Estantería


Tengo una estantería junto a la mesa del ordenador donde reina el caos más absoluto. Allí va a parar lo que necesito a diario (al alcance de la mano), lo que tengo pendiente de leer o releer, lo que todavía me gusta mirar antes de guardarlo en una caja, lo que he extraído de una caja porque necesitaba tenerlo de nuevo entre mis manos. También es el corredor de la muerte para algunos papeles, objetos, recuerdos... que están condenados a salir de mi vida. Y es, finalmente, mi oficina de objetos perdidos.

Lo que necesito a diario (y está en la estantería).

Diccionarios de diversos idiomas. Els verbs catalans conjugats, con las tapas rotas y las páginas que si no voy con cuidado se emancipan a cada momento del lomo del librito. El Diccionario de sinónimos y contrarios, que me ayuda a no repetir palabras. El Llibre d'estil de la Universitat Pompeu Fabra, para saber puntuar y poner cursivas o comillas. El manual de instrucciones del router para acceder a internet. El reciente MP4 y el viejo transistor a pilas, por si falla la batería del primero. Están el uno junto al otro, haciéndose compañía y discutiendo acerca de sus circuitos electrónicos cuando ya duermo y saben que no les puedo oír. La agenda de los teléfonos. La calculadora del euro que compré en una tienda regentada por chinos en 2002 y que todavía funciona. Las carpetas con proyectos presentes y futuros. La lámpara Gaudí para prenderla y revolver entre esas pilas de volúmenes, papeles y papiros, mientras veo levantarse partículas de polvo a su luz.

Lo que tengo pendiente de leer o releer (y está en la estantería).

El libro Me'n vaig de Pepe Rubianes, basado en su experiencia africana. El número 7 de la revista Peluts, de la asociación Protectores d'animals de Mataró i Cabrera, con el periodista Sergi Mas en portada posando con su perra Manolita. Una recopilación de historietas de Makinavaja, de Ivà, titulada Con bala en la recámara. Una entrevista al arquitecto Santiago Cirugeda en un Pais semanal de hace medio año (la leí, pero la guardo de cara a un posible post). Otra entrevista a Groucho Marx de 1974 en la que afirmaba: "Mi madre era alemana, mi padre francés. Se conocieron y ninguno de los dos entendía al otro, así que se casaron". La imagen de una fan desnuda que tomó un miembro de Police en una de sus giras (¿por qué guardaré eso?). Un reportaje, básicamente fotográfico, de Robert Charles Duran (Robert Mitchum) en el que afirma: "Estudiar para ser actor es como ir al colegio para aprender a ser alto". Y pilas de publicaciones atrasadas, con páginas marcadas de amarillo con post-its.

Lo que todavía me gusta mirar antes de guardarlo en una caja (y está en la estantería).

Dos postales bonitas de las Navidades de Thaís, en pleno verano brasileño. Les costó llegar a Barcelona, y el cartero me entregó la número dos antes que la primera. Pero ahora puedo leer su narración continuada. En una (la segunda) aparece el carnaval de muñecos gigantes de Olinda. La otra (la primera) muestra una playa donde las algas tienen la sana costumbre de engancharse en sus cabellos rizados.

Lo que he extraído de una caja porque necesitaba tenerlo de nuevo entre mis manos (y está en la estantería).

Barcelona. Guia de la ciutat. La edita periódicamente el ayuntamiento de la ciudad. Sirve para localizar calles, servicios, transportes... Aunque la utilizo a menudo, prefiero guardarla en su madriguera. Hace poco vi una noticia en el canal de televisión 324 donde contaban que la metrópoli se prepara, ante la sequía, para recuperar un canal que ochocientos años atrás traía agua desde la vecina Montcada. Quedan pocos tramos de su viejo recorrido al aire libre. Pero los filmó la cámara de esa cadena y me quedé prendado con las imágenes. Busqué en la guía dónde estaban los escasos trayectos a cielo abierto del Rec Comtal para pasear por su orilla. Pero las páginas me trasladaron muy lejos, al extrarradio; así que lo desestimé. Otro libro que salió de su escondite es Receptari de cuina catalana de Manuel Vázquez Montalbán. Joana lo mencionó en un post y quise recordarle que lo tenía, y matizar su información. Mañana lo devolveré a su escondrijo.

El corredor de la muerte (que está en la estantería).

Viejos programas Padre de la declaración de renta de la última década. Un libro absurdo, Onderou, que gané en un concurso readiofónico. Nunca he depositado una novela en el contenedor de papeles, pero a esa le tengo ganas. Un curso de inglés en CD (ya tengo otro, no entiendo por qué compré dos). Quizás el pequeño Hayden podría reutilizar los discos en su taller de manualidades. Facturas del agua y la luz y del alquiler del piso y del teléfono.

Objetos perdidos.

Mirando en la estantería, he encontrado una carta manuscrita que jamás puse en un sobre. Debe tener un par de años (casi se ha convertido en un pergamino amarillento). Le contaba a Hannah que acababa de abrir un blog, por si le interesaba saber cómo era mi vida. En ese "ahora".

Derecho animal

Ayer soñé con el señor Gris. En la granja de los caballos duermo en la tercera planta, pero él prefería quedarse en la cocina de la primera, a un milímetro de las piernas de la señora Sofía, porque siempre caía algo entre sus fauces mientras ella preparaba la comida. Al despertarme, abría la puerta que da a las escaleras y silbaba. Entonces sonaban sus pezuñas subiendo a toda velocidad y derrapando en las esquinas. Hacia mí. Venía con la barba sucia de alimentos (¡cómo le malcriaba mi madre!) y se dejaba rascar con fuerza mientras le empujaba contra el hierro de la barandilla. Gemía de placer. Ayer soñé que se repetía esa escena.

Hoy, la princesita me ha enviado este correo:

"Jo ja he signat....

Después de ver en Aguino (Galicia) como un maltratador de animales condenado por matar a su perro a palos.... puede volver a hacer lo mismo porque la ley NO contempla la inhabilitacion. Solicitamos al Ministerio de Presidencia que redacte una LEY NACIONAL DE PROTECCION ANIMAL YA.

Necesitamos tu apoyo. Entra y firma.

http://firmas.amnistianimalmadrid.org/ley/

Envialo a tanta gente como puedas x favor!!!"

Yo también he firmado.

Espacios vacíos


Jamás cruzo la Diagonal en dirección al sur cuando se ha puesto el sol, salvo que tenga cita con la irlandesa y la mujer checa. Son las amigas que me hubiera gustado tener de pequeño para que me llevaran a pasear por el camino de caramelo hasta su casita de chocolate, y contarme allí cuentos inacabables hasta que me durmiera.

Pero ahora ya somos mayores y las paradas de bicing estaban repletas esa noche del pasado viernes y era imposible dejar la suya y en el Mercader de Venecia había cola para pillar una mesa y en la calle había gente orinando entre los contenedores de basura y en el London habitaba un pesado con demasiado alcohol en la sangre que vociferaba entre las mesas acallando las historias de las dos hermanas de voces preciosas y miradas que encantarían a las serpientes. Me fijé en la irlandesa de regreso del cuarto de baño del restaurante: tenía unos ojos radiantes con esa luz (no puedo decir las mismas cosas de la mujer checa, porque el pescador de gambas se disgustaría). En la estación del bus nocturno me despedí de ellas, sin decirles que me gustaría ser su amigo. Sólo levanté la mano, y caminé para retornar a casa. Desde entonces, cada vez que veo una parada de bicing pienso en ellas, aunque no estén allí para ayudarles a anclar el artilugio en las ranuras.

Thaís cumplió ayer veintiún años. Es poco exigente: quería como regalo una llamada transoceánica (es lo que les pidió a todos sus amigos de internet). Compartimos muchos secretos personales, y fue bonito que nos los confiáramos. Además le mandé una postal para su colección. Cuando camino frente a un quiosco me detengo un momento para hacer girar las torres de postales y pensar en cuál le gustaría recibir, aunque no esté allí para preguntarle.

Cuando era niño, recuerdo la imagen de Mónica columpiándose en el parque junto a las piscinas de la tierra de la niebla. Estaba preciosa y me hubiera gustado ser su amigo. Pero no se lo dije (no tenía edad para repartir cumplidos). Muchos años después, coincidimos en una discoteca. Me invitó a una cerveza. Quise contarle esa imagen de cuando éramos pequeños, pero me callé. Estuvimos mucho rato en silencio, bebiendo las birras a morro. Se cansó, con razón, y me dijo: "Jo sóc tímida, però tu...". Ahora, cuando veo un parque infantil pienso en ella sentada en uno de esos balancines vacíos, aunque no esté allí, en ese espacio inerte, para pedirle amistad. Para recordarle las palabras que nunca le dije.

París-Texas


En mi parada de tren apenas descienden viajeros para adentrarse en las calles vacías y oscuras en la noche. Es un lugar insignificante en el mundo, que bien pudiera llamarse París, aunque sea la antítesis de la ciudad francesa (como la París de Texas, en esa magnífica película). Mi parada de tren no es gran cosa para la humanidad, pero es mucho para mí porque -aunque cada vez cueste más- alguna vez me detiene una cara reconocible en el camino para preguntar cómo me va la vida.

Esta Navidad, a la hora de la misa del gallo, me crucé en la calle de las librerías (sin gente, entre la niebla) con una antigua compañera de instituto. Tiene un nombre original: Ia. Los dos habíamos salido a estirar las piernas para echar un pitillo. Le dije que no había cambiado su rostro en todos esos años y le sonrojó el comentario (que era sincero). Supongo que hacía siglos que nadie le contaba que estaba igual de guapa que en ese edificio educativo de ladrillos rojos, ahora que ya era madre de adolescentes, y que su ciclo vital no era el de entonces.

Este fin de semana, el hombre que cuida animales apagaba las luces de su clínica, pero las volvió a encender cuando me vio pasar con las manos en los bolsillos de mi chupa nueva frente a su escaparate para ofrecerme pipas (ni que fuera un loro) y charla (ni que fuera un intelectual). Agachó la mirada tímida frente al comentario de que había adelgazado (era sincero). Sigue siendo el viejo cáncer (de signo zodiacal) de siempre: duro por fuera y tierno por dentro. Como un huevo.

Un día seré sólo un recuerdo para esa gente del pasado. Alguien que les visitará de vez en cuando, sin avisar, en el vestíbulo de su memoria mientras cuidan el huerto o miran la televisión ya ancianos. Uno que estuvo a su lado en algún momento inconcreto de su existencia, en un lugar parecido a París-Texas.

Este sábado el pequeño Hayden corrió a cumplir años porque le urge ser mayor. Como siempre lo celebramos en un castillo encantado, con un lago repleto de patos a los que alimentar entre plato y plato. Siempre soy el elegido para acompañarle con la bolsa de pan. Se acercó un grupo de cuatro ocas agresivas, y mi sobrino tuvo miedo. Le dije que no eran peligrosas, que les podía dar la comida en la boca. Ofrecí mi mano como ejemplo. Uno de los bichos se acercó a mi palma abierta y, en lugar de tomar el pan, prefirió mi dedo y grité de dolor. El pequeño Hayden llevaba tiritas con peces azules, y me enganchó una en el dedo ensangrentado para curarme.

Después de los postres, quiso probar los patines en línea que le regaló su abuela paterna. Acababa de cumplir seis años y no me pareció buena idea hacerme responsable de su iniciación al mundo de las piernas rotas. Pero en la mesa del restaurante me dijeron que no me preocupara, que los niños están para caerse.

Encontramos una pista de cemento tras el almacén de la bodega de vino. Primero le pedí que se apoyara en la pared, mientras yo le sujetaba del pantalón, y que intentara desplazar los patines en lugar de caminar con ellos. Lo hizo bastante bien. Nos alejamos del muro. Ya sólo tenía el soporte de sus piernas y de mi mano a un palmo de su cintura, por si acaso. Algunas veces le salvé. Otras se desplomó de espalda, de rodillas, de barriga. Pero es un niño espabilado: al rato patinaba como un patito feo. Le reté a hacer diez largos de pista sin precipitarse contra el cemento. Me miraba de reojo, caminando deprisa a su lado, mientras le provocaba diciéndole: "ara cauràs". Y se aguantaba sobre los patines, sonriendo, sólo para no darme la razón. Consiguió hacer ocho pistas y media antes del batacazo.

Llevábamos un buen rato en esa iniciación al mundo del patín, cuando descubrimos que el sargento Hayden nos filmaba a distancia. Luego bajó el resto de la familia (el pequeño faraón Nil imitaba a su hermano desplazando las botas como si patinara). Nos propusieron dar un paseo con ellos circundando el lago, pero el niño prefirió quedarse conmigo en la improvisada pista de aprendizaje. Así lo hicimos, en nuestra soledad cómplice, a la sombra del almacén de vino.

Sé que un día verá -recordará- esas imágenes filmadas por su padre, y se acordará de su tío Travis. En París-Texas. Esa tarde. Y yo rememoraré siempre esa tirita con peces azules, y su beso en mi dedo para que se sanara.