Nil

Los Hayden son egoístas. Ahora están en el Hotel Ghion (que se promociona como The Garden Palace of East Africa, aunque se marche la luz de vez en cuando de sus instalaciones), rumiando qué americana blanca va a lucir él o qué vestido de gala le va a quedar mejor a ella con el collar nuevo y el pañuelo étnico, antes de asistir a la sala de juego de cada día. Hace una semana volaron a Addis Abeba para hacer apuestas en la ruleta de la vida.

En las fotos que me han mandado por correo electrónico, guardan es sus brazos a un bebé de diez meses que parece un pequeño buda. Le encontró la policía etíope abandonado en la calle. Hasta la semana pasada, vivía en un orfanato mirando con sus ojos enormes a las monjas europeas que entraban y salían de la sala, abanicándole con sus faldas largas. Ahora permite que el pequeño Hayden (a sus cinco años ha asumido el rol de hermano mayor) le organice carreras -montado en el cochecito y sin casco- por los pasillos de The Garden Palace. Come bien y deja dormir a sus nuevos padres en ese hotel custodiado por soldados armados con metralletas de juguete. En su escasa vida ha tenido dos nombres. Primero le llamaron Fikandu, que significa “salvado gracias a Dios”. Pero mi hermana prefiere llamarle Nil, porque en su tierra tiene origen ese río con cocodrilos acechadores y faraones a la deriva.

Los Hayden me cuentan las miserias de ese país que nunca fue colonizado. Los peligros de sus calles. Las muchedumbres pidiendo limosna ante los rostros pálidos de los escasos europeos. Sólo han realizado una excursión a unas montañas cercanas a la capital. Les sorprendió la imagen de un niño pequeño intentando llenar una botella con el agua fangosa que corría por un torrente junto a la carretera. Siempre me ha extrañado que África no haya dispuesto de su época gloriosa como sucedió en Asia, Sudamérica o Europa. Carezco de teorías.

Estos días el señor Gris y yo ocupamos el domicilio Hayden, como hacemos siempre que ellos se escapan para jugar a la vida. En la puerta del estanco de tabaco cercano sigue sentado el mismo africano que lleva allí tanto tiempo. Creo que me reconoce, pero no me dice nada para no incomodarme. Tampoco pide limosna a la gente. Simplemente permanece allí, viendo pasar el tráfico en el paseo de Sant Joan. Le recuerdo de aquella vez que el señor Hayden cogió unas botas nuevas de su uniforme de policía (no las necesitaba porque las suyas estaban en perfecto estado), las introdujo en la mochila y se acercó a su rincón en la acera -su universo- para dárselas. Cruzaron escasas palabras. No hacía falta un discurso falso de agradecimientos, porque los dos hombres eran conscientes de la situación.

Ha pasado algún tiempo desde esa escena. Entonces me pareció tierna, pero ya no pueden engañarme con sus patrañas. Los Hayden son egoístas. Se han vacunado, han gastado dinero, han viajado con temores, han previsto las reformas en su hogar para cuando los niños crezcan… sólo para arruinar mis noches de sábado. Ni siquiera me preguntaron si quería ser tío de nuevo. Han ido a buscar a Nil y me han mandado unas fotos con su mirada enorme para que me ablande y pierda unas horas al año cuidando de los pequeños Hayden y de la rata Babe. Entonces me asegurarán que puedo traerme al señor Gris para completar el circo, mientras se marchan de cena en plan recién casados. Les conozco como si les hubiera parido. Sólo piensan en ellos.

Gamberrada

La chica de las montañas llamada Be (aparece en los links, http://verdadlimite.blogspot.com/) escribe palabras que hacen pensar o sentir cosas que yo he pensado o sentido y soy incapaz de explicar como hace ella. En un texto reciente explica: "últimamente y temo que se convierta en costumbre me ha dado por disparar a según qué. anteayer sin ir más lejos disparé contra un ministro y un abogado, en absoluto inocentes. lo cierto es que experimento cierto bienestar haciéndolo, y, a pesar de humedecerme los labios antes de disparar no es exactamente placer lo que siento, pero me relaja y yo relajada gano mucho". Escribirá en minúsculas como protesta mientras el mundo no gire como ella cree que debería girar, y pienso que su tecla Alt se cubrirá de polvo.

Si el día no ha sido satisfactorio, gasto una caja de munición en la cama para conciliar el sueño. También a mí me relaja hacerlo, y yo relajado gano mucho.

Normalmente recorro las esquinas de mi vida con el carácter agrio, las prisas en mis piernas, las manos a la espalda, el disgusto instalado en mi relación con los de mi especie. Pero en ocasiones me siento alegre: tras una conversación interesante con una mujer resfriada que adora los gatos o al final de un trabajo arriesgado o después de un fin de semana agradable o al girar la última página de una buena novela. Entonces se me hincha el pecho con aire que no sé dónde nace y me hace levitar (parezco un paseante-aerostático), se me dibuja una sonrisa idiota en los labios y salgo a callejear con ganas de ceder el paso, de dar las gracias, de decir por favor, de hacer bromas, de ser simpático ante los transeúntes amargados que caminan como hago yo cuando no tengo la jornada feliz.

Hace poco sufrí uno de esos raros episodios de buen humor porque alguien me convidó a visitar su vida, mientras contemplábamos pasar el tráfico por la avenida Diagonal sentados en el espacio para no fumadores de un local acristalado, con un matrimonio antiguo en la mesa contigua que devoraba platos de pasta con tenedor y cuchara. Después, vagabundeé de buen humor. Miraba una cómoda estilo veneciano del siglo XVIII de color manzana verde -que no podré adquirir porque debe costar más de los 60 euros que tengo presupuestados este año para cómodas venecianas- en el escaparate de una tienda de antigüedades de Travessera de Gràcia, cuando vi acercarse por la acera a un tipo joven que cargaba dos paquetes con la compra. A su sombra, un perro labrador colaboraba en el transporte de comida arrastrando una tercera bolsa entre sus dientes. Sin que me viera su dueño, le acaricié el lomo y se disparó el muelle de su cola.

Entré en el Mercadona, de donde había salido ese equipo de transportistas, aunque no necesitara adquirir nada con urgencia. Me relaja recorrer sus pasillos y leer las ofertas cuando tengo un rato libre. Compré conservas: sardinas, atún, espárragos... Aguardé con paciencia el turno para pagar, sin temor a que saltara la alarma que siempre dispara mi viejo aparato de radio (los días agradables no lo llevo encima, porque no necesito desconectar de la realidad). El pipipí que produce en los arcos detectores me obliga a dar explicaciones continuas a los guardias de seguridad, mientras contemplo sus galones de juguete. Hasta el momento, jamás me han obligado a desnudarme en un cuarto cutre, y se fían de mis argumentos.

Introducía mi compra en las bolsas del establecimiento, cuando sonó un pitido estridente. Pensé que lo había provocado yo, hasta que el sonrojo en las mejillas de una chica a mi espalda me hizo suspirar relajado. Era rubia y menuda, y abrió el bolso ante la cajera. "Deben ser estos cd's que he comprado en El Corte Inglés, pero es raro porque allí no me han pitado". Volvió a pasar el control, y de nuevo el pipipí. Sucedió por tercera vez. "¡Por favor!”, gritó ella, con cara de querer disparar contra alguien en su día de mala suerte.

Al alejarme, caminando con mi compra innecesaria, seguía divirtiéndose la alarma con las desgracias ajenas.

Me detuve de nuevo ante la cómoda estilo Luis XVI; las manos en los bolsillos, y la mochila repleta. Es magnífica, y tengo un nuevo motivo para dar en la diana de la Lotería Primitiva el próximo sábado. En el semáforo de Balmes con Travessera de Gràcia coincidí con la chica del hipermercado. Me alegré de volverla a ver (seguramente por última vez en nuestras vidas), aunque siguiera con su cara de agobio. Entonces, mezclado entre la gente en el paso cebra, se me escapó un pipipí sonoro. Ella abrió su bolso, asustada, en un acto reflejo. Después nos miró a todos como si quisiera descargar un revólver contra el culpable de la gamberrada y experimentar una cierta relajación, porque seguro que ella relajada gana mucho. Disimulé agudizando la vista en las lunas del concesionario de automóviles de la acera contraria. Este año tampoco podré adquirir ninguno de sus modelos descapotables, a no ser que tenga suerte en las apuestas y consiga nuevos motivos para sentirme alegre y con ganas de desdramatizar esta vida.

Nota: Gracias Be por el permiso y por tu blog que hace pensar en tantas cosas.

Un pequeño viaje

Siempre he sido un excelente pasajero en los vehículos terrestres a motor. No tengo necesidades fisiológicas a medio camino, ni protesto por la música aunque sea flamenquito. Acepto que los ceniceros sólo sirvan para guardar las monedas del peaje, y escucho con atención las conversaciones mientras filmo con la memoria paisajes conocidos o nuevos por la ventanilla. En un aspecto sí soy un desastre: la interpretación de los mapas de carretera. Cuando el piloto abre la guantera, extrae la guía Campsa y me pide que encuentre una ruta, pongo mi mejor voluntad en descifrar los jeroglíficos lineales bautizados como A-2 o C-242, para acabar sintiéndome tocado y hundido.

Prefiero que me conduzcan a conducir. Por eso, cuando supe que el sargento Hayden y su hermano iban a comprar aceite de oliva a una población que no lograba ubicar en el atlas de mi vida, levanté tímidamente un dedo y pedí permiso para montarme en un coche que olía a nuevo.

La primera parte del trayecto transcurrió por territorios conocidos de la tierra de la niebla. Luego giramos al sur y el paisaje dejó de ser llano y de alimentar frutales, para mostrar relieves escasos de vida, como si fuera un hábitat lunar. Esos altiplanos sólo permiten el cultivo de los olivos y en cada pueblo existe una cooperativa de paredes blancas destinada a la industria del aceite. A través de la ventanilla, me sorprendieron los camposantos elevados en cerros con el dedo índice de los cipreses señalando en dirección al infinito. Cruzamos la sierra Grossa, el valle de Les Socarrades, el d'Ada...

Nos equivocamos de camino -a pesar de que no era el encargado de la guía Campsa esa mañana- y alcanzamos la confluencia de tres ríos: Segre, Cinca y Ebro, con sus cañones impresionantes sobre la cópula eterna entre los grandes amantes. Es la tierra de mi añorado vecino Jesús Montcada, que sigue paseando su perro blanco por la calle de mis recuerdos. Los nombres de las poblaciones en los rótulos de la carretera -Flix, Tortosa...- me hicieron rememorar el camino inverso (de sur a norte) que realizó hace poco una amiga. Me contó que iba a Mequinenza para declamar los textos de un CD magnífico que se titula L'escriptor inexistent, editado por L'Indi Music. En su viaje, ejercía de pasajera junto a un niño llamado Nick que se dormía escuchando su voz cautivadora. Quiero pensar que miró esos mismos paisajes de mi mañana de sábado. En el disco, Montse Castellà canta y Montse Llussà recita textos duros como ese paisaje al que hacen referencia en su obra y que yo veía por primera vez en mi vida.

"A orillas del río Ebro
flota un sueño que la nostalgia olvidó.
Niebla matinal bajo un cielo azul
y enfrente esa montaña rosada.
Saluda un caracol y ese árbol sin voz
que llevo grabado en la rodilla.
Secretos de la niñez
recorren campos de arroz
y esos naranjos que abrazan el Sol."

En la cooperativa aceitera nos ofrecieron gratuitamente pan con aceite y olivas, mientras nos preparaban las cajas con las garrafas para freír alimentos un año entero. En las pausas del trato comercial les hice reír con mis chistes absurdos. A cambio, el hermano del señor Hayden nos contó que esa zona se estaba revitalizando económicamente con la llegada de máquinas vibradoras para los olivos (sacuden los árboles y extienden mecánicamente unas redes para recoger los frutos). Antes realizaban esa labor las cuadrillas de gitanos que cobraban a tanto la hectárea. Cuando vieron aparecer los primeros artilugios que iban a suplirles esperaron la oscuridad de la noche, se arrastraron hasta los almacenes con latas de gasolina, rociaron los aparatos vibradores y rascaron una cerilla en sus barbas duras. Hubo denuncias, juicios y sentencias; y todo acabo a favor del progreso. Las tierras del sur buscan modernizarse, mejorar.

Fuimos a tomar un café en el bar del pueblo. Sólo había una mesa ocupada. Sus cuatro integrantes se quedaron en silencio, mirándonos por encima de las gafas, hasta que dedujeron que éramos simples compradores de aceite y continuaron con el reparto de cartas. Jugaban a la butifarra (de cuyo torneo fui campeón en la ciudad universitaria dos años consecutivos). Observaba con curiosidad el desarrollo de la partida, intentando recordar sus reglas olvidadas, cuando entró una chica joven y colgó un cartel en la ventana del bar.

El hombre que parecía más viejo aprovechó el momento del recuento de puntos para levantarse ayudándose de un bastón. Leyó: "Primavera Sound Festival. DJ Ramiro. DJ Evangelista. DJ Listillo", acariciándose la mandíbula. Regresó a la mesa: "Està en estranger", y miró sus doce cartas. "Deu ser cosa del jovent", dijo con sorna su compañero de partida mientras cantaba convencido oros. Su contrincante a mano derecha contró.

Peter

Un perro mastín llamado Hook murió hace poco en Madrid. Una mujer habló por teléfono con su sobrina de diecinueve años para intentar animarla, mientras acariciaba a su gata Salsa con el deseo de que esté para siempre con ella en su piso soleado. Tiene miedo a que desaparezca de repente.

Desconoce que ningún animal se marcha del todo mientras lo revivas en los recuerdos. Mi primera mascota, cuando era niño, fue un escarabajo negro enjaulado en una caja de galletas Cuétara. Le ofrecí esa vivienda de alquiler gratuito a cambio de que asomara sus antenas de vez en cuando. En una esquina, tenía un escondite armado con piedras de río para sus momentos de timidez. Un tapón de Pepsicola con agua era su abrevadero, y en una caja de cerillas abierta le dejaba cada día un trozo de manzana o la esquina de un terrón de azúcar. Mi madre no me permitía entrar ese hábitat de juguete en casa, y lo dejaba aparcado a la sombra de unos geranios en la galería. Un día llovió con fuerza, el cartón cedió y el insecto sin nombre escapó sin decirme adiós con ninguna de sus patitas.

Después llegó Peter, el ser indocumentado que más extraño en la vida. Era una paloma blanca que me regaló un anciano en una ciudad amurallada de las tierras del sur. Vivió muchos años, y acompañaba con su vuelo a mi padre en el camino a su trabajo, o perseguía a mi madre por el pasillo pisando los trazos pictóricos de la fregona, y no se acostaba -mirándome desde lo alto de la caldera de leña- hasta que yo dejaba de estudiar matemáticas a medianoche en la vieja cocina de la granja de los caballos y apagaba la luz. Vivía dentro de la casa y tenía vocación de perro fiel. Era tan especial que, cuando lo dejábamos olvidado en el patio, dormía en una caja de madera con un gato forastero al que llamábamos Tutticolori, sin que le devorara. Fue mi mejor amigo de infancia, y cada seis de octubre siento especialmente su ausencia.

Murió en 1982. Recuerdo mi armilla roja y la camisa blanca de esa noche triste, y que no podía detener el llanto sentado en la escalera con la paloma entre mis manos, buscando un bálsamo en las palabras ajenas. Claro que entonces la mujer madrileña apenas era una niña para llamarme por teléfono y consolarme (con Salsita arañando sus manos de escritora), y sólo estaba el tenista que no sabía qué decirme. Simplemente, me acompañaba con sus lágrimas.

Después hubo gatos como Facundo o Rita, un conejo enorme, un pato que nadaba alegre en el lavadero de la granja de los caballos, una gallina llegada de los tejados, dos faisanes, codornices y perdices -obsequio de un tío cazador- a los que prorrogué la vida, pájaros tropicales de colores regalados por Astrid en aquella jaula que construí con madera debajo de la escalera al desván... ¡Cuánta paciencia tuvieron mis padres en esa época viviendo en un zoo! Ahora está el señor Gris. Se hace mayor y quiere vivir, aunque vuelve a cojear. Este domingo caminábamos lentos por las calles del barrio y una adolescente se acercó para preguntarme si le había cortado el pelo. "¡Qué guapo está!". Le acarició la cabeza con fuerza y el muy tonto sacó un palmo de lengua. Contento, feliz. Así me miró, y así le voy a recordar.