Nadar crawl


Me he apuntado con el ángel Melahel a la piscina de Európolis, en la calle Sardenya. Tenemos derecho a fitness y a las actividades dirigidas, aunque preferimos lanzarnos al agua y nadar. Al menos yo. Él intenta hacer la bomba, pero se queda suspendido en el aire -frustrado con las manos agarrando sus tobillos y mirándome en plano fijo con un signo de interrogación sobre su testa canosa en sus repetidos intentos de salpicarnos a todos sin lograrlo. Yo encojo los hombros y despliego los brazos: es un ángel y flota en la atmósfera, qué le vamos a hacer. Entonces se conforma con seguir mis trazas en la piscina haciendo equilibrios de funambulista sobre las boyas entre los canales, caminando prácticamente sobre las aguas con esas gafas de intelectual que se ha comprado para hacerse el interesante. A veces se le desprende una pluma que aparto de un manotazo en una de mis brazadas.

Nado crawl. Se trata de elevar un brazo para dar una palmada hacia abajo y entrar en el agua, y luego la otra extremidad repitiendo la misma mecánica, mientras las piernas dan patadas oscilantes. Cada tres brazadas saco la cabeza para respirar y no ahogarme. Entonces me llega el flash de la sonrisa de Melahel, apenas un segundo, gamberro en su levitación sobre el líquido, y hundo de nuevo mi rostro en el cristal azul para observar el fondo de la piscina.

Nadar me ayuda a olvidar que este año tengo problemas de facturas impagadas, de pérdida de clientes, de números rojos en la cuenta corriente, de intereses bancarios por descubiertos a fin de mes.

En una esquina de la piscina, los animosos chicos de AIG hacen cruceros sobre sus flotadores con cabeza de foca. Su compañía, la mayor aseguradora del mundo, recibió 170.000 millones de dólares públicos para evitar la quiebra. Acto seguido, utilizó 165 millones de esa dádiva para compensar en bonus a los empleados de su división de productos financieros. Y ahora esos muchachos escuálidos chapotean en el agua mientras toman un dry-martini bien seco a la salud de los contribuyentes.

A pocos metros de ellos, sobre sus neumáticos con cabeza de pulpo, los altos cargos de Merrill Lynch sorben una copa de helado Hawai coronada con una sombrillita de papel de colores. Su empresa obtuvo 45.000 millones de dólares de Washington para mantenerse a flote. E inmediatamente repartió 3.600 millones en bonus entre ellos. Son tremendos.

En la piscina también chapotea sobre su flotador con cabeza de jirafa sir Fred Goodwin, el hombre que arruinó el Royal Bank of Scotland. Antes de irse, se adjudicó 780.000 euros al año de pensión vitalicia. Traviesillo. Parece despreocupado leyendo el Financial con sus lentes diminutas al borde de su nariz, aunque unos desalmados le destrozaron su Mercedes S600 y atacaron su casa hace unas semanas.

Cerca de la cafetería, los ejecutivos de Caja de Castilla la Mancha celebran con champagne (el cava es para pobres) que el gobierno español les haya rescatado de la crisis, tras inyectarles cifras escandalosas. Quizá se equivocaron invirtiendo el dinero que no tenían en ese aeropuerto megalómano de Ciudad Real, donde no viajan ni los gatos. Pero ¿y si hubiera salido bien? Eran simples emprendedores, aunque con magníficos contactos en la cúpula de la administración pública.

Los astutos que se forraron con la fórmula del short selling (pedir prestadas acciones bursátiles y venderlas caras en el mercado, para recomprarlas más tarde a bajo precio y devolvérselas al propietario original con plusvalías) ríen sobre sus colchonetas del Rey León en la esquina sur de la piscina, salpicando con sus pies de bailarines en el agua, satisfechos de que el estado español todavía no haya emitido una mísera ley para impedir esa práctica especulativa.

Ayer los informativos celebraban que Volkswagen otorgara la fabricación del nuevo Audi Q3 a la sede de Seat en Martorell a cambio de 200 millones de euros en subvenciones públicas (algunas fuentes aumentan esa cifra hasta los 300 millones) para salvar 1.500 puestos de trabajo (mucha gente opina que los trabajadores de Seat son la aristocracia en ese sector, los mimados de los sindicatos). Si no lo he calculado mal, cada puesto de trabajo rescatado de esa factoría nos sale por 133.000 euros. O yo soy muy pollino o no entiendo nada.

Nado crawl. Se trata de elevar un brazo para dar una palmada hacia abajo y entrar en el agua, y luego la otra extremidad repitiendo la misma mecánica, mientras las piernas dan patadas oscilantes. Cada tres brazadas saco la cabeza para respirar y no ahogarme, mientras trato de evitar las colchonetas y los flotadores de esos ejecutivos salidos de unas escuelas de negocios que no impartían la asignatura de ética empresarial.

En la piscina también bracea esa mujer regordeta, con su casco de plástico azul claro en la cabeza que esconde su cabello oxigenado de peluquería de barrio. Regentaba la carnicería en la esquina de mi bloque de pisos. Compraba allí el lomo que ella cortaba sin guantes, sin sacarse el anillo de casada. La higiene no era norma de la casa, pero servía productos de buena calidad. Cerró hace poco. Veo la persiana bajada en mi camino a las instalaciones deportivas. No creo que se reúna con urgencia el nuevo gobierno del presidente Zapatero para inyectar los euros necesarios y salvar su pequeño puesto de trabajo.

Según un informe de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), mientras los beneficios empresariales en el estado español se multiplicaban el 73% entre 1999 y 2006 (más del doble que la media de la Unión Europea: un 33%), el salario medio real de los ciudadanos perdió el 4% de su poder adquisitivo entre 1995 y 2005. Y nadie ha hecho nada para evitarlo.

Fuera de las instalaciones de Európolis, cada tres brazadas saco la cabeza para respirar y no ahogarme en la crisis económica que me tiene agarrotado sin tener culpa alguna. Para olvidar que los banqueros prestaron más dinero del que disponían. Para olvidar que los ciudadanos pidieron -y obtuvieron alegremente- créditos para adquirir propiedades -viviendas y automóviles de gama alta- que no podían comprar. Para obviar que los políticos sólo intentaban que el PIB (producto interior bruto) creciera año tras año artificialmente (basado en la construcción) por encima del tres por ciento porque emitir esa noticia en el Telediario de la Primera hace ganar elecciones. Para no recordar que el poder adquisitivo de la mayoría de ciudadanos disminuyó, mientras en las listas de Forbes se incrementó el número de españoles multimillonarios. El PIB creció, pero sólo para unos pocos. Y entraron millones de inmigrantes, y millones de adolescentes abandonaron el sistema educativo para trabajar en ese El Dorado fabuloso de la construcción y comprarse una moto con el tubo de escape trucado. Los empresarios les pagaban poco para aumentar las cuentas de resultados, y a los políticos les servían para incrementar las cifras de la Seguridad Social (falsas, porque no se incluye ni la sanidad, ni la educación en esas cuentas). Y ahora los responsables del problema (banqueros, promotores inmobiliarios, empresas de automoción...) obtienen salvavidas, y las víctimas no.

Ya sé a quien voy a votar en las próximas elecciones europeas, y en todas las siguientes. A nadie. A no ser que entre en la Seat de maestro de bujías o de cigüeñales.

Nado crawl, para olvidar que cuando salgo a pasear de noche las mujeres discuten alegremente frente a los contenedores de basura de los supermercados para saber quién llegó primera y hacerse con el mapa del tesoro de los desperdicios. Las hay ancianas y con la piel tatuada por la vida, las hay jóvenes y con la piel tatuada por la moda. Apenas acuden hombres.

No conozco los remedios para salir de todo esto. Supongo que formación, y sacrificio (cuentan que desde que hay crisis económica las bajas laborales han disminuido) y creatividad. Personalmente, pienso que los estados pequeños y las empresas minúsculas mejoran nuestra vida. Todo es más cercano en esas condiciones. En Finlandia no viven del ladrillo, ni del turismo. Y es una sociedad avanzada.

Y ahora el Estado español regala millones de euros a la banca que ha especulado, a las empresas de automóviles que no son rentables (aunque generan miles de empleos que significan miles de votos). Y los constructores reclaman "qué hay de lo mío", cuando se han dedicado a crear edificios vacíos, y han puesto los precios de una necesidad básica como es la de la vivienda por las nubes. ¿Dónde está todo ese inmenso dinero que ganaron en las promociones anteriores? Son unos cachondos. Debajo de mi piso hay un cartel de "es lloga". Era una tiendecita de prendas de cáñamo. Las chicas empaquetaron su ropa que quedaba por vender y la metieron en una furgoneta con destino a la tierra de los sueños perdidos. Y no podré volver a comprar carne en el comercio de la esquina que regentaba esa nadadora de cabellos oxigenados. Pero no se trata de cierres importantes. Apenas representan un puñadito de votos. No valen la pena. Aunque no especularan en su jodida vida.

En Európolis nado crawl. Se trata de elevar un brazo para dar una palmada hacia abajo y entrar en el agua, y luego el otro brazo repitiendo la misma mecánica, mientras las piernas dan patadas oscilantes. Cada tres brazadas saco la cabeza para respirar y no ahogarme.

Melahel me señala que, en una esquina, hay gente remando con sus flotadores y sus colchonetas hacia el punto donde un nuevo sabio va a predicar. Nado hacia allí. Descubro que también comparto piscina con un economista que busca soluciones: Thomas L. Friedman ofrece una pequeña charla, sobre su flotador con cabeza de cisne:

"¿Quieren gastar 20.000 millones del dinero público para crear puestos de trabajo? Perfecto. Llamen a las 20 empresas de capital riesgo más importantes de Estados Unidos, que en la actualidad andan escasas de dinero porque sus socios -fundaciones universitarias y fondos de pensiones- están secos, y háganles esta oferta: el Tesoro estadounidense les dará a cada una hasta 1.000 millones de dólares para financiar las mejores ideas de capital-riesgo que encuentren. Si se van al garete, todos perdemos. Si cualquiera de ellas resulta ser la próxima Microsoft o Intel, los contribuyentes les darán a ustedes el 20% del beneficio del inversor y se quedarán con el otro 80%.

Si vamos a gastar miles de millones de dólares del contribuyente, no puede ser sólo en banqueros que decoran despachos, especuladores de viviendas excesivamente endeudados y ejecutivos automovilísticos que año tras año gastan más energía resistiéndose a los cambios y presionando a Washington que liderando el cambio para vencer a Toyota.

He estado viajando por todo el país para presentar un libro y cada noche vuelvo a mi hotel con los bolsillos llenos de tarjetas de presentación de inventores de energías limpias. Nuestro país sigue lleno de innovadores que buscan capital. Así que asegurémonos de que todos los perdedores que claman para que se les ayude no ahoguen a los posibles ganadores que podrían sacarnos de ésta. Algunas de nuestras mejores empresas, como Intel, se crearon en épocas de recesión, cuando la necesidad hace a los innovadores aún más inventivos y a los que asumen riesgos todavía más osados.

Sí, tenemos que apuntalar el sistema bancario, que es el que lo sostiene todo; y encontrar un modo justo de impedir que desahucien de su casa a personas trabajadoras que se atuvieron a las normas no sólo es acertado sino esencial para la estabilidad.

Pero más allá de eso, pensemos, hablemos y planeemos con mayores aspiraciones. Estamos abajo, pero no fuera. Puesto que invertimos dinero público, hagámoslo con la vista puesta en iniciar una nueva generación de empresas de biotecnología, infotecnología, nanotecnología y tecnología limpia con verdaderos innovadores, verdaderos puestos de trabajo del siglo XXI y beneficios posiblemente reales para los contribuyentes. Nuestro lema debería ser: "Empresas nuevas, no rescates: alimentar al siguiente Google, no cuidar a los viejos GM"

Fuente: El País Negocios, 8-3-2009.

Apoyo mi espalda en una esquina, cansado de dar brazadas. Melahel se acerca levitando sobre las aguas. Sonríe porque está a salvo de la crisis. Es un ángel ajeno a toda preocupación. Y me observa con socarronería, hasta que pego un manotazo al azul de la piscina y le dejo bien caladas las plumas de sus alas.

La Torre del Capità


En Catalunya, los lunes de Pascua es tradición comerse un pastel llamado mona, coronado por un huevo de chocolate. Proviene del árabe munna, que significa "algo que llevarse a la boca". Esa torta simboliza que las abstinencias de la Cuaresma han acabado para los católicos, y con ellas la tristeza de esos días, los pasos de Semana Santa en la tele, las películas de romanos, el balance de muertos en la carretera.

Cuando era niño, veía pasar bajo mi ventana a mis compañeros de curso en bicicleta hacia el campo para comerse la mona. Se ponían de pie sobre los pedales y agachaban el torso sobre el manillar para alcanzar una mayor velocidad, mientras se reían, dirigiéndose a esa felicidad bajo los viejos chopos de la Torre del Capità.

Nunca estuve allí. Ni de mayor. Jamás me invitaron. En esa época me hubiera gustado ser el hombre visible.

Este lunes quería comer la mona con mis padres. Pero la señora Sofía me sugirió, el día anterior, que sería mejor que regresara a Barcelona. Lamentaba no disponer de tiempo para prepararme la comida mañana porque tenía ganas de montarse en su bicicleta, junto al tenista, e imprimir velocidad a sus pedales, mientras agachaban sus torsos sobre el manillar para dirigirse a la Torre del Capità con unos amigos de su generación septuagenaria. Y reírse juntos bajo esos viejos árboles que desconozco, donde debe residir la felicidad.

Le prometí que me calentaría yo mismo la comida y que lavaría los platos. Ni por esas.

Tomé el tren de regreso a Barcelona a las cuatro y diez. Llovía tras el cristal, mejorando las tonalidades verdes de los campos de cebada en las lomas, apenas salpicadas por erupciones amarillas y violetas de plantas aromáticas.

En la ciudad seguía cayendo agua del cielo. Dejé el equipaje en el piso y bajé hasta el Gòtic en el ómnibus 39.

Llovía sin fuerza, pero con constancia, y las luces de las furgonetas de limpieza brillaban en el asfalto húmedo. En Portal de l'Àngel, un adolescente musculado con una tapa de cabello sobre el cráneo rapado se mofaba de un hombre que caminaba con dificultad (quizá por una poliomelitis infantil). Lo hacía a su sombra, mientras sus amigas anilladas lo grababan con un teléfono móvil y se reían como imbéciles (pero eso es culpa de los maestros, porque sus padres ya hacen suficiente con ganar dinero para comprar ese todoterreno tan caro del que dispone el vecino desde hace tiempo). En esta época me gustaría, a veces, ser el hombre invisible.

Remonté hasta el Pla de la Seu. Un vagabundo joven (sin duda no supo invertir a tiempo en bolsa, ni formar parte de esa banca que ahora exige -y obtiene- ayudas estatales de muchos millones de euros, ni estar afiliado siquiera a un partido político con posibilidades de ganar unas elecciones) leía un periódico en la penumbra de un portal de la catedral. Me pareció que era La Vanguardia de este domingo, salvada de una papelera. La devoraba con ganas (como queriendo no olvidar que un día formó parte del sistema). A su lado un gos d'atura se hacía un hueco entre sus pertenencias. Al final se tumbó y puso su cabeza sobre una manta que parecía húmeda. Me recordó al señor Gris -era igualito a él-, cuando le entraba de repente el sueño. Y le daba igual el lugar y las condiciones. Sólo quería oler el cuerpo de alguien conocido a su alrededor. Y dormir tranquilo.

Seguí caminando hasta la plaza del Rei. Dos chicas jóvenes cantaban con guitarras, refugiadas junto al portalón del Saló del Tinell:

"Dime por qué me rechazas
si ningún hombre te ama como yo
no trates de ofenderte
es que no quiero perderte te extraña mi corazón
Mis ojos llorarán, llorarán..."

Tenían las voces graves en esos cuerpecitos menudos, que podrías derribar de un soplido. Pero su fuerza estaba en la voz. Entonaban bien. No pedían limosna. Lo hacian por placer tras esa fina cortina de lluvia, en esa puerta que una vez cruzó Colón para dar parte de su descubrimiento a los reyes. Me quedé un ratito escuchándolas bajo el paraguas. Simulando ser un turista que observaba los muros y las torres. Estaba seguro de que sus padres prefirieron regalarles unas clases de música, antes que ampliar el parque móvil de la familia.

Permanecí allí, erguido, dibujando con mis pies su tema musical. Hasta que me entró la vergüenza y me escapé. Casi paró de llover. Cerré el paraguas porque me gusta mojarme cuando sé que no voy a empaparme. Vagabundeé sin rumbo por los callejones del Gòtic. Los turistas salían de sus refugios, como caracoles tras la tempestad. Seguí las huellas, un ratito, de tres mujeres mayores extranjeras porque hablaban como pájaros de su experiencia en Barcelona. En francés. No existe un idioma mejor para escuchar bajo la lluvia.

En Sant Domènec del Call separamos nuestras rutas. Volvió a llover con fuerza y desplegué de nuevo el paraguas. Antes de regresar a casa pasé por el Pla de la Seu. El chico y el perro dormían tranquilos en ese portal. El periódico estaba cerrado en una esquina de su equipaje de mano. Y la onomatopeya del agua quizá le hacía soñar con ir deprisa en bicicleta a su Torre del Capità para comer la mona, mañana. Con cruzar valles y canales con la ilusión en su mirada, mañana. Con oler las flores de primavera a su paso rápido, mañana. Con sentirse parte de nosotros. Con tener un día acceso a una conexión a internet, y contar qué sintió el día en que un extraño les observaba, a él y a su perro gris, bajo la lluvia de ese anochecer.

Duelo en Blogville


Del ganador de varios premios blogueros, del creador de Harén fútbol club, llega Duelo en Blogville (copyright de Violette Moulin).

Dos hombres opuestos. Una ciudad decadente. El Veí de Dalt regenta, agarrado a la botella de whisky, el único saloon que cada día tiene menos clientes y más coristas enfadadas porque no cobran cuando toca. El nadador dirige, abrazado a la Biblia, la única cárcel de Blogville que cada vez cuenta con más presos y menos ayudantes del sheriff contrariados porque no llegan a fin de mes.

Se enfrentarán al amanecer en la calle principal, para intentar que con su duelo regrese el interés por esa ciudad que en un tiempo fue bulliciosa y alegre. Cuando todo era una fiesta. El Veí de Dalt aparecerá mal afeitado y resacoso tras su última juerga con las chicas del can-can. El nadador irá impecable al duelo, con su levita almidonada y sus pistolas con empuñadura de plata, perfectas para despertar el amanecer con un tiro seco al corazón del contrincante.

Es deseable que los disparos no alcancen a nadie. Es posible que el Veí de Dalt invite al nadador a una copa en su saloon, tras el duelo fallido (ambos son algo miopes y les cuesta apuntar). Puede ser que Blogville vuelva a convertirse en una ciudad bulliciosa y alegre, donde todos nos contemos las penas y las alegrías, y pongamos y esperemos comentarios, mientras vemos que el cielo sigue siendo transparente y lo surcan aves sencillas tras las ventanas de nuestras habitaciones. En Blogville.

Duelo en Blogville, próximamente en sus pantallas.

PD: Per a la Violette. A veure si aconseguim que tot aquest món dels blogs torni a tenir vida. Sinó, ens hauran de fer una tomba a Blogville. L'Ilse ja ens escriurà els epitafis, que hi té traça.

Sweeny Todd


Ya hace días que no ando fino de salud por culpa de un cruel resfriado (espero que nunca paséis por una experiencia similar -las mucosidades, los estornudos... Ni House se atrevería con un caso así).

Tampoco estoy muy allá anímicamente. A veces pienso que si la palmo voy a dejar un montón de basura en herencia para quien la quiera -va a haber duelos a muerte- (libros de programación en lenguaje Cobol, la vajilla de Banesto, las fotos de aquel verano en Santander con sandalias y calcetines de tenis...). Por eso estoy metiendo en cajas las cosas que no me llevaría de mudanzas, para donarlas al punto verde del barrio. He comenzado por una torre y una pantalla de ordenador viejos (que guardaba por si me fallaba éste). He continuado por las más de quinientas películas en VHS que coleccionaban polvo en una estantería. Como el viejo reproductor hace tiempo que murió, no me sirven de nada. Hay buenos títulos en esas bolsas de plástico aguardando su viaje final (entre estornudo y estornudo echo un último vistazo a las carátulas):

Elena y los hombres (Jean Renoir)
El Buscavidas (Robert Rossen)
La Balada de Cable Hogue (Sam Peckimpah)
Cómo casarse con un millonario (Jean Negulesco)
Boudou salvado de las aguas (Jean Renoir)
Charada (Stanley Donen)
Ponette (Jacques Doillon)...

Este lunes por la tarde, tenía en la mano un precioso perro de cerámica ataviado de torero que me devolvió una antigua pareja cuando me dejó (nunca entenderé por qué me abandonan siempre las mujeres con los bonitos regalos que hago), estudiando si conservarlo o condenarlo al olvido. Cuando sonó el teléfono.

Era Ilse, desde Londres, en vacaciones. Paseaba por un parque, viendo plaquitas que los vivos dejan a los muertos en los bancos, del estilo de “En memoria de mi hermana Lily”, y se acordó de mí.

-Ya sé lo que haré cuando te mueras -me dijo, nada más descolgar, sin saludar siquiera.
-¿Qué harás, maldita? -le respondí con mi voz cavernaria por el resfriado, tras un par de segundos intentando identificar aquella voz de angelito que esconde un alma de demonio.
-Pues además veo que te queda poco. Iré al Turó Parc y te pondré una plaquita que diga: A la memoria del Joan, que venía aquí todas las tardes.

Ilse nunca te deja indiferente. Te cuida, te odia, te ama, te añora, te olvida. Una montaña rusa -pero es de las pocas personas a las que quiero, sin remedio. Es igualita al personaje de Holly Golightly de Breakfast at Tiffany's, de Truman Capote. O la tomas o la dejas. Pero es así.

Mientras seguía relatándome anécdotas británicas, yo miraba la preciosa figura de cerámica (¿cuánto debió costarme?), hasta que la precipité al vacío de esa caja que anticipa futuras mudanzas. Crash. "¿Viejuno, te has caído? ¿Te has muerto?". "Niña, serás mala gente".

Este lunes por la tarde, tenía sobre la mesa unas caricaturas enmarcadas que dibujé de mis compañeros de piso en la universidad. Medirían unos 20 x 20 cms. y estaban bastante logradas. Curiosamente, en los cuatro dibujos aparecemos todos con unas buenas matas de cabello. Y ahora... Entonces me llegó un mensaje de telefonía móvil -sms creo que lo llama la gente joven.

Era la mujer irlandesa convidándome al ensayo con público del musical que estrena en Barcelona esta semana. La llamé. En primer lugar porque tenía ganas de volver a escuchar -después de tanto tiempo- aquella voz suya mezo-contralto de angelito que esconde un alma de demonio. También para darle las gracias, y decirle que haría lo posible por asistir, pero que tenía una rara enfermedad llamada resfriado, que ni House sabría tratar. Me respondió que no me preocupara, que lo primero era sobrevivir, que no quería incomodarme. La pobre, me invitaba y se sentía culpable por ello. Me encanta que sea tan detallista, tan humilde, tan vital. Es igualita al personaje de Avellaneda de La tregua, de Mario Benedetti. O la tomas o la dejas. Pero es así.

Mientras me ponía al día de su regreso a casa con la compañía de teatro, al Mediterráneo, yo observaba las caricaturas de mis amigos de hacía más de veinte años, hasta que las lancé al vacío de esa caja que anticipa futuras mudanzas.

Antes de cenar, llamé a la mujer elegante con la excusa de preguntarle cómo estaba su gata Boira -mi chica favorita, que siempre se pone a ronronear sobre mis piernas forasteras- en esa nueva vivienda que okupan temporalmente. Me contó (con su voz de demonio -por los pecados que suelta- que esconde un alma de angelito) que la gata está perfecta, y que sólo hubo un pequeño susto con una de las otras dos felinas. Se precipitó del primer piso al patio, y costó recuperarla. Le pedí si quería acompañarme al teatro para ver actuar a la mujer irlandesa. "Només si entrem fent un sinpa (sin pagar)".

Este martes bajé en metro hasta el teatro. Me puse en la cola bajo la lluvia, con mi paraguas roto, y mis papeles de cocina en los bolsillos para sonarme el hocico tras una colombiana dicharachera. La mujer elegante apareció con retraso en un taxi (desde que es rica arruga la nariz ante las emisiones de los tubos de escape de los autobuses urbanos). Descendió mientras desplegaba un paraguas enorme y regalaba un par de billetes -no vi el color- de propina al conductor. En su vida o todo es blanco o todo es negro. Y ahora tiene el viento de popa. Se le nota en el brillo de su mirada. Es un huracán vital, nunca para quieta, y no deja asomar ni una puntita de su tremenda sensibilidad. Quizá para no dar pistas al enemigo. No se parece a ningún personaje literario, pero merece una novela volcánica. O la tomas o la dejas. Ella es así.

El enorme cartel de la fachada del teatro Apolo mostraba a Joan Crosas con una navaja y a Vicky Peña con un rodillo, amenazantes bajo la lluvia de ese martes por la noche. En letras rojas de sangre se leía Sweeny Todd. Y entre los nombres de los actores: la mujer irlandesa (aunque no ponía exactamente esas palabras -actúa con seudónimo).

En un descuido del portero, le pedí a la mujer elegante que corriera y entramos a la platea riendo. Estaba contenta de haber logrado hacer un sinpa. Claro que no le conté que el ensayo con público era gratuito -aunque intuyo que lo sabía y me siguió el juego infantil. El patio de butacas estaba a rebosar. Las luces se apagaron puntualmente a las nueve y un portazo en el escenario inició tres horas de puro espectáculo. De emoción. De voces magníficas. De elementos móviles escenográficos. De sangre. De humor. De amor. Es abolutamente recomendable (incluso aunque coincida con un partido del Barça).

Al final, los más de veinte actores que intervienen en Sweeny Todd salieron a agradecer los aplausos, los silbidos de admiración, la gente puesta en pie. Y se vieron obligados a hacer un bis. La mujer irlandesa estaba preciosa (especialmente en una escena de la obra, con un sombrero negro sobre sus rizos pelirojos -una genuina Maureen O'Hara). Siempre que la veo feliz sobre unas tablas (en realidad sólo han sido dos veces -me convida poco la muy tacaña), tras todo ese esfuerzo corporal y de voz, cuando ya sólo queda disfrutar de ese público entregado, se me escapa una lágrima imaginándome lo que siente ella. Claro que este martes estaba resfriado y pude disimular con un papel de cocina extraído de mi bolsillo. La mujer elegante seguirá pensando que soy un hombre de verdad -aunque intuyo que me vio sonarme y se hizo la despistada.

En la calle continuaba lloviendo. El público abandonaba el Apolo silbando temas del musical y, poco a poco, se dispersaba en taxis, en coches, en motos. Esperamos un rato por si salían los artistas. La avenida del Paral.lel estaba prácticamente desierta y el asfalto brillaba como si fuera de charol. La mujer elegante debía madrugar y yo estaba con esa terrible enfermedad que ni House sabría tratar. Nos separamos y emprendimos nuestros caminos de regreso a casa.

Remonté las Ramblas buscando un bus nocturno. También silbaba canciones pegadizas de Sweeny Todd. Quizá por eso se acercaron unas africanas sin paraguas, con voces de angelito y almas de demonio. No preguntaban, extraviadas, por ninguna dirección.

Estaba más animado, menos enfermo. Ilse ya dormía en Londres. Seguramente soñando mi epitafio.