aguante de la señora Sofía que le miraba -amenazante- de reojo, pensando en que después debería barrer con la escoba los restos de su extrema autopsia.

Quizás sea tiempo de redirigir mi vida. He leído en algún sitio que una mujer italiana de treinta años -llamada, o apodada, Sara Disperata- promete relaciones sexuales de una noche a cambio de un trabajo estable de mil doscientos euros al mes. Ha tenido mútiples respuestas, incluida una extraña de la Santa Sede. Su éxito me ha servido para reflexionar y alcanzar una decisión: ofrezco una única noche de sexo a cambio de pareja estable. Ignoro cómo me gustaría que fuera esa persona. En realidad, desconozco cómo son las damas contemporáneas y qué puedo esperar de ellas. He buscado en un diccionario de sinónimos la palabra mujer, para indagar potenciales pistas; y me ofrece, entre otras posibilidades, el vocablo "ángel del hogar". Claro que la quinta edición que poseo es de 1973, y sería extraño acudir con un ser alado a la granja de los caballos. Los Hayden y mis padres me mirarían con un interrogante sobre sus cabezas y el señor Gris despreciaría los corchos de la fiesta.

Hace tiempo, leí una carta de Josep Pla y pensé que allí radicaba mi ideal de compañera. Es una misiva escrita en los años veinte desde Leeds. El escritor comunica a su hermana Rosa su intención de casarse con la danesa Adi Enberg, hija del cónsul de ese país en Barcelona:

"Querida Rosa: (...). Te debe parecer muy extraño que me case. Ya ves. Es así. Me caso por varias razones. En primer lugar porque ella me gusta. Es muy limpia, agradable, poco agitada -ya lo soy yo bastante-, y estar a su lado no cansa nada. Después, porque me puede ayudar, porque es una persona que tiene muchos más elementos que yo para ganarse la vida si es necesario. Después, se cuidará de todas mis cosas y arreglará las que para mí son más difíciles, que son las cosas prácticas, ya que yo soy una verdadera criatura y como quien dice no sé arreglar nada. Finalmente, porque pienso que ella me quiere mucho más a mí que yo a ella. Hace muchos años que llevo una vida fantástica y tengo olvidadas, o no sé lo que son, muchas de las cosas de las que habla la gente. Pienso que me transformará en una persona normal, muy equilibrada, sin estas desproporciones que hoy siento, que me transformará, para decirlo en pocas palabras, en un hombre en toda la extensión de la palabra. La vida pasada se ha acabado y hasta ahora me ha salido bien, sin novedad. Ahora será otra cosa y pienso que todo irá bien...".

No hay constancia de que alcanzaran el matrimonio. Pero no me importaría tener a una Adi para contraatacar al homenot, en la mesa del comedor de la granja de los caballos, anunciando mi nueva condición sentimental. Le pediría la pistola al sargento y le miraría fríamente mientras golpeo con el cañón la copa de mi felicidad recién estrenada.

Momento (3)

Últimamente tomo el tren de la costa, en mi regreso de la granja de los caballos a la metrópoli, porque reparan la línea del norte y el trayecto se eterniza. Este domingo tampoco quedaban asientos libres en el convoy (aunque subo en la tercera estación de su recorrido). Mal afeitado -como siempre en el día del Señor- y con expresión huraña, acomodé mi equipaje en el suelo como pude, extraje de un bolsillo lateral Middlesex y leí apoyando mi espalda contra el canto criminal de una butaca.

Una mirada me distrajo de la página. La joven estaba cómodamente sentada junto a su ventana. Tenía un apunte de nariz bajo la mirada azul índigo y una barbilla deprimida que parecía intrusa en aquel rostro agradable. Pensé que vestía de estudiante hasta que descubrí sus zapatos de tacón de aguja al final de sus jeans y su camisa con los primeros botones desasidos para refrescar sus senos lácteos y escalfar mi pecho. Jugamos a esquivarnos la mirada, hasta que se durmió en posición fetal y yo intenté leer, aunque en realidad escribía mentalmente su supuesta historia de prostituta en viaje de negocios.

En una parada de caballos perdida a medio camino, las autoridades ferroviarias tuvieron la consideración de acoplar un segundo tren al nuestro y permitir que todos pudiéramos viajar con la estupenda novedad de un asiento. Perdí de vista a la mujer báltica, para desplazarme a mi nuevo vagón y leer de verdad.

Llegamos a Barcelona en noche cerrada, con mucho tiempo de retraso. En Sants Estació salí al exterior antes de tomar el metro. En los trenes, como en los cines o en los ambulatorios ya no se puede fumar. (Al aire libre sigue respetándose la tregua.) Absorví el tabaco y sus substancias molestas junto a una parada de taxis. Un guardia de seguridad me otorgaba tranquilidad. La plaza era caótica en tráfico rodado y de personas, y por todas partes se mezclaban gentes y vehículos de manera perpendicular o paralela. Es difícil coincidir con alguien conocido en lugares de paso como ese. Pero estaba a punto de agotar mi cigarrillo cuando apareció la dama del vagón, deambulando sin rumbo fijo sobre sus tacones empinados. Hacía más de una hora que formaba parte de mis recuerdos y allí estaba de nuevo con su leve equipaje de mano. Casi me rozó. La vi alejarse sobre el asfalto, esquivando taxis-avispa y -algo que hacía tiempo que no me sucedía- se giró para mirarme. Ambos sonreímos con tristeza, en la leve complicidad del viaje.

Hanne Hukkelberg

Tenía la noche del domingo planificada en el sofá. Los chicos del Barça chutarían balones en mi transistor. Después habría un impasse de más de dos horas (que aprovecharía para fregar platos, regar las plantas del balcón o leer el dominical del periódico) hasta que comenzara la serie 24 en televisión, con Jack Bauer disfrazado de supermán. Era mi programa de actos en el apartamento, impreso en láser. En la calle había otro diferente por las fiestas de la ciudad. Papa Wenba tocaba en la avenida de la Catedral, en plaza Catalunya tenían un escenario preparado para Mónica Molina y Pastora, en las playas: pirotecnia balear, en el parque del Fòrum actuaban Nena Daconte y Tiziano Ferro, en...

Me pegué un azote en el culo, para despojarme de la camiseta de Deco. (Hay fútbol todo el año.) Me cepillé los dientes y, con la cara lavada y recién peinado, le pedí al señor Gris que se portara bien en mi ausencia para viajar al centro de la tierra en el ómnibus 39, donde me esperaba el fuego de los diablos y sus dragones, la danza de los gigantes, los altavoces retumbando con ritmos distintos.

Deambulé por los escenarios buscando una sensación parecida a la de un gol de Giuly, sin encontrarla. La música étnica tropezaba en el mismo surco del tocadiscos de mi memoria de tanto escucharla; el típico pop español me hizo pasar de largo; los cantadores folk de Catalunya o Francia me relajaron hasta la somnolencia, a pesar del tumulto de personas que aprovechaban las fiestas gratuitas -como hacía yo- para atropellarme a cada instante.

Acabé arrastrado por la marea humana en la placita desconocida para mí de Joan Coromines, angustiada entre los muros de autodefensa del MACBA (Museu d'Art Contemporani de Barcelona) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), con arbolitos a medio desarrollar en los que descansé la espalda. Andaba fatigado a esas horas y necesitaba sentir la agradable sensación de un sofá vertical. Tenía frente a mí un escenario del BAM (Barcelona Acció Musical) a oscuras, mimetizado en la penumbra general del lugar. Aproveché para realizar una expedición por la zona. Descubrí una puerta de entrada bloqueada a la Facultat de Ciències de la Comunicació Blanquerna. Allí trabaja alguien de quien tengo buenas referencias, aunque desconocía hasta entonces el lugar de su despacho en la ciudad. Miré las ventanas donde su sombra debe caminar a deshoras como un fantasma pensando en si va a aprobar a alguno de sus alumnos, o los va a suspender a todos (como hace siempre). También me fijé en el restaurante donde seguro que analiza detenidamente -vuelta y vuelta- cada grano de arroz del plato antes de introducirlo en su boca. En las tareas del comer ejerce de caracol y funciona lentamente.

Estaba pensando en todo eso, cuando se encendieron los focos y saltaron sobre las tablas cinco noruegos (dos mujeres y tres hombres) con aspecto de bañarse habitualmente en fiordos congelados dándose ánimos con golpes en el pecho y gritando de forma desaforada. Tenía previsto abandonar el lugar a las once y media para hacerle compañía a Jack Bauer en mi apartamento, pero me hipnotizaron con sus baladas lentas casi sin instrumentalizar. Luego cabalgaron en mi ánimo con sus marchas guerreras y el estruendo de acordeones, guitarras eléctricas, teclados, cajas de música, percusiones salvajes, voces al borde de romper los cristales del edificio universitario... me obligó a quedarme allí, paralizado ante tantas sensaciones ocasionadas por su música ecléctica.

No entiendo mucho de bandas, pero es mi concierto del año. Claro que no he asistido a ninguno más (aparte de los de estas fiestas). Aunque hubiera acudido a mil citas musicales, Hanne Hukkelberg sería el mejor grupo de esta temporada, sin duda. Son escandinavos y cantan en inglés temas como Balloon, Conversion, Displaced, Kæft, Little girl, Searching, The successor after the professor, Words and a piece of paper... Los interpretaron uno tras otro con frialdad y energía esa noche de domingo en que el Barça empató a uno a cinco kilómetros de distancia, dirección oeste. Sólo llevan un par de años como formación y apenas han desfilado por placitas desconocidas de Gran Bretaña. Francia y Rusia. En su puesta en escena utilizan desde una bicicleta que colocan invertida para extraer sonidos de su rueda trasera -entre cuyos radios deslizan una especie de batuta-, hasta una sierra con la que le hacen cosquillas a una madera. Me parecieron geniales hasta el punto de desplazar un pie adelante y atrás; mover la cabeza a derecha y a izquierda -como hacía Hanne-; y, en un momento puntual, brincar entre el público moderno de gafas de pasta. Acabaron agradeciendo los doscientos aplausos, incluidos los míos. Y escapé zancando entre los árboles jóvenes de la plaza y las viejas calles del Raval, asustado por posibles atracos en esa parte tremenda de la ciudad. Llegué con el tiempo justo a casa para disfrutar de un Jack Bauer atrapado en la bodega repleta de equipajes de un avión diplomático.

Nunca me ha gustado asistir a conciertos multitudinarios de grupos populares, o leer un bestseller, o veranear en Benidorm. Prefiero descubrir rarezas. Ser de los pocos que tiene el tesoro. Decir que sólo yo estuve allí. Presumir de ello. Exclusivamente un par de centenares de personas vieron en directo a Hanne Hukkelberg, en el que -creo- es su primer concierto del sur de Europa. Estaba entre ellos. Nadie de mi entorno sabe de su existencia y la conocerán a través de mí. (Es una pena que el alcalde no me extendiera una entrada de recuerdo al tratarse de un concierto gratuito.)

Hoy me ha llamado una persona para contarme su fin de semana. Básicamente me ha enumerado sus múltiples cenas (¿por qué cenará tantas veces esa mujer?).

-¿Y has ido a algún concierto de la Mercè? -le he preguntado buscando la excusa para introducir mi "gran tema".
-Poca cosa. Después de cenar en el Pla dels Angels vimos a un grupo que tenía una bicicleta girada sobre el escenario, noruegos creo. No estaban mal, pero llegamos tarde y sólo escuchamos los últimos temas. ¿Y tú, qué has visto?

Mil lugares

Llevo la tierra de la niebla impresa en mi carácter, su acento surge de mi garganta cuando alguien me pregunta por una calle, me alimento con sus productos importados, sueño con sus edificios medievales. Cuando me refiero a mi hogar mi mente viaja a ella, aunque tengo desde hace años un apartamento alquilado en Barcelona.

Quiero a la tierra de la niebla, aunque le soy infiel con esta metrópolis que me excita con sus caderas latinas. Si alguna vez has pisado la minúscula plaza de Sant Gaietà (Sarrià), el recóndito parque en el ático del Museu Marítim de les Drassanes (Ciutat Vella) o la nostálgica calle Torrijos (Gràcia) sabrás a qué me refiero.

Ayer hablé con alguien que lleva más años que yo residiendo entre los palmerales y al borde del lago de este oasis mediterráneo. Me sorprendió que planificara un viaje a su tierra del sur para este fin de semana, justo cuando Barcelona se pone guapa por las fiestas de la Mercè, con conciertos indispensables en cualquier rincón de la ciudad. Pero, allí viven sus gatos forasteros y sus recuerdos; y Barcelona sólo es para ella un lugar de trabajo, de salas de cine y restaurantes. Siento que no sea nada más en su vida, que no conozca este territorio que la acoge; pero me conmueve su fidelidad hacia su verdadera patria.

Este atardecer estoy en la plaza Catalunya para conseguir un programa de actos de las fiestas en el punto de información turística. La mujer uniformada de azafata me lo entrega gratuitamente y sin gran entusiasmo. Después paseo por La Rambla entre ciudadanos de mil distintas tierras del sol o de la niebla o de la lluvia o del sur o norteñas... impresas en su carácter, en su acento, en su alimentación, en sus edificios antiguos olvidados atrás en su viaje por turismo. Compro un periódico extranjero para ponerlo bajo mi brazo, como hacen ellos. No soy rubio para el Súddeutsche Zeitung, ni altivo para el France Soir, ni elegante para el The Economist. Opto por el Diari d'Andorra. Lo adquiero este jueves, por segunda vez desde que Mercedes publicara un magnífico artículo sobre México la semana pasada en sus páginas. En información internacional abren con España o Francia, invariablemente. Y sus páginas de televisión se estrenan con Andorra Televisió, saltan a Arte, luego a TV3 y al Canal 33, BBC World... Y la RTP portuguesa adelanta a Antena 3 o a Telecinco en el ránking. El diario está completamente escrito en catalán, ese raro idioma que nos empeñamos en hablar con la extravagante excusa de que es la lengua con la que nos dirigimos a nuestras madres, desde siempre.

Los anuncios de Pyrénées, La Casa del Formatge o del Centre Comercial Sant Julià me retornan a los viajes estivales de cuando era niño en el coche familiar, en busca de azúcar, leche y coñac a precios económicos. Después de las compras, comíamos un plato combinado en una terraza de Andorra la Vella, junto al río Valira, y regresábamos a casa -a mi hogar eterno-, deslizándonos como en trineo por las montañas en dirección al valle. Eran nuestras vacaciones de entonces, complementadas con la estancia en la torre del abuelo materno, rodeada de manzanos.

Algunos veranos también visitábamos Barcelona, y era tanta la aventura para la señora Hayden y para mí (ambos menores de diez años) como volar a Nueva York para los niños actuales. Pernoctábamos en una pensión de la calle Canuda, y nuestros padres nos dejaban al cuidado de la propietaria mientras asistían a las representaciones picantes de El Molino. Nos hacíamos los dormidos, para levantarnos al instante de cerrar ella la puerta de nuestra habitación y correr al balcón. Desde allí apuntábamos a las cabezas de los paseantes con nuestra botella de plástico flexible, y los poníamos perdidos de agua de colonia. En la tierra del sol, en aquellos tiempos -y todavía ahora-, sólo era posible rociar a algún gato vagabundo desde la balconada; y la novedad del tráfico de tantas personas por la acera nos mantenía desvelados hasta muy tarde.

Estoy cerca de la calle Canuda esta noche. La pensión no existe desde hace años, pero mis recuerdos siguen dando vueltas como una peonza en la sombra fresca de su portal. Me siento turista en la ciudad con el periódico extranjero bajo el brazo. No tengo ganas de regresar a mi piso. Preferiría tomar una habitación de hotel en la zona turística. Leer un rato el Diari d'Andorra sobre la cama con sábanas limpias, buscando información sobre su famoso autobús en forma de vaca: el vacabús. Quisiera llamar desde la habitación a mi padre para decirle que estoy hospedado cerca de la calle Canuda, y pedirle que me lleve un día a Andorra. Me encantaría telefonear después a la señora Hayden para preguntarle si tiene una botella de plástico repleta de perfume y rogarle que viniera hasta aquí para recordar viejos tiempos disparando su contenido sobre los peatones despistados.

Fondo de armario

Según el calendario permanecemos en verano, y me comporto consecuentemente. Me extrañó que no estuviera el cobrador en la puerta de las piscinas municipales de la tierra de la niebla, que hubieran quitado el tapón del desagüe de las balsas, que en la grama sólo permaneciera extendida mi toalla, que dispusiera de una hectárea completa de instalaciones recreativas sólo para mí.

Al menos, las duchas funcionaban y apenas había moscas. Abrí la novela Middlesex por el punto de libro que es un billete de tren. Entonces, Cal Stephanides me contó: "Invité a Julie Kikuchi a pasar el fin de semana fuera. En Pomerania. La idea era ir en coche a Usedom, una isla del Báltico, y alojarnos en un antiguo centro turístico que gozó de la estima de Guillermo II. Insistí en poner de relieve que tendríamos habitaciones separadas. Como era fin de semana, traté de vestirme con ropa informal. Para mí no es fácil. Me puse un jersey de pelo de camello. de cuello vuelto, chaqueta de tweed y pantalones vaqueros. Con zapatos de Edward Green, de color burdeos y hechos a mano. Este modelo en concreto, llamado Dundee, parece muy de vestir hasta que se ve la suela de goma moldeada. El cuero tiene doble espesor. El Dundee es un zapato concebido para recorrer la finca, para pisotear el barro con corbata y los spaniels detrás. Tuve que esperar meses a que me los entregaran. En la caja decía: Edward Green, maestro zapatero para gente poco común. Eso soy yo, exactamente. Poco común".

No revoloteaban moscas, las duchas funcionaban y nadie me molestaba. Pero, para que la escena fuera ciertamente idílica, me faltaba el jersey de pelo de camello del protagonista de la novela de Jeffrey Eugenides, porque el cielo andaba oscurecido y el viento de poniente me obligó a sacar la toalla de debajo de mi cuerpo, para cubrirme con ella; aunque apenas estábamos en el ecuador de septiembre.

Antes los veranos duraban todo el verano. Ahora se diluyen como la arena de Cayo Sal entre mis dedos, en un visto y no visto.

Las recientes lluvias dejaron embarrados los caminos de la tierra de la niebla; con huellas de tractores de los propietarios de las fincas, huellas de todoterrenos de los encargados, huellas de motos de los capataces, huellas de bicicletas de los peones de piel más oscura que la nuestra. Todos se apuraban para acabar de recolectar las frutas que maduraban en los árboles en este verano efímero.

En cualquier esquina aparecía un hombre negro pedaleando apremiado; en cualquier cruce de caminos había un grupo de magrebís marchando a paso militar junto a los tallos secos de las matas de hinojo; bajo un cielo ensangrentado, con nubes de algodón que pretendían sanarlo. El viento azotaba sus pieles para preguntarles por qué habían salido a campo abierto en camiseta promocional si ya estábamos en septiembre. (Quizás porque no tenían nada más que ponerse.) Sólo descubrieron que el verano era cosa del pasado cuando sus jefes dieron las órdenes del día ataviados con botas de suela de goma, pantalones gruesos de algodón y chaquetas acolchadas. Los manzanos estaban húmedos de rocío y lluvia, las ramas salpicaban los cuerpos estivales al paso del tractor, el suelo metálico era resbaladizo bajo el fango acumulado en unas frágiles alpargatas rebozadas con fango.

La señora Sofía preparó una montaña con mi ropa vieja para entregarla a los africanos que están empleados en la finca de sus amigos, y sólo pude pactar el rescate de una camisa y dos t-shirts aduciendo que eran antiguos obsequios y que no se podían regalar. Ambos somos absolutamente contrarios a la presencia de inmigrantes masivos en nuestras vidas; pero ella tiene ese instinto maternal innato que le impide comportarse mal con un ser humano. Y yo no he sido nunca madre (aunque, este fin de semana contemplé algo que llevaba años sin ver: unos caracoles -sin orden geométrico- depositaban su legado en agujeros bajo la bóveda gris. Los huevos transparentes -algo tan delicado- quedaron a media intemperie, con vida dentro, y los fui esquivando con mis botas como en un juego acrobático.)

Regresé a la metrópolis en el tren del sur. Su paso transcurre primero entre llanos de fruta dulce y viñas; después junto a montes de escasa envergadura y, finalmente, se precipita en un camino paralelo al mar. Buscaba un último guiño de este verano fugaz. No lo encontré en las persianas clausuradas de los apartamentos de temporada, ni en las calles solitarias de sus municipios. En las playas (entre páramos agrestes con tallos azotados por el viento) quedaban únicamente viejos pescadores de caña y nostálgicos paseantes con gorrita, pantalón corto sobre la rodilla, jersey de manga larga y mochila. Los chiringuitos cerrados en las ensenadas lucharían contra el salitre hasta el verano siguiente.

Sólo en un golf de nueve hoyos descubrí algo parecido a la felicidad estival eterna. Los deportistas medían la distancia del put ataviados de verano: polo Lacoste, pantaloncito claro, calzado Footjoy en blanco y negro y paraguas Callaway por si llovía en ese día hermafrodita. Les seguían los caddies abrigados de otoño. Todo lo contrario que en la tierra del sol: los ricos con vestimenta ligera y los humildes bien tapados. No se lo contaré a la señora Sofía, no vaya a ser que les envíe lo poco que queda de mi ropa otoñal a esos deportistas domingueros que extravían pelotas compactas en el Mediterráneo.

El mar se alejaba, y el tren acometía la entrada en la gran Barcelona. Entre mis dedos se diluía mi verano y sus recuerdos: alegres y amargos: la doble "a". Con el frío deberé buscar acomodo en lugares a cubierto, en lugar de pasear, ejercer de foca en una piscina municipal o vagabundear por una playa. Quizás vuelva a asistir al cine. Espero que sigan permitiendo fumar en las salas, como sucedía antaño.