Mesas


La señora Sofía pasó la mañana haciendo funambulismo por la cocina con la bandeja de canelones en una mano y la caldereta de pescado y marisco en la otra. Sin un triste pinche que le echara una mano en Navidad.

La mesa estaba decorada con un mantel blanco, velas y la cubertería de lujo. Decenas de lucecitas iluminaban el árbol ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no. A su sombra, le sirvieron el entrante al sargento Hayden. Como siempre, tengo la costumbre de tomar su plato y el mío, uno en cada mano, y calibrar cuál pesa más. Aunque no sea cierto, el mío siempre es más abundante. Su protesta habitual es: "Nchts, venga tío ". Sigo mi ejercicio de cuñado ideal contrastando el número de gambas que le sirven a él y a mí, de rodajas de calamar, de trozos de rape... los dedos de vino en los vasos, la longitud del chorro de licor en los cafés... Lleva ocho años apareciendo regularmente por la granja de los caballos, y no sé cómo le aguanto todo lo que me hace sufrir.

Por la tarde salí a campo abierto con el pequeño Hayden. Él en bicicleta y yo a pie. Encontramos almendros todavía con frutos en las ramas, que recogimos y pusimos en el bolsillo de su nórdico para que se los enseñara a sus amigas del cole (especialmente a Sara). Después nos topamos con un nogal. El pequeño Hayden trepó por su tronco, alcanzó una nuez, perdió el equilibrio y se cayó de una altura de un metro sobre un lecho de hojas secas. "No llores por eso, hombre".

Surgió una montaña de arena, junto a los depósitos de agua potable de la tierra de la niebla. El pequeño quiso descender su loma practicando un esquí ficticio con sus super-botas de paseo, una y otra vez.

-Venga, que se nos hará de noche y saldrán los monstruos.
-¿Qué monstruos?
-Unos que duermen de día en esas casetas (le señalé las construcciones para herramientas que hay en las plantaciones), y aparecen en la oscuridad para atacar a los paseantes.

El niño dio pedales como un poseso. De vez en cuando se detenía para ver si seguía las rodadas de su bicicleta a pie. Se hizo de noche, y de una edificación surgieron golpes metálicos y contundentes (seguramente era un campesino arreglando un utensilio).

-Son los monstruos que se están despertando y golpean con sus colas las paredes. Vamos a cruzar esa casita corriendo y sin mirar atrás. ¿De acuerdo?.
-De acuerdo tío -me dijo con cara de susto.

Corrimos como locos. Lo malo es que después aparecieron otros edificios repletos de monstruos amaneciendo en su interior. El pequeño Hayden me obligó a esprintar ante cada uno de ellos y llegué a la granja de los caballos desfondado (buf, buf, buf -como diría Arare), mientras me preguntaba: "Tío, los monstruos no existen, ¿verdad?".

Por la noche, el hombre sin suerte me convidó a tomar una copa en un pub irlandés con el santo padre (un viejo compañero). Habíamos perdido el contacto hacía casi una década. Aparte de mi familia, es la persona con la que he compartido más tiempo un techo. (Ocho años es más de lo que duran algunas parejas.) Normalmente soy poco dado al contacto físico, pero con él no son extraños los abrazos, y alguna vez nos hemos besado en las mejillas al estilo balcánico. Nunca hemos desarrollado una amistad profunda, pero sí una gran complicidad. Creo que es de las pocas personas que me conocen bien. También yo a él. Y nos sabemos los pecados, cuyo secreto arrastraremos a la tumba.

El santo padre estaba igual que siempre, con sus mejillas carnosas coloreadas de buena salud, su tupé que va perdiendo cabellos, sus ojos verdes que te miran con miopía. Se acaba de separar de su esposa rusa, y eso convierte en triste su expresión. Dejamos apagar la vela de la Navidad entre risas. Con ese calor que aún queda de la complicidad vieja.

PD: Sigo sin saber de quién era esa pierna que acariciaba la mía bajo la mesa del pub, compartida con el hombre sin suerte y el santo padre.

Guardia de Corps


Este viernes, la peluquera, que mientras me recorta las patillas con la navaja afilada acostumbra a maldecir a los seguidores del Barça (además de sumarme a sus comentarios despectivos, suelo escupir al suelo tras pronunciar el nombre de mi equipo), me rapó al dos.

Al llegar a casa, saqué lustro a las botas, a la hebilla del cinturón, coloqué el uniforme perfectamente plegado (previamente había repasado con la plancha la línea del pantalón) en la silla antes de acostarme.

El sábado desayuné zumo de naranja y limón. Me afeité antes de pasar por la ducha. Salí a pasear para tonificar los músculos de las piernas. Almorcé abundantemente ya que no sabía cuándo podría volver a comer. Y me tumbé a hacer la siesta para tener la mente despejada y no confundir, por ejemplo, el edificio del Triangle de plaza Catalunya con el de l'Illa en la avenida Diagonal (cosa que lamentablemente sucedió).

Me miré al espejo. Estaba preparado para incorporarme a las ocho en punto a la Guardia de Corps de la princesita. Éramos cuatro, dejando que la lluvia corriera por nuestras mandíbulas afiladas mientras ella nos pasaba revista lentamente bajo su paraguas: Buñuel, Gabriel (Byrne), Thomas y yo. Algunos llevaban PDA's con el politono de Jack Bauer (por si las moscas).

En primer lugar, ella quiso ir al cine y carcajearse con las escenas tenebrosas de Rec, mientras el resto de la sala gritaba de terror (cosas de princesitas). Después le apeteció cenar, y se rió con los documentales de televisión que le explicaba Gabriel (Byrne), en los que quedaba "perfectamente" documentado que los atentados de las torres gemelas eran obra de la CIA o que mataron a Kennedy porque no quiso entrar en una guerra asiática, y afianzar así la industria armamentística estadounidense. El final de fiesta fue en un local llamado El Burdel, regentado por señoritas de voz ronca.

No es frecuente que gente así me invite a compartir una escena de su vida (una cena, un paseo por el Raval bajo la lluvia, una anécdota). Pero allí estaba yo. Buñuel es un tipo detallista que se preocupó por no dejarme aislado del grupo de viejos amigos (yo era la novedad). Gabriel (Byrne) no tomó alcohol. Sin embargo, ligó con jovencitas de Nueva York, actuó de crupier y repartió juego toda la noche, con su humor extraño. Inteligente, quizás. Divertido, en todo caso. Thomas es un hombre tranquilo. Vive en una montaña pequeña y procura no asustar por la mañana a los jabalís que duermen en su jardín. Me lo contó al acabar la noche, con cara de decir la verdad. Le creí.

Queda la princesita, que a veces me mete en sus líos vitales para no dejarme aparcado. Me llama y me hace reír. Me cuida sin pedirme nada a cambio. Si la necesito silbo y allí está. Y al revés. Por eso somos amigos.

Regresé a casa caminando, aunque me ofrecieron la posibilidad de montarme en uno de sus autoslocos. Las brigadas municipales limpiaban las calles con las mangueras. Había borrachos dibujando eses o vomitando. A esas horas, Be y su hijo ya dormían en las montañas. También, seguramente, la irlandesa y Khalina. O Ilse y Salsita. O Thaís. O Gemma. O MK. O Emily. O Violette. Y más personas. Repinto mis decorados vitales con esa gente.

Llegué al piso y me quité el traje militar. Me preparé para recordar en sueños esa cena previa a la Navidad.

PD: Sigo sin saber de quién era esa pierna bajo la mesa que acariciaba la mía en la cena con la princesita, Buñuel, Gabriel (Byrne) y Thomas. Seguro que no era de ella. Así que sólo quedan tres posibilidades.

La Navidad en la pequeña papelería de Verntallat

Compré hace días dos felicitaciones de Navidad en la calle Verdi. Eran negras, elegantes, discretas.

Esta tarde he ido a Correos para que me pesaran las misivas y me entregaran los sellos. Partirán al extranjero: Madrid y Bauru.

He llegado a casa y lo he dispuesto todo en la mesa metálica de color naranja. Tenía las postales, las estampillas, sabía qué quería escribir. Pero al abrir las felicitaciones de -ese maldito- diseño, el papel era de color negro. Y la tinta de mi nuevo bolígrafo bic se convertía en ilegible.

A esas horas todo estaba cerrado, menos la vieja librería de la calle Verntallat. He corrido hacia allí. Dentro quedaba el dueño, de tertulia con un anciano que me ha preguntado, nada más entrar, si llovia o estaba a punto de llover.

-Pues no sé, no he mirado al cielo.
-Con esas gafas deberías verlo todo.

El viejecito tenía ojos de pillo. Se las sabía todas. Y con esa pregunta tenía tertulia para rato conmigo, porque nunca sé decir que no. Hemos hablado de política, de inmigración, del euro, del papel de la mujer en nuestros días.

"Sólo" he tardado una hora en decir que mi pareja -inventada- me esperaba para cenar y que debía largarme. Antes de abrir la puerta de salida, me han pedido que regresara a menudo porque les gustaban mis argumentos, que tenía cara de buena gente. Tras los cristales de la vieja papelería seguramente parecíamos una Santísima Trinidad de 80-60-40 años.

-Bon Nadal -les he dicho tras estrecharles la mano.

Mientras duraba el encaje, han insistido con nuevos argumentos: "Los futbolistas del Barça son como nuestros políticos, comienzan con ilusion, pero cuando ven cómo se incrementa la cuenta corriente, cambian".

-Bon Nadal -he repetido mirando el reloj.
-I Bones Festes -me han respondido, tomando de nuevo mi cuerpo como si fuera suyo.

No tenían rotuladores que tintaran en blanco, en plata o en amarillo, para escribir una Feliz Navidad en ese papel negro de diseño. Pero he ganado dos nuevos amigos en el barrio. No me es tan fácil conseguirlos. Van buscados. Puede que me acerque de nuevo a esa papelería, aunque no sea Navidad.

La señora Sofía se ha marchado de la granja de los caballos


Mi madre hizo las maletas hace unos días y pegó un portazo que resonó en todos los rincones de la tierra de la niebla. Se llevó ropa de entretiempo, dinero, gafas de sol, máquina de retratar, cremas para el cutis... Todo menos una fotografía mía en la cartera (quizás he dejado de ser su pequeñín).

Hoy la señora Sofía ha cumplido años a bordo de un barco en aguas del Atlántico. Convidada por el tenista, observaba ballenas con esos ojos enormes que se asombran ante las novedades. "I t'han mossegat?", le he preguntado por teléfono. "Gairebé, passaven a fregar de nosaltres". Le encanta que en Tenerife haga calor, que haya colores, flores, vida. Aunque no está acostumbrada a viajar, y lo primero que me pide antes de partir es que la vaya a rescatar si le pasa algo, que ella me devuelve el dinero del vuelo.

En la granja de los caballos edificó hace tiempo su mundo feliz, con plantas en cada rincón y libros de recetas culinarias en las estanterías. Tiene infinidad de fotos expuestas de sus sobrinos (por ninguna mía -quizás he dejado de ser su pequeñín). Es su logro: ser abuela. Pero, en el fondo, creo que le hubiera gustado ser bohemia. A veces quiero imaginarla en París, de aprendiz de artista, en una buhardilla, con las manos sucias de pinturas. Ese habría sido un mundo posible para ella. Una vida diferente. Claro que entonces nosotros no habríamos nacido.

De pequeño, me sentaba en el suelo del despacho de mi padre a mirar los dibujos que la señora Sofía había pintado cuando era joven. Me parecían sueños plasmados en papel. Barcos, gente paseando, niños saliendo de la escuela. ¿Dónde estarán esas láminas? Creo que tenía alma de artista. Pero se dedicó a las labores del hogar, a trepar con su cuerpo fibroso a los manzanos cuando se recolectaba de manera artesanal, a perseguirme con la escoba porque era un demonio de niño, a llevarme al médico para preguntarle por qué me contagiaba de todas las enfermedades conocidas y por descubrir.

Nunca le gustaron nuestras mascotas (ensuciaban la casa). Sin embargo, recuerdo gatos, palomas, perros, conejos y otros animales apretados entre sus brazos para ponerles a dormir cuando se apagaba el día. Cada uno en su rincón.

Objetivamente mi madre es muy guapa, externa e internamente. No aparenta los años que ha celebrado a bordo de ese navío, acariciando el lomo de las ballenas para contagiarles su vitalismo. Quizá le ha pasado por la imaginación recuperar los lápices de colores y dibujarlas.

Seguro que el tenista la ha sacado a bailar esta noche en Tenerife. Como cuando eran más jóvenes.

La reina Astrid


La señora Hayden me pidió que revisara la versión digital de un periódico de la ciudad. Aparecía una crónica de la nueva vida de Astrid, con fotografías de sus tres niñas preciosas de ébano, de su marido, de su etapa actual como neo-rural...

He hablado muy poco de ella en este blog, quizá por pudor. Fue mi primera pareja.

Con veinte años todo parecía fantástico. Estaba el mar de su ciudad, el viaje en Vespa al Pirineo aragonés (con ese señor que nos mandó a refrescarnos al río, tras el beso sobre el puente de Graus), los calcetines horribles que me compró en un mercadillo, las risas tras coser unas bragas en el bolsillo de la bata de laboratorio del hombre (tímido) que cuida animales, los fines de año con serpentinas y sombreros...

Recuerdo una tarde de Sant Jordi en que deambulábamos por los puestos de libros de las Ramblas. Ella observó que un escritor vergonzoso estaba aburrido. Compró un libro de Manuel Vázquez Montalbán, y le pidió que se lo dedicara. "Para Astrid, que tiene nombre de reina".

Sólo son recuerdos, pero pasé con ella la primera mitad de la tercera década de mi vida (es un jeroglífico). Y ahora sólo es un recuerdo recuperado a través de la edición digital de ese periódico. En la foto parece feliz. Parece una reina.

Bolígrafo anual


Debería nevar tras los cristales de esos establecimientos que ponen música navideña a destiempo. Esta semana compré una piña tropical con el Jingle bells surgiendo del hilo musical del Mercadona, y ningún guardia urbano rondaba por la zona para denunciarle el hecho.

Hoy he entrado en mil tiendas decoradas de Navidad: Zara, Corte Inglés, Pull & Bear... Buscaba un abrigo para reemplazar el que me estropearon en una tintorería el invierno pasado, unos pantalones, un jersey oscuro... Pero sólo he comprado un bic.

Me gusta escribir a mano, aunque tenga ordenador desde hace casi veinte años (no es el mismo). Siempre salgo con bolígrafo y papel en el bolsillo; y cuando algo me sorprende, lo anoto asomando la puntita de mi lengua entre los labios.

Hacía días que aplicaba la llama del mechero al extremo de mi bic transparente para apurar su vida. Pero ayer se cansó de sacar tinta.

Hay una vieja papelería en la calle Verntallat. En el escaparate se acumulan antiguas películas en DVD. La regenta un vendedor anciano, con gafas gruesas, y todo es decadente. Pero me encanta comprar allí mi bolígrafo anual -cosa que haré (en mi fidelidad) hasta que bajen la persiana definitivamente. Creo que pasará con ese negocio lo mismo que sucedió hace poco con la zapatería Don Blandito. Era imposible adquirir nada en su interior: esos zapatos eran horribles. Pero entraba de vez en cuando para dar sensación de movimiento. En su lugar han abierto una tienda de juegos cibernéticos.

Así que puedo redactar de nuevo a mano. Lo he inaugurado con mil letras redonditas, aplicadas, una tras otra (en eso consiste escribir), sacando la puntita de mi lengua, en una postal navideña anticipada, junto a un plano de París. He lamido la pega del sobre y lo he mandado a cruzar el Atlántico.

Fe de erratas: Ayer comprobé que Don Blandito sigue en marcha. El negocio de videojuegos ocupa un local parecido, en una esquina parecida a pocos metros de distancia.

Círculos


En la tierra de la niebla, el tenista quiso competir. La señora Sofia me llevó a un aparte y me exigió: "només mitja hora, perquè li fan mal els ronyons". Corrimos poco, imprimimos escasa fuerza en los drives, descansamos entre juegos. Llevábamos media hora de reloj en la cancha, y no habíamos tenido tiempo ni para sudar; pero le di la palabra a la señora Sofía. Sacaba para evitar la derrota en el set. Elevé con mi mano el círculo -color manzana- de la pelota, decanté la cintura para dirigir el golpe, y la bola se cruzó en el cielo azul con el vuelo de una cigüeña antes de impactar en mi raqueta, para distraerme y fallar el punto. Mi padre gritó out y me ganó.

Después todavía era de día y salí a caminar por el campo. Introduje en el reproductor el círculo -color plateado- del CD que me dejó la chica de la tierra de la niebla en un buzón, y las canciones de Antònia Font pusieron la banda sonora a esa tarde de sábado. Seguía el camino contiguo al viejo canal que siempre recorría con el señor Gris. A mi derecha estaba el círculo -color amarillo- del sol menguante como una bola de billar suspendida, y a mi izquierda el círculo -color blanco- de la luna llena como un balón de fútbol suspendido sobre el campanario del pueblo lejano del hombre que cuida animales. Mirando la corriente de agua pensé en el señor Gris. Le gustaba tanto bañarse allí cuando no era invierno... Oscurecía. Los escasos coches llevaban los faros circulares encendidos, y debía regresar a la granja de los caballos. Él se quedaría allí, feliz, chapoteando, bajo los castaños de hoja caduca, olfateando todas las hierbas en los caminos, buscando mis pasos mientras yo regresaba a la población. Pensé que no volvería a hacerle compañía en tres semanas. Le sugerí que se acunara en esos cúmulos del cielo.

Por la noche, salí a mi refugio de la terraza. Allí hago balance de lo positivo y lo negativo que me ha sucedido en las semanas en que he estado ausente de la tierra de la niebla. Soy noctámbulo, así que siempre abro esa puerta al exterior con cuidado -para no despertar a nadie-, separo las cortinas como si fuera un agente secreto (Jack Bauer, por ejemplo) y me siento un rato en las baldosas frías, contando estrellas con su círculo del tamaño de una aguja de coser. La luna llena mostraba este sábado una circunferencia perfecta, rota por mil algodones.

Esa madrugada hacía frío. En mi habitación del tercer piso no hay calefacción central. Pero sí muchas mantas y una funda nórdica. Da gusto introducirse temblando en su interior, donde sé que soñaré tras sacar la mano para apagar el interruptor de la estufa eléctrica y el de la luz.

Volvió a suceder. Siempre recuerdo los sueños de la tierra de la niebla, pero jamás los de la metrópolis. Soñé que estaba en una ciudad inmensa con mi amigo (el hombre sin suerte). Buscábamos el domicilio de Johann Cruyff. Había un gran río, parecido al Amazonas. En su ribera, se levantaba un barrio decadente, con viviendas medio derruidas de hacía quinientos años. Cuando conseguimos llegar a la casa del ex-futbolista, vimos que allí sólo había un gran patio con hierbajos. Del río salieron unos cocodrilos enormes, y mi amigo se largó sin avisarme. Bajó una chica de un piso para pedirme fuego. Me dijo que no tuviera miedo de los réptiles porque eran lentos, y me convidó a refugiarme en su hogar. En su boca prendía un círculo -del color de un volcán en erupción-; parecía una moneda de un céntimo de euro.

Mi madre se levantó temprano ese domingo para, entre otras labores, ponerme en el círculo -color transparente- de un tupperware los restos de un estofado que alabé el día anterior. Eso me comunicó al despertarme de mis pesadillas.

En el convoy del tren de regreso, salí a fumar al espacio minúsculo entre vagones. Las vías no son firmes en ese viaje al salvaje oeste, y las plataformas metálicas que unen los carricoches de juguete saltan para abrir sus bocas e intentar mordernos los pies, como cocodrilos. Nunca lo consiguen porque hemos aprendido a esquivarlas saltando como en una sardana. Normalmente fumo solo, pero esa tarde una joven con acento sudamericano entró a la cabina del vicio para pedirme fuego y drogarse conmigo. Esquivamos las miradas, observando el interior de los vagones. En su boca prendía un círculo -del color de un volcán en erupción-; parecía una moneda de un céntimo de euro.

PD: Gràcies per la música, noia de la terra de la boira.

Ellas (vosotras)


Hace un par de años, de camino a casa de los Hayden, en un paseo arbolado, un machito discutía con una mujer junto a un cajero automático. Supongo que su cerebro no encontró más argumentos, y le pegó una hostia en la cara que la hizo caer de rodillas. Imagino que era la posición que él prefería para que le hiciera una mamada pidiéndole perdón. No me atreví a interceder, por lo que no me considero mucho más evolucionado que ese verdugo con el cabello oxigenado de rubio cutre.

Siempre me han apasionado las mujeres como personas. Nosotros somos más previsibles. En ese sentido no nos diferenciamos mucho de los animales. Pero ellas -vosotras- sorprenden porque su visión del mundo no es la establecida por los poderes. Envidio su sensibilidad, su empatía, su racionalidad...

Eso ya está muy dicho, pero lo pienso: el mundo sería diferente gobernado por ellas, por vosotras. Entre otras cosas, porque no compiten para ver quién la tiene más larga.

He entrado en la web del Instituto de la Mujer (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales). En el Estado español faltan 54 mujeres asesinadas en 1999 por sus parejas, 63 en 2000, 50 en 2001, 54 en 2002, 71 en 2003, 72 en 2004, 58 en 2005, 68 en 2006. En lo que llevamos de año faltan 63 personas sensibles, empáticas, racionales...

No creo que sea difícil introducir un cuchillo en su cuello y rajarlo, o golpear su cráneo con un martillo, o lanzarlas al vacío desde un séptimo piso. Lo difícil vendrá después, cuando los hombres nos miremos cada mañana al espejo para afeitarnos y no seamos capaces de reconocer en ese rostro ninguna sensibilidad, ninguna empatía, ninguna racionalidad. En esas cabezas con el cabello oxigenado de rubio cutre. Pensando en lo grande que la tenemos. En lo grandes que somos. "Puta gente", como diría Be.

PD: Adoro las canciones de Bebe y su discurso que hace pensar.

Supernanny

Esta noche, los Hayden me han contratado de supernanny.

Les he acompañado a la puerta oliendo su mezcla de perfumes e intentando no pisar la cola del vestido de noche de ella. He cerrado con llave y, al regresar al comedor, los enanos me miraban -uno sentado en el sofá y el otro estirado en el suelo- como si fuera su juguete nuevo.

El faraón Nil apenas pronuncia sílabas sin sentido: "caaa", "naaa", "gaaa". Con esas limitaciones, se hace difícil conocer sus sentimientos o sus necesidades a través de la comunicación oral. He intentado enseñarle una primera palabra evangelizadora (no quiero que acabe como Ilse). Sentado a su lado, le he pedido que me mirara para decirle alto y claro:

-Baaarça.

Me ha mirado (con esos ojos enormes y oscuros como el chocolate) y ha respondido alto y claro:

-Caaaca.

El pequeño Hayden se ha puesto a carcajear -a los niños les encanta la escatología- y Nil se ha contagiado. Cuando se han calmado, he reemprendido mi misión catequizadora, esta vez vocalizando de manera exagerada.

-Baaaaaar (pausa) çaaaaa.
-Caaaaa (pausa) caaaaa.

No es un superdotado en el aprendizaje verbal, pero le encanta cantar. Su abuela le enseña temas antiguos para niños en la granja de los caballos, el faraón las aprende al instante y las tararea de principio a fin la mar de feliz. Alguna noche, los Hayden se han despertado entrada la madrugada con las notas de En Joan petit quan balla flotando sobre la cuna de su bebé en forma de corcheas y negritas estridentes.

Después de acostar a su hermano menor, el pequeño Hayden me ha dibujado un dinosaurio que parecía un burro, y un burro que parecía un dinosaurio. Pero he visto pinturas parecidas con un cartelito en la base indicando el precio. Mientras pintaba tumbado en el parquet, me ha preguntado sin mirarme:

-Tio, ets escriptor?
-Escriptor? No. Qui t'ho ha dit això?
-El pare.
-Potser volia dir que de vegades escric contes.
-Contes per a nens?
-Per a nens i per a grans. Vols que n'escrigui un per a tu?
-Ohhh! De veritat tio?
-Sí home. Voldràs sortir al conte?
-Sí.
-I qui més vols que hi surti? Els pares?
-Un dinosaure. No, molts dinosaures.
-I han de ser bons o dolents els dinosaures?
-La meitat bons i la meitat dolents.


Quería que se lo escribiera en ese mismo momento. Pero le he convencido para entregárselo la próxima vez que coincidamos en la tierra de la niebla. A cambio me ha pedido que le contara un cuento; luego han sido dos, tres... Con El peixet d'or (el sexto) le ha vencido el sueño.

He dejado las puertas abiertas y una lamparita prendida en cada dormitorio, para que no tuvieran miedo de los monstruos que habitan en su imaginación cuando oscurece, y para escuchar si surgía algún problema del tipo "recital de canciones populares" a cargo del pequeño Nil.

Con la vivienda en silencio, en penumbras, sentado en el sofá del comedor me ha entrado un cierto vértigo por estar en un piso que no es mío, con dos niños que no son míos pero que esta noche dependían (dependen todavía) de mí. Para elevar el ánimo, me he dirigido de puntillas -pisando un cocodrilo con un silbato sonoro en la barriga, y tropezando con el superdinosaurio articulado- al armario donde el sargento guarda los licores. Estaba cerrado con una llave que, seguramente, ahora él acariciaba entre bocado y bocado de esa cena romántica. Sonriendo mientras imaginaba mi desesperación.

Así que he puesto música de George Brassens, y he comenzado a escribir este post. Los niños han ido cambiando de posición a lo largo de las horas: panza arriba, abajo, fetal... Parecían tener sueños plácidos, mientras sonaba muy suave "La chasse aux papillons".

"Un bon petit diable à la fleur de l'âge
La jambe légère et l'œil polisson
Et la bouche pleine de joyeux ramages
Allait à la chasse aux papillons

Comme il atteignait l'orée du village
Filant sa quenouille, il vit Cendrillon
Il lui dit : "Bonjour, que Dieu te ménage
J't'emmène à la chasse aux papillons"

Cendrillon ravie de quitter sa cage
Met sa robe neuve et ses botillons
Et bras d'ssus bras d'ssous vers les frais bocages
Ils vont à la chasse aux papillons..."


A las tres de la madrugada, los Hayden todavía no han regresado. Miro por la baranda de la terraza a la calle, rezando para que no hayan huido dejándome al cuidado eterno de los pequeños. Y, lo que es peor, sin la llave del cofre del tesoro.

Punto de partida para el paseo diario

La calle Mateu es corta. Hay una ferretería -donde compro enchufes-, un centro de yoga, una peluquería, y poco más. Es oscura y estrecha, pero allí iniciamos nuestros paseos cada noche antes de cenar, pendientes de que no nos atropelle una moto. Llamo al señor Gris y se monta en la acera moviendo el rabo y olfateando las esquinas. Luego, de repente, la calle se transforma en la de Santa Rosa (como todos los rincones de Gràcia, esas vías tienen ganas de convertirse en un laberinto -cambiando de nombre a cada esquina- para nosotros y para los turistas que nos visitan y nos preguntan).

En la corta calle de Santa Rosa hay un párquing. Su vigilante tiene dos perros pequeños (raza Barceloneta pointer). Es un tipo delgado, que no descuida la mirada de sus animales. Les quiere, y a veces me detengo para rascarles la cabecita, aunque el señor Gris tenga celos.

En la corta calle de Santa Rosa hay una hectárea en obras, donde montan equipamientos municipales. Han edificado un parvulario, pero todavía faltan construcciones. Entre las grúas, veo cien ventanas iluminadas en mi retorno del paseo. Contemplo sus toldos, sus macetas, sus lámparas de papel, sus paredes en tonos cálidos. Intuyo que allí vive gente feliz

Ahora se ha puesto de moda vender bajos como si fueran viviendas, en lugar de tiendas. En uno de ellos, en la calle de Santa Rosa, vive una mujer atractiva que mira a los paseantes sentada en el bordillo. Fumando. Le tengo prohibido orinar allí al señor Gris.. En su persiana alguien ha escrito "el amor".

No soy partidario de los graffitis. Pero ese me encanta.

La tierra de la niebla


Este fin de semana, en la tierra de la niebla, el hombre del saco me enseñó a cortar espinacas en lo alto de una sierra a sus ochenta años, con el sol de noviembre en plenos rostros y el tenista aguantando las bolsas del Caprabo para depositar la verdura. Hace meses, ese campesino labró una esquina de sus olivares, lanzó unas semillas, llovió, brotaron los vegetales, y gracias a eso podremos ser Popeye todo el invierno.

En la granja de los caballos, mi madre seguía tierna conmigo -después de la tormenta de hace semanas. Me pidió que le ayudara a llevar unas cajas de almendras a la despensa del tercer piso. Puso su mano en una de las asas, para hacer el traslado a medias, y le dije que se apartara, que para eso estaba el forzudo de la familia. Al llegar al segundo piso estaba arrepentido de mi ataque de potencia física. Y más cuando pensaba que sólo se trataba de una caja. Faltaban tres más. Entretanto, el tenista escuchaba en la terraza una grabación magnetofónica que le hice a mi abuela a finales de los ochenta, y que hasta ahora no me había atrevido a entregarle. Después de diez años de su muerte, oía la voz de su madre de nuevo. Y sonreía.

Luego paseé en solitario por los márgenes del canal de riego. Los campos de cereales estaban segados y las tórtolas saltaban entre los tallos detectando restos de grano. Me giraba de vez en cuando buscando la sombra del señor Gris, para que no perdiera mis pasos. El pequeño Hayden todavía no entiende que el perro está en el cielo. Dice que se quiere morir para jugar con él. Le expliqué que no hace falta morirse, que le vi hace unos días sobre una nube, cerca de su parque infantil en el paseo. El animal estaba dormido. Le silbé, le llamé, pero el señor Gris se dio la vuelta y siguió soñando, porque estaba tranquilo allí, entre algodones.

-De veritat tio? De veritat?

Pasé frente a la clínica del hombre que cuida animales. Quise entrar para darle las gracias otra vez por lo sensible que fue con el señor Gris -en su final-, pero tenía multitud de clientes. Le miré a través del escaparate. Sigue con su mirada de buen tipo de cuando compartíamos vivienda en la etapa universitaria. Pero ha desaparecido su mata de pelo. También la del biólogo, que dormía en la habitación del fondo en ese piso sobre el río. Nos hacemos viejos. Me gustaría tener un reencuentro con ellos, cruzando el puente de Ripollet, en busca de fiesta. No como la de aquellos tiempos; algo más ligero. Cenar, recordar, sentir, mirarnos, sonreírnos. Que una chica nos invitara a cantar a coro.

PD: Si puede ser la chica de los ricitos, que se parece tanto a Dawn Landes -aunque con el cabello ensortijado- mejor. Es la mejor viola de la ciudad.

Gigantes


Siempre tengo el temor de acabar como ese chico vagabundo, de edad indescifrable, que ha montado su despensa en la salita para fumadores del drugstore David. Allí esconde sus bebidas en la bandeja de salida de la máquina de refrescos, para sorberlas frías. Guarda su comida tras un panel publicitario en la pared, que ha agujereado por una esquina, como una ratita. Desconozco si tiene estudios y no ha encontrado las oportunidades para introducirse en nuestro sistema vital. No sé si acaba de salir de la cárcel, o si es adicto a los hongos alucinógenos. Parece sano, con su gorrita de béisbol, su plato y sus cubiertos de plástico con los que cena, con el periódico ADN desplegado en la mesa mientras destapa el frasco de lentejas y las mezcla con tomate fresco. En su condición desarraigada, parece un gigante. Un ser digno. Me gusta mirarle un instante, sentado en su taburete, de espaldas a los paseantes, cuando entro en el hipermercado Mercadona.

Este domingo homenajearon a Roberto Dueñas en el Palau Blaugrana. Su rostro es poco simétrico, algo deforme. Pero tiene esa mirada que parece buscar siempre a una niña que se ahoga en un pantano, para salvarla, al contrario de Frankenstein. Unos ojos bondadosos. Tomó el micrófono con su traje estrecho y la voz emocionada para agradecer en un perfecto catalán -es madrileño- que le hubieran dejado triunfar en ese recinto. Mide 2,21 metros, pero no es un gigante por eso. Lo es por su humildad.

Hace pocas semanas Pasqual Maragall admitió que tenía un principio de Alzheimer, con esa misma mueca socarrona en los labios con que anunció los Juegos Olímpicos para Barcelona en 1987, o con que sonrió a mi madre cuando la saludó en un encuentro casual. Ella siempre ha recordado ese momento con cariño. A él le va costar acordarse de eso, incluso de instantes más íntimos. Me gusta Maragall desde siempre, porque sus biógrafos cuentan que es tímido, como yo (en una ocasión, su servicio de seguridad puso una mano en mi objetivo fotográfico cuando pretendía retratarle para un periódico mientras tomaba una copa -no conocía entonces los falsos rumores acerca de su alcoholismo, ni intuía que poco después encontrarían a uno de sus hermanos muerto en una plaza por sobredosis de drogas). Hace veinte años que me parece un gigante. Más con esa confesión íntima. Et desitjo molta sort.

Hay gigantes anónimos, como Peret. No es el cantante. Es un campesino de la tierra de la niebla, con una hija disminuida psíquica y al que el ayuntamiento le expropió la casa y los campos de frutales para agrandar una cárcel. Le otorgaron a cambio, en una ceremonia macabra, un piso oscuro sobre el Caprabo, con rejas en las ventanas. Aún así, sigue arqueando los labios para dibujar una sonrisa bajo su bigotillo plateado mientras hace desaparecer una paloma ante la mirada desorbitada de los niños, ejerciendo de mago. Y su eterna niña María aplaude como el primer día. Es un gigante.

Thaís me llamó por teléfono esta semana pasada. Escuchaba su voz dulce por primera vez. Ahorró dinero para llamarme llorando porque había perdido su trabajo que le permitiría regresar a Barcelona algún día, para ver a su chico catalán y a mí. Pero no se va a hundir. Seguirá dando clases de castellano gratis a los niños de Bauru, estudiando biología, intentando ingresar como azafata en una compañía aérea. Lloraba porque es gigante, y no le duele haber perdido esa batalla. Va a seguir luchando entre zafarranchos imprevistos.

Finalmente, me senté a comer una tortilla con patatas, este fin de semana, ante la mujer elegante. La escuchaba hablar y, a medida que fluían sus historias, yo me hacía más pequeño a su sombra. Me contó su vida complicada. Sigue luchando, como siempre ha hecho, mientras banalizaba la charla describiéndome los reflejos del mar en la piscina sobre el auditorio del edificio donde trabaja. Sólo los gigantes de verdad disfrutan de esas vistas cenitales.

Los grandes podrían vernos como si fuéramos hormigas, y aplastarnos. No lo hacen. Lo son por eso, por detener su pie enorme, y agacharse para hablarnos. Para intentar contagiarnos su fuerza. Pasa lo contrario con los enanos, pero de esos no hablaré porque son prescindibles.

PD: Este domingo, Rufus Waingright actuó en la ciudad. No pude acudir con Ilse por mil motivos. El día en que coincidamos en un concierto me va a entrar tortícolis, mirando a esa gran mujer en las alturas.

Armas


Hace días, un muchachito alegre se divirtió pegando una patada en la boca de una adolescente sudamericana, después de retorcerle un pecho e insultarla en un vagón de tren, estando prácticamente solos. Un hombre valiente. Un juez se divirtió hace días dejándole en libertad. Un hombre justo.

Me atemoriza este nuevo mundo que vamos cociendo a fuego lento entre todos. La gente no se respeta, y eso significa que no se quiere. Hasta ahora no era un asunto de mi incumbencia. Tengo una envergadura aceptable y eso me permite salir a pasear tranquilo. La última vez que tuve problemas fue hace quince o veinte años, con dos gitanos que me pusieron las navajas en el estómago en el metro de plaza Espanya, mientras el Barça jugaba y los andenes estaban desiertos. Tuve suerte porque bajó un grupo de alemanes de dos metros y los asaltantes escondieron sus armas.

Después nunca más, hasta hace pocos días en la tierra de la niebla. Dos hombres con la capucha cubriéndoles el rostro comenzaron a seguirme. Cambié el rumbo varias veces buscando las rutas más transitadas por automóviles. Ellos seguían mi zig-zag, soplándome su aliento envenenado en el pescuezo. Pensé que querían dinero; lo malo es que no lo llevaba encima. Busqué un palo de madera para defenderme junto a un contendor de basura, sin encontrarlo. Intenté acercarme a la comisaría de los mossos d'esquadra, pero eso significaba alejarme del tráfico rodado que me salvaba con sus luces delatoras. Al poco tiempo dejaron de aparecer coches y estábamos ellos y yo solos.

Cuando uno se encuentra en una situación límite el cerebro trabaja deprisa. Llevaba un chaquetón pesado, así que pensé que no se darían cuenta de que me estaba desabrochando el cinturón, con la hebilla metálica contundente. Lo extraje lentamente y, cuando lo tuve libre en mis manos, acabé la carrera, me giré y mostré la culebra ante sus ojos medio cubiertos por la capucha. Su mirada era de gente muy joven. Se sorprendieron, se miraron y comenzaron a correr en dirección contraria.

Tuve la tentación de perseguirles para hacerles sentir el pavor que yo había sentido; también pensé en acercarme a la comisaría y contar lo que había pasado. Pero nada de eso cambiaría el rumbo que ha tomado esa nave de nuestro mundo. Así que regresé a la granja de los caballos

PD: Le deseo una experiencia similar a ese juez, siempre que no sujete sus pantalones con un cinturón. Que se vea indefenso y sienta el miedo en su pescuezo.

PD2: Este clip creo que se lo debo a Thaís (una sudamericana genial). :-)

Boba


One, two, three, four...

La lejanía se cura con una llamada. Hacía tiempo que no sabía nada de ella hasta que, a medianoche de este lunes, sonó el teléfono. No la reconocí por la voz. Me habló en castellano antiguo y se rió. Eras tú, a punto de estrenar un nuevo espacio en directo en televisión como guionista de A3. Me llamabas porque estabas nerviosa, con la cantidad de números que tienes en tu agenda -la mayoría de vascos separatistas, aunque seas madrileña. Me contaste cosas que te preocupaban de tu día a día. Me dijiste que estabas enfadada conmigo porque no te cuidé hace unas semanas. No sentí que me necesitaras por ese asunto, pero veo que me equivoqué. Por eso tu silencio. Hablamos de nuestras cosas y recuperamos el terreno perdido. Recurriste a tu vieja mentira de que te gustaba mi voz, aunque estuviera resfriado, para mantener el diálogo. La tuya era magnífica, como siempre. Luego te pusiste el disfraz de profesional, y me pediste que te perdonara porque debías colgar. Salían los títulos de crédito de ese nuevo programa y debías estar cerca del plató. "Si corres llegarás a tiempo".

Últimamente he tenido pocas ganas de escribir, pero me ha gustado recuperar a Ilse. Me habló para reemprender la ilusión, me hizo sentir acompañado, me contó sus miedos para aliviar los míos. La quiero mucho. Nunca sabré explicárselo con palabras orales porque soy socarrón, y me cuesta contarle lo mucho que me ha hecho sonreír estos años. Es (serás siempre, si quieres) mi otra hermana.

PD: Por primera vez pongo a Rufus en este blog. Lo he guardado para ti bobita. Canta con su hermana Martha. Aunque eso ya lo sabes, porque eres adicta a ellos.

Los paseantes invisibles


En la mirada efímera de la gente con la que nos cruzamos por la acera sólo somos un perro y un hombre que caminan. Desconocen que somos algo más. Creo que la palabra acertada es "compañeros". En realidad él se llama Yukka (mi hermana le puso ese nombre en recuerdo a un conocido suyo finlandés), pero hasta hoy he querido preservar la intimidad del señor Gris. A veces -depende del día, del momento- también le llamo Bups. Nos gusta pasear, y tenemos todavía mil paisajes por descubrir. Juntos.

En domingo, normalmente acudimos al Turó Parc. Hoy el señor Gris estrena collar rojo, con cadena del mismo color. Está guapo. En el camino, no es extraño que alguna anciana nos detenga para pedir cómo se llama el perro (cómo te llamas tú). Y nos dé la charla un ratito, tras preguntarme si eres un cachorro, cuando ya tienes diez años recién cumplidos en septiembre. También suele suceder que una niña le diga a su madre si puede acariciarte, y yo afirme que no muerdes. Hoy nadie me pregunta en la ruta si puede rascarte la cabeza o el lomo. Como si fuéramos invisibles al mundo.

En el Turó Parc no pasa ninguna tarde sin que se acerquen mil perros para proponerte relaciones o desafiarte. Normalmente dedicas unos segundos a olfatearles (más que nada por instinto animal), y luego te escondes tras mis piernas, porque siempre te han gustado más los humanos conocidos que los perros por conocer. Pero hoy no viene ningún can, y te quedas tan tranquilo entre las patas del banco de madera, mientras leo. Como si fuéramos invisibles al mundo.

Cuando llegamos a casa te duermes enseguida debajo de la mesa del ordenador, como siempre (es tu refugio preferido). Yo preparo la cena. Después, quiero sentarme a escribir y mando que te largues para dejar sitio a mis piernas. "Passa home, fes un hop al sofà. Vaaaa, marxa pesat. Fes un hop, que he d'escriure". Eres tan tontito que me haces caso, en lugar de protestar porque tú estabas antes allí.

Siempre he pensado que hubieras sido más feliz con la señora Hayden. Con ella no te habrías contagiado de mi carácter amargo. Comerías caldo de pollo, en lugar de pienso. Estarías con niños alborotadores, en lugar de con un peluche mudo del Demonio de Tasmania. Te llevarían a tomar el aperitivo al Born. Dormirías junto a un radiador de calefacción en invierno, en lugar de con la estufa eléctrica de dos resistencias. Y en verano te tumbarías en una sombra de su terraza silenciosa, en vez de resignarte con mi pequeño balcón sobre la calle con más tráfico de la ciudad. La señora Hayden te habría querido más que a su vida. Te hubiera ido mejor con ellos (sus zapatillas huelen mejor que las mías, bobo). Pero esa familia es numerosa, y a mí me acompañas tanto...

Ahora estás roncando en el sofá cama, y me costará levantarte para ocupar tu lugar. Como diría Ana: "Eres un perro vagabundo". Ella estaba enamorada de ti, más que de mí. Quizá porque eres más guapo que yo. Quizá más cariñoso. Quizá más fiel. "Passa home, fes un hop a terra. Vaaaa, marxa pesat. Fes un hop, que he de dormir". Eres tan tontito que me haces caso y regresas debajo de la mesa del ordenador, en lugar de protestar porque tú estabas antes aquí. "Bona nit, fins demà". Acaricio tu nuca y te quedas tranquilo. "Bona nit, maco".

PD: El señor Gris murió el martes pasado, pero va a seguir acompañándome en mis paseos por este blog, mientras asoma su lengua de trapo y mira esa vela nocturna y diaria en una terraza de la calle Roger de Flor, que le guía por sus nuevos caminos. Está encendida en el domicilio Hayden, porque él formará siempre parte de sus vidas. Seguramente mucho más que de la mía.

Primer sueldo

Emily me pasa un meme tímidamente, intentando no molestarme, mientras cuida de un perro precioso llamado Bruc. ¿En qué te gastaste tu primer sueldo?

El primero lo gané con esos trabajos en el campo que describe perfectamente MK. De peón con doce o trece años, en las fincas de tía Patricia, recogiendo manzanas y melocotones y cerezas al oeste del río Segre. Tambien había granadas, como las que fotografía Joana. Ese dinero seguramente fue a parar al saldo de mi cuenta en la libreta de La Caixa, pero no estoy seguro.

El primer salario con nómina lo tuve en un periódico de la tierra de la niebla. Escribí muchas palabras antes de que me pagaran a fin de mes. Compré un reloj caro para la chica de la costa con la que salía. Antes de entregárselo, me dijo que tenía que contarme algo, en esa terraza, tomando una cerveza. Se había enamorado de otro. Era un italiano o un francés (lo siento, pero no recuerdo tu nacionalidad, sólo que te parecías al Tadzio de Muerte en Venecia, por las fotos que vi de ti), que había acudido de vacaciones al cámping que regentaban sus padres holandeses. Con todo, le di cuerda al reloj y se lo regalé. Quizás por eso se quedó conmigo unos años más, en lugar de correr tras el turista accidental. En esa época me gustaban las mujeres. Me acuerdo de ella.

Le paso el meme tímidamente a Be, (que tiene un blog increíblemente bueno), intentando no molestarla, mientras cuida de un niño precioso llamado Albert en las montañas donde compré el reloj. ¿Lo escribirás?

¿Qué me pasa doctor?


Como si fuéramos niños, nos sigue dando miedo todo. Y corremos ante la duda. Escapamos.

Carlos Llamas ha muerto de cáncer. Me gusta la radio, lo mismo que aborrezco la tele. Era gratis escucharle en su programa, y su voz me ayudaba a analizar los temas antes de que se asomara la madrugada por el balcón, aunque no pensara para nada como él. Lástima de esa enfermedad, porque era amable en sus planteamientos.

Hace unos días, dos hombres de mediana edad (seguramente doctores) hablaban de cáncer a pleno pulmón por la calle. Odio correr (aunque me encanta caminar), pero ese anochecer hice una carrera para alejarme de sus voces, mientras escupía el pitillo y les maldecía. No me gusta tratar el tema enfermedades, ni escuchar hablar de ellas. Pero parece que la gente mayor lo sabe en la cola del supermercado y me mortifica entrando en detalles de las patologías que sufren, mientras aguardo mi turno para pagar y me mareo con su historial clínico.

Cuando era niño me salvé de la muerte alguna vez. Fui enfermizo: dos pulmonías, intervención quirúrgica del tabique nasal y de amigdalitis, continuas visitas al oftalmólogo Calvet. También sufrí una apendicitis que el anciano doctor Gallego confundió con gases de estómago y que acabó en una peritonitis necesitada de quirófano de intervención urgente (recuerdo que la ambulancia no llegaba, y me llevó al hospital en su Citroën el viejo vecino de apellido francés: Campistrou). El tratamiento posterior en la clinica hizo huir a las monjas que me asistían en esos tiempos, asustadas antes las palabrotas de ese chiquillo poseído por el demonio con un doloroso tubo que drenaba la panza enferma y que a ellas les gustaba remover para que estuviera más cerca de Dios. Creo que las llame males putes, pero no podría jurarlo. Era un niño.

Luego sólo enfermé una vez más. Mis piernas se paralizaron con los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuando más las necesitaba para acudir al estadio. Primero caminaba como un pato, pisando raro. Después, simplemente, no podía andar. Estaba a punto de comenzar la PSS (esa prestación social por la que tantos lucharon para anular el servicio militar). Me ingresaron una semana en un hospital de campaña. Me clavaron electrodos en las piernas para ver si había perdido sensibilidad (era muy doloroso -ahora soy como esas vecinas de la cola del súper). Me introdujeron en un túnel para hacerme una resonancia magnética (la máquina de la verdad). Es lo peor que he pasado en la vida, por la claustrofobia. No sabía qué podrían detectarme. Era estrecho, me faltaba el aire y tenía miedo de palmarla en ese tubo.

La mujer que llevaba mi caso era la doctora House, lo puedo jurar. Fría, distante, maduramente atractiva. Le pregunté qué tenía, y me tuvo muchos días sin darme respuesta, hasta que sonrió con maldad y dijo que era un virus tropical (en esa época nunca había viajado lejos de Europa). Aseguró que me lo habían detectado a tiempo y que podría seguir contagiándome de virus tropicales muchos más años. Afirmó que con inyecciones de cortisona me recuperaría. Quise darle las gracias, pero tenía otro paciente al que atender, más grave. Así que me señaló con su bastón la puerta de salida del despacho.

Aunque han pasado muchos años podría reconocerla en cualquier esquina oscura. Tenía razón: me recuperé. Nunca he vuelto a tener trato con doctores, a pesar de mi teléfono fijo. Tengo un 93 y siete números más (que no digo aquí para no dar pistas) que se parece mucho al de un doctor especializado en huesos. Recibo varias veces al mes llamadas en directo de gente necesitada de asistencia médica, o me dejan mensajes agobiados en el contestador cuando estoy de viaje al Mercadona (en busca de nuevos historiales clínicos).

El último era: "Sí, doctor Morales? Em dic Ferran B. R. (escondo los apellidos). Vostè em va fer l'operació de les artroscòpies als genolls. Ara resulta que m'han detectat algun tipus de malaltia reumàtica. I bé, es veu que tinc una cadera en un estat lamentable, igual que un genoll. M'han dit que és molt urgent que busqui un traumatòleg. I per això em poso en contacte amb vostè, Truqui'm al 93..." (y siete números más).

Voy a olvidar que soy hipocondríaco, a dejarme barba de siete días y a recuperar el bastón de mi abuelo asturiano, para aprovechar esos clientes desorientados del doctor Morales, convertirme en un falso médico y emitir diagnósticos erróneos.

PD: Gemma Nierga dijo de Carlos Llamas que tenía una voz demasiado hermosa para una cara tan fea. Cúidate locutor. También tú Fredi. Acabo de saber de ti y ya no estás. Menuda prisa.

Josefina en el tren


No recuerdo haber regresado a Barcelona con tanto daño en mi ánimo. Otra vez fue peor, pero sólo entonces.

El sábado amenazó tormenta toda la mañana. Cayeron cuatro gotas. Pero no se desató el mal tiempo y la carreta siguió avanzando entre los frutales. A media mañana los africanos me llamaron a su lado para que les explicara qué extraño animal corría entre las ramas. Era una mezcla de rata y ardilla de lomo pardo y barriga blanca, con las orejas en punta. Incluso bajó del tractor el propietario de la finca para perseguir el animal con su mirada sabia, aunque ya había escapado: "Potser era un gat salvatge, quan era jove n'hi havia". No era un felino, era un roedor.

El domingo amenazó buen tiempo toda la mañana. Salieron cuatro rayos de sol. Pero se desató la tormenta en el almuerzo de la granja de los caballos. Me enfadé con ellos -básicamente con mi madre- y se enfadaron conmigo -básicamente mi madre. Con otra persona me daría igual, pero ella es la señora Sofía. Me parió y no entendí esa dureza en su ataque. Costará pasar página. Cuando ocurren esas cosas nadie sabe quién tiene razón, aunque todos creemos tenerla. Al menos mi discurso de defensa fue sólido e hizo pensar (creo). Pero regresaba a Barcelona en el tren de la tarde solo, con tres horas para rumiar excesivamente en todo eso.

No me gustan esas situaciones. Mirar el paisaje por la ventanilla ayuda a olvidar esas luchas inútiles. Cuando acabaron los trigales y los campos de alfalfa, y comenzaban los paisajes boscosos, una mujer se montó al convoy en Manresa. Como siempre me disgusta que me pregunten si mi asiento contiguo está vacío. Entonces abro el periódico. Se sentó y fue discreta al principio. Hasta que cerré las páginas de El País, y ella me preguntó si podía hacerle un favor. Era simple: explicarle cuándo llegábamos a plaza Catalunya porque su mirada alcanzaba pocos metros de agudeza. Decirle que sí -como hice- fue entrar en su universo, así que no podia quejarme de que me contara que su hija era profesora interina en Malgrat de Mar y que debía desplazarse una hora y media cada mañana hacia su trabajo desde Barcelona, cuando había un compañero suyo que se desplazaba una hora y media de Malgrat a la ciudad de Gaudí. "Coses de les institucions". Me contó que le habían ocupado un piso a la fuerza -derribando la puerta- y sus trabajos legales para recuperarlo, que sus calles habían cambiado por la inmigración. Me habló que cerca de su viejo domicilio se había instalado un historiador de la obra del filósofo Jujol, y que la saludaba a menudo por la calle. A pesar de su media ceguera, era una mujer que seguía leyendo y aprediendo. Me preguntó de dónde venía. Le dije que de la tierra de la niebla, y que llevaba tres horas en el convoy. Entonces me obligó a pasear entre los asientos para que no me atacara la enfermedad del turista. Esa embolia en las piernas.

Cuando me cansé de pasear y de que la gente me observara de manera extraña, le confesé que hacía años que no visitaba su plaza de Sant Just. La última vez fue para ver una película al aire libre con Ana. Eran las fiestas de primavera de ese barrio y proyectaban Despertando a Ned. Recuerdo que me reí con ganas con la señorita venezolana. Josefina, mi compañera de viaje de esta tarde también estuvo allí, en una de esas sillas plegables y duras para la espalda viendo a duras penas el filme, pero participando en las fiestas de su lugar en el mundo. Me preguntó: "On és la veneçolana". Le respondí que muy lejos.

La anciana me despidió con un apretón de manos en el andén de plaza Catalunya, tras asegurarme que no hacía falta que la acompañara al metro. Antes me obligó a anotar su dirección, por si quería visitarla una tarde de este invierno (no tenía móvil, ni email). Y compartir esa misma compañía del tren, en su plaza gótica.

Ventanas


Paloma está a punto de estrenar un nuevo piso como inquilina. Quizás ahora permanece sentada en el balcón de su domicilio materno intentando peinar sus cabellos y mira con ilusión en dirección a su nuevo hogar. La mujer elegante debe estar ahora mismo en su terraza quejándose de cómo los operarios de las obras del AVE han destripado su fachada. Yo acabo de fumarme un pitillo en el exterior de mi apartamento calculando el tiempo que tardarán en acabar de levantar los edificios de la hectárea de enfrente. Es de noche, y antes de acostarnos salimos a la luz de la luna para protestar por algo, sonreír por algo, dar las gracias por algo. En cada domicilo iluminado hay una vida, unas vidas, que no conocemos.

El domingo pasado, un camión de la limpieza se acerca por la calle -estrecha- Elisabets. Se detiene ante un coche mal aparcado, y su conductor nos da permiso para avanzar. Pongo una mano en tu espalda y te sugiero que camines, en tu charla inacabable. Tú vives en una de esas ventanas desconocidas. Le doy las gracias al chófer con la mirada y él levanta el pulgar amablemente. Seguimos marchando -cansados- en busca de un lugar donde sentarnos, saltando los charcos de los vehículos de BCNeta que riegan en la noche la suciedad de las rutas, hasta que nos alejamos de las fiestas de la Mercè (en las que hemos intuido a lo lejos a Quimi Portet). Estamos a punto de encontrar ese claro de luna con asientos. Charlamos allí de la suciedad en las calles, de la inmigración, de la gente que orina junto al concierto, de cómo ha cambiado la ciudad, de que te quieres largar a un nuevo paraíso en el Maresme. Pienso como tú, pero voy a aguantar todavía un poco más de tiempo aquí, aunque sé que mi destino es seguir tus pasos. Y escapar de Barcelona.

Hemos llegado hasta alli, a ese lugar sin fiestas, a pesar de nuestras espaldas dañadas. A esa plaza dura y despojada de vida de madrugada, con tráfico de drogas y prostitución. Plaça Universitat/Ronda de Sant Pere. La última vez que estuve en ese espacio urbano de noche -casi al amanecer- era tras celebrar el aniversario de un amigo. Horas antes, su coche corría hacia Castelldefels comigo y otros colegas, y me hicieron pagar no sé cuántos euros para entrar en un local con señoritas que fumaban. Me esperé en la barra, mientras una húngara mentía diciéndome que era guapo, y mis amigos tardaban en regresar de su caballerosidad al acompañar a esas mujeres hasta su habitación. Recuerdo el color oscuro de sangre en las paredes del bar, mientras aguardaba su retorno.

Cuando volvieron a mi lado, seguían insaciables de fiesta, y quisieron entrar en otro local de un callejón con luces rojas en la fachada, ya en la ciudad de Barcelona. Me negué a continuar despierto a esas horas, y salté del Ford -con olor a nuevo- en marcha. Dejé rodar mi cuerpo sobre el asfalto, para levantarme, limpiarme de polvo y comenzar a caminar de madrugada hacia mi piso. A esas horas el metro seguía dormido y el bus de noche pasa cuando pasa. Me senté en la plaza de la universidad para descansar un poco, y dos extranjeras me propusieron que las llevara a dormir a mi hogar. Estaban borrachas. Y yo vivía lejos. Les dije que no. Fue una noche dura y larga.

Esta madrugada de la Mercè, tres años después y por casualidad, estoy en ese mismo lugar. La situación es mucho más agradable, con la mujer elegante, agotados ambos de pasear por escenarios, por callejuelas, con nuestra lumbalgia contagiada. Un rato antes, ella se ha encontrado con su hija adolescente en una penumbra de la plaza de Sant Jaume, con música étnica. No sé cómo la ha visto. Debe ser amor de madre. He disimulado, en nuestra reciente amistad.

Ahora estamos sentados en la plaza Universitat, en esos bancos individuales, tan difíciles para la charla. Me hablas de ti, de tus hijas, de tus gatas. Del color osruro de la sangre en las paredes de tu vida, que me cuentas con pinceladas breves. Me dejas entrever tu existencia dura, como ese lugar. Miro a la gente que pasea por la zona con la misma borrachera de las personas de hace tres años -recordando ese Ford que me escupió por la puerta trasera.

Mis tinieblas quedan diluidas por las suyas. Con todo, pareces vital, luchadora. Me cuentas que conoces un palacio escondido en la calle Montcada. Alli te sientes como una reina. Me debes una visita.

María


Antes de que regresara este jueves a la tierra de la niebla, había (hay) un muro en la galería repleta de flores que mi madre riega cada amanecer. Allí se asomaba María, la vecina, para preguntarle cualquier cosa a la señora Sofía. En su vecindad de años existía la compañía, la complicidad, el cariño.

Recuerdo al señor Gris cuando era enano y vio aparecer el rostro intruso de esa mujer menuda, con cara de buena persona, por primera vez sobre el tabique (entre los tallos de geranios). No paró de ladrar para espantar a la presunta ladrona, ni ese día ni en nuestras siguientes visitas a la granja de los caballos. Lo primero que hacía al llegar -en su memoria de perro- era trotar a ese lugar de encuentro con la señora María y hacer ruido como un loco para que la pobre mujer se quedara asustada debajo de la cama y no penetrara en su territorio vital. Hasta que mi madre tapió el paso a la galería con una caja de madera en la escalera, y el chucho quedó reprimido. Así, ella y la vecina de toda la vida podían charlar sin intromisiones del perro guardián.

Este jueves fui a la granja de los caballos y me recibieron con la noticia de que María había muerto de repente. Hacía dos días. Es de esas noticias que enmudecen al no esperarlas. No quedan muchos vecinos de toda la vida en la granja de los caballos. La gente envejece y los hijos nos hemos marchado. Mis padres me pidieron que fuera a darle el pésame al viudo, pero pensé que él quería estar solo (le vi desde la ventana de mi habitación en una tumbona de su terraza con el recordatorio de la muerte de su esposa sobre el pecho, y los ojos húmedos que vigilaban las travesuras de su preciosa nieta de dos años, que le ayudaba a olvidar). Así que me negué. Él y yo nos encontramos a menudo en nuestros andares. También es un paseante a sus ochenta años. Siempre me cruzaba con él y María junto a los frutales, y nos parábamos a charlar un rato, mientras el señor Gris ponía cara de fastidio. Así que dejé mi amabilidad al azar del cruce.

Al día siguiente madrugué para trabajar en el campo, recogiendo unas manzanas de origen inglés.

Antes de que regresara este jueves a la tierra de la niebla, había (hay) un muro en mi nula aceptación de los inmigrantes. En la carreta, el trabajo era a destajo y el patrón exigía resultados. Éramos diez negros y cuatro blancos. Un africano arrastró una cinta hidráulica con tanta prisa que golpeó mi puño cargado de manzanas. Saltó una escarcha de líquido, y el africano tomó mi mano (pensando que me había herido). La apretó contra su corazón para pedirme perdón. El flujo que corría por mi piel era zumo de fruta y no mi sangre. Pero no dejaba de agarrarme con fuerza y mirarme con cara de susto. Acaricié el hombro del hombre de Mali (lo siento, pero no recuerdo tu nombre, aunque da lo mismo porque nunca leerás esto) con el que apenas pude cruzar palabras en su mal castellano y mi mal francés, para decirle con la mirada que no me había dañado. Que estuviera tranquilo. Acabó la jornada con un sol rojo durmiéndose contra la sierra.

Antes de acostarme tengo costumbre de caminar un rato en la tierra de la niebla, como en Barcelona, aunque mi espalda estuviera rota tras tres días encima de una carreta. Me senté en un banco del parque del oeste y miré las estrellas. Les di las gracias o pedí cosas. Es gratis. Soy así de simple. Miré al firmamento y pensé en la señora María. Aunque no estuviera muerta esa noche, también afirmaría que siempre me gustaron sus ojos oscuros y amables. Esa sonrisa que siempre antecedía a sus preguntas inocentes cuando abría su puerta junto a la granja de los caballos. La cigüeña me depositó en casa de la señora Sofia y el tenista, pero si se hubiera desviado unos metros, ella podría haber sido mi madre.

De regreso a la granja, me crucé con una sombra en la acera. Era Ramón, el viudo. Se lo había dicho a mi padre: los caminantes siempre nos encontramos en nuestras rutas.

-Ramon, em coneix?
-Sí, ets el fill de l'Àngel.
-Ho sento molt.


Lloró antes de tomar mi mano y ponerla sobre su corazón, como hizo horas antes el africano. Apreté con fuerza su puño y le acompañé en el duelo. Lloré con él. En esa punta de la calle, que no se parece en nada a esa que conocimos. Hace tiempo.

Irlandesa


Con ella siempre me siento como un bebé. Protegido.

Hoy (hace días de eso) es una tarde agradable (sol y brisa) en una playa de Barcelona, y llevo un rato tumbado en la arena contando gaviotas con los dedos de las manos, como hago siempre que estoy solo. Hoy (hace días de eso) he quedado con una dublinesa que mientras sujeta su teléfono móvil contra la barbilla me pregunta dónde estoy, y no ve mis señales de náufrago a pocos metros de ella, a orillas de la torre de vigilancia.

Como siempre anda con su melena roja y despeinada al viento que podría indicar, como si fuera una bandera playera, que hay peligro. Pero no es así. Creo que es la única persona del mundo con la que tengo sensación de paz cuando estoy con ella. Me agrada verla acercarse por el horizonte, me siento bien entonces, y puedo ser natural. Hoy (hace días de eso) nos hemos visto medio desnudos por primera vez en la arena (antes siempre era de noche y tapados) y no nos hemos fijado en los cuerpos, por suerte para mí, porque ando desmejorado. Preferimos esas palabras que se cruzan con tanto frenesí entre nosotros, que ni nos damos cuenta y la marea se vuelve agresiva y quiere tragar nuestras mochilas medio vacías para arrastrar los recuerdos de esa tarde escondidos en ellas. Corremos con risas, saltando entre las olas con nuestros pies de pato, salvando lo que podemos. Hoy (hace días de eso)..

En su bolsa mojada me trae dos regalos: uno es de la suerte de su último viaje (lo tengo junto al teclado ahora, mientras escribo). Otro es una tarjeta para utilizar un velocípedo infantil de carácter público. Ella lleva una bicicleta de verdad, una mountain bike de su propiedad, y yo pedaleo lo más deprisa que puedo tras su estela como si fuera un pequeño Hayden (entre el numeroso público del Port Olímpic), con ese aparato novedoso en Barcelona, que es de juguete, y que ella me ha prestado. Lo llaman bicing. Procuro no caerme, no atropellar a nadie. No dejo que ese corto radio de giro de la rueda delantera me haga parecer que conduzco bajo los efectos del alcohol, haciendo unas curvas exageradas.

Ella va delante, y gira cada dos por tres su mirada para comprobar que mi rostro no se ha estampado contra el asfalto, como una mujer protectora. Cruzamos todas las playas, incluso nuestro querido espigón que hemos compartido en tantas tardes solitarias de mar, por separado, sin conocernos. Hace años de eso. Saco la lengua a su espalda intentando alcanzarla en ese paseo por la zona del Fòrum que hacía tanto tiempo que no visitaba. Me permite bajar a la playa de cemento y me exige que no me haga daño, que tenga cuidado. A bordo de su gran bicicleta, con su cuerpo de nórdica a contraluz, me siento protegido por ella, mientras me vigila. Hasta que dice que ya vale de juegos y que debemos regresar. Así es de autoritaria esa irlandesa.

Con mi juguete del bicing entre las piernas intento seguir las ruedas grandes de su bicicleta de verdad, saltando los semáforos en rojo (le cuento que esa es una mala lección para un ciclista principiante como yo, pero no me hace caso), mientras me descubre los rincones de su barrio costero, como ese parque magnífico en Diagonal Mar. Doy pedales y pongo cara de velocidad para atrapar a esa dublinesa que es -y será- una de las grandes actrices de la ciudad (permíteme que presuma de eso, de haber circulado tras tu bici) y que ha perdido unas horas de su Diada para cuidarme. Para mejorarme.

PD: Sentados a última hora de la noche en la terraza de un bar en Glòries hemos hablado de los blogs que, según ella, son como nuestros hijos. El suyo es genial.

PD2: No tenían Aquarius, ni zumo de tomate. Pero es que no esperaban que apareciera ninguna estrella de la farándula a esas horas de la noche.

Encuentros


Sólo era una cita de amistad con la princesita, pero vino con un periodista de la Cadena Ser apodado Buñuel, que parecía amable. Llevaban en sus carteras proyectos futuros de programas, pero no hablaron de ellos. Quisieron sentarse en un banco del paseo Pau Casals, pero les pedí que dieran unos pasos más y entraran en el Turó Parc. A la sombra de unos brazos de ramas que nos protegían del sol, junto al estanque de los nenúfares y las tortugas, intentamos escapar de las timideces y charlar como si fuéramos viejos amigos.

Entonces apareció casualmente en el sendero de tierra el responsable de un departamento de Catalunya Ràdio, cuyo nombre no recuerdo (lo siento). Tenía aspecto de hombre poderoso: físicamente, intelectualmente. Hubo besos e historias de trabajos perdidos o futuros. Promesas de contar unos con otros para nuevos proyectos. Prendí un cigarrillo para levantar una cortina de humo y no molestarles en sus negocios. Fumé ante sus complicidades de amigos. Pero me dirigieron rápidamente la mirada para atraparme en su baile de viejos conocidos.

Un cachorro de perro setter saltó al agua del charco y la princesita se levantó como si tuviera un resorte en sus posaderas para salvarle de la muerte. Le conté, mientras se despojaba de sus zapatos, que no se estaba ahogando, que se bañaba, y que eso sucede a menudo en el Turó Parc.

El chucho salió del agua e hizo su centrifugado cerca de nuestro pantalones. Nos manchó de lodo y crucé una mirada alegre con la locutora que ama a los animales más que a su vida, agradeciéndole esa tarde con sus colegas de la radio. El responsable del perro nos pidió perdón de manera educada.

Trabajos de amor perdidos


Cuando se acaba el verano y he gozado de sol, de amistades, de rincones húmedos bajo los frutales, de noches de luna llena, ahora que Ilse no ha podido regresar a su Nueva York añorado -se cumple un año, ¿no?- quiero ayudarla con las 5.700 preguntas sobre famosos que debe tener listas para mediados de septiembre en su nuevo programa de televisión.

-¿Cuál era el nombre de soltera de Jacqueline Kennedy? Jacqueline Bouvier. También podrías preguntarlo al revés: ¿Cuál era el nombre de casada de Jacqueline Bouvier?
-¿En qué templo se casó Diana de Gales? Catedral londinense de Sant Paul.
-¿Qué torero es propietario de la finca donde se esparcieron las cenizas de Orson Welles? Antonio Ordóñez.

No le valen, ya las tiene. Encima es orgullosa y no acepta ayuda, aunque tome el almuerzo a las seis de la tarde: tres tajadas de melón, en su dieta de trabajo.

Insisto al día siguiente.

-¿Qué relación mantienen desde hace años Paola Dominguín y Miguel Bosé? Son hermanos bobita.
-¿De qué diseñador dijo Madona que sus zapatos son mejores que el sexo? Manolo Blahnik.
-¿Qué título nobiliario tiene Alicia Koplowitz de Juseu? Marquesa de Bellavista.

A medida que se acaba su plazo de entrega, ella admite un mayor número de preguntas. Eso aumenta mi autoestima. Le hago nuevas propuestas.

-¿Qué marca francesa lanzó al estrellato a Claudia Schiffer a principios de los 90? Chanel.
-¿En qué ciudad alemana descubrieron los cazatalentos a una Claudia Schiffer con 16 años? Düsseldorf. Conozco esa discoteca niña (ahora me hago el interesante).
-¿Qué modelo alemana tiene una casa en Camp de Mar, Mallorca? Claudia Schiffer.

Ya las acepta casi todas. Sigue comiendo a destiempo por ese encargo desmesurado. Debe pensar, contrastar y redactar 300 preguntas al día. Pero es una profesional y lo va a entregar puntualmente.

Entre preguntas y respuestas, Ilse me recuerda que le debo un concierto de Rufus Waingright. Será el próximo 4 de noviembre en el Teatre de l'Aliança del Poble Nou, a no ser que el mar salga de madre e inunde el local. No la conoceré ese día, porque ya la conozco.

Voliana


Siempre que regreso a mi piso de Barcelona temo encontrármelo vacío, desde que hace unos años los cacos reventaran la puerta de mi hogar en la ciudad universitaria y se dedicaran a probarse mi ropa interior y la dejaran abandonada sobre la cama al ver que no era de su talla, para centrarse en la cámara fotográfica con zoom, el ordenador, el aparato de televisión...

Presenté denuncia y al día siguiente llegó la policía judicial para decirme que el despertador en forma de bloque de dinamita era de muy mal gusto. (Me despertaba a base de bombazos, y era legal su utilización.) Me tomaron las huellas digitales para cotejarlas con las que pudieran encontrar en mi vivienda. Elevaron sus piernas sobre los cajones volcados panza arriba, tintaron los frascos de cristal con una sustancia desconocida. "Ya le diremos algo". Han pasado años de esa escena y sigo sin noticias.

Siempre que regreso a mi piso de Barcelona y la puerta sigue firme me entra un gran alivio. Corro la llave en la cerradura, paso al interior y aspiro ese aroma de habitación de hotel ventilada. Después pongo la fruta que nos regalan en esta época del año los campesinos amigos de mis padres en la nevera. Vacío las bolsas de viaje: las medicinas (aspirinas y pastillas de valeriana), las gafas de recambio, el aparato de radio, el libro que leo ahora (Santuario de William Faulkner), el bañador que he utlizado en las piscinas de la tierra de la niebla, el periódico inacabado del domingo, los paquetes de tabaco que no fumo allí pero que llevo por si acaso...

Enciendo el ordenador para revisar el correo, con la lamparilla que emite una luz crepuscular amarilla. Me ha llegado trabajo desde Navarra y mañana les escribiré para decirles que me centraré en ello. Un insecto pretende volar junto al teclado, pero no consigo espantarlo con mis soplidos. Es una especie de mariposa, sin serlo. Mi madre la llamaría voliana, pero desconozco la palabra en castellano. Soplo sus alas. Ni por esas se larga. Así que no insisto. Tampoco quiero aplastarla. Que haga su vida. Ahora está recogidita junto al mouse, y lo muevo despacio mientras envío el presupuesto para esa gente que se dedica a los sanfermines.

Estoy en casa, me ha llegado trabajo, no me han robado y tengo a una señorita (o señorito) acurrucada/o bajo la lámpara que sabe que no la voy a aplastar. Así vivo en mi regreso, que será breve.

Mi mascota inesperada parece tranquila al alcanzar la noche.

Patoso

Mi padre es una extraña persona que se detiene a hablar con todo el mundo por la calle (aunque sólo les conozca de vista) y, encima, le interesa lo que le cuentan. También tiene memoria de elefante, una gran capacidad de cálculo numérico y ganas de aprender cosas cuando pronto alcanzará una nueva meta: los setenta y cuatro años. Pero las manos sólo le funcionan de una manera sincronizada para empuñar la raqueta y ganarme 6-0 en la cancha de tenis, y para sacar la bolsa de basura. Con el resto de manualidades simplemente no sirve. La que arregla los enchufes estropeados es la señora Sofía. La que se pone una bata vieja para pintar la terraza, la que corta las verduras con la habilidad de los espadachines, la que toma los brazos del pequeño faraón Nil para hacerle bailar una rumba tras las comidas es ella.

Yo tampoco soy bueno con las manualidades. Pero me las apaño cuando el sargento Hayden no tiene tiempo para ayudarme con su taladro del nueve, o el hombre sin suerte está demasiado ocupado para venir a solucionarme un problema con un enchufe. Asomo la punta de la lengua entre los labios e intento aislar un cable eléctrico, en una operación quirúrgica.

El último fin de semana en la tierra de la niebla, mi padre tenista intentó encender el televisor con el mando a distancia para ver un partido de fútbol. No lo conseguía, y por eso no dejaba de apretar botones sin sentido. Uno tras otro, en vorágine. Se puso nervioso al no obtener resultados.

-Dona'm el comandament, que ets un patós.
-Jo patós? Per què ho dius això?
-Perquè ho ets, home. Dona'm.


Me entregó el aparato y, cuando el televisor entró en funcionamiento, vi sus lágrimas precipitándose por la cordillera del desengaño. El hombretón que me derrota siempre haciendo deporte lloraba. Creo que se le escapó el llanto porque jamás le recrimino nada. Los demás son más duros con él, pero yo no. Quizás pensó que se quedaba sin aliado. No lo hablamos (como me aconsejaría la princesita). Eso fue lo malo. No entendí esa reacción suya ante mi comentario.

Después regresé a Barcelona. Y las veces que nos llamamos por teléfono se mostraba distante, poco comunicativo. Hasta este viernes. No me gusta acudir a comidas familiares, pero la señora Hayden quería celebrar su cuarenta aniversario (con tres meses de retraso) junto al mar, todos juntos alrededor de una mesa. El tenista me exigió que acudiera. No era una petición, era una orden, y eso me cabreó. Le dije que lo pensaría. Lo comenté con Ilse.

Ilse: Es verdad que son chapuceros
Ilse: que estropean las cosas
Ilse: pero tenemos que entender que si no se sienten inútiles.
Ilse: mi padre cuando le damos esa caña
Ilse: porque hace unos estropicios que no veas
Ilse: se sienta y dice que qué hace ya aquí, si es un inútil y no vale para nada
Ilse: se lo oí decir una vez
Ilse: y me partió el corazón
El paseante: ya
El paseante: cuando le vi llorar también me pasó lo mismo
Ilse:: es verdad que hacen que uno pierda la paciencia
Ilse:: pero imagínate en su situación.
El paseante: pero sólo le dije que es patoso, creo que no es un insulto
Ilse: pero eso es lo que le dice un padre a un hijo, no un hijo al padre
Ilse: y al final acabamos siendo sus padres
El paseante: ya, tienes razón
Ilse: y ellos no están acostumbrados.
Ilse: te han tenido en brazos, te han limpiado la mierda
Ilse: te han pegado
Ilse: y ahora eres tú quien les regaña
Ilse: y eso debe ser difícil de aceptar.
Ilse: claro, tienes que quitarle importancia.
El paseante: si yo quiero mucho a mi padre, y somos colegas. Creo que lloró por eso, porque soy el único de la familia que no le recrimina nada. Pero ese día le vi con el mando y me salió del corazón decirle eso
Ilse: mi madre me cuenta las cosas mil veces
Ilse: y yo le digo: "Anda sí?"
El paseante: jajaja, ves como eres mala
Ilse: las primeras veces le decía: "Coño, mamá, que ya me lo has contado"
Ilse: un día me di cuenta de que eso la mataba
Ilse: porque no se acuerda.
Ilse: no la quiero hacer sentir mal.
Ilse: yo hago como que no me lo ha contado y ya está.
Ilse: a veces si se lo digo
Ilse: pero suavenmente
Ilse: y como se lo dices a otro.

Como siempre Ilse me ofreció lecciones de vida, y me ayudó. Juega con ventaja: es una mujer. (Le pedí que me pasara una canción llamada Release me y, al momento, la tenía en mi ordenador.)

El restaurante estaba abierto a los cuatro vientos. La señora Sofía y yo pedimos una paella para dos personas porque era lo más económico. Los demás quisieron despilfarrar dinero con parrilladas de marisco y pescado. Mientras las servían, el pequeño Hayden pretendió conquistarme para que le acompañara (en esa profunda amistad que nos une desde hace medio año) a visitar los veleros atracados. El muy gamberro se montó en todos los que tenían escalerilla de acceso, y le hice caminar de puntillas ante el yate de un patrón que roncaba en cubierta, para no despertarle. Le dije que le pidiera a su padre un barco de esos que tenían el cartel de en venta (lo hizo posteriormente, y el sargento Hayden -que ya me tiene calado- dijo que vale, pero que lo pagará a medias conmigo). Vino el tenista levantando sus manos, poco hábiles, a buscarnos en nuestra tardanza, para explicarnos que la comida estaba en la mesa. Intentó bajar al pequeño Hayden de un velero y se pegó un coscorrón tremendo contra el casco de la nave.

-El padrí s'ha fet pupa. Dis-li: "Veus com ets un patós, i que això no vol dir res dolent, que ell té altres qualitats".

El niño lo dijo a su manera, pero mi padre sonrió y me pasó la mano por la espalda.

-Hi ha gent que és patosa amb el cos i altra que ho és amb el pensament, com ara jo- le conté mientras avanzábamos hacia el comedor.

La paella no estaba mal, aunque algo exagerada de pimiento. Le dije a la señora Sofía que era mucho mejor la suya.

El aire del mar no es habitual en gente de tierrra adentro. Nos sentó bien. Luego despedimos a mis padres en el andén del tren. Posteriormente los Hayden me despidieron en el parque de atracciones levantado eventulamente en Jardinets de Gràcia. Y me quedé solo.

Mañana tomo un tren a la tierra de la niebla, para estar con el tenista y la señora Sofía unos días. Nos cuidaremos unos a otros, como suele suceder siempre. Como sucederá en un pueblo de León, el de Ilse, en su viaje hacia sus padres.

PD: Perdona niña por no haberte pedido permiso para colgar los diálogos, pero es que mañana me escapo. Sé que no te molestará.

Jay

A mediados de agosto, el barrio se pone guapo. En sus calles se levantan decorados que Cinecittà envidiaría. Pero ya hace años que me he desvinculado de las celebraciones porque me duele que las palmeras de cartón, que crean en tantas tardes de tiempo libre los vecinos, sirvan para aliviar las bufetas de los que no saben beber cerveza.

Sin embargo, el lunes antes de que acaben los festejos me acerco a la calle Joan Blanques. Después del fin de semana salvaje, el primer día laborable de la semana sólo quedan los aborígenes de toda la vida y los que nadamos hace tiempo hasta esta orilla tras el naufragio de nuestra nave. Se ve todavía a algún extranjero haciéndonos agachar tras el tiroteo de su cámara de fotos digital, algún ser con la piel decorada en las rebajas del Corte Inglés de los tatuadores, muchos gorritos masculinos que son trendy este verano (béisbol, panamá, paja), un grupito salido de Yo soy la Juani que se ha perdido tras los muros de su extrarradio y se mezcla ahora con los gafapastas. Pero la gente es básicamente de Gràcia, y rozando mi piel con la suya ante los escenarios musicales siento una sensación de bienestar emocional (los modernos dirían "de buen rollo"). En Joan Blanques, siempre hay jazz. Este lunes actuaba el grupo Lucky Guri Quintet en el extremo norte de la calle y La Vella Dixieland en el sur.

Me gusta el jazz desde siempre, como el cine clásico de género o las novelas negras. Es intemporal, canalla, impredecible, rítmico... Lo más importante: moviendo un pie o ladeando la testa de izquierda a derecha es suficiente, y ninguna mocita puede exigirte que desarrolles con ella coreografías imposibles para mí como sucede cuando tocan polcas, rumbas o chachachás Los músicos de jazz siempre tienen rostros castigados por la vida, narices grandes, ojos pequeños que cierran con fuerza mientras soplan sus instrumentos o acarician las cuerdas del contrabajo, y cuando los abren es sólo para mirar por encima de las cabezas del público en busca del infinito.

Conocí a uno de esos tipos a mediados de los noventa. Jay W. pasó parte de su vida a bordo de buques de la armada británica tocando la trompeta en bandas militares. Su único logro artístico hasta el momento era haber actuado cinco minutos frente a su Graciosa Majestad. Así que una noche oscura se deslizó por una soga desde la cubierta del destructor hasta alcanzar el pavimento del puerto de Barcelona y comenzó a correr en dirección a las calles desconocidas del Raval. Tiempo después, cuando me topé con él por primera vez, se había unido a un grupo de desertores: Christian (contrabajo), Jorge (trompeta), Pau (batería) y David (guitarra), con los que actuaba en distintos rincones del centro histórico. A veces les contrataban en algún local a cambio de poco dinero y mucha cerveza (que a mí también me refrescaba la garganta en aquellos tugurios asfixiados por el tabaco). Recuerdo esas noches como las más rítmicas de mi vida, a pesar de que únicamente me obligaran a mover un pie y ladear la cabeza, como hice este lunes en Joan Blanques.

Aplaudía a Lucky Guri Quintet cuando un señor mayor a mi derecha acarició la mejilla de una mujer de una edad parecida a la suya mientras le pedía perdón por haberla hecho llorar. Tenía los ojos húmedos de sincero arrepentimiento. Ella le puso una mano en la panza y le dijo que sí, que le perdonaba. Con otro tipo de música más visceral (flamenquito, por ejemplo) seguramente le habría mandado a freír espárragos. El jazz relaja.

Cuando regresé a casa de madrugada avancé en la lectura de El blues del detective inmortal de Andreu Martín. Trata de una banda de músicos callejeros que conocen a una extraña mujer y su vida cambia. Lo malo de esa novela es que me propongo acabar el capítulo y ponerme a dormir, y luego veo que el siguiente no es muy largo, y así hasta las tantas.

"Zabala ya está hablando con el batería y el contrabajo. Cambio de tercio. Para nuestra sorpresa, Zabala elige un tema gamberro y sorprendente:
-Venga, primero tú y yo, Jordi. Mambo italiano... En seguida, todos cañeros. Un, dos, un-dos-tres y...
Empieza a cantar suavemente apoyándose en unos acordes de Jordi Cerdaña, que finge que su guitarra es una mandolina, todo con aires de balada cursilona, "A girl went back to Napoli...". Todo mentira. De pronto, "but wait a minute, something's wrong...", entramos la batería, el saxo y el contrabajo, y la guitarra se quita la careta.
-Hey, mambo, mambo italiano, go, go, go, you mixed up siciliano...
La música se convierte en un elemento puro que se sube a la cabeza y evapora la angustia y el aburrimiento".

Jay W. (el de la foto es él) decidió desertar de Barcelona a principios de esta década. Me regaló su bici, pero no me dijo nada de la trompeta.

El Arca de Noé

El centro de la ciudad parecía un hormiguero este domingo por la tarde. Era complicado transitar por la zona de costa con tanto paseante en sandalias por metro cuadrado. El parque de la Ciutadella parecía el Corte Inglés en rebajas. (Me saltó el corazón cuando quise ver en una forastera el rostro de Meri.). Incluso era complicado dar remos por el tumulto de embarcaciones de recreo en el lago.

El ómnibus 59 regresaba de la playa, conducido por una mujer enérgica, en dirección al Turó Parc. Parecía un Arca de Noé cargada con mil especies diferentes de ciudadanos a las que había que salvar de la inundación cercana que se intuía en los nubarrones a través de las ventanillas.

En la playa de la Barceloneta subió un hombre negro que hacía esfuerzos por hablar con sus hijos en catalán: "Si no te comes el bocata demà no anirem a la piscina", "no debes agafar res que no sigui teu", "això està muy mal hecho". Parecían consejos de buen padre y le agradecí internamente su catalán exótico, a mí que me cuesta tanto aceptar a los que vienen de fuera.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En Almirall Cervera se montó una familia alemana coloreada a la parrilla. El jefe de expedición tenía esa apariencia tan germana de seguridad con su camiseta de avispa, su pantalón corto y sus sandalias del número 48. Les sacó una foto con flash a sus dos hijos nibelungos apoyados en la luna delantera del ómnibus, con las Ramblas -en plena vorágine de vehículos y personas- de fondo, mientras la madre sentía una cierta vergüenza con su vestido verde de verano, apoyada en mi respaldo.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En el paseo Joan de Borbó, quisieron disfrutar del Arca de Noé dos familias de inmigrantes, con sus cochecitos de bebés, sus hábitos occidentales recientemente adquiridos de llevar las gafas de sol en el cabello, la mochila en bandolera y las sandalias que acumulaban en los pies toda la mugre de la ciudad. Ninguno de ellos pagó el viaje. También subió un matrimonio francés con sus dos hijas vestidas de flamencas (seguramente compraron los vestidos en Las Ramblas) y un joven vestido del Barça y con el Marca bajo el brazo.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

En plaza Universitat subió penosamente una mujer enana, que compensaba su condición física con un orgullo natural, no forzado. No permitió que el alemán ciclópeo vestido a rayas le ayudara a confirmar su tarjeta de viaje. Le preguntó a la conductora por una parada asomando la mirada por encima del tablero donde se depositan las monedas del cambio.

El vehículo estaba a reventar y la chófer pedía que la gente se trasladara a la parte trasera.

Luego, a medida que el ómnibus se alejaba de la Barcelona turística, se fue vaciando. Sólo subían ancianos que saludaban cortesmente a la capitana de la nave: "Hola, bona tarda". Al Turó Parc apenas llegamos diez pasajeros.

El parque estaba en calma, en silencio. Era otra ciudad. Al salir de allí no tuve que deternerme en los semáforos de Santaló, de Muntaner, de Aribau... Los ricos estaban de vacaciones complicando las Ramblas de otras ciudades con sus vestidos de avispa. Y sus vehículos todoterreno no frenaron mi paso.

Llegué a mi piso y, al rato, comenzó a diluviar. Con ganas. Me pareció ver el Arca de Noé descender calle abajo.

El usurpador

Ayer por la noche el globo de la luna llena rebotaba olvidado contra el cielo de una fiesta infantil, cerca de la torre del grupo Godó de comunicación. El astro esperaba junto a los ventanales de la planta catorce a que comenzara el programa de radio Versió Rac 1, que este verano es propiedad de Montse Llussà. Y le sale bien. ¿Verdad Emily?

Hubiera permanecido más tiempo observando la luna que frotaba su mejilla en el edificio de cristal oscuro, como un gato amarillo, como el gato amarillo de Thaís que se ha perdido, pero el señor Gris no estaba interesado en las postales oníricas y me arrastró al interior del Turó Parc. Con nuestras sombras proyectadas en los senderos de tierra, vimos murciélagos revolotear en la entrada, caracoles despertar de su ensueño, escuchamos croar a las ranas en la charca (jamás hemos logrado contemplarlas), nos miró un pez tremendo en el estanque para desearnos suerte en este mundo terrestre y le sonreímos para esperar lo mismo para él en su mundo subacuático.

Estábamos a punto de abandonar el recinto cuando descubrimos a un hombre escribiendo en un cuaderno, sentado en un banco, como hago yo a veces. Nos parecíamos físicamente: cabello rapado, cuerpo enjuto, gafas, mirada triste... Por eso quiero hacer pública esta nota y evitar confusiones.

1. Jamás llevo pantalón corto lejos de la tierra de la niebla
2. No ando en chancletas. Siempre uso zapatos cerrados y, normalmente, con calcetines.
3. No pongo las piernas debajo de los glúteos, como los Budas.
4. No utilizo cuardernos en blanco para escribir, sino sobres viejos de La Caixa.
5. No suelo chupar el tapón del boli, como si fuera un huérfano.
6. No acostumbro a sentarme en la parte sur del parque; lo hago en la del norte.
7. No soy tan joven como ese usurpador, ni aparento trascendencia acariciándome las sienes mientras tomo notas. Simplemente asomo la puntita de la lengua entre mis labios y muestro cara de alumno aplicado.

Ese que escribía ayer por la noche en el Turó Parc no era yo.

Firmado en Barcelona a treinta de julio de dos mil siete.

PD: Si lees esto usurpador, dinos qué redactabas con tanta dedicación.

High Noon



Con una punta de cigarrillo en los labios avancé entre los semáforos apagados. Extrañamente, los coches se detenían en los pasos de peatones, más que cuando reina la normalidad. La gente parecía concienzada con el apagón de Barcelona, que va a pasar a la historia en los manuales técnicos de electricidad.

Los Hayden estaban de vacaciones, despreocupados de esa ciudad sin luz desde hacía un día y medio. Un rato antes, me llamó el tenista alarmado por las noticias que aparecían en su televisor de la tierra de la niebla. "Per què no vas a mirar si el seu pis està a les fosques?".

La verdad es que no me apetecía. Estaba cansado. En mi apartamento disponía de fluido eléctrico pero la calle estaba a oscuras. Con todo, me vestí de nuevo, puse los walkmans en mis oídos y salí a caminar en la penumbra. Alex Gorina me regaló en su programa El Club de la finestra indiscreta la música de Dimitri Tiomkin compuesta para Sólo ante el peligro. Hace mucho tiempo, cuando no había vídeos en los domicilios, grabé el sonido de esa película en la tele con un antiguo magnetófono que me regaló el tenista en un cumpleaños adolescente. No tenía imágenes, pero asociaba cada frase que reproducía ese aparato con cada plano rodado por Fred Zinnemann. Recuerdo que me sentaba en mi cama y escuchaba la película hasta dormirme y mitificarla en sueños.

Adoraba esa grabación, más que el propio filme (y debo conservarla en alguna caja de cartón). Esa noche, mientras avanzaba a oscuras para descubrir lo que ya sabía (el domicilio Hayden llevaba casi cuarenta horas sin luz), recuperé el viejo recuerdo para sentirme como Gary Cooper solo ante el peligro. En esas tinieblas.