Nochevieja en junio


Bajé en el suburbano a medianoche hasta el punto más cercano a la playa al que me podía acercar ese transporte. La noche de San Juan siempre me ha parecido el inicio de un nuevo ciclo (en el que debes tirar, quemar, depurar, desear... cosas). Es mi Nochevieja. La de verdad me deprime.

Caminé entre la multitud, y las tracas me hicieron bailar un zapateado en esa acera del paseo Joan de Borbó. Olía a mar. Normalmente bajo solo. Normalmente me mojo las manos o los pies en el Mediterráneo solo. Pero esa noche hice una llamada perdida a su móvil. Y en la esquina al final de la calle, frente a ese edificio feo con balcones rojos, aparecieron la princesita y Buñuel. Hacía un año que no les veía, y parecían salidos de una foto fija de entonces. Como en un daguerrotipo. Siguen siendo igual de guapos.

Caminamos entre la multitud, y las tracas nos hicieron bailar un zapateado en esas zonas asfaltadas junto al mar, y luego sobre la arena. Nos alejamos de la muchedumbre y nos acercamos a esa playa que antes era nudista, junto al nuevo hotel vela. Todo ese espacio parecía transformado. Hablamos de temas pendientes, y aseguré que si esa noche acaricias una ola tendrás suerte el resto del año. Como era su primera víspera de San Juan junto al Mediterráneo, las olas les sorprendieron y les calaron los pantalones. Yo salté a tiempo hacia atrás (soy más listo que esa pareja). Y me quedé tumbado en la arena, con la ropa seca, junto a la botella de vino, mientras la princesita y Buñuel se desnudaban para acabarse de bañar. Aparté la mirada de sus cuerpos lácteos para no ver panoramas a los que no estoy acostumbrado, mientras buscaban sus bañadores recién adquiridos en Decathlon en sus mochilas. Cuando volví a mirar, flotaban entre las olas como focas. Van a tener mucha suerte este año nuevo.

Ella salió primero del agua y canturreó a mi lado una canción céltica de bienvenida del solsticio de verano, con su voz de locutora de radio, mientras se secaba junto a la botella de vino que iba menguando. Él apareció tras un rato de remojo más prolongado. Parecían salidos de una foto fija de hace un año. Igual de guapos que entonces. En esa playa.

A las cuatro de la madrugada remontamos el paseo Joan de Borbó. Caminamos entre la multitud, y las tracas nos hicieron bailar un zapateado en la acera. Les despedí en la boca de metro de Barceloneta, con historias todavía pendientes de narrar. Y proyectos de colaboración. En mi trayecto de regreso a casa vi a un vagabundo roncando (a pesar del estruendo) sobre un banco público. Su perro sin raza dormía tranquilo (a pesar del estruendo) con el hocico sobre sus piernas. Me quedé un segundo allí, mirándoles.

Era mi primer día del año. Y olía a mar.

PD: La fiesta del Veí de Dalt seguramente fue menos tranquila. De ese estilo barato:

Adopción


He visto a esas tres gatas ronroneando por las esquinas de su cocina a la hora de la comida, saltando sobre mis piernas para proyectarse desde allí hasta la mesa y caminar elegantes entre la vajilla sin romper un solo plato. Las he visto acicalarse con sus patitas de terciopelo ante el espejo de la puerta de la terraza al caer la tarde, con el cielo enrojecido recortando sus siluetas. Son coquetas, son tranquilas, son cariñosas. Y estaban acostumbradas a vivir allí. Ahora buscan casa. Su dueña se traslada a un domicilio pequeño y sólo puede quedarse con una de ellas.

Me gustaría adoptar a las que van a quedarse sin techo, pero no cabríamos en mis veinte metros cuadrados de pisito. Mañana intentaré negociar con la señora Hayden una adopción a medias de una de las gatas: un mes en cada domicilio. Me gustaría trasladarla en una de esas jaulas de plástico cada primero de mes, caminando por el paseo de Sant Joan, una vez de ida y otra de vuelta. Pero no sé si va a ser posible, porque mi hermana sigue llorando la muerte del señor Gris, y no está dispuesta a más dramas.

He pensado que quizás a algun@ de vosotr@s os interese que una patita almohadillada os toque la cara a primera hora de la mañana para despertaros. Que queráis darles un techo. Que no os importe que se paseen por el teclado de vuestros ordenadores para que les hagáis caso. Que queráis quererlas. Aunque sólo sea a una de las gatas.

Por favor, no escribáis un comentario a este post (no os quiero poner en un compromiso de buscar excusas para no adoptar). Si estáis interesad@s en acoger a una de esas gatas, o a las dos, podéis escribirme a turo_parc@yahoo.es (soy un simple intermediario, me limito a cobrar un diez por ciento del traspaso. Y no quiero que las sacrifiquen).

Duelo en Blogville II


Tengo polvo hasta en el ombligo después de varios días cabalgando. Sacudo mis botas taconeando contra el suelo antes de entrar en el Xurri's Saloon, y peino un poco mis cabellos grasientos con los dedos antes de entrar en el Xurri's Saloon, y despego un pedacito de salchicha entre mis dientes con la uña del meñique antes de entrar en el Xurri's Saloon. Accedo aseado. Contemplo su planta del dinero entre las botellas de la estantería, su calendario de los días impares, su libreta con sólo cinco frases, la foto de su nini saliendo de una tienda outlet, sus partes con accidentes de coches sobre el mostrador. La propietaria del local aparece tras las cortinas de la cocina, con una mirada inteligente sobre una barbilla orgullosa. Apresurada, asegura: "Lo siento, hemos cerrado". "Sólo pretendía tomarme una última copa". "Le digo que está cerrado".

El Veí tiene polvo hasta en el ombligo después de varios días cabalgando. Sacude sus botas taconeando contra el suelo antes de entrar en el Violette's Saloon, y peina un poco sus cabellos grasientos con los dedos antes de entrar en el Violette's Saloon, y despega un pedacito de salchicha entre sus dientes con la uña del meñique antes de entrar en el Violette's Saloon. Accede aseado. Contempla una foto de un disparador de cohetes en la Guayana entre las botellas de la estantería, de un niño sentado en un pupitre junto a la propietaria del local cuando era niña (en blanco y negro), la foto de una gata que se asustaba cuando tenía la posibilidad de salir a la calle. Mil recetas de cocina anotadas en una libreta. Y unas instantáneas de una princesa con rastas en China o en los Balcanes. La propietaria del local aparece tras las cortinas de la cocina, con una mirada inteligente medio oculta por su melena pelirroja. Apresurada, asegura. "Lo siento, hemos cerrado". "Sólo pretendía tomarme una última copa". "Le digo que está cerrado".

En la acera de enfrente veo al Veí sentado en una tarima de la puta calle, como un huérfano. Le han sacado de su local favorito que ha puesto el cartel de For sale en la fachada. Como ha sucedido en el mío. Los dos miramos al suelo, entre nuestras botas sucias de polvo. Flotan bolas de arbustos sin raíces por la calle, dirigiéndose al desierto. En lugar de sacar nuestras pistolas, nos analizamos con cierta desconfianza. Entonces desenfundamos las armónicas y entrelazamos una canción triste, buscando con el rabillo del ojo si esas puertas de los locales de Violette y Xurri reabren y nos ofrecen un nuevo sorbo de su vida aguardiente. Fresca. Inteligente.

Lisbeth Salander



Ahora tengo una amiga sueca. No es la típica nórdica voluptuosa de una película de José Luis López Vázquez. Se llama Lisbeth Salander, tiene veinticuatro años, es de escasa estatura y apenas pesa cuarenta quilos. A pesar de ello, parece peligrosa, de las que te hacen el signo de cortarte el cuello si no te comportas.

"Milton Security tenia una imatge coservadora, d'estabilitat. I la Salander encaixava amb aquesta imatge com una excavadora en un saló nàutic. La investigadora estrella de l'Armansky era una dona jove, pàl.lida i gairebé anorèctica, que duia els cabells extremament curts i pírcings al nas i a les celles. Tenia una abella d'uns dos centímetres tatuada al coll, un braçalet al voltant del bíceps del braç esquerre i un altre al voltant del turmell esquerre. Quan li agafava per dur un top de tirants, l'Armansky també podia veure que portava un tatuatge d'un drac enorme a l'espatlla dreta. Era pèl-roja natural, però es tenyia els cabells d'un negre intens. Feia la pinta d'acabar de sortir d'una orgia d'una setmana en companyia d'una banda de heavy metal".

Hace días que Salander se ha instalado en mi pequeño piso de apenas veinte metros cuadrados. Va a su bola. Habla poco (encima en su idioma indescifrable). Me observa callada con su camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave", mientras preparo una tortilla de berenjenas o me afeito. Este domingo por la tarde saqué la mesita de Ikea al balcón para poner el cenicero encima, y mi silla de director de cine plegable que desplegué entre las plantas. Abrí Els homes que no estimaven les dones de Stieg Larsson por la página 357 (nunca dejo una novela por una página acabada en 6) y me puse a leer con la luz natural que filtraban los nubarrones oscuros, con Lisbeth a mi lado, sentada sobre las baldosas. Sin despegar los labios (al estilo Melahel).

"El despertador marcava dos quarts de deu del matí i ella es preguntava què la podia haver despertat quan el timbre de la porta va tornar a sonar. Es va asseure al llit, estupefacta. Mai de la vida ningú no havia trucat al seu timbre a aquestes hores. Encara més, molt poques persones trucaven al seu timbre. Es va embolicar amb un llençol i va anar fins al rebedor fent tentines per obrir la porta. Es va trobar en Mikael Blomkvist cara a cara, va sentir com el pànic li envaïa el cos i va recular una passa".

Ya he confesado otras veces que nunca he sido un gran lector. No es una pose, es la verdad. Pero esa novela me tiene obsesionado. No es la mejor obra que he leído en mi vida, pero Stieg Larsson tiene una manera de trenzar la trama que atrapa. Me recuerda a Alfred Hitchcock, un cineasta popular, pero al mismo tiempo de culto. Lo mejor de la historia son sus personajes. Te los crees, el escritor te los va destapando poco a poco y acabas enamorándote de ellos. En esa página 357 por fin se encuentran Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist (después de tantos párrafos en que esperaba que sucediera). Es una escena perfecta. Levanté los ojos de la novela y miré el cielo tapado de ese domingo por la tarde. Enfrente tenía un edificio a medio construir (con esas grúas tremendas que un día se nos caerán encima) y otro de los años sesenta con las persianas bajadas, como si todos los vecinos hubieran salido de fin de semana fuera de la ciudad. Parecía un náufrago solitario en el balcón sobre ese paisaje sin taxis ni transeúntes. Sonreí feliz, recordando el encuentro entre los dos protagonistas principales y me quedé un ratito degustando ese momento, sin ganas de proseguir la lectura. Estaban juntos y eso prometía. No parece que vaya a surgir ninguna pasión ardiente entre ellos, entre otras cosas por la diferencia de edad entre ambos (20 años), pero sí es el presagio de una amistad complicada pero profunda.

Me gustan las relaciones de amistad. Quizá porque siempre he tenido pocos amigos, aunque nunca haya estado solo del todo.

El primero se llamaba Xavier. Mi madre me llevó a rastras un día a esa aula de pre-escolar, con su falda blanca y su sueter verde pistacho. Yo lloraba. Me sentaron junto a un niño que parecía mayor que yo, el doble de grande, el doble de fuerte (él sería Blomkvist y yo Salander). No puedo recordar su rostro, pero me pasó las maderitas para hacer construcciones, y lentamente acabé con el llanto infantil, juntando piezas. La última noticia que tuve de él es que perdió un testículo en un accidente de moto, siglos después.

Mi segundo amigo se llamaba Quim C. Tenía cara de no haber roto nada en su infancia (ojos claros y rizos dorados, menudo, blanquito de piel, desamparado. Yo sería Blomkvist y él Salander). Después del cole íbamos a clases de francés en la academia sobre la panadería, donde esa niña atrevida nos hacia jugar a adivinar si ya tenía pelo en el pubis. Recuerdo que una tarde regresábamos caminando cada uno por una orilla de la carretera, lanzándonos piedras. Procurando abrirnos la cabeza en ese intento de ingresar en el mundo de la masculinidad, de la pura testosterona. Hasta que él arrancó a correr. Pensé que le había ganado. Pero un camión de gran tonelaje hizo crujir sus frenos para aparcar en el arcén. Un tipo enorme como un oso -hoy iría tatuado como Lisbeth Salander- me agarró de la oreja y me dijo que íbamos directos al cuartelillo de la Guardia Civil porque le había roto una luna de su vehículo de una pedrada. Por suerte, unas chicas, también de la escuela Vinyes, vieron la película de los hechos y le contaron al cabrón abusa-menores que no había sido yo, que el culpable era Quim C. El camionero me obligó a chivarme del domicilio de mi amigo, y claudiqué. Recuerdo la estampa de esa madre en el marco de la puerta apaciguando al conductor, mientras mi compañero estaba desaparecido bajo la cama de su dormitorio infantil.

La familia de Quim C. se marchó de la tierra de la niebla cuando tendríamos unos diez años. Su padre era el señor director de la única sucursal de La Caixa en el pueblo (toda una eminencia) y le habían destinado a Girona. Había perdido a mi mejor amigo de entonces (a pesar del episodio con el camionero) y me costó aceptarlo ese verano, aunque pronto suplió su ausencia Quique R, que tenía una hermana de ojos oscuros que me gustaba. Claro que todavía éramos niños y apenas levantábamos unos palmos del suelo.

Quim C. no acabó de desaparecer de mi vida. En 1982, el verano de Naranjito en los mundiales de fútbol de España, su hermano mayor regresó a la tierra de la niebla. Venía de vacaciones para, según contaba, recuperar escenarios de su pasado. Narcís C. ya era un tipo mayor de edad que se afeitaba. Se presentó en la granja de los caballos para saludarnos después de tantos años. Pidió quedarse a solas con mi padre. Hablaron con una copita de brandy entre las manos. Luego supimos que el chico le había pedido cinco mil pesetas por una emergencia, y que su padre banquero se las devolvería en pocos días por ingreso en cuenta corriente. La familia C. seguía teniendo buena reputación en la tierra de la niebla (en nuestro recuerdo colectivo), y mi padre le entregó el dinero. Pero pasaron los días y la transferencia no llegaba. En el mercado semanal al aire libre del miércoles (verduras, bacalao salado y camisetas de Naranjito) mi padre comprobó como otros vecinos narraban que Narcís C. también había acudido a sus domicilios con el mismo cuento de las cinco mil pesetas. Llamaron al viejo director de La Caixa, ahora en Girona, y les respondió que lo sentía mucho, pero que hacía años que había expulsado a su hijo de casa y que no se hacía responsable de sus engaños.

El tenista jamás recuperó el dinero. Tampoco era tanto, pero le molestó que le tomaran por tonto. Desconozco qué habrá sido de Narcís C., aunque no me importa demasiado. Su hermano Quim, mi segundo amigo en la vida, murió de virus de inmunodeficiencia humana hace tiempo (esa vez no se pudo esconder bajo la cama). Espero que a la pequeña Mireia, su hermanita que vi tantas veces en esa cuna, le haya ido mejor en la vida de esos tres hijos de banquero.

Después de Xavier y de Quim vinieron mil amigos. Con algunos intento mantener el contacto (el hombre que cuida animales, el hombre sin suerte). Con otros me dio pereza y se han perdido entre la niebla de mis recuerdos.


En toda mi vida, jamás tuve amigas, acaso novias o amantes. Pero, desde que escribo un blog, han aparecido algunas Lisbeths Salanders. Son peligrosas. Tremendamente peligrosas. Y desde que saben que me gusta ese personaje literario han decorado sus cuerpos con elementos pintorescos.

Ilse vino a Barcelona hace poco más de una semana (el jueves 28 de mayo), para asistir al Primavera Sound. Parecía de poco fiar cuando descendió por las escaleras de la Catedral con una camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave", como esa gente que te hace el signo de cortarte el cuello si no dejas de repetir que el Barça ha ganado su tercera Champions (ella que es tan madridista). Iba a su bola. Hablaba poco (encima en su idioma indescifrable). Me observaba callada con sus dos piercings recientes en las cejas y su nuevo tatuaje de una gata en el hombro derecho mientras paseábamos por la playa, entre la Barceloneta y las torres gemelas. Como Salander, llevaba un Ipod, un ordenador portátil y una porra eléctrica capaz de descargar 75.000 voltios por si no me portaba bien con ella.

Le mostré mi refugio en el espigón donde me siento a tomar el sol en verano. El lugar en el puerto donde me como un bocadillo de Pans & Company mientras veo zarpar los veleros. Nos sentamos en un bar. Estaba más guapa que el año anterior, cuando la vi por primera vez. Llevaba el cabello recogido en una coleta y los ojos azules desprovistos de gafas. Había adelgazado considerablemente, aunque ella jurara que no (quiere alcanzar el poco peso de Lisbeth Salander). Intenté invitarla, pero ella dibujó de nuevo el signo de cortarme el cuello. Pagó la clara en esa terraza y me regaló una participación para la Lotería Primitiva y el Euromillones (a repartir si tocaba). Nos despedimos en la boca del metro, y vi como se alejaba canturreando hacia sus conciertos de primavera.

El día anterior me había perdido en ese enjambre de calles que rodean el domicilio provisional de la mujer elegante. Faltaban un par de horas para que el Barça jugara la final de la Champions y no paraba de preguntar por esa vía a los paseantes, a los tenderos, a la guardia urbana. Ella habita en un edificio que podría formar parte de la novela de Stieg Larsson. Un castillo extraño, laberíntico, ganador de un premio de arquitectura.

La gata Salsa recordó mis piernas y se subió a mirar la pantalla del ordenador (un PoerBook G4/I.O a 1 Ghz de Apple, con carcasa de aluminio y procesador PowerPC 7451, AltiVec Velocity Engine, 950 megabytes de memoria RAM y 60 gigabytes de disco duro, con BlueTooh y grabadora de CD y DVD integrada) que ella, esa mujer con piercings en las cejas y tatuajes recientes de gatas en la piel, me prestaría a desgana para comprobar si mi conexión a internet funcionaba.

Fuimos a ver en su pantalla de televisión panorámica la repetición del primer gol de Eto'o, en la final de la Champions, tras escuchar petardos en el vecindario. Comimos pipas esperando el descanso (entonces ignoraba que guardaba en su bolsillo una porra eléctrica capaz de descargar 75.000 voltios por si no me portaba bien con ella). Me despidió en el rellano, con su camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave".

Corrí a mi piso esperando, absurdamente, llegar a tiempo de ver la reanudación del partido (debía cambiar de convoy y todo fue muy lento). El segundo gol de Messi me pilló en la calle (lo supe por las tracas). Y en mi pequeña tele apenas asistí al final del partido y a las celebraciones. Conecté el portátil de la mujer elegante a mi acceso a internet (recordando su signo de cortarme el cuello si hacía algo mal y desconfiguraba su acceso a redes). Funcionó.

El sábado quedé con Ilse en el centro de la ciudad. Le pregunté si podía acompañarme a devolverle el portátil a la mujer elegante a Francesc Macià. Tomamos el metro. Llegamos puntuales. La mujer elegante nos escrutó con detalle antes de cruzar el paso de peatones y reunirse con nosotros. Ellas se cayeron bien a simple vista (es lo que tiene la gente decorada con piercings y tatuajes), y me criticaron sin piedad en esa mesa de bar cercana al Turó Parc. Se entendían, como Blomkvist y Salander.

"L'Armansky va imprimir el contracte que en Blomkvist s'enduria a Hedestat perquè en Frode el signés. Quan va tornar al despatx de la Salander, va veure a l'altra banda de l'envà de vidre que ella i en Blomkvist estaven inclinats davant del PowerBook. Ell li agafava una espatlla amb la mà (ei, l'estava tocant) i li indicava alguna cosa. L'Armansky es va aturar.
En Blomkvist va fer un comentari que va semblar sorprendre la Salander. I aleshores la noia va deixar anar una sorollosa riallada.
L'Armansky no l'havia sentit riure mai i feia anys que s'esforçava per guanyar-se la seva confiança. En Blomkvist feia només cinc minuts que la coneixia i ella ja s'estava petant de riure amb ell. Es va escurar la gola en travessar el pas de porta i va deixar caure la carpeta del contracte sobre la taula".

PD: Gràcies per la música Emily. M'agrada molt. En el fons, qui més s'assembla a la Salander ets tu. Llegeix la novel.la i te n'adonaràs. Teniu un aspecte físic similar, i és una hacker com tu:

"Aquesta havia estat la part més delicada de la seva conversa. Hauria dit que en Blomkvist no volia abordar el tema deliberadament i, finalment, ella no havia pogut estar-se de fer-li la pregunta.
-Has dit que sabies el que he fet.
-Has entrat al meu ordinador. Ets una hacker.
-Com ho saps? -La Salander estava completament segura que no havia deixat pistes i que la seva intrusió no la podia descobrir ningú, llevat que un assessor de seguretat altament qualificat s'hagués assegut davant de l'ordinador i hagués escanejat el disc dur quan ella hi accedia".

Hi ha un parell de blocaires que no són aigua clara: el Veí i l'MK. T'encarrego que entris als seus ordinadors i que no paris fins que tinguis prou pistes com per poder-los treure les màscares de gent sociable.