Harén Fútbol Club 4 (los 10 mandamientos)


Hace tiempo vi Million dolar baby. No me gusta el cine norteamericano contemporáneo. Pero las películas de Clint Eastwood tienen un punto decadente que me atrae. Es una historia magnífica (la crítica cinematográfica la hace mucho mejor Atikus, así que la dejo en sus manos).

El 4 de agosto comenzaremos los entrenamientos con el Harén Fútbol Club. Me gustaría ver en vosotras esa tenacidad, esas ganas de mejorar de Hilary Swank, mientras Atikus y yo os observamos desde una esquina del ring. Intentaremos enseñaros que en defensa es necesario marcar a cada atacante contrario. Y en ataque es importante desmarcar al rematador y entregarle la pelota. Lo imprescindible es que todas las jugadoras sepan dónde están sus puestos.

Cada cosa a su tiempo. Ya lo aprenderéis. De momento tenéis un mes y medio de descanso antes de iniciar las actividades. Sé que algunas no podréis acudir a las sesiones de agosto, como Arare que seguirá navegando. En ese caso, os pasaremos planes de preparación por email.

En el tiempo que transcurrirá antes de vuestra incorporación, me gustaría proponeros diez normas (de no obligado cumplimiento).

1. Descansad al máximo de las tareas cotidianas, y centrad vuestra atención en prepararos físicamente. Si tenéis pareja, hijos, amigos, mascotas... que lleven ellos la cesta de la compra. He visto a un perro arrastrando una bolsa del Caprabo, lo juro.

2. No os acostéis con la Teletienda. A las 12 de la noche en la cama tras la leche caliente.

3. Intentad fumar dos o tres cigarrillos menos al día (las que tengáis ese vicio). De verdad que el cuerpo lo nota.

4. Intentad tomar una copa menos al día (las que tengáis ese vicio). Insisto en que el cuerpo lo nota.

5. Estaría bien que caminarais durante cuarenta y cinco minutos a un sitio que os guste. Y otros tres cuartos de hora de regreso. Eso te pone un cuerpo que mola.

6. Me gustaría que marcharais por la playa descalzas. Muscula las piernas para chutar a gol.

7. Meditad que formáis parte de un equipo. Que os gustaría ofrecer el gol a una compañera, en lugar de marcarlo vosotras mismas. Lo llaman altruismo.

8. Mirad partidos de fútbol en la tele (tres o cuatro por semana serán suficientes), intentando analizar por qué corren esos once tipos tras el balón. Por qué lo hacen, cómo lo hacen.

9. Leed los clásicos estos días: El fútbol de Jean-Michel Billioud, o Fútbol de Ian Howe.

10. No leáis el blog del Veí de Dalt. Ni lo comentéis. Es una mala influencia para el equipo.

Eso es todo lo que os pido por ahora, antes de vernos el 4 de agosto en plena forma. Atikus y yo os vamos a recibir con una sonrisa, apoyados en las cuerdas del ring. Seguros de vosotras.

Internet sin conexión


El viernes por la noche Renfe era un caos. Los altavoces emitían explicaciones en catalán y castellano acerca de una catenaria estropeada en Sants. Los nativos caminaban indignados por los andenes exigiendo explicaciones, dando voces. Los extranjeros parecían perritos abandonados en busca de su tren a Blanes, con esa paciencia estoica tan característica de los norteños. Tampoco pierdo los nervios fácilmente. Así que cuando entró mi convoy por la vía 1, con una hora de retraso, me monté en él, estiré mis piernas tranquilamente sobre la maleta negra y abrí La catosfera literària 08. Devoré buenas historias de blogueros sin tener acceso a internet durante las tres horas de viaje. Y encima el revisor no me cobró el billete.

El sábado por la tarde, el tenista aseguraba que las piscinas municipales todavía permanecían cerradas al público. Los dos somos tozudos, así que cuando preparé mi mochila con la toalla y el bañador, él me despidió con la sentencia de que iba a fracasar en mi intento de nadar antes de tiempo. Las vallas de las piscinas estaban abiertas. Una niña regordeta hacía la bomba contra el espejo azul desde el trampolín, sin complejos. Olía a cesped cortado, y los pinos inclinaron sus copas reconociéndome de los veranos pasados. No era un saludo efusivo, pero me pareció cordial. El agua estaba demasiado fresca para dar unas brazadas. Pero me descalcé, remangué mis pantalones y puse los pies en remojo mientras continuaba mi lectura sentado junto a la escalerilla metálica. Sentí que era mi primer día de verano. No tenía acceso a internet, pero abría un blog tras otro con un simple clic de mi pulgar para pasar cada página. Y encima no me cobraron la entrada a las piscinas por no estar todavía en temporada.

Antes de que anocheciera, quise pasear por ese campo que me carga de energía. Me tumbé en mi finca favorita, después de caminar entre sus filas de perales y encontrar el sitio adecuado para sentirme alejado de todo rastro de civilización humana. Era un lugar con hierba recién segada, con la tierra blanda por las últimas lluvias. Extraje el libro de mi equipaje. Acudieron abejas, moscas y avispas para posar su anatomía coqueta en el lomo negro del volumen. Las alejé con educación, con el dorso de mi mano o con un soplido. Tampoco allí tenía acceso a internet, pero seguía leyendo a Assumpta Montellà, a Salvador Macip, a Josep Maria Pinto, a Elisabet Roig, a Joana Reverter, a Violette Moulin... Y encima a nadie se le ocurrió cobrarme por ese instante de paz.

Por la noche estaba cansado. Pero quise salir a dar el último paseo del día y fumar un pitillo, antes de acostarme, mientras escuchaba música en los walkmans. Antes de regresar a casa, siempre paso frente a la clínica del hombre que cuida animales. Allí murió el señor Gris, y cuando viajo a la tierra de la niebla le dedico unos segundos de compañía, por si sigue rondando por ese espacio con su cara de bobito. Para que no se sienta solo. Este sábado, se apagó una luz en el interior del local. Pensé que se había fundido una bombilla. Pero era el hermano del veterinario, que había acudido a la clínica para buscar unos papeles y cerró un interruptor. Cuando me vio parado en la calle, me pidió con un gesto que no me marchara. Abrió la puerta y me estrechó con fuerza la mano.

Hacía tiempo que no nos veíamos. Los dos andábamos en manga corta y sentíamos el frescor nocturno. Pero nos debíamos muchas historias y estuvimos más de dos horas narrándolas, bajo los focos de la clínica. Es un tipo simpático. Se parece extraordinariamente a Pepe Rubianes. Tiene su misma sorna, su misma carcajada, su misma mirada de coñón. Te cuenta una anécdota y se ríe tan fuerte que le llora la mirada y te contagia. Entre otras cosas, me explicó que tiene una novia rusa (como Rubianes las tiene etíopes). Él posee casa propia, pero prefiere vivir con su madre. Así que le ha alquilado su vivienda a la chica del este.

-Li cobres lloguer a la teva parella?
-I sense descompte.

Dice que es para que racionalice que nada es gratuito en Catalunya. Puede parecer una situación extraña, pero la entiendo. También es verdad que él tiene algunos años más que ella, que es una bailarina rusa preciosa, y no quiere que esté con él por intereses materiales.

Nos costó, pero pusimos punto y final a esa conversación de un sábado por la noche, temblando de frío en pleno junio, y sin una mala copa con la que calentar el cuerpo. Al menos, nos salió gratis la charla. Él no tiene blog, y pensé que su historia se difuminaría en la atmósfera de ese encuentro casual. Por eso la he querido contar. Siempre he pensado que los blogs sirven para eternizar los pequeños momentos, las pequeñas historias, las pequeñas emociones. Como un diario personal que hacemos público.

Llegué a la granja de los caballos. En mi habitación del tercer piso cerré las persianas. Me quité la ropa. Me deslicé entre las sábanas frescas. Cambié mis gafas de calle, demasiado estrechas, por las de pasta negra antiguas, que son más cómodas. Retomé La catosfera literària 08. Tampoco tengo acceso a internet en mi dormitorio. Pero volví a leer otras vidas, otros momentos, otras historias, otras emociones en ese libro tan recomendable (si os saltáis las páginas 130-132).

Gràcies pel llibre. A tots. I a tu, especialment, que me l'has enviat.

En busca de esa extraña sensación


De pequeño tenía telepatía con la señora Hayden. En la mesa, estaba a punto de desencajar mi mandíbula para decir algo, cuando ella emitía con su voz de princesita la frase que guardaba escondida en mi cerebro. La decía sin un error, sin olvidar una palabra. Nunca sucedía al revés, siempre se me adelantaba.

Esta noche he visto el comienzo del Alemania-Polonia de la Eurocopa de fútbol (después me he marchado a caminar). También he leído en el periódico que han abierto un restaurante polaco en Barcelona. La chica de los ricitos, que es de ese país, me dejó un mensaje en el contestador telefónico hace un par de semanas para contarme que su niña nacería a principios de julio. Hace meses que no nos cruzamos emails. Así que me he conectado a internet con la intención de escribirle (con la excusa del partido y del restaurante). En la bandeja de entrada había un mensaje suyo inesperado, con las fotos de su pequeña que ha nacido esta semana con un mes de antelación. Es preciosa. También ella se me ha adelantado telepáticamente.

No creo mucho en esas cosas curiosas. Supongo que son fruto de la casualidad. Aunque tuve una época en que me compraba libros esotéricos. Fue después de que, con nueve años, regresara con mi padre al anochecer del campo y descubriéramos un extraño objeto en el cielo que hacía un recorrido en zig-zag, dejando una estela roja a su paso. Al día siguiente lo publicó la prensa local. Hablaba de un fenómeno inexplicable. Me impactó tanto que mi biblioteca se llenó de títulos del estilo EI enigma OVNI o El mensaje de los dioses.

Después me convertí en adolescente, y en las librerías me interesaba más ojear a escondidas las revistas eróticas (que comenzaban a publicarse tras el franquismo), en ese rinconcito apartado, que reseguir con los dedos esos tomos esotéricos. Nunca más me decanté hacia el tema paranormal.

En marzo de 2001, Ecio y Ana me condujeron con su pickup por caminos de tierra hacia la montaña de Sorte -un lugar mágico donde se mezcla religión y espiritismo en el estado de Yaracuy (Venezuela)-, contándome historias de miedo para turistas accidentales. Por la ventanilla contemplaba los campos de caña de azúcar y los pastizales para ganado, sin creer esos relatos en sus labios acerca de María Lionza. Aseguraban que esa diosa seguía recorriendo los bosques a lomos de un tapir, junto al Cacique Guaicaipuro y el Negro Primero, desde los tiempos de la colonización española, castigando a unos peregrinos y favoreciendo a otros. Los sudamericanos no han olvidado que cometimos un genocidio con ellos, pero a mí me perdonaron.

Chivacoa, la ciudad más cercana, era un parque temático de pequeñas tiendas repletas de estatuillas de esas divinidades para adquirirlas y dejarlas en la montaña. Me recordó a Lourdes.

Había colgado esos temas sobrenaturales en el perchero de mi dormitorio infantil. Pero cuando Ecio aparcó su camioneta en la ladera de la montaña de Sorte y comenzamos a ascender, sentí algo que no he vuelto a experimentar en mi vida (ni de chico, ni de mayor): el peso de un manto invisible sobre las espaldas y una fuerte presión en la cabeza. Algo embriagador, inexplicable. Era como estar en otro mundo, en otra dimensión.

En las riberas de ese río nervioso, que partía el monte Sorte en dos, podía observar las pequeñas capillas que los peregrinos habían improvisado con estatuas de plástico de María Lionza, el Cacique Guaicaipuro y el Negro Primero, junto a los troncos de los árboles. También veía, a distancia, los rituales que los santeros practicaban sobre los cuerpos medio desnudos de norteamericanos de piel rosada -venidos expresamente para que les hicieran eso- escupiéndoles en el torso tragos de ron e intoxicándoles con nubes de humo de puro que se introducían en sus pulmones, para librarles de la mala suerte o para proporcionarles éxitos. A cambio de muchos bolívares.

Recorrimos un buen trecho de montaña, hasta que una mujer nos alertó para que no siguiéramos remontando el río porque había bandidos. Bajé tan deprisa que resbalé entre las rocas de la corriente y acabé perdiendo un zapato en el agua. Ecio lo recuperó, alegrándose de haberme hecho pasar un día diferente, con su sonrisa criolla, algo malvada. Nunca olvidaré ese peso que aplastaba mi cuerpo y mi mente en ese lugar perdido en medio de Venezuela. Algo parecido a los efectos de una droga.

No creo en cosas sobrenaturales. Pero he buscado notar de nuevo esa sensación en mil lugares. Lo más cercano fue en la iglesia de Saint Eustache de París. Pero no era lo mismo que en la montaña mágica de Sorte.

Ayer acudí al templo de la Sagrada Familia, antes de que se hunda por el paso del TGV. Nunca había visitado su interior, y no sentí nada que me drogara. Tampoco allí, aunque Gaudí es sinónimo de esoterismo. Pensé que quizás en su tienda de recuerdos me venderían esa sustancia alucinógena. Pero sólo tenían libros y objetos kitch. Me apasionó el aspecto interior del recinto. Parece un queso gruyère, con mil agujeros por rellenar para que el frío no disminuya la vocación de los fieles. También la enorme nave central. Y los pocos vitrales acabados (son magníficos). Es la catedral de la tortícolis. La obra eterna (a largo plazo) de un genio, que sigue paseando por allí a lomos de su tapir.

Después hice de canguro, cerca de la Sagrada Familia, del pequeño Hayden (todavía estaba despierto) y del faraón Nil (ya soñaba con su patria perdida). El mayor me mostró orgulloso su jaula de caracoles. Han nacido algunos, que se escapan por las rendijas de su hogar para habitar en las plantas de la terraza. El pequeño Hayden también tiene un proyecto de obra a largo plazo, como Gaudí. Quiere vaciar su dormitorio de muebles. Sacarlo todo. Poner dos palmos de tierra sobre el parquet y convertirlo en una gran granja de caracoles.

-I on dormiràs si fas això?
-No ho sé tio.
-I si fem la granja a l'habitació dels pares?
-Ohhh, bona idea tio.


Hoy se lo habrá contado a sus padres. Desconozco su reacción.