Sophie Hunger


Hacía tiempo que no me sentía solo, como ese viernes cuando bajé acatarrado, sonándome por el paseo de Gràcia, hasta alcanzar la plaza del Rei. Actuaba Sophie Hunger, y no me la quería perder.

La mujer elegante y la condesa descalza me colgaron el teléfono cuando les propuse ir a ese concierto, como si fuera un spam telefónico de la compañía Vodafone. Tenían otros pretendientes (¿mejores?) esa noche.

No me atreví a hacer más llamadas para no sentirme más solo. Así que ese viernes bajé, acatarrado, sonándome por el paseo de Gràcia, hasta alcanzar la plaza del Rei, donde actuaba Sophie Hunger. Y no me la quería perder.

Dejé pasar el tiempo en la plaza de la Vila de Madrid, comiéndome un sandwich de jamón junto a una pareja multirracial, que se contaban los tatuajes, entre caricias, en un banco individual. Ella sobre sus piernas africanas. En el cielo había una luna casi llena, mientras yo masticaba ese pequeño bocadillo y ellos se buscaban sus lenguas, con esa urgencia post-adolescente.

Fue un concierto intimista entre esos muros medievales, donde Colón llevó la noticia del Nuevo Mundo a los Reyes Católicos. Lo rompían los lateros venidos de otros mundos, paseando entre el público para ofrecernos "cerveza, beer". Sin parar. Acallaban la voz de la cantante, y era molesto. Frente a mí, tenía a tres homosexuales masculinos, que no paraban de mostrar su condición con su lata de cerveza (comprada a los vendedores ambulantes) en una mano, y en la otra su paquete de tabaco y su teléfono móvil que no dejaban de teclear buscando complicidades lejanas. Y se besaban, y se acariciban, y no callaban en ese afán de exhibicionismo suyo, mientras la voz de Sophie Hunger intentaba hacer poesía sobre ese murmullo de gente que acude a los conciertos gratuitos como si fuera una música de fondo ideal para hacer sonar sus historias banales contadas con amplificadores de la tienda de chinos. (Diría lo mismo de tres personas heterosexuales, pero es que ellos estaban allí en plan a ver si me sacan en la tele. Y esa falta de modestia, me molesta, francamente.)

Sophie Hunger requería silencio. Y no lo tuvo.

No me moví de ese sitio, porque junto a mí había una chica que se sabía de memoria las canciones de Sophie Hunger. Las cantaba, las bailaba y me rozaba con su cadera alegre, sin importarle el ruido extra que venía en el soundtrack del concierto. Creo que éramos las únicas personas que estábamos allí por vocación. Tenía la nariz arqueada y no era guapa, pero transmitía algo parecido a la belleza. Llevaba una faldita corta sobre unas medias negras. Iba peinada a lo chico. Y sus ojos eran enormes. Negros. En el concierto, era la única que lo sentía. Muy dentro de ella.

Me separé de sus pasos en esa corriente humana, tras el concierto. Y me volví a sentir solo. Como tiempo atras, navegando a casa, con las velas de mi embarcación plegadas. Marchaba a motor de gasoil. Ruidoso.

Al día siguiente, la mujer elegante y la condesa descalza me llamaron por teléfono para proponerme ir a la Cuitadella al atardecer, para ver espectáculos teatrales. Pensé que eran spam telefónico de la compañía Vodafone. Y quise colgar el auricular.

Como no soy rencoroso, el sábado dejé que ellas me acompañaran a esas actuaciones al aire libre. Que luego me sentaran en unos sofás de cuero negro en el Born y me contaran sus vidas. Pagaban de sus bolsillos esas copas de cava rosado (aunque la mujer elegante propuso hacer un sinpa, a lo que se negó la condesa descalza). Pedí una canción de Sophie Hunger en el hilo musical, sin ruidos extraños en el soundtrack.

Sonó, y añoré a la chica que se sabía de memoria las canciones de Sophie Hunger. Añoré su nariz arqueada. Su cara que no era guapa, pero que transmitía algo parecido a la belleza. En el concierto, era la única que lo había sentido. Muy dentro de ella.

Último tango en París


Hace días quería participar en un concurso de literatura erótica. El premio era un libro publicado con los mejores relatos.

Nunca he escrito sobre ese tema, pero me entraron ganas de intentarlo. En el fondo -como en todos los cuentos- se trata de buscar unos personajes potentes, que se pongan a interactuar entre ellos. Pero cuesta que aparezcan. La historia acostumbra a salir a la tercera o cuarta prueba. Sucede lo mismo en la vida. Las personas que valen la pena cuesta que aparezcan, que se pongan a interactuar con nosotros en ese balcón sobre la ciudad en la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras las tenemos a diez centímetros de epidermis. A veces estoy allí, mirando el skyline, cerca de una persona a la que me gustaría dirigirle la palabra (hombre o mujer). Y no lo hago. Y en el cruce de miradas sé que a ella le gustaría hacer lo mismo conmigo. Y no lo hace.

Unos días atrás, quería participar en un concurso de literatura erótica. El premio era un libro publicado con los mejores relatos.

Busqué inspiración en la tierra de la niebla. Nuestra vecina más ilustre es María Lapiedra, una actriz porno que muestra su anatomía ante las cámaras a las primeras de cambio (no damos para más en ese pequeño territorio), aunque lo único que exhibe es su juventud, porque no tiene otra cosa. Es pura sexualidad. Pensé que paseando por sus calles, durmiendo cerca de donde ella sigue acostándose esporádicamente (sin que nadie la filme), me vendría un buen cuento a los dedos, para teclearlo. Pero sólo acudieron relatos baratos, del tipo: chico joven es adiestrado en la sexualidad por la empleada doméstica nicaragüense. Y luego entra el padre en la habitación, otra noche. Y el abuelo, acaba de agotar a la muchacha. Y me salieron penes, pechos y culos a toda pastilla. Esas páginas llovieron como aviones de papel en el cesto. Mientras volaba la última, pude leer en sus alas: "Harry nadaba en la piscina de la casa de sus padres. Cada día con buen clima, recorría quinientos metros en estilo crawl antes de almorzar, lo que le había dotado de unas espaldas demasiado anchas para sus diecisiete años, mientras pensaba en que todavía era virgen, a cada brazada. María Elena lo observaba mientras limpiaba a desgana una ventana con su mano derecha, y mantenía oculta la izquierda bajo las faldas de su uniforme azul oscuro de sirvienta".

María Lapiedra es de pueblo, como yo. Nunca dejaremos de estar orgullosos de ello (se lo escuché decir en una entrevista radiofónica -y eso la honra). Nuestros padres trabajaron juntos en la larga postguerra, en ese edificio de ladrillo rojo donde gestionan las aguas de un canal de riego. Su padre murió hace tiempo, y el mío disimula ante la popularidad de esa chica. Ser de pueblo te deja la marca de la boina en la frente, aunque te pasees por los platós de televisión o cinematográficos mostrando los pechos, o escribas un blog como éste. Ignoro qué es peor.

Regresé a Barcelona en el tren de la costa. Me quedaban un par de días para el fin de plazo del concurso de literatura erótica. La vecina más ilustre del barrio metropolitano en el que vivo también es del signo de cáncer como María Lapiedra, aunque ella no enseña ninguna parte de su anatomía ante las cámaras. Es discreta, misteriosa, una encantadora serpiente que se desliza entre los matojos cuando intuye que alguien la puede dañar. Pero cuando se siente a gusto saca a pasear su cuerpo francés para convertir Gràcia en Montmartre. Ella no es de pueblo. Se mueve con la elegancia de una persona noble, con los genes educados a base de generaciones y generaciones en el difícil arte de ser mejor que la mayoría de personas y no demostrarlo. Sabe qué puede contar, qué te puede preguntar, qué no va a salir jamás de su boca. Alguna vez, acaso, me crucé con ella en ese balcón sobre la ciudad en la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras nos teníamos a diez centímetros de epidermis. Y no nos djimos nada.

Esa noche en que regresé a Barcelona en el tren de la costa y necesitaba inspiración para un relato erótico, la espié comprando en tiendas de productos ecológicos riendo con la cajera, la vi deternerse frente a la librería de la calle Verdi leyendo las novedades con sus ojos tremendos tras sus gafas de pasta negra. Luego se las puso sobre el cabello cobrizo para comprobar su maquillaje en el escaparate. La vi con ganas de bailar un tango en la plaza de la Virreina con un desconocido; pero yo no soy Marlon Brando (y jamás me ha mirado cuando nos hemos cruzado por la calle -tengo que quitarme la boina un día de estos). Luego se dedicó a vagar por las callejuelas. La seguía como una sombra, pegado a sus tacones. Pensaba que, quizá, en el fondo es una solitaria. Y una mujer sola, con secretos, caminando por Montmartre/Gràcia de noche es puro erotismo.

Así la he visto en su blog -al que soy adicto- todos estos años: sensual, seductora, elegante, altiva y, en el fondo, todo lo contrario (como buena cáncer es dura por fuera y blanda por dentro). Es posible que cuando llegue a su piso se derrumbe como un castillo de naipes, cuando en la calle era una fortaleza inexpugnable.

Me enamoré de ella en aquel texto, acompañado de una fotografía suya en blanco y negro de cuando era pequeña, donde nos hablaba de que se había reencontrado con su viejo amor platónico de niñez. Y luego me enamoré de ella en todas sus historias. La fui descubriendo epidérmica e introvertida, a la vez (hoy no sabría decir qué predomina en ella). Pero ha creado un estilo que la define plenamente. El estilo Moulin. Hay que leerla entre líneas más que a nadie, porque esconde más que muestra. En cualquier caso, es la Katherine Hepburn de Blogville. Una verdadera dama.

Esa noche en que regresé a Barcelona en el tren de la costa y necesitaba inspiración para un relato erótico, la seguía a distancia, hasta que llegó a la plaza de la Vila de Gràcia, y se quedó allí quieta, junto a la torre del reloj. Estaba seria, parecía triste. Hace poco me comentaron que quiere dejar de contarnos historias, y yo quiero que se quede un poco más de tiempo dentro de nosotros. Me largué corriendo a casa para escribir el relato erótico. Tenía un argumento en la cabeza. Dejé a Katherine Hepburn con su sombra alargada junto a la sombra de la torre del reloj. Sin poder bailar un primer tango con ella. La dejé sola, allí.

En mi egoísmo, escribí un cuento de casi amor en Nuevo México (es sólo el principio): "Una vez, en Las Cruces (Nuevo México), una ciudad de apenas cien mil habitantes, una ramerita latina le dijo que él la palmaría follando. Se lo había leído en el rostro, en las venas hinchadas de su cuello de toro, en el sofoco de sus mejillas, en sus ojos desorbitados mientras eyaculaba dentro de aquella nicaragüense que había leído muchos rostros de hombres en aquellas mismas circunstancias (ella tumbada y ellos ensartando su cuerpo inerte) desde que huyó de Managua con dieciséis años de un padrastro que abusaba lo mismo del alcohol que de ella. “Un día te morirás follando, con esa energía con que lo haces”, insistió ella suavemente tras mirar su frente sudada, su respiración entrecortada. Él hizo el gesto de retirarse, pero ella le atrapó los glúteos con sus muslos morenos. Le pidió que se quedara un instante más dentro de ella. “Hoy se ha muerto mi madre, y sólo te tengo a ti”, le contó a aquel cliente desconocido, mientras le acariciaba el cabello corto pelirrojo, y le miraba con una mirada que él jamás había visto en otra prostituta, mientras repetía suavemente, como una letanía: “Quédate un poquito más dentro de mí”.

..."

Cuando lo acabé de escribir, salí de casa, contento con el resultado. En ese balcón sobre la ciudad de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat, mientras manteníamos las epidermis a diez centímetros de distancia, estaba ella, volcada con su cabello cobrizo sobre el mirador. Era Violette Moulin. No nos djimos nada.

Me hubiera gustado decirle: "Queda't una miqueta més amb nosaltres. Què farem sense tu, Moulinette Violen?".

Vacaciones pagadas (primera versión -espero que tranquilizadora)


Hace días, escribí un post sobre mis vacaciones en la tierra de la niebla. No me gustaba, y no le pegaban los calypsos de Robert Mitchum que había previsto para acompañar el texto. Así que no lo colgué. Normalmente, vivo una historia que me gustaría contar. Busco la música que le entre como con un calzador, y escribo mientras la escucho. Esta vez me equivoqué con Robert Mitchum. Desestimé ese post. Pero ayer me pidieron que escribiera en el blog, porque lo tengo medio abandonado. Escuchaba jazz en una emisora de radio, mientras corregía esa historia de madrugada. No lo veía claro, no le encontraba alma a esa redacción. Entonces sonó una canción muy triste en los walkmans. Era de Kate McGarry. La busqué en Youtube y reescribí el texto completamente, escuchando sus notas. Me quedó lacrimógeno, como la canción, pero me gusta así. A veces me siento triste y escribo alegre, y a veces lo hago al revés. Pero siempre procuro que mis textos tengan música dentro. No sé si lo consigo.

Estoy bien. En la vida de todos hay tristezas y alegrías en una misma jornada. Cómo no. Y yo soy como todos. Os pongo la canción que pensé en un principio, y el primer texto que redacté (que no me gusta nada).

Gracias por vuestra ante-ante-ante-ante penúltima preocupación por mí :-) De verdad, sois un encanto de personitas.

Vacaciones pagadas

Mi padre vino a buscarme a esa estación de trenes desamparada en la tierra de la niebla, para conducirme con su viejo Ford-T a un lugar que sólo es un paraíso para nosotros, mientras el final del verano se introducía en el coche por las ventanillas bajadas (con algún abejorro de regalo), y los campos de manzanos transcurrían como sombras chinas contra el crepúsculo. Regresaba al único lugar en el mundo que considero mi casa. Iba allí de vacaciones, por una semana.

Es una vivienda de tres plantas. En la tercera se ve una terraza desde la calle, con geranios rojos que asoman por la barandilla como si quisieran alegrar la vida de los transeúntes ocasionales. Tras ella está mi habitación. Está mi cama del siglo XIX con un cabecero negro labrado artesanalmente hace doscientos años por manos que descansan en paz. Están mis libros amarillentos escritos hace tiempo por manos que ya no redactan. Está mi vieja escopeta de aire comprimido con que apuntaba a las lagartijas que siempre se escapaban de los perdigones cuando era niño, y que ahora atrae la atención del pequeño Hayden cuando le doy permiso para que entre en mi museo particular, sin hacer ruido. Están mis ropas de antaño que ya no me entran o me van anchas (según la época). Está mi orla universitaria de cuando tenía tupé (qué horror, debo estar en doscientas viviendas de periodistas con esa pinta). Hay una cómoda con cajones repletos de mil daguerrotipos de antepasados que ya no están y que me miran con esos ojos desorbitados como exigiéndome algo.

En mi tercera planta, este verano había dos golondrinas instaladas bajo el toldo de la terraza. Pensaba que esos pájaros eran de una timidez extrema. Pero me despertaban cada mañana con las juergas de sus cantos. Salía en calzoncillos para decirles: "Shssttt, que no son horas". Y ellas me miraban muy serias, en silencio, con sus ojos de canica. Y cuando callaban, se ponía a ladrar el pequeño Cotó, en su terracita repleta de hiedra trepadora. Es un West Highland White Terrier la mar de guapo. Separaba las persianas venecianas de mi ventana y le decía "shssttt, que no son horas". Él me miraba muy serio, en silencio, con sus ojos de canica. Y, cuando parecía que podía volver a dormir, aparecía la señora Sofía con su manguera para regar esas plantas que son su vida. Y ya no podía volver a pedir silencio, porque ella también tiene los ojos de canica y te mira muy seria. Entonces ponía el CD de calypsos de Robert Mitchum (buscadlos, son buenos), mientras hacía la cama y me desperezaba en esa tercera planta del único lugar en el mundo que considero mi casa.

Luego, bajaba un piso hasta el cuarto de baño, para acabarme de despejar bajo el chorro de agua de la ducha. La segunda planta es el lugar de los dormitorios (tres) y del silencio. La recorres viendo fotos en los marcos. Está la habitación de mis padres, cargada de crucifijos y de santos, de vestidos presumidos de mi madre y de ropas que se pone el tenista tras la aprobación de su mujer. Está la habitación de mi abuela paterna que murió hace años, y que ahora es un cajón de sastre para dejar allí todo lo que no necesitamos a diario. Está la habitación de los Hayden, que era el dormitorio que le regalaron a mi hermana por su comunión y que conserva la misma estética de los años setenta. Allí hay dos camas diseñadas para niños y una cuna. Más allá, antes de llegar a la galería también repleta de flores, está el despacho de mi padre, con su mesa de madera noble y unos cajones cargados de secretos.

Finalmente bajaba un tercer piso, hasta alcanzar la planta baja. Es el lugar de los ruidos: las cazuelas lavadas por la señora Sofía en la cocina, el sonido metálico de los cubiertos cuando son depositados en la mesa para comer horas después, la tele del comedor donde el tenista mira un concurso, el teléfono que suena con la voz del pequeño faraón Nil exigiendo los patos que le prometieron sus abuelos. En la casa de los vecinos, sonaba la batería del adolescente que sueña con tener alguna vez un grupo de rock metálico. Y en la planta baja también se escuchaba mi voz, con el cabello todavía húmedo, dando los buenos días a mis padres. Era la única semana del año que estaba con ellos, y revivimos situaciones de hace mucho tiempo. Les hacía compañía. Y ellos me la devolvían.

Después de comer salía al campo y siempre regresaba con algo en la mochila: moras para después de cenar, hinojo para poner en la verdura, caracoles para el domingo (tras purgarse), peras blanquillas en una finca que ya recolectaron y donde sólo quedaron las frutas desgraciadas. Siempre regresaba de noche, y mis padres me esperaban pacientemente para cenar, porque ellos son de horarios del norte de Europa. El tenista ponía las noticias en la tele y las comentábamos. O hablábamos de que la tortilla de patatas de la señora Sofía es la mejor del mundo (no es broma). Y luego ellos tomaban postre. Yo no lo hago jamás, así que me levantaba para lavar los platos. La señora Sofía me prohibía hacerlo, porque ella no tenía otro trabajo en todo el día. Como yo, le respondía. Sé que mi madre estaba contenta de que rondara por allí, lavando platos, cogiendo moras, subiendo y bajando escaleras, escuchando las golondrinas que a ella le hacen ilusión. Estando de vacaciones con ellos.

Una tarde, tenía los pies descalzos dejando que los marearan las aguas en el canal. Pensaba que un día no tendré a mis padres. Pensaba que un día mis sobrinos no me tendrán a mí. Y mi habitación se transformará en un cajón de sastre para dejar allí todo lo que no necesitarán a diario. No sé qué recordarán de mí. Si pasearán de vez en cuando junto al canal.

Pero eso no importa. Esta semana de vacaciones he robado fruta, he ido a ver adolescentes tenistas en el XI torneo ITF del circuito femenino de la WTA con mi gorrita de viejo verde, he vuelto a recorrer las rutas que hacía con el señor Gris, he tomado el sol bajo unos manzanos, he visitado el tronco del viejo sauce llorón que abatió un vendaval hace más de un año (la hiedra se ha apoderado de sus restos), he nadado en la piscina, he pasado frente a la clínica del hombre que cuida animales (cerrada por vacaciones), he leído el tercer volumen de la saga Millenium, de Stieg Larsson, en todos esos sitios. Y lo he acabado tras treinta y cinco horas de lectura.

Por las noches había cenas con las sobras del día. Verdura, rodajas de merluza enharinadas... Mi madre hacía un par de tortillas para acompañar. Luego salía a fumar a la terraza. La luna era grande. Le pedía que me permitiera tenerlos muchos años más, porque ellos siempre han sido mis vacaciones.

Mi padre me condujo a esa estación de trenes desamparada en la tierra de la niebla, con su viejo Ford-T, mientras el final del verano se introducía en el coche por las ventanillas bajadas (con algún abejorro de regalo), y los campos de manzanos transcurrían como sombras chinas contra el crepúsculo. Le dije adiós, mientras la locomotora entraba en la vía uno, con su cabeza agresiva.

Vacaciones pagadas


Regreso a la tierra de la niebla en el tren que circula por la costa. Aunque en la ventanilla hay sol e imágenes de playa (bañistas, surfistas, golfistas apuntando al green, y apartamentos en venta), me siento como si lloviera, y apoyo la cabeza en el cristal.

En una estación abandonada de la tierra de la niebla me espera el tenista en su viejo Ford-T. Me preguntará por mi vida. Mascaré limón antes de mentirle que me va bien, para tener buen aliento. Luego recorreremos juntos kilómetros de carretera, con campos de manzanos a contraluz del crepúsculo -como sombras chinas- en las ventanillas bajadas para que se cuelen abejorros en el coche, viéndonos por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mi padre.

En la casa de tres plantas, nos esperará la señora Sofía, oliendo a tortilla de patatas recién hecha -la mejor del mundo-, y me preguntará por mi vida. Mascaré una corteza de limón antes de mentirle que me va bien. Luego cenaremos con la ventana de la cocina abierta, para que se cuelen abejorros, viéndonos por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mi madre.

Por la mañana me despertarán a deshoras esa pareja de golondrinas que se ha instalado en la terraza, junto a mi habitación del tercer piso. Saldré en calzoncillos para pedirles que acaben con la juerga de sus cantos: "Shssttt, que no son horas". Y ellas me mirarán muy serias, en silencio, con sus ojos de canica. Y cuando se queden en silencio, se pondrá a ladrar el pequeño Cotó, en su terracita repleta de hiedra trepadora en la casa vecina. Es un West Highland White Terrier la mar de guapo. Pero separaré las persianas venecianas de mi ventana y le diré: "Shssttt, que no son horas". Él me mirará muy serio, en silencio, con sus ojos de canica. Y, cuando parecerá que puedo volver a dormir, subirá la señora Sofía con su manguera para regar esas plantas que son su vida en la terraza junto a mi cama. Y ya no podré volver a pedir silencio, porque ella también tiene los ojos de canica y me mirará muy seria. Entonces pondré el CD de calypsos de Robert Mitchum (buscadlos en Youtube, son excelentes), mientras hago la cama y me desperezo en ese único lugar del mundo que considero mi casa.

Aseado, saldré a recoger caracoles, moras, matas de hinojo, peras limoneras que han quedado en los árboles tras la recolección. Miraré el informativo del mediodía en la tele por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida con mis padres. Iré al XI torneo de tenis femenino ITF, del circuito WTA, de la tierra de la niebla, para espiar a las chicas en mini-shorts en plan viejo verde (seré el único espectador en esos mediodías a 40 grados, y creo que lo agradecerán). Y cuando me sienta cansado, me tumbaré en mi fantástica cama del siglo XIX con un cabecero en madera negra labrada, y me pondré a leer el tercer volumen de Millenium (La reina al palau dels corrents d'aire) que hace meses que debo devolver. O lo llevaré junto al canal de riego, y recorreré sus palabras con mis pies en la corriente. Sus 850 páginas me representarán 35 horas de lectura. Lo tengo calculado. Y aprenderé catalán, anotando las frases que desconozco en una libreta.

Habrá mil momentos antes de la ante-ante-ante-ante penúltima vez con mis padres.

Y luego, el tenista me conducirá con su viejo Ford-T a esa estación abandonada, para despedirme después de esas vacaciones que viviré y que, en realidad, ya he vivido. Con ellos.

PD: Escribo a deshoras, pero le he prometido a la princesita que hoy colgaría algo mínimamente decente, cuando me he despedido de ella esta noche por ante-ante-ante-ante penúltima vez en la vida. Y de Buñuel. Frente a esa mansión con piscina (Pedralbes) donde hablábamos de cine apoyados en un muro, como una banda de ladrones estudiando su asalto.

PD2: Perdonadme que haga días que no os lea. Lo hago esta semana. Tengo ganas de ver qué contáis.