Navidad en el Turó Parc

El año pasado decoré el blog con una Santa Claus ligerita de ropa. Este año me he moderado.

Cruce de caminos



Esta tarde había quedado con la mujer elegante para caminar un rato, como hacemos habitualmente desde hace un par de meses, un par de veces por semana. Por rutina. Para que yo aligere el peso de mis problemas. Me acompaña a pasar de largo, a toda pastilla, por esos escaparates ante los que me detendría. Escaparates de pastelerías, de tiendas de ropa, de juguetes (porque debo comenzar a pensar en los Reyes Magos de mis sobrinos -no le digáis a nadie que los Reyes son los tíos).

Esta tarde había quedado con la mujer elegante para caminar un rato. Pero no ha aparecido en el punto de encuentro (suele ser el Turó Parc). Me ha llamado para disculparse. Le había surgido un imprevisto. Pero me ha pedido que caminara solo, que no frenara el plan de mi adelgazamiento emocional.

Así que he pasado de largo, a toda pastilla, por esos escaparates ante los que me detendría. Escaparates de pastelerías, de tiendas de ropa, de juguetes (porque debo comenzar a pensar en los Reyes Magos de mis sobrinos -no le digáis a nadie que los Reyes son los tíos).

Un semáforo estaba en rojo para los transeúntes, en el cruce de Madrazo con Balmes. Miraba el disco, esperando que se pusiera en verde, cabreado, sin entender esa lentitud. ¿Por qué los semáforos para peatones tardan tanto tiempo en dejarnos pasar? He bajado la mirada y me he cruzado con la de ella.

Era una niña. Me observaba, con la raqueta de tenis colgada en su hombro derecho. Llevaba una coleta rubia y alta, atada con una goma marrón. Debía tener unos diez o doce años (soy malo poniendo edades). Me ha sonreído, y ha elevado los hombros, como si ella no fuera la responsable de los semáforos municipales. Como si fuera una víctima como yo de esa espera.

Me ha hecho sonreír, a mí que no sonrío nunca. Me ha gustado ese segundo de complicidad con alguien de otra generación. Con una niña que me enseñaba a tener paciencia. Con alguien con quien no volveré a cruzarme, pero que con ese gesto me ha alegrado este dos de diciembre. No jugaré con ella a tenis. Muy probablemente, me ganaría, porque estoy desentrenado.

Se ha alejado mirando escaparates de pastelerías, de tiendas de ropa, de juguetes (porque debe comenzar a pensar en los Reyes Magos -aunque ya debe saber que los Reyes son sus tíos).

Se ha alejado como se aleja siempre la mujer elegante, cuando nos despedimos tras vermos dos veces por semana. Nunca mira atrás en el escaparate del ómnibus, mientras busca un asiento.

Ella sigue siendo una niña gamberra. Soy malo poniendo edades. El martes pasado, la mujer elegante aparentaba diez o doce años. Arrastraba su paraguas por el suelo, con una mochila en la espalda, y los mofletes resoplando tras nuestro paseo largo para aligerarme de mis problemas. Estaba guapa. Estaba divertida. Estaba agotada de cuidarme. Llegábamos a la parada de metro Verdaguer. Sólo nos quedaba un semáforo en rojo. Tardaba en cambiar de color. Ella me miró. Y elevó los hombros, fastidiada porque no la dejaba cruzar hasta que no estuviera en verde (la tenía agarrada de la chaqueta). Me hizo sonreír.

Me l'estimo molt.

PD: He descubierto la música de Hindi Zahra en el blog de Joana. L'he copiat, sense demanar-te permís.

Poa pratensis

todos nos gusta tender la toalla sobre él cuando salimos de la piscina y notamos su frescor bajo nuestros pies. El césped es el nombre común de una docena de especies gramíneas, entre las que destacan la armeria maritima, la stenotaphrum secundatum o la poa trivialis. Se utiliza como cobertura en parterres de jardines. O como terreno de juego para la práctica de actividades deportivas: tenis, golf, hockey sobre hierba, rugby...

En campos de fútbol funciona muy bien una mezcla de poa pratensis (20%) y lolium perenne -o raigrás inglés- (80%). Es ideal para meterles cinco goles a los equipos soberbios. Con esa elegancia.

PD: De gran vull ser Pep Guardiola o Fra Miquel.

MIA y el sargento Hayden



Suena mi teléfono fijo casi a la hora en que la carroza se convierte en calabaza.

Me resulta familiar su voz, y me cuesta un par de segundos ponerle rostro. Es mi cuñado, que nunca me llama. Siempre lo hace mi hermana.

El sargento Hayden me pregunta -con voz bajita, porque los niños duermen- si estoy libre el siete de diciembre. Parece tímido, como si quisiera pedirme dinero. Pero quiere regalarme dos entradas para el próximo concierto de la ceilandesa MIA en Barcelona. Sabe que me gusta. Sabe que me la descubrió él. Sabe que me ducho con esa música.

Le digo que no. Insiste, por todos esos canguros que he hecho con sus hijos. Pactamos una entrada, en lugar de dos: estoy acostumbrado a ir a todas partes en solitario. Va a intentar comprarla por internet. Alargo la conversación para comentarle lo de las elecciones, para charlar de fútbol, para preguntarle por su último fin de semana en la tierra de la niebla, mientras yo guardaba la metrópoli.

Me gusta mi cuñado. Es un armario ropero, pelirrojo, atractivo, serio, solidario, detallista.

En voz bajita -porque los niños duermen- me dice adiós.

Cuelgo mi teléfono fijo casi a la hora en que la carroza se convierte en calabaza. Y yo me siento como un príncipe a punto de acudir a un baile, con una posible entrada para escuchar a esa ceilandesa que me acompaña en la ducha casi todas las mañanas. Esta vez será en directo.

PD: Gràcies Xavi. I si no hi ha entrades, no pateixis. El més important és el detall. T'aprecio molt.

Universo Ikea



Es domingo y tengo que escribir deprisa, porque pasado mañana igual es mi último día en el planeta. O quizá sea el primero. O quizá siga esa "sólo rutina" que describía Mario Benedetti en La tregua. Tengo tres opciones, que no es poco.

He desayunado en el balcón dos naranjas (las he pelado con un cuchillo de juguete, con el mango del mismo color que esas frutas) y dos cafés con leche americanos (¿cómo no los había descubierto antes?). Hojeaba un catálogo de Ikea, con el sol en la cara, distraído. Con ese librito, te entran ganas de tener pareja y soñar en una cama diseñada por alguien como Lotta Kühlorn. Una cama Malm, por ejemplo. Y tener a una personita inocente en una cuna diseñada por alguien como Johanna Jelinek. Una cuna Hensvik, por ejemplo.

El edificio de enfrente es nuevo, y en él habitan seres que un día igual fue su última vez en el planeta. O quizá la primera. Van y vienen por esos balcones -caros- mal diseñados en los que jamás da el sol, mirando de reojo cómo me tomo el café americano y hojeo la revista de Ikea en mi balcón -barato- en el que siempre da el sol, y luego entran en sus apartamentos recién estrenados con camas Malm y cunas Hensvik.

Tengo que escribir deprisa, porque pasado mañana igual es mi último día en el planeta. O quizá sea el primero. O quizá siga esa "sólo rutina" que describía Mario Benedetti en La tregua.

Mi rutina fue que el martes pasado vinieron mis padres a Barcelona con la diligencia de las diez de la mañana, que aparca siempre puntual frente al Boulevard Rosa. Remontamos el paseo de Gràcia con el sol en la cara. A la señora Sofía se le escapaban los ojos tras esos escaparates repletos de ropa, o de perfumes, o de zapatos. Al tenista se le escapaban los ojos tras esas cafeterías donde quería tumbarse a tomar un café con leche. Alcanzamos la plaza de la catedral, y llamamos a mi hermana (su hija -la señora Hayden) por el móvil. Valió la pena estar los cuatro en la terraza de esa cafetería para turistas, con el sol en la cara. Creo que era la primera vez que desayunábamos la vieja familia en esta vieja ciudad. Nosotros solos, sin nuevas familias. Mis padres hace tiempo que tuvieron sus camas Malm, y sus cunas Hensvik. Mi hermana las tiene ahora.

Antes de separarnos, la señora Sofía me entregó un tupper con las setas que encontraron en unas montañas del sur, salteadas con ajo y perejil. Estaba cerca de la playa, así que fui allí, en mi rutina.

Había pocas personas en la arena. Me senté en un espigón. Dos jubilados explicaban que las olas llegan de tres en tres, y que la tercera es la más débil, mientras yo estaba pendiente de mi mochila cuando se acercaban esas espumas amenazantes. Una pareja de turistas alemanes acamparon a mi derecha. Ella era morena, con los ojos azules, él era rubio, con los ojos oscuros. Extrajeron bocadillos de sus mochilas, y yo abrí el tupper. Comimos en silencio, sin conocernos, mientras aterrizaban gaviotas de diversos tamaños, exigiendo su parte del festín. Seguramente esas personas desconocidas, con las que compartía mesa en la arena, hace tiempo que tuvieron sus camas Malm, y sus cunas Hensvik.

Mi rutina fue que el jueves pasado me dirigí al corazón de la ciudad. Al atardecer estaba frente a un Woman's Secret, para esperar a la Princesita, que llegaba puntual con la diligencia de las ocho de la tarde, directa desde la radio. Me pidió que entrara en el local, pero me negué tras analizar el escaparate (con maniquís medio desnudas, y paja en el suelo -una metáfora de los escaparatistas, deduje). Luego fuimos al universo Sephora. Me hizo oler mil perfumes, colonias, cremas de noche (en esos palitos de papel)... La dependienta era una francesita preciosa de labios rojos, aunque nos hablara en catalán.

Nos tomamos una cerveza en un local que podría aparecer en Lost in translation. Y allí charlamos de esos negocios que tenemos pendientes, y que nos dan miedo.

La princesita hace tiempo que tiene su cama Malm. Y toma café americano en el balcón con Buñuel, con esos periquitos de la casa vecina que duermen en el suelo de la jaula.

Yo no tengo apenas nada.

Mañana me espera mi último día en el planeta. O quizá sea el primero, para ser como ellos. O quizá siga esa "sólo rutina" que describía Mario Benedetti en La tregua. Tengo tres opciones, que no es poco.

Luis



Recuerdo, yo que puedo recordar, que cuando era pequeño no había playstations, ni iphones, ni teléfonos móviles, ni vuelos baratos con Vueling, ni messengers, ni facebooks, ni partidos del Barça en pay per view, ni sesiones de rave music, ni monopatines, ni piercings, ni tattoos. Ni siquiera existía Scarlett Johansson. Lo juro.

¿Qué había entonces? Pues poca cosa: las canicas en el patio del cole, las novelas de Enid Blyton, las excursiones en bici y los domingos por la tarde en que nos colábamos en el cine Urgell, con Sala y Miró, para ver películas prohibidas a menores de edad. Allí Luis García Berlanga nos hizo pasar buenos ratos. Mejores que con una Play o con un vuelo barato de Vueling.

Recuerdo, yo que puedo recordar, que su cine nos ponía una mueca desangelada en nuestras bocas (una medio sonrisa), reconociendo en sus personajes extraviados a nuestros vecinos de la tierra de la niebla, en ese tardofranquismo. Sus películas eran inteligentes, las historias tenían una mecánica tan perfecta como la de un reloj adquirido en Ginebra, los diálogos de Azcona eran luminosos. (Cuando no hay dinero para efectos especiales, hay que tirar de ingenio.)

Recuerdo, yo que puedo recordar, que Berlanga (y otros como él) fue, en esas salas oscuras con el suelo repleto de pipas y colillas, nuestra Play, nuestro Iphone, nuestro teléfono móvil, nuestro vuelo barato con Vueling, nuestro Messenger, nuestro Facebook, nuestro partido del Barça en pay per view, nuestra sesión de rave music, nuestro monopatín, nuestro piercing, nuestro tattoo. Nuestra ventana al mundo. Seguramente le hubiera gustado ser también nuestra Scarlett Johansson. Pero no le veo en ese papel. Francamente.

Recordaré, yo que puedo recordar, a Luis García Berlanga. ("Maleït Alzheimer", com diu la Rita.)

PD: Al menos su muerte ha servido para que Atikus haya vuelto a publicar (ignoro si puntual o permanentemente).

Making off


Es domingo por la mañana. En el exterior llueven cuatro gotas mientras desayuno una manzana granny smith y el primer café con leche. Han cambiado la hora y no sé si son las nueve o las diez o las once. Con el segundo café con leche, el sol se asoma por una esquina de mi balcón.

Me afeito rápido y me ducho con un gel que luego me produce cosquillas en la piel (algo de fresh y no sé qué más). Pongo un paraguas en mi mochila y salgo a la calle en busca del ómnibus 55 en el paseo de Sant Joan. Aparece puntualmente con treinta minutos de retraso, y llamo por teléfono al equipo de producción para decir que llegaré puntualmente treinta minutos más tarde de lo convenido.

El vehículo me deja frente a los muros del Teatre Grec. Llamo de nuevo para decir que ya estoy allí, en la montaña. Subo unas escaleras criminales para los fumadores, hasta encontrarme con el director del proyecto y su nueva ayudante (una chica con los ojos más bonitos de la mañana, fuertes y tímidos, que es la mejor combinación).

Fra Miquel quiere hacer un post de unos nuevos jardines y ha elegido los que tienen más desniveles de la ciudad: los del Teatre Grec y los Laribal. Él se pasa el mediodía (como un genio de cabello canoso, para quien no existe nada más en el mundo que su afición) sacando fotografías de un rincón en el que hay una rama en el suelo o un nenúfar en el agua o un helecho en un muro. Y yo anoto lo que puedo en mi libreta cuadriculada de las palabras veloces del botánico, mientras ella (la chica con los ojos más bonitos de la mañana, fuertes y tímidos, que es la mejor combinación), pasea con discreción por los escenarios para no salir en las fotos. Luego el retratista me hará repetir mil veces el texto en esa post-producción (es lo que tiene trabajar con fotógrafos-botánicos de primer nivel).

Acabamos antes de las dos del mediodía, que no sé si son la una o las tres, porque han cambiado la hora en el reloj. Ellos se van a comer a un buen restaurante, no sin antes pagarme un bocadillo de mortadela en un bar económico. Me quedo en la montaña de Montjuïc con mi comida envuelta en una bolsa de papel. Hace buen tiempo, con nubes blancas que parecen de primavera en el horizonte. Tomo el sol una horita en la esplanada frente al pabellón Mies van der Rohe, rodeado de mil estudiantes de secundaria franceses en viaje de principio de curso, que leen libros sin parar (ellas con escotes denunciables, y ellos con zapatos de invierno sin calcetines denunciables). Están anticuados. Aquí nuestros estudiantes de secundaria catalanes leen el móvil. Son más cool.

Me siento en un banco para comer. Hay mil palomas adiestradas a mis pies, esperando migajas. Una tiene el ala rota. Procuro que juegue con ventaja a la hora de tragar el pedacito de pan con tomate que lanzo cerca de sus patas (se lo despedazo muy pequeño). Es lista, antecede a sus congéneres y engulle las raciones necesarias para sobrevivir un día más. Quizá sólo un día más, pero para ella eso ya será un logro.

Estoy bien allí, abierto de piernas y brazos (discretamente), dejándome bañar por el buen tiempo. Tomando el sol.

Luego entro en el museo Caixa Forum para ver la exposición "Miquel Barceló (1983-2009). La solitude organisative". Y veo los ojos más bonitos de la tarde. Los de Dore Ashton, en un retrato de 2009. No sé, a veces me duele ver un cuadro en un minuto, cuando le ha llevado horas, días o semanas acabarlo a su autor. Parirlo. Y siempre vamos tan aprisa, como críticos artísticos aficionados frente a esos cordones ridículos que protegen las obras de los pintores.

Salgo a la calle. Me ha gustado la exposición. Alguien la vio antes que yo y me la recomendó. Todavía hay luz diurna. Regreso a casa para merendar una manzana granny smith, con el último café con leche del día.

Llaman a mi timbre. Es la poeta del piso de abajo. No sabría ponerle una edad, pero es mucho mayor que yo. Quizá como mi madre. Sólo quiere preguntarme si veo bien los canales de TVE en mi tele, con timidez. En la suya aparecen con niebla. A estas horas, ella también tiene los ojos más bonitos en ese crepúsculo, chiquitos, cansados, como para acabar el día. Está en el marco de mi puerta, y ya es de noche, tras un día feliz. Le digo que pase. Nos sentamos. Charlamos un rato de su día o mi día. Mientras tomamos un té (ella) y un café con leche (yo), que ya no tocaba.

PD: Gràcies pel matí, Anna i Miquel. Sou guapos.

Siempre, eternamente, espero el verano. Siempre sonrío con los primeros rayos de sol en el mes de marzo (por San José). Siempre programo todo lo que voy a hacer en esos meses de camiseta y calor. Y luego siempre pasa volando el tiempo, dejando leves pinzeladas de sonrisas en mis recuerdos, cuando yo esperaba carcajadas. Y llega el 30 de junio, y el 31 de julio, y el 31 de agosto. Y luego septiembre. Y los cirros tapan el sol en la playa, y la brisa marina me hace sentir frío en los brazos, mientras busco refugio en las calles estrechas de la ciudad.

Estoy a mediados de octubre y sé que ya no regresará el buen tiempo. No creo en milagros. Es en esta época del año cuando me enamoro del antiguo verano. Añoro esa bisagra que chirriaba cuando salía a fumar a la terraza de la tercera planta en la tierra de la niebla. De madrugada. Mis padres dormían en el piso de abajo, y debía caminar con precaución entre las macetas llenas de hortensias y pensamientos para no tropezar con esas hijas de la señora Sofía (en invierno invernan en el desván -este fin de semana hemos comenzado a subir las plantas más delicadas a los cambios de clima). Y me tumbaba en pantalón corto sobre esas baldosas frescas para hacerle compañía al señor Gris que se convirtió en estrella hace tiempo. En ese cielo negro, que se llenaba de nubes con mis bocanadas de humo.

Es en esta época del año cuando me enamoro del antiguo verano. Me acuerdo de mis paseos por el camino de Duran buscando caracoles o peras blanquillas o moras. Recuerdo haberle hecho compañía a lo poquito que queda del viejo sauce llorón que abatió una tormenta hace casi dos años. Ahora es una estrella en ese cielo negro que se llena de nubes con mis bocanadas de humo.

Me acuerdo de ese uno de junio cuando mis piernas colgaban junto a las de Ilse en el Moll de la Fusta, comiendo una sandía bajo una palmera que nos ofrecía sombra, mientras me atragantaba con sus ocurrencias graciosas (últimamente, mi verano siempre comienza con ella de visita en Barcelona).

Me acuerdo de esa tarde con Pocoyó, trepando en silencio por el Parc de l'Oreneta hacia Collserola. Me hubiera gustado sentarme con ella en ese solar en el que van a edificar un chalet. Y mirar el horizonte mientras nos pegaba el sol en la cara. Los dos tranquilos. Luego hubo conflictos con sables en esa sala de aprendizaje de esgrima en la que éramos unos intrusos. Los dos asomando nuestras cabecitas por el marco de la puerta. Con timidez. Hubo más momentos en esa tarde, pero ya los contará ella dentro de un año, en el nuevo blog que prepara y que será francamente original.

Me acuerdo de esa tarde en las piscinas de la tierra de la niebla, con el pequeño Hayden viniendo junto a mi toalla y haciendo el centrifugado de su cabello rubio sobre mi libro de Martin McDonagh. Luego saltó de nuevo en el agua para jugar con una niña a la que acababa de conocer. También era rubia.

Me acuerdo de Joan (sempre me'n recordaré de tu, Carbo) y de Miquel en pantalones cortos en el patio de La Salle jugando a canicas cuando los tres éramos niños. No quisieron que se acabara este verano, y se largaron con pocos días de diferencia para convertirse en estrella a principios de agosto, con sus hígados destrozados. Me tumbé en pantalón corto sobre esas baldosas frescas de la terraza de la granja de los caballos para hacerles compañía después de que flotaran en el cielo, mientras llenaba de nubes el firmamento. Fumando.

Recuerdo un nuevo espacio que descubrí en la tierra de la niebla. Es una jungla de melocotoneros al final del camino de Duran. Debes entrar con un machete para segar las malas hierbas. Y saltan conejos a cada cuchillada. Las copas son tan espesas que no filtran los rayos de sol. Allí puedes tumbarte en la hierba y leer sin otro ruido que el del viento o el del vuelo de las garzas. Regresaré a ese lugar el próximo mes de marzo (por San José) para programar todo lo que voy a hacer en esos futuros meses de camiseta y calor en 2011, cuando espere carcajadas. Pensaré en cómo evitar sentirme descontento cuando llegue el 30 de junio, o el 31 de julio, o el 30 de agosto, y sólo obtenga sonrisas.

El uno de junio regresará Ilse a Barcelona, para traerme el buen tiempo.

Mientras tanto, viene la dura temporada del otoño y del invierno. Deberé apretar los dientes. Supongo que en el Corte Inglés ya piensan en programar la primavera. Como yo.

PD: Per al senyor Gris. Ara fa tres anys que va morir. I, al camí de Duran, encara em giro de vegades per veure si em segueix. Tranquil.let. Al seu pas.

Quimi Portet


El martes (el día que celebrábamos -tan alegres- el genocidio que hicimos con los sudamericanos) veía fragmentos del desfile militar en las pantallas de los bares con desayunos de bocadillo y refresco (o cerveza) por cinco euros, ante los que marchaba a duras penas con el viento en contra por esa cuesta de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat. Estaba a punto de llover. Miraba esas imágenes que parecían de un Cine Exin antiguo. Con los fotogramas rayados.

No llevaba rumbo fijo. Me encontré una moneda de diez céntimos en el espacio que dejó un coche tras marchar de su aparcamiento junto a la acera.

Llegué a un barrio desconocido de calles mal diseñadas, tras una noche complicada, por un urbanista que quería ser original. Congrés. Entré en un aparcamiento al aire libre sin vigilancia, buscando monedas en el suelo tras la huida de los vehículos. No encontré ningún guardián; ningún perro peligroso me enseñó la dentadura. Así que me subí a una pared de ese garaje con mis pies de gato. Tras ella, en un patio fresco y agradable, estaban dos mujeres teutonas de mediana edad comiendo caracoles, y hablando una de sus hijas y la otra de sus novios que todos se llaman Tomeu.

Salté por una esquina, sigiloso, con mis pies de gato. Entré en el comedor sin que me vieran separar las cortinas. Y les vacié los bolsos. Un par de monederos, una cámara Nikkon y otra Minolta. Una T-10 casi por estrenar. Un paquete de kleenex por si necesitaban llorar. También les robé eso, las hojas para sus lágrimas. Sé que no debería habérselo quitado, pero soy un aprendiz de ladrón.

Salí de nuevo al patio, sigiloso; y trepé por el muro con mis pies de gato y mi mochila llena con sus pertenencias (sin que se percataran de mi presencia, como hacían las chicas en las discotecas cuando era joven). Comentaban entre ellas la posibilidad de ir a pasear hasta la calle de Aiguafreda (pensé que eso es para turistas snobs, y que se dedicarían a disparar sus cámaras -que ya eran mías- entre esos pozos y huertos en plena ciudad). Se reían contando que alguien se había enamorado de alguien. Cotilleaban. Las observaba desde allí arriba. Secretamente, me seguía su gata de ojos azules y pelo gris por los tejados. Le acaricié el lomo y la hice saltar al patio para quedarse con sus dueñas.

Regresé a mi barrio. Viendo repeticiones de fragmentos del desfile militar en las pantallas de los bares con meriendas de bocadillo y refresco (o cerveza) por cinco euros, como en un Cine Exin antiguo, caminando contra el viento en esa cuesta de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat.

Me encontré una moneda de diez céntimos en el espacio que dejó un coche tras marchar de su aparcamiento junto a la acera, cuando ya llegaba a mis calles conocidas, diseñadas por un urbanista sobrio.

En un local pequeño de Gràcia, en una calle diminuta, había una multitud. Hacían pagar entrada, así que me introduje con el viejo truco de acceder como si caminaras hacia atrás. Parece que salgas, cuando entras. Me lo enseñó la mujer elegante, la misma que me mostró cómo saltar muros con pies de gatos.

La música era agradable. Quimi Portet es puro sentimiento, que esconde tras sus bromas. Y también esconde con la guitarra de su otro músico (y del bajo y del percusionista) que él existe, que es sensible, que sabe crear con sus palabras lo que jamás te dirá a la cara. Puede parecer agresivo cuando interactúa con el público, y propone preguntas que son chistes. No lo hace para dañar, lo hace para acercarse -a su manera- a nosotros. Pero yo me escondí tras una chica alta para que no me preguntara nada.

Había mucha gente, mucho humo y mucha oscuridad. Estábamos francamente apretados y aproveché para robar tres o cuatro carteras, como me enseñó a a hacerlo la mujer elegante.

Acabó el concierto. Se iluminó el local. Hubo corrillos, y yo estaba solo. Me acerqué al artista con precaución. Parecía más alto tras el concierto. También más solo. Más asequible, acaso. Estaba con un par de francesas realmente guapas (sabía que eran gabachas por sus narices afiladas -una con los ojos claros y la otra con los ojos oscuros). El músico me estrechó la mano, tras decirle que adoraba sus temas. Aproveché para abrazarle. Le quité la cartera.

De todas las que robé esa noche, la suya era la que llevaba menos euros (debe ser verdad que los genios acostumbran a ser pobres, aunque luzcan polos Lacoste). Curioseé su agenda telefónica. Había un par de Elisabets. Un par de Rosas. El resto eran gestores para lo del iva, agentes musicales para lo de los conciertos, abogados para lo de las denuncias. Y para de contar.

Creo que le propondré venir a saltar por los tejados con gatas a nuestras huellas, que se venga a mirar si hay monedas en el suelo, que me acompañe a robar carteras en un concierto de Manolo García.

Salí a la calle con mi botín. Y me dirigí a casa, cantando uhh, uhh, uhh, lanzando la cabeza hacia atrás. Como ese autor de sueños. Quimi Portet.

PD: Moltes gràcies a qui se senti reflectit en aquest post. Han estat uns dies veritablement agradables.

Viejuno


No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado el pequeño Hayden para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nueva novia, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

Todavía soy relativamente joven. Todavía tengo algo de fuerza. Hace unos días levanté el culo de la hamaca en mi balcón de dos metros cuadrados en Barcelona porque sonaba el teléfono. Era la señora Hayden. Estaba a punto de entrar en el quirófano para una pequeña operación en un ojo (nada grave, pero doloroso). Me pidió ayuda para que ejerciera de tío estos días, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las pocas macetas que tengo aquí.

Así que el día de la huelga general, el pequeño Hayden y el pequeño faraón Nil bajaron con sus monopatines a toda pastilla por la acera, chillando, sin respetar a los señores mayores que se acababan de levantar de su tumbona en el patio para ir a comprar provisiones para el sobrino que vendría a visitarles el próximo fin de semana con su nueva novia. Les pedí perdón elevando una mano, mientras corría por el paseo de Sant Joan tras las ruedas de los niños, intentando tirar de las gomas de sus pantalones y frenarlos en los semáfaros en rojo. Sudé como un condenado a muerte.

Pasamos la tarde entre dragones de Comodo, pingüinos, osos, cacatúas... En esa tarde de huelga en que estábamos prácticamente solos en esa parte concreta del atlas universal. Acabamos en la granja infantil, entre cabras, cerdos y caballos, escuchando cómo anunciaban por megafonía que estaban a punto de cerrar las puertas del zoológico porque ya eran las siete. No veía a ningún ser humano a la redonda, y sí muchos bichos que no sabían mostrarme el camino de salida. Así que, cargado con los monopatines y el cochecito Jané, corría entre los ecosistemas de Madagascar o de la estepa, entre lemures y suricatas que elevaban sus orejas a nuestro paso militar.

El pequeño Hayden se quejó de que andaba demasiado deprisa. Me dijo que quería mostrarme un nuevo animal, que estaba a sólo diez metros de distancia, que sería un momentito. Cedí, con la angustia de quedarnos encerrados toda la noche entre esas verjas. El nuevo animal era una máquina de helados. El pequeño Hayden es un tramposo. Se lo dije, y que no le compraría nada. Se sentó en el suelo, en su huelga particular ese día de huelga general. De nuevo, emergió en la megafonía la voz femenina que nos convidaba a abandonar las instalaciones con urgencia. Puse dos euros en la máquina y salió un cono de limón. El pequeño faraón Nil tiró entonces de mis pantalones. Exigente.

Cuando sea un viejo cascarrabias y vengan a visitarme con sus nuevas novias, los voy a llevar a visitar un nuevo animal en la tierra de la niebla. Será esa tienda con vinos caros que han abierto en la calle mayor.

Su padre vino a buscarnos a la salida del zoo, con el coche de policía camuflado. Le pedimos que pusiera la sirena azul en el techo o no nos montábamos. Dijo que no. Así que nos sentamos en la acera, en señal de protesta ese día de huelga general. Nos miró, y dijo: "Siempre podéis regresar a casa a pie". Y arrancó el motor, al mismo tiempo que despegábamos nuestros traseros del bordillo, corriendo para abrir las puertas del auto. Ese tipo duro sabe cómo tratar a los huelguistas que exigen helados o sirenas caprichosas.

Fue un día agotador. Así que el jueves le pedí ayuda. Pocoyó vino con su disfraz de domadora de circo para amansar a las fieras de mis sobrinos, aunque estuviera cansada del trabajo. Pero me regaló el favor de cambiarse de ropa, bajar al parque y conocer al pequeño Hayden y al pequeño faraón Nil. Lo primero que les contó es que tiene dos pingüinos como mascotas. No me gusta que engañen a los niños con historias absurdas, pero a ellos se les pusieron los ojos como platos y no se movieron de sus piernas escuchando cómo sacaba a caminar a sus animales de noche por el paseo de Sant Joan, cómo les daba sardinas después de que aplaudieran con sus aletas en esa fuente a mitad del trayecto, cómo los devolvía a su piso mientras ellos balanceaban sus cuerpos sin hombros. Y les habló de un amigo suyo que tiene marsupiales en casa. El pequeño Hayden se enamoró de Pocoyó. Y el pequeño faraón Nil, un poquito, también.

Dejamos a los niños en el domicilio Hayden. Nos quedamos solos en la calle. Ella no es tan tímida como yo, pero casi. Tenía ganas de quedarme un rato más al lado de esa mujer. Me atreví a perdirle si quería caminar un instante más conmigo (últimamente me siento solo, es extraño en mí). Ella no suele decir que no. Así que andamos como pingüinos urbanos, hacia el Turó Parc. Alargó el instante que le había pedido hasta mucho más allá del tiempo de la cena.

Pocoyó se cobrará ese y otros favores. Algun día.

No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado Pocoyó para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

A mitad de nuestro trayecto, me llamó Ilse. Desde que está matriculada en la Universitat Oberta de Catalunya tiene problemas con el catalán (ella es madrileña, pero le gusta nuestro idioma). Así que la ayudo a traducir frases, a comprender textos, mientras sus gatas pasean sobre el teclado y su novio Oscar (ella le llama Ojcar, porque habla castizo) le prepara la cena en un barrio del centro de la península, que no sabría situar en un atlas mundial. Es curioso tener amigas en un sitio que no sabes localizar, imaginar.

El texto que debía traducirle hablaba de que cada historia es nuestra mientras la escribimos, pero que luego se convierte en mil historias diferentes en los ojos de mil lectores diferentes. Y, a partir de ese enunciado, le pedían una redacción. Me dijo que la escribiría, y que cuando regresara a casa, tras el paseo con Pocoyó, la tendría en el ordenador.

Llegué al piso. encendí la máquina. Allí estaba su texto. Era magnífico, como siempre. Hablaba de la relación de las palabras escritas o pronunciadas, con los lectores u oyentes. Pongo sólo un fragmento, porque no le he pedido permiso:

"Durante toda nuestra existencia, vamos cargando con un montón de palabras. Desde aquella punzada que nos soltó nuestra madre en forma de frase lapidaria y que ha acabado marcándonos el carácter hasta las cartas del primer novio, que vamos moviendo de mudanza en mudanza".

La llamé por teléfono para comentar su trabajo. Hablamos un rato de eso. Y luego quiso despedirse porque debía ir a cenar. Ella no es tan tímida como yo, pero casi. Tenía ganas de quedarme un rato más al lado de esa mujer. Me atreví a perdirle si quería charlar un instante más conmigo (últimamente me siento solo, es extraño). Ella no suele decir que no. Así que nos contamos cosas que no van a variar el sentido de rotación del planeta, pero que a nosotros nos sirvieron para sobrevivir. La tuve hasta las tantas al teléfono.

Ilse se cobrará ese y otros favores. Algun día.

No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado Ilse para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

En eso se resume la vida: en arreglar habitaciones de invitados. Si lo conseguimos, significará que hemos sido especiales para alguien.

PD: El título de esta entrada es porque Ilse siempre me llama viejuno. Y lo soy. Ella es del puñadito de personas que agarro en el aire y las llevo a mi corazón. Suena a cursi, pero es así.

PD2: Este post es para Emily (otra que me va a joder cuando sea anciano, y me llame para venir con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas). Espero que no cierre su casa en Blogville. Que saque su hamaca comprada en Tintorero a su terraza sobre el río, y nos teclee palabras, de vez en cuando. Con su arte de novelista. Tumbada allí. Sonriendo.

Ajudem en Pau

La Laie fa una crida per ajudar aquest nen de tres anys, fill d'un company de feina. Al seu blog trobareu més informació. No em poseu comentaris a mi, sisplau. Digueu-li alguna coseta a ella, si us ve de gust (poca gent la comenta). No tinc diners per ajudar en Pau. Però tinc temps per ajudar a difondre aquesta iniciativa. Gràcies.

PD: Vaig descobrir la Maria Coma al blog de la Llum, que sempre posa bona música. Fa dies que volia penjar aquest tema. Crec que li agradaria al Pauet.



PD2: La Laie ens comunica que ja han aconseguit els diners per al tractament del Pau. Esperem que tot vagi bé.

Sophie Hunger


Hacía tiempo que no me sentía solo, como ese viernes cuando bajé acatarrado, sonándome por el paseo de Gràcia, hasta alcanzar la plaza del Rei. Actuaba Sophie Hunger, y no me la quería perder.

La mujer elegante y la condesa descalza me colgaron el teléfono cuando les propuse ir a ese concierto, como si fuera un spam telefónico de la compañía Vodafone. Tenían otros pretendientes (¿mejores?) esa noche.

No me atreví a hacer más llamadas para no sentirme más solo. Así que ese viernes bajé, acatarrado, sonándome por el paseo de Gràcia, hasta alcanzar la plaza del Rei, donde actuaba Sophie Hunger. Y no me la quería perder.

Dejé pasar el tiempo en la plaza de la Vila de Madrid, comiéndome un sandwich de jamón junto a una pareja multirracial, que se contaban los tatuajes, entre caricias, en un banco individual. Ella sobre sus piernas africanas. En el cielo había una luna casi llena, mientras yo masticaba ese pequeño bocadillo y ellos se buscaban sus lenguas, con esa urgencia post-adolescente.

Fue un concierto intimista entre esos muros medievales, donde Colón llevó la noticia del Nuevo Mundo a los Reyes Católicos. Lo rompían los lateros venidos de otros mundos, paseando entre el público para ofrecernos "cerveza, beer". Sin parar. Acallaban la voz de la cantante, y era molesto. Frente a mí, tenía a tres homosexuales masculinos, que no paraban de mostrar su condición con su lata de cerveza (comprada a los vendedores ambulantes) en una mano, y en la otra su paquete de tabaco y su teléfono móvil que no dejaban de teclear buscando complicidades lejanas. Y se besaban, y se acariciban, y no callaban en ese afán de exhibicionismo suyo, mientras la voz de Sophie Hunger intentaba hacer poesía sobre ese murmullo de gente que acude a los conciertos gratuitos como si fuera una música de fondo ideal para hacer sonar sus historias banales contadas con amplificadores de la tienda de chinos. (Diría lo mismo de tres personas heterosexuales, pero es que ellos estaban allí en plan a ver si me sacan en la tele. Y esa falta de modestia, me molesta, francamente.)

Sophie Hunger requería silencio. Y no lo tuvo.

No me moví de ese sitio, porque junto a mí había una chica que se sabía de memoria las canciones de Sophie Hunger. Las cantaba, las bailaba y me rozaba con su cadera alegre, sin importarle el ruido extra que venía en el soundtrack del concierto. Creo que éramos las únicas personas que estábamos allí por vocación. Tenía la nariz arqueada y no era guapa, pero transmitía algo parecido a la belleza. Llevaba una faldita corta sobre unas medias negras. Iba peinada a lo chico. Y sus ojos eran enormes. Negros. En el concierto, era la única que lo sentía. Muy dentro de ella.

Me separé de sus pasos en esa corriente humana, tras el concierto. Y me volví a sentir solo. Como tiempo atras, navegando a casa, con las velas de mi embarcación plegadas. Marchaba a motor de gasoil. Ruidoso.

Al día siguiente, la mujer elegante y la condesa descalza me llamaron por teléfono para proponerme ir a la Cuitadella al atardecer, para ver espectáculos teatrales. Pensé que eran spam telefónico de la compañía Vodafone. Y quise colgar el auricular.

Como no soy rencoroso, el sábado dejé que ellas me acompañaran a esas actuaciones al aire libre. Que luego me sentaran en unos sofás de cuero negro en el Born y me contaran sus vidas. Pagaban de sus bolsillos esas copas de cava rosado (aunque la mujer elegante propuso hacer un sinpa, a lo que se negó la condesa descalza). Pedí una canción de Sophie Hunger en el hilo musical, sin ruidos extraños en el soundtrack.

Sonó, y añoré a la chica que se sabía de memoria las canciones de Sophie Hunger. Añoré su nariz arqueada. Su cara que no era guapa, pero que transmitía algo parecido a la belleza. En el concierto, era la única que lo había sentido. Muy dentro de ella.

Último tango en París


Hace días quería participar en un concurso de literatura erótica. El premio era un libro publicado con los mejores relatos.

Nunca he escrito sobre ese tema, pero me entraron ganas de intentarlo. En el fondo -como en todos los cuentos- se trata de buscar unos personajes potentes, que se pongan a interactuar entre ellos. Pero cuesta que aparezcan. La historia acostumbra a salir a la tercera o cuarta prueba. Sucede lo mismo en la vida. Las personas que valen la pena cuesta que aparezcan, que se pongan a interactuar con nosotros en ese balcón sobre la ciudad en la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras las tenemos a diez centímetros de epidermis. A veces estoy allí, mirando el skyline, cerca de una persona a la que me gustaría dirigirle la palabra (hombre o mujer). Y no lo hago. Y en el cruce de miradas sé que a ella le gustaría hacer lo mismo conmigo. Y no lo hace.

Unos días atrás, quería participar en un concurso de literatura erótica. El premio era un libro publicado con los mejores relatos.

Busqué inspiración en la tierra de la niebla. Nuestra vecina más ilustre es María Lapiedra, una actriz porno que muestra su anatomía ante las cámaras a las primeras de cambio (no damos para más en ese pequeño territorio), aunque lo único que exhibe es su juventud, porque no tiene otra cosa. Es pura sexualidad. Pensé que paseando por sus calles, durmiendo cerca de donde ella sigue acostándose esporádicamente (sin que nadie la filme), me vendría un buen cuento a los dedos, para teclearlo. Pero sólo acudieron relatos baratos, del tipo: chico joven es adiestrado en la sexualidad por la empleada doméstica nicaragüense. Y luego entra el padre en la habitación, otra noche. Y el abuelo, acaba de agotar a la muchacha. Y me salieron penes, pechos y culos a toda pastilla. Esas páginas llovieron como aviones de papel en el cesto. Mientras volaba la última, pude leer en sus alas: "Harry nadaba en la piscina de la casa de sus padres. Cada día con buen clima, recorría quinientos metros en estilo crawl antes de almorzar, lo que le había dotado de unas espaldas demasiado anchas para sus diecisiete años, mientras pensaba en que todavía era virgen, a cada brazada. María Elena lo observaba mientras limpiaba a desgana una ventana con su mano derecha, y mantenía oculta la izquierda bajo las faldas de su uniforme azul oscuro de sirvienta".

María Lapiedra es de pueblo, como yo. Nunca dejaremos de estar orgullosos de ello (se lo escuché decir en una entrevista radiofónica -y eso la honra). Nuestros padres trabajaron juntos en la larga postguerra, en ese edificio de ladrillo rojo donde gestionan las aguas de un canal de riego. Su padre murió hace tiempo, y el mío disimula ante la popularidad de esa chica. Ser de pueblo te deja la marca de la boina en la frente, aunque te pasees por los platós de televisión o cinematográficos mostrando los pechos, o escribas un blog como éste. Ignoro qué es peor.

Regresé a Barcelona en el tren de la costa. Me quedaban un par de días para el fin de plazo del concurso de literatura erótica. La vecina más ilustre del barrio metropolitano en el que vivo también es del signo de cáncer como María Lapiedra, aunque ella no enseña ninguna parte de su anatomía ante las cámaras. Es discreta, misteriosa, una encantadora serpiente que se desliza entre los matojos cuando intuye que alguien la puede dañar. Pero cuando se siente a gusto saca a pasear su cuerpo francés para convertir Gràcia en Montmartre. Ella no es de pueblo. Se mueve con la elegancia de una persona noble, con los genes educados a base de generaciones y generaciones en el difícil arte de ser mejor que la mayoría de personas y no demostrarlo. Sabe qué puede contar, qué te puede preguntar, qué no va a salir jamás de su boca. Alguna vez, acaso, me crucé con ella en ese balcón sobre la ciudad en la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras nos teníamos a diez centímetros de epidermis. Y no nos djimos nada.

Esa noche en que regresé a Barcelona en el tren de la costa y necesitaba inspiración para un relato erótico, la espié comprando en tiendas de productos ecológicos riendo con la cajera, la vi deternerse frente a la librería de la calle Verdi leyendo las novedades con sus ojos tremendos tras sus gafas de pasta negra. Luego se las puso sobre el cabello cobrizo para comprobar su maquillaje en el escaparate. La vi con ganas de bailar un tango en la plaza de la Virreina con un desconocido; pero yo no soy Marlon Brando (y jamás me ha mirado cuando nos hemos cruzado por la calle -tengo que quitarme la boina un día de estos). Luego se dedicó a vagar por las callejuelas. La seguía como una sombra, pegado a sus tacones. Pensaba que, quizá, en el fondo es una solitaria. Y una mujer sola, con secretos, caminando por Montmartre/Gràcia de noche es puro erotismo.

Así la he visto en su blog -al que soy adicto- todos estos años: sensual, seductora, elegante, altiva y, en el fondo, todo lo contrario (como buena cáncer es dura por fuera y blanda por dentro). Es posible que cuando llegue a su piso se derrumbe como un castillo de naipes, cuando en la calle era una fortaleza inexpugnable.

Me enamoré de ella en aquel texto, acompañado de una fotografía suya en blanco y negro de cuando era pequeña, donde nos hablaba de que se había reencontrado con su viejo amor platónico de niñez. Y luego me enamoré de ella en todas sus historias. La fui descubriendo epidérmica e introvertida, a la vez (hoy no sabría decir qué predomina en ella). Pero ha creado un estilo que la define plenamente. El estilo Moulin. Hay que leerla entre líneas más que a nadie, porque esconde más que muestra. En cualquier caso, es la Katherine Hepburn de Blogville. Una verdadera dama.

Esa noche en que regresé a Barcelona en el tren de la costa y necesitaba inspiración para un relato erótico, la seguía a distancia, hasta que llegó a la plaza de la Vila de Gràcia, y se quedó allí quieta, junto a la torre del reloj. Estaba seria, parecía triste. Hace poco me comentaron que quiere dejar de contarnos historias, y yo quiero que se quede un poco más de tiempo dentro de nosotros. Me largué corriendo a casa para escribir el relato erótico. Tenía un argumento en la cabeza. Dejé a Katherine Hepburn con su sombra alargada junto a la sombra de la torre del reloj. Sin poder bailar un primer tango con ella. La dejé sola, allí.

En mi egoísmo, escribí un cuento de casi amor en Nuevo México (es sólo el principio): "Una vez, en Las Cruces (Nuevo México), una ciudad de apenas cien mil habitantes, una ramerita latina le dijo que él la palmaría follando. Se lo había leído en el rostro, en las venas hinchadas de su cuello de toro, en el sofoco de sus mejillas, en sus ojos desorbitados mientras eyaculaba dentro de aquella nicaragüense que había leído muchos rostros de hombres en aquellas mismas circunstancias (ella tumbada y ellos ensartando su cuerpo inerte) desde que huyó de Managua con dieciséis años de un padrastro que abusaba lo mismo del alcohol que de ella. “Un día te morirás follando, con esa energía con que lo haces”, insistió ella suavemente tras mirar su frente sudada, su respiración entrecortada. Él hizo el gesto de retirarse, pero ella le atrapó los glúteos con sus muslos morenos. Le pidió que se quedara un instante más dentro de ella. “Hoy se ha muerto mi madre, y sólo te tengo a ti”, le contó a aquel cliente desconocido, mientras le acariciaba el cabello corto pelirrojo, y le miraba con una mirada que él jamás había visto en otra prostituta, mientras repetía suavemente, como una letanía: “Quédate un poquito más dentro de mí”.

..."

Cuando lo acabé de escribir, salí de casa, contento con el resultado. En ese balcón sobre la ciudad de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras manteníamos las epidermis a diez centímetros de distancia, estaba ella, volcada con su cabello cobrizo sobre el mirador. Era Violette Moulin. No nos djimos nada.

Me hubiera gustado decirle: "Queda't una miqueta més amb nosaltres. Què farem sense tu, Moulinette Violen?".

Vacaciones pagadas (primera versión -espero que tranquilizadora)


Hace días, escribí un post sobre mis vacaciones en la tierra de la niebla. No me gustaba, y no le pegaban los calypsos de Robert Mitchum que había previsto para acompañar el texto. Así que no lo colgué. Normalmente, vivo una historia que me gustaría contar. Busco la música que le entre como con un calzador, y escribo mientras la escucho. Esta vez me equivoqué con Robert Mitchum. Desestimé ese post. Pero ayer me pidieron que escribiera en el blog, porque lo tengo medio abandonado. Escuchaba jazz en una emisora de radio, mientras corregía esa historia de madrugada. No lo veía claro, no le encontraba alma a esa redacción. Entonces sonó una canción muy triste en los walkmans. Era de Kate McGarry. La busqué en Youtube y reescribí el texto completamente, escuchando sus notas. Me quedó lacrimógeno, como la canción, pero me gusta así. A veces me siento triste y escribo alegre, y a veces lo hago al revés. Pero siempre procuro que mis textos tengan música dentro. No sé si lo consigo.

Estoy bien. En la vida de todos hay tristezas y alegrías en una misma jornada. Cómo no. Y yo soy como todos. Os pongo la canción que pensé en un principio, y el primer texto que redacté (que no me gusta nada).

Gracias por vuestra ante-ante-ante-ante penúltima preocupación por mí :-) De verdad, sois un encanto de personitas.

Vacaciones pagadas

Mi padre vino a buscarme a esa estación de trenes desamparada en la tierra de la niebla, para conducirme con su viejo Ford-T a un lugar que sólo es un paraíso para nosotros, mientras el final del verano se introducía en el coche por las ventanillas bajadas (con algún abejorro de regalo), y los campos de manzanos transcurrían como sombras chinas contra el crepúsculo. Regresaba al único lugar en el mundo que considero mi casa. Iba allí de vacaciones, por una semana.

Es una vivienda de tres plantas. En la tercera se ve una terraza desde la calle, con geranios rojos que asoman por la barandilla como si quisieran alegrar la vida de los transeúntes ocasionales. Tras ella está mi habitación. Está mi cama del siglo XIX con un cabecero negro labrado artesanalmente hace doscientos años por manos que descansan en paz. Están mis libros amarillentos escritos hace tiempo por manos que ya no redactan. Está mi vieja escopeta de aire comprimido con que apuntaba a las lagartijas que siempre se escapaban de los perdigones cuando era niño, y que ahora atrae la atención del pequeño Hayden cuando le doy permiso para que entre en mi museo particular, sin hacer ruido. Están mis ropas de antaño que ya no me entran o me van anchas (según la época). Está mi orla universitaria de cuando tenía tupé (qué horror, debo estar en doscientas viviendas de periodistas con esa pinta). Hay una cómoda con cajones repletos de mil daguerrotipos de antepasados que ya no están y que me miran con esos ojos desorbitados como exigiéndome algo.

En mi tercera planta, este verano había dos golondrinas instaladas bajo el toldo de la terraza. Pensaba que esos pájaros eran de una timidez extrema. Pero me despertaban cada mañana con las juergas de sus cantos. Salía en calzoncillos para decirles: "Shssttt, que no son horas". Y ellas me miraban muy serias, en silencio, con sus ojos de canica. Y cuando callaban, se ponía a ladrar el pequeño Cotó, en su terracita repleta de hiedra trepadora. Es un West Highland White Terrier la mar de guapo. Separaba las persianas venecianas de mi ventana y le decía "shssttt, que no son horas". Él me miraba muy serio, en silencio, con sus ojos de canica. Y, cuando parecía que podía volver a dormir, aparecía la señora Sofía con su manguera para regar esas plantas que son su vida. Y ya no podía volver a pedir silencio, porque ella también tiene los ojos de canica y te mira muy seria. Entonces ponía el CD de calypsos de Robert Mitchum (buscadlos, son buenos), mientras hacía la cama y me desperezaba en esa tercera planta del único lugar en el mundo que considero mi casa.

Luego, bajaba un piso hasta el cuarto de baño, para acabarme de despejar bajo el chorro de agua de la ducha. La segunda planta es el lugar de los dormitorios (tres) y del silencio. La recorres viendo fotos en los marcos. Está la habitación de mis padres, cargada de crucifijos y de santos, de vestidos presumidos de mi madre y de ropas que se pone el tenista tras la aprobación de su mujer. Está la habitación de mi abuela paterna que murió hace años, y que ahora es un cajón de sastre para dejar allí todo lo que no necesitamos a diario. Está la habitación de los Hayden, que era el dormitorio que le regalaron a mi hermana por su comunión y que conserva la misma estética de los años setenta. Allí hay dos camas diseñadas para niños y una cuna. Más allá, antes de llegar a la galería también repleta de flores, está el despacho de mi padre, con su mesa de madera noble y unos cajones cargados de secretos.

Finalmente bajaba un tercer piso, hasta alcanzar la planta baja. Es el lugar de los ruidos: las cazuelas lavadas por la señora Sofía en la cocina, el sonido metálico de los cubiertos cuando son depositados en la mesa para comer horas después, la tele del comedor donde el tenista mira un concurso, el teléfono que suena con la voz del pequeño faraón Nil exigiendo los patos que le prometieron sus abuelos. En la casa de los vecinos, sonaba la batería del adolescente que sueña con tener alguna vez un grupo de rock metálico. Y en la planta baja también se escuchaba mi voz, con el cabello todavía húmedo, dando los buenos días a mis padres. Era la única semana del año que estaba con ellos, y revivimos situaciones de hace mucho tiempo. Les hacía compañía. Y ellos me la devolvían.

Después de comer salía al campo y siempre regresaba con algo en la mochila: moras para después de cenar, hinojo para poner en la verdura, caracoles para el domingo (tras purgarse), peras blanquillas en una finca que ya recolectaron y donde sólo quedaron las frutas desgraciadas. Siempre regresaba de noche, y mis padres me esperaban pacientemente para cenar, porque ellos son de horarios del norte de Europa. El tenista ponía las noticias en la tele y las comentábamos. O hablábamos de que la tortilla de patatas de la señora Sofía es la mejor del mundo (no es broma). Y luego ellos tomaban postre. Yo no lo hago jamás, así que me levantaba para lavar los platos. La señora Sofía me prohibía hacerlo, porque ella no tenía otro trabajo en todo el día. Como yo, le respondía. Sé que mi madre estaba contenta de que rondara por allí, lavando platos, cogiendo moras, subiendo y bajando escaleras, escuchando las golondrinas que a ella le hacen ilusión. Estando de vacaciones con ellos.

Una tarde, tenía los pies descalzos dejando que los marearan las aguas en el canal. Pensaba que un día no tendré a mis padres. Pensaba que un día mis sobrinos no me tendrán a mí. Y mi habitación se transformará en un cajón de sastre para dejar allí todo lo que no necesitarán a diario. No sé qué recordarán de mí. Si pasearán de vez en cuando junto al canal.

Pero eso no importa. Esta semana de vacaciones he robado fruta, he ido a ver adolescentes tenistas en el XI torneo ITF del circuito femenino de la WTA con mi gorrita de viejo verde, he vuelto a recorrer las rutas que hacía con el señor Gris, he tomado el sol bajo unos manzanos, he visitado el tronco del viejo sauce llorón que abatió un vendaval hace más de un año (la hiedra se ha apoderado de sus restos), he nadado en la piscina, he pasado frente a la clínica del hombre que cuida animales (cerrada por vacaciones), he leído el tercer volumen de la saga Millenium, de Stieg Larsson, en todos esos sitios. Y lo he acabado tras treinta y cinco horas de lectura.

Por las noches había cenas con las sobras del día. Verdura, rodajas de merluza enharinadas... Mi madre hacía un par de tortillas para acompañar. Luego salía a fumar a la terraza. La luna era grande. Le pedía que me permitiera tenerlos muchos años más, porque ellos siempre han sido mis vacaciones.

Mi padre me condujo a esa estación de trenes desamparada en la tierra de la niebla, con su viejo Ford-T, mientras el final del verano se introducía en el coche por las ventanillas bajadas (con algún abejorro de regalo), y los campos de manzanos transcurrían como sombras chinas contra el crepúsculo. Le dije adiós, mientras la locomotora entraba en la vía uno, con su cabeza agresiva.

Vacaciones pagadas


Regreso a la tierra de la niebla en el tren que circula por la costa. Aunque en la ventanilla hay sol e imágenes de playa (bañistas, surfistas, golfistas apuntando al green, y apartamentos en venta), me siento como si lloviera, y apoyo la cabeza en el cristal.

En una estación abandonada de la tierra de la niebla me espera el tenista en su viejo Ford-T. Me preguntará por mi vida. Mascaré limón antes de mentirle que me va bien, para tener buen aliento. Luego recorreremos juntos kilómetros de carretera, con campos de manzanos a contraluz del crepúsculo -como sombras chinas- en las ventanillas bajadas para que se cuelen abejorros en el coche, viéndonos por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mi padre.

En la casa de tres plantas, nos esperará la señora Sofía, oliendo a tortilla de patatas recién hecha -la mejor del mundo-, y me preguntará por mi vida. Mascaré una corteza de limón antes de mentirle que me va bien. Luego cenaremos con la ventana de la cocina abierta, para que se cuelen abejorros, viéndonos por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mi madre.

Por la mañana me despertarán a deshoras esa pareja de golondrinas que se ha instalado en la terraza, junto a mi habitación del tercer piso. Saldré en calzoncillos para pedirles que acaben con la juerga de sus cantos: "Shssttt, que no son horas". Y ellas me mirarán muy serias, en silencio, con sus ojos de canica. Y cuando se queden en silencio, se pondrá a ladrar el pequeño Cotó, en su terracita repleta de hiedra trepadora en la casa vecina. Es un West Highland White Terrier la mar de guapo. Pero separaré las persianas venecianas de mi ventana y le diré: "Shssttt, que no son horas". Él me mirará muy serio, en silencio, con sus ojos de canica. Y, cuando parecerá que puedo volver a dormir, subirá la señora Sofía con su manguera para regar esas plantas que son su vida en la terraza junto a mi cama. Y ya no podré volver a pedir silencio, porque ella también tiene los ojos de canica y me mirará muy seria. Entonces pondré el CD de calypsos de Robert Mitchum (buscadlos en Youtube, son excelentes), mientras hago la cama y me desperezo en ese único lugar del mundo que considero mi casa.

Aseado, saldré a recoger caracoles, moras, matas de hinojo, peras limoneras que han quedado en los árboles tras la recolección. Miraré el informativo del mediodía en la tele por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mis padres. Iré al XI torneo de tenis femenino ITF, del circuito WTA, de la tierra de la niebla, para espiar a las chicas en mini-shorts en plan viejo verde (seré el único espectador en esos mediodías a 40 grados, y creo que lo agradecerán). Y cuando me sienta cansado, me tumbaré en mi fantástica cama del siglo XIX con un cabecero en madera negra labrada, y me pondré a leer el tercer volumen de Millenium (La reina al palau dels corrents d'aire) que hace meses que debo devolver. O lo llevaré junto al canal de riego, y recorreré sus palabras con mis pies en la corriente. Sus 850 páginas me representarán 35 horas de lectura. Lo tengo calculado. Y aprenderé catalán, anotando las frases que desconozco en una libreta.

Habrá mil momentos antes de la ante-ante-ante-ante penúltima vez con mis padres.

Y luego, el tenista me conducirá con su viejo Ford-T a esa estación abandonada, para despedirme después de esas vacaciones que viviré y que, en realidad, ya he vivido. Con ellos.

PD: Escribo a deshoras, pero le he prometido a la princesita que hoy colgaría algo mínimamente decente, cuando me he despedido de ella esta noche por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida. Y de Buñuel. Frente a esa mansión con piscina (Pedralbes) donde hablábamos de cine apoyados en un muro, como una banda de ladrones estudiando su asalto.

PD2: Perdonadme que haga días que no os lea. Lo hago esta semana. Tengo ganas de ver qué contáis.

Barcelona sin mapas


Como a la condesa descalza, me gusta tener citas sólo conmigo mismo, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. Las citas conmigo mismo normalmente son para salir a pasear sin mapas de la ciudad.

Lo hice el domingo pasado, quince de agosto, el día del año en que Barcelona tiene más palomas que habitantes.

Me puse el bañador azul de Bob Esponja -regalo del pequeño Hayden- bajo los pantalones cortos; introduje la toalla, la botella de agua y el programa de las fiestas de Gràcia en la mochila para bajar a la playa. A mitad de Torrent de l'Olla pensé que allí no me esperaba nadie y decidí ir al Turó Parc, donde tampoco me esperaba nadie, pero me apetecía más. Es lo bueno que tiene citarse con uno mismo: puedes cambiar de planes cada cinco minutos.

En el parque sólo había una pareja de franceses extraviados con mapas, con horarios, con rutas por cumplir. Y yo. Y decenas de palomas, porque el quince de agosto todo el mundo sabe que nos superan en número a los humanos en cualquier rincón de la ciudad.

Tomé el sol en una de las zonas que no me son especialmente agradables del recinto, junto a la fuente del norte, porque allí me abofeteaba directamente en pleno rostro y quería que el color de mi piel hiciera juego con los tonos del bañador de Bob Esponja. Busqué algo que me interesara en el programa de actos de las fiestas de Gràcia. Sólo localicé el concierto de Josep Puntí, al que quizá invitaría a alguien a quien le guste tener citas sólo consigo misma, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. La condesa descalza, por ejemplo. No está mal hacer reuniones de solitarios de vez en cuando.

Después caminé por la avenida Diagonal alejándome de la ciudad, sin rumbo fijo en la brújula. Jugué a las persecuciones (es divertido) con un tipo de una edad parecida a la mía, con un balón de fútbol bajo su camiseta roja, en la zona del estómago, con barba de escaso diseño, el cabello alborotado y un aire de despistado propio de todos los que somos solitarios. Yo le adelantaba por la acera, y él me alcanzaba siempre en los semáforos que no estaban en verde (porque los respeto).

Sin darme cuenta, alcancé el Palau Reial de Pedralbes. Hacía años que no entraba en sus jardines de un esplendor francés. La pérgola diseñada por Gaudí es el lugar idóneo para dar el primer beso a una pareja, a una nueva amiga, a un sobrino recién nacido. El tipo de una edad parecida a la mía me alcanzó de nuevo. Le miré con su pelota escondida debajo de su ropa, pero pensé que no era una buena idea besarle en ese rincón umbrío. Así, de repente.

No me sentía cansado. Así que remonté calles residenciales hasta llegar al monasterio de Pedralbes. No iba allí desde que Ana me dijo que no me pusiera en contacto con ella "más nunca". Habíamos pasado muchas tardes de domingo allí juntos (probablemente alguna en un quince de agosto, cuando había más palomas que personas en ese lugar). Mi mente refrescó cada uno de los rincones que habían sido especiales hacía ocho años. Y que ya no lo eran.

Ahora, como la condesa descalza, prefiero tener citas conmigo mismo, sin miedo a llegar tarde, sin prisas, sin planes, sin afeitar, sin llevar dinero en los bolsillos. Sin dolor. Pero, como siempre sucede en la vida, cuando estás solo es cuando permaneces más alerta para encontrar imágenes, situaciones, sonidos que te hagan feliz.

En una esquina del monasterio escuché unas voces femeninas que cantaban para acabar con aquel silencio que sólo rompían mis pasos. La puerta de una capilla oscura estaba abierta. Entré con timidez. Me costó un par de minutos localizar de dónde procedían esos cánticos. Tras unas ventanas enrejadas, una veintena de monjas clarisas se entregaban tranquilamente a sus plegarias diarias. Me senté en un banco para que me hicieran compañía en la soledad de la ciudad ese quince de agosto.

Eran muy ancianas, en su mayoría, pero emitían la paz y la candidez de una niña pequeña. Las habría conducido bajo la pérgola de Gaudí para darles un primer beso cauto en la mejilla, o en la mano, o en la frente porque me hicieron sentir bien esa tarde de finales de verano.

Dos chicas extranjeras entraron en la capilla, reclamadas seguramente por esas voces de sirena que habían arrastrado su nave, como la mía, a esa deriva. Y comenzaron a hacerles fotografías con discreción.

Pensé que se había acabado mi rato de espiritualidad allí. Salí, caminé por zonas de mansiones con vistas a Collserola. Me sorprendió el consulado albanés (debe tratarse de un país extremadamente rico). Aluciné con un aviso en una puerta: "Guardia personal permanente".

Llegué más deprisa de lo que pensaba a la calle Major de Sarrià. Busqué uno de mis espacios preferidos de la ciudad, al que he dejado abandonado demasiado tiempo: la plaza de Sant Gaietà. Entras, miras, te enamoras de ese sitio y te marchas para no molestar con esa hemorragia de flores en tu retina.

Regresé a mi barrio por Via Augusta. Anochecía. Como la condesa descalza, no tenía miedo a llegar tarde, no tenía prisa, no tenía planes, no iba afeitado, no llevaba dinero en los bolsillos. Pero era feliz sin mapas de la ciudad. Ni de la vida.



PD: Gràcies Pocoyó pel plànol. Em sap greu perquè t'he fet perdre molt de temps.

PD2: Marxo uns dies a Islàndia. Feu bondat, i no llegiu el blog del Veí de Dalt.

Empaitant ombres (1).


Localització: Barri de Gràcia (Barcelona).
Dia: 16 d'agost de 2010, cap a les onze de la nit.
Víctima: Una noia d'uns 25 anys, probablement del centre d'Europa atlàntic. Caucàsica.
Durada del seguiment: una hora escassa.

Una amiga recent, l'M. em va fer recordar la idea original que tenia al cap quan vaig obrir aquest blog el 2006 i pensava que no tindria gaire res a dir: seguir una persona pel carrer i explicar on entrava, què feia, què en pensava jo d'ella. Com m'imaginava la seva vida.

Curiosament, quatre anys després, a l'M. li rodava aquesta mateixa idea pel pensament, per si mai no tenia res més a dir al seu blog. M'ho va explicar en una platja, fa pocs dies, dibuixant onades a la sorra amb els peus, amb l'encàrrec de tirar-ho endavant. O ella o jo. O tots dos.

Potser hauria d'obrir un nou blog, ja que això ho escriuré en català. Però em mareja la gent que obre massa espais. Ja tinc altres blogs, però són de ficció. I aquest serà de no-ficció, com el Turoparc. Així que ho posaré aquí. Només us vull demanar un favor: que corregiu el meu català d'anar per casa. Us ho agrairé moltíssim si feu l'esforç. Més que dir-me si us agrada el relat, prefereixo que em piqueu els dits com a profes repel.lents de català. De veritat.

Tot plegat (i aquí comença el post), que aquesta nit he sortit de casa per treure la brossa. Passaven les furgonetes negres i silencioses dels Mossos d'Esquadra (hi ha festes al barri) pel davant dels contenidors quan he aixecat la tapa per abocar-hi una bossa amb només unes clasques de gambes i unes pells de lluç que haurien perfumat el meu petit apartament tota la nit. Les restes del meu sopar.

Una noia alta i contundent pujava Torrent de l'Olla amunt. He pensat en seguir-la. Segurament era estrangera. No m'esperava ningú a casa, i tenia les cigarretes suficients a la butxaca com per anar darrera els seus malucs que ballaven damunt d'unes sabates planes.

Caminava lleugera, amb el seu cos de cavall bonic. El rostre era agradable quan s'ha aturat davant d'un aparador per mirar robeta infantil i l'he vist de perfil, mentre es retirava el cabell ros de les galtes, per posar-lo darrere les orelles. No tenia edat per mirar-se robeta infantil (potser tenia una germana gran embarassada a Dinamarca, per dir un país que es pogués correspondre amb les seves faccions caucàsiques: cara ampla, nas petit, front generós, cabell ros i llis, ossos amplis com d'animal prehistòric). Duia uns texans normals, ni cenyits, ni esfilagarsats, ni caiguts. I una samarreta de ratlles horitzontals blanques i blaves que no feia per ella.

A la plaça Lesseps, ha tret un telèfon mòbil de la butxaca dels texans normals, ni cenyits, ni esfilagarsats, ni caiguts, i ha contestat una trucada. Això volia dir que no estava sola al món, en primer lloc, i que jo havia de fer temps per no avançar-me al seu camí, en segon lloc.

M'he distret mirant les obres d'aquell espai que no acaba de ser cap cosa concreta a la plaça Lesseps. On només van posant ciment. M'he assegut al costat d'una font que brollava amb un gran orgasme, l'única cosa bonica de la plaça, mentre veia la meva víctima a uns cinquanta metres de distància, clavada a la vorera, parlant. És estrany que la gent s'aturi per parlar. Normalment ho fan mentre caminen.

Potser m'hi hauria d'haver acostat per saber en quin idioma es comunicava, però encara no tinc prou traça per fer de detectiu professional.

Al cap d'uns deu minuts, ella ha penjat la trucada i ha tornat a caminar Torrent de l'Olla amunt, a bon pas de cavall bonic. He hagut de córrer, no fos cas que la meva primera víctima se m'escapés abans de temps.

Ha creuat la plaça Lesseps com ha pogut (era una maniobra complicada per a tots dos, i em calia mantenir la distància perquè no notés la meva presència). Després ha enfilat per l'avinguda de Vallcarca. La seguia a vint metres. No coneixia aquell territori que m'ha despertat el meu cantó poruc. Les voreres eren plenes de sud-americans amb samarreta imperi, cridaners. La noia ha saludat amb un cop de mà el responsable d'un restaurant llatí. L'he tornat a veure de perfil en aquell moment. Semblava cansada després d'un dia llarg, probablement. Amb ganes de treure's la samarreta de ratlles i els texans normals, ni cenyits, ni esfilagarsats, ni caiguts.. I amb ells, aquella xafogor de sobre.

S'ha aturat una segona vegada davant l'aparador tancat fins demà d'un supermercat Consum. Jo era a tocar de la seva esquena, mentre ella mirava una oferta en un cartell: "Llobarro de les nostres costes a 6,75 euros el kilogram". He pensat que era més de peix que de carn i que entenia el català escrit. Digueu-me espavilat.

A l'alçada del número 50 ha entrat en un portal que hi ha abans d'un taller de cotxes. "Talleres Kael" deia el rètol patrocinat per l'empresa Magneti Marelli. L'he vist darrere els vidres esperant l'ascensor, al costat d'unes plantes de plàstic. Després he canviat de vorera. He mirat les finestres il.luminades del seu edifici i he intentat endevinar en quina viuria ella, a qui no tornaré a veure mai més. Però a qui li he dedicat una hora de la meva vida.

Bandas nómadas organizadas


Siempre me sirve un vaso de agua del grifo, y seguramente deja caer en él, desde su anillo, unos polvos que me hacen decir que sí a todo. Quizá por eso soy amigo de la mujer elegante, que es como pertenecer a una banda organizada de criminales albaneses o ser miembro de un clan gitano. O las dos cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, sabes que con ella probablemente acabarás robando o intercambiando disparos con la policía.

Quizá exagero un poco. Pero ser amigo de la mujer elegante implica siempre hacer sinpas y cruzar semáforos en rojo. Y lo que es peor: ir al súper con ese carrito de la compra verde floreado que se me encalla en todas las esquinas de las calles, para adquirir allí más de lo que ella necesita, ocasionando una larga cola en la caja. Luego saca cupones de descuento y se queja de que no le han aplicado bien la rebaja. La hilera ya es de diez personas (parecen hormigas obreras), porque estamos en agosto y el personal del supermercado está bajo mínimos. Encima, la banda magnética de su tarjeta de crédito parece averiada (quizá por el calor, según la cajera), y me toca pagar a mí. Ya me lo devolverá, dice siempre, desde hace años. Luego nos detenemos en una esquina, sudados, y me ofrece un trago de agua de una fuente pública, donde seguramente dejará caer desde su anillo unos polvos que me harán decir que sí a todo.

Hace una semana me propuso bajar a la playa para conocer a sus amigos, que probablemente eran una banda organizada de criminales albaneses o un clan gitano. Dije que sí, drogado.

Sentados junto a una hoguera, con una cabra atada a uno de sus carromatos, estaban ellos.

La vecina envidiada llevaba un tatuaje tremendo en el antebrazo derecho con el lema: "I love Tohu", y se fijaba en mi muela de oro, como si condujera uno de esos trastos atrotinados donde de lee: "Recogemos chatarra". A ella le faltan varios dientes, pero sonrió mirando el mío dorado, con su cabello alborotado a la luz de las llamas.

El jardinero fiel, llevaba un pendiente en la oreja, y centraba su atención en mi muela de oro, como si condujera uno de esos trastos atrotinados donde de lee: "Recogemos chatarra". A él le faltaban varios dientes, pero sonreía mirando el mío dorado, mientras ofrecía alfalfa a la cabra y me contaba que el nombre científico de esa planta era medicago sativa. Lo había leído en un libro "mú gordo", según él, y le había quedado en la cabeza.

La maîtresse iba cargada de anillos y colgantes. Escondía su melena pelirroja con un pañuelo azul (formando una bandera islandesa) y quiso leerme la mano, mientras avariciaba mi muela de oro, como si condujera uno de esos trastos atrotinados donde se lee: "Recogemos chatarra". A ella le faltaban varios dientes, pero sonreía mirando el mío dorado, mientras revolvía la olla en la lumbre de leña. Allí lanzaba restos de carne sospechosos que habían sobrado del día.

Pocoyó parecía la menos silvestre del grupo, como si alguna vez hubiera asistido a alguna clase en alguna escuela perdida en un camino polvoriento. Quizá por eso le encargaron vigilar la posible aparición de un coche patrulla de la policía, mientras ellos se acercaban a mi muela de oro. A ella le faltaban varios dientes, pero sonreía viendo el mío dorado. Por la puerta abierta de su caravana asomaban varios perritos piloto de feria, probablemente hurtados.

Por suerte, esa noche estaba la pequeña flautista, que era la única que no pertenecía a la banda de la mujer elegante, ni era gitana o albanesa, ni le gustaba la cabra, ni lo que cocinaba la maîtresse en la olla. Y era joven, y tenía todos los dientes y le daban miedo esos cuchillos rodeando mi mandíbula. Se puso de pie y amenazó con ir a avisar a la Guardia Urbana si el jardinero fiel no dejaba de intentar arrancarme la muela de oro con esas tenazas oxidadas (sin anestesia local). Pasaron las luces azules de una patrulla por la avenida cercana a la playa y la niña se levantó para correr hacia el vehículo.

Entonces la mujer elegante la detuvo, abrazándola. Carraspeó y dijo que todo había sido una broma. Sirvió unas bolsas de patatas sobre el mantel para disimular, la vecina envidiada sacó una tortilla para disimular, la maítresse nos presentó una pizza faite maison para disimular, Pocoyó montó unos arenques suecos sobre unas rebanadas de pan para disimular, y el jardinero fiel regó la cena improvisada con vino. Para disimular.

"No le ha pasado nada al payo", le dijo la mujer elegante a la flautista. "El payo está un poco pálido, pero con un par de tragos se recuperará", aseguró la vecina envidiada. La cabra balaba, atada a un carro. La playa era serena en esa noche de agosto. La hoguera nos alumbraba los rostros. La mujer elegante llevaba la voz cantante para reafirmar su liderazgo. Los otros le seguían el paso, riéndole las gracias. Mantuve la boca cerrada, no fuera a suceder que brillara de nuevo mi muela dorada y volvieran a fijarse en ella, ahora que la flautista se había caído de sueño sobre el pareo en la arena y ya no podría volver a defender mi integridad física.

Pasó un paquebote en cuclillas por el mar, bajo la luna, mientras el clan contaba cuentos en la playa, hartos de vino. Me dejaron marchar a medianoche, sin necesidad de ofrecer excusas.

Regresé a casa entre prostitutas africanas, quinquis y borrachos en la Ciutadella. Lejos de la banda organizada de la mujer elegante, me sentía a salvo entre ellos. Tranquilo. Silbaba una canción de Marta Sebestyen para mis adentros. Pronto estaría en la Diagonal. Pronto regresaria al norte de la ciudad. Pronto volvería a comprobar con la punta de la lengua que mi muela de oro seguia anclada en su lugar correspondiente.

Quizá he exagerado un poco la situación, pero sucedió más o menos así.

PD: Disculpad si me leéis gitanos o albaneses. He utilizado todos los tópicos posibles. Sólo era una fábula de una situación real. Sé que hay grandes escritores albaneses y gitanos cultísimos (aunque no conozco a ningún escritor gitano, es extraño).

Solo


Estoy solo en la ciudad. Ayer por la noche regresé a casa después de gastar la tarde en el Turó Parc, viendo carreras de galgos en las que una vez participó el señor Gris. Jamás ganó una medalla el pobre. Ni siquiera quedó cuarto. Él era de medio fondo, no un velocista.

Las calles estaban extrañamente vacías. Las cruzaba sin esperar el verde en los semáforos, al estilo de las urbanitas que conozco y que no tienen esa paciencia anglosajona para aguardar tu turno ante el tráfico rodado. Ellas tienen el corazón italiano. O persa. O hindú.

En casa, los pelillos de mi bigote mal afeitado se volvieron de color naranja tras tomar dos vasos de gazpacho Hacendado con bolitas de melón (como me recomendó Ilse, recientemente). Fue mi cena. Milagrosamente, la tele de los vecinos estaba muda, como todo el edificio, y aproveché para leer un rato. Tengo que devolverle a la princesita L’home dels coixins, de Martin MacDonagh. Es una obra teatral que no os recomiendo si estáis en horas bajas.

“Un home es desperta a dins d'una gàbia de ferro, penjada d'una forca, on l'han deixat perquè es mori de fam. L'home sap que és culpable del crim pel qual l'han deixat allà, però no pot recordar quin era, aquest crim. Davant seu, a l'altra banda de la cruïlla, hi ha dues forques amb dues gàbies més; clavat al defora d'una hi ha un rètol on hi diu "Violador", i clavat al defora de l'altra hi ha un rètol on hi diu "Assassí". A dins de la gàbia del violador hi ha un esquelet polsós; a dins de la gàbia de l'assassí hi ha un vell moribund. El nostre home no pot llegir el rètol que hi ha al defora de la seva gàbia, i demana al vell assassí que li ho llegeixi, per poder saber què ha fet. El vell es mira el rètol, es mira al nostre home, i llavors li escup a la cara, fastiguejat”.

No creo que sea la mejor lectura para ayudarme a dormir, pero soy de los que devuelven los libros a tiempo. Apagué la luz y pensé que estaba solo en la ciudad. Si me diera un ataque al corazón no encontrarían mi cuerpo hasta el uno de septiembre. Seguramente tendría un pitillo apagado entre los dedos apergaminados, y el aspecto de esos diablos enjaulados de MacDonagh.

El viernes se largaron los Hayden a Francia. Mi sobrino mayor me llamó para despedirse y decirme que lo había pasado muy bien conmigo en la piscina de la tierra de la niebla dos semanas atrás, haciendo la bomba. Fue mi última escena feliz de este verano (la penúltima fue unos días antes en mi parque preferido con la mujer de los mares del sur, Pocoyó y su nini, escuchando un concierto de música clásica sentados en la hierba antes de la medianoche –cuando las carrozas se convierten en calabazas, y estás a punto de cumplir años si coincide con un quince de julio).

En la piscina, él llevaba un bañador rojo en su cuerpo esquelético y yo uno azul oscuro en mi cuerpo magro. Tendimos su toalla de Doraemon en el cesped y la mía de cuando era pequeño rescatada del fondo del armario de mis padres (en ella me enamoré de Mónica cuando tenía la edad del pequeño Hayden).

Es verde y hay un viejo Ford-T estampado de color azul marino. Al niño le gustó y me pidió intercambiarlas. Así que a él se le enrojeció el rostro pálido sobre mi viejo coche y mi rostro pálido se enrojeció sobre su Doraemon. Fue una tarde relajada, con nubes cruzando el cielo como rebaños de ovejas, mientras él preguntaba por qué mi madre me sigue llamando nen, si ya soy un hombre mayor.

El ayuntamiento ha transformado la piscina de siempre en un jacuzzi gigante (se acercan elecciones), y hay burbujas por todas partes, y chicas jóvenes que flotan con sus bikinis de pantera en ellas (el pequeño Hayden me cerró la mandíbula más de una vez con una palmada, pam, diciéndome que parecía tonto). Las reformas están a medio camino, y en una valla amarilla que separaba la zona de cesped de las carretillas y las hormigoneras de albañil, disputamos un partido de voleibol. El pequeño Hayden me ganó, pero con trampas. Todavía no cuenta muy bien los puntos.

El viernes se largaron los Hayden a Francia. Mi sobrino pequeño, el faraón Nil, me cantó una canción infantil por teléfono, y luego me aseguró que no volvería a hacerse pipi (sin acento) encima cuando le hiciera de canguro. La última vez me vi obligado a llamar a los bomberos para que pasaran el mocho por el parquet, y a duchar dos veces al Manneken Pis etíope, porque tras la primera se dedicó a pasear sobre el pipi (sin acento) del suelo. Por suerte su hermano me ayudó a recomponer el escenario del comedor, porque cuando hay accidentes ejerce de hombrecito. Espero ver las fotos del faraón en las playas atlánticas de Francia. Siempre es el más fotogénico, con sus ojos enormes, sus dientes perfectos y su piel de ébano.

El sábado se largaron la princesita y Buñuel a los Estados Unidos en unas líneas aéreas pakistanís, porque el vuelo les salía más barato. Pensé que los norteamericanos les mandarían un misil tierra-aire antes de que aterrizaran, pero he seguido las noticias en la radio todo el fin de semana y no ha habido ninguna aeronave abatida frente a las costas de Nueva York. Antes de su partida, les recomendé que se llevaran dos mudas de ropa interior, dos cepillos de dientes y todo lo que pudieran comprar en una tienda de chinos para hacer intercambio con los indios algonquinos a orillas del estuario del Hudson.

Nos despedimos en una terraza de la calle Enric Granados (mi tercera vía preferida de la ciudad) sentados con un amigo suyo: Flipy, un tipo canoso y de ojos azules, igual de loco que toda la gente que se dedica a hacer televisión (como Ilse -son lo peor). La princesita tenía curiosidad por saber cómo nos comportaríamos tras una mesa dos de las personas más absurdas que conoce, él y yo, después de vernos por primera vez en la vida. Me recordó una cena del mes de marzo pasado con un vecino del piso de arriba, donde también estábamos a prueba como humoristas. Hicimos lo que pudimos, aquella vez y esta vez, con públicos diferentes.

Luego la princesita y Buñuel se largaron en un taxi. Y nos quedamos los dos payasos locos cruzando los semáforos en rojo, al estilo italiano. O persa. O hindú. Conociéndonos. Flipy me cayó bien cuando se desvistió de clown. Igual un día le presto mi toalla con el viejo Ford-T, y le dejo ganar al voleibol. Pasaron unas inglesas vestidas de pantera, contorsionándose por la calle Balmes. Flipy me cerró la mandíbula con una palmada. Pam.

PD: La música es de Àlex Torio. Le entrevistaron hace unos días en una emisora de radio, y me gustó. Es un profesor de matemáticas que compone canciones. O un músico que formula ecuaciones.

Búnker


El sábado pasado salí a caminar por los frutales de la tierra de la niebla. Hay que ir bien preparado para hacerlo: gorra de visera, una mochila cargada con dos litros de agua, tiritas con animales dibujados por si te arañas, un libro ligero por si te aburres, varias piezas de fruta. También es importante llevar el nombre y la dirección colgando del cuello en un cartelito, por si te pierdes. Y un rifle Steyr Mannlicher de calibre 243, por si te ataca un conejo. ¡Ah! Y un paraguas barato de una tienda de chinos.

Andaba cargado con todo mi material de supervivencia cuando unas nubes negras y ruidosas viajaron rápidas desde las montañas hacia mí, escupiendo rayos y truenos, como si fuera una guerra, aunque yo jamás he vivido una guerra y sólo las conozco por las películas. Palpé mi equipaje. Lo tenía todo excepto el paraguas barato de una tienda de chinos. Corrí bajo la cortina de agua con la mochila, el cartelito (nombre: el paseante, domicilio: la granja de los caballos) y el rifle que me golpeaba los glúteos, hasta alcanzar una de esas casetas de aperos en las que suelo esconderme.

Me refugié bajo el estrecho porche de la entrada, pero la lluvia caía con tanta fuerza y en diagonal que me calaba la ropa. La parte baja de la puerta de la caseta estaba rota. Una pieza de uralita protegía esa gatera, para que no entraran bichos (como yo). La retiré. Me despojé de la mochila y del rifle, y me deslicé por ella con mucha dificultad, a cuatro patas. Por suerte he perdido peso últimamente, porque el agujero era realmente angosto. Desde dentro, introduje mi material de andar por el campo para ponerlo a refugio (los rifles Steyr Mannlicher de calibre 243 se oxidan fácilmente con la humedad).

Era un local rectangular, de unos quince metros cuadrados. Parecía la escena de un crimen. En la parte sur había un hogar cargado de leña para cocinar a la brasa. Y una silla de fórmica rota. En la parte norte, dos somieres se alineaban uno junto al otro (sin colchones, puro hierro), y entre ellos se apilaban restos de basura: botellas de zumo de naranja, un paquete vacío de tabaco JPS, una guía de Portugal con las hojas sueltas, vasos de plástico, páginas escritas en una lengua que no entendía (probablemente cartas africanas que se quedaron en Europa).

Parecía un búnker. Una jaula. Caminaba arriba y abajo, esperando a que escampara. Fumando.

Sobre los camastros había una ventana estrecha y alargada. A través de ella veía las hojas de las plantas cercanas repletas de bolitas de lluvia en sus puntas, como árboles de Navidad en verano. Veía los tallos de los trigales curvándose por el peso del agua en sus granos, las tórtolas que seguían volando a pesar de la tempestad y los truenos que no cesaban. Una guerra debe ser algo así: tú escondido en un refugio, rezando para que cese el ruido de las bombas e ideando cómo te vas a defender.

Pensé que era una ventana perfecta para montar en ella una batería antiaérea Nasams, por si un día nos hartamos de ellos y nos liamos a tortas con el país vecino (digamos que es Andorra, pobres andorranos).

En la parte sur de la caseta había una ventanita cuadrada. Allí veía un triste chopo cimbrearse con el viento para esquivar los rayos, y los restos de una masía de la que quedaban apenas cuatro muros y muchas ruinas. Era un lugar adecuado para montar una pieza de artillería ligera Kongsberg, por si un día nos hartamos de ellos y nos liamos a tortas con el país vecino (digamos que es Andorra, pobres andorranos).

Quizá fueron los truenos, quizá fue el búnker, pero pensé en la manifestación de este sábado. Si con la razón no se pueden arreglar las cosas, si te humillan, si te desprecian... hay otros caminos. Aunque también perderíamos en ese tablero de ajedrez. Los catalanes no sabemos de búnkers, ni de armas.

Estuve en el refugio un par de horas, caminando arriba y abajo, como un animal enjaulado, mientras el tenista (mi padre) me llamaba al móvil por si necesitaba que viniera a rescatarme con su unidad de intervención rápida: su Ford Fiesta de veinte años con una carabina de aire comprimido en el asiento de atrás.

Escampó, como sucede siempre. Salí al camino de Duran y regresé a la granja, esquivando los charcos, con mi mochila de supervivencia y mi rifle Steyr Mannlicher de calibre 243. Hace años que lo tengo, pero todavía sigo pendiente de leer en el libro de instrucciones por donde se dispara. Debe ser esa pestaña curvada que se llama gatillo.

PD: No ho volia fer, però demà aniré al passeig de Gràcia. Caminar sol per una manifestació et fa pensar. Més que si hi vas amb gent.

PD2: Una part d'aquest post l'he fet a mà, amb el meu nou súper boli del Barça. Gràcies, M. El guardaré per aquests moments especials. Ets un encant.