Frontera sur

Hace tiempo que me apetece la vida tranquila, sin grandes sobresaltos; acaso monótona. Cumplir años normalmente significa adoptar una postura cautelosa ante situaciones, espacios o personas que puedan romper la agradable rutina. Por eso, a partir de las diez de la noche procuro no cruzar la avenida Diagonal en dirección mar. Detengo mi paso en Jardinets de Gràcia ante la elevada verja mental que se eleva allí en horas nocturnas, y me doy la vuelta. Es mi frontera sur.

Vecinos del barrio que se han atrevido a omitir las vallas -y que han regresado para contarlo- nos han narrado, mientras recuperaban el ánimo con una copa de brandy entre la neblina opiácea de la taberna cercana a mi apartamento, lo que sucede en el sur.

Con mirada perdida y expresión atormentada, todos coinciden en detallar a marineros norteamericanos embriagados por La Rambla, con sus buques de guerra atracados en el puerto civil, bailando claqué al estilo Gene Kelly; a mujeres de colores abriéndose la blusa ante hombres solitarios, para mostrar la ausencia de ropa íntima; los carros de caballos ocupados por hijos de buena familia que señalan con la puntera de su bastón la fachada del Liceu a sus amantes consentidas; los diálogos a punta de navaja entre rufianes y sus contorsiones de cintura para esquivar el filo del acero contrario, al estilo de las coreografías de Sol Picó; las parejas formadas al azar de la noche besándose obscenamente en los labios a exposición pública; los locales que sirven absenta; los traficantes que despachan daturas, beleños y hongos visionarios; los ladronzuelos árabes que dedican su infancia a arrancar la cámara desechable de los turistas para correr por las callejuelas entre sus nuevas kasbahs.

Estoy a salvo de aventuras innecesarias en mi apartamento cerrado con doble vuelta de llave desde el interior. Allí trancurre mi vida programada en la comodidad, sin grandes altibajos. No tengo costumbre de mirar muchas horas la televisión, y menos si se trata de series violentas. Pero el verano pasado me quedé atrapado por la cuarta temporada de 24, producida por la cadena conservadora norteamericana Fox. Son veinticuatro horas en tiempo de filmación real, en las que un agente especial estadounidense debe resolver un peligro que amenaza a sus conciudadanos. Este mes de agosto han comenzado a emitir la quinta temporada, y absorvo tres horas de absoluto furor agresivo cada domingo.

Jack Bauer despierta mi parte más oscura. Es un tipo seguro y efectivo, que mata o perdona vidas por el bien de la patria norteamericana (sin Canadá). También me atraen los juguetes tecnológicos que emplea en sus batallas. Incluso me he descargado el politono de su teléfono móvil (que anuncian en los intermedios de los capítulos) para ponerlo en el mío. Estos días, ando siempre con pinganillo en el oído como Jack. Él recibe órdenes de la UAT (Unidad Antiterrorista) y yo información deportiva de RAC1. Pero los paseantes no lo saben; y con el rabillo del ojo, quizás me confunden con un agente especial en lucha contra los malos.

No soy Bauer; aunque me gustaría que intercambiáramos vidas al menos durante veinticuatro horas cada verano. A él le interesaría calmar su vorágine vital en mi sofá con estampado étnico; y a mí no tener que cerrar la puerta con doble vuelta de llave cada noche, y profanar la vieja verja imaginaria de la Diagonal.

Estoy de vacaciones en el domicilio Hayden. Mantengo el objetivo de encontrar la botella de whisky y el revólver con el gatillo oxidado del sargento. Si lo consigo beberé un trago, quizás dos o tres; esconderé el arma en los pantalones que me van anchos desde que he perdido peso. En el espejo, me miraré a los ojos con frialdad y me preguntaré -le preguntaré-, antes de salir a la calle para cruzar mi frontera sur y limpiar la ciudad: "¿Me estás hablando a mí? ¿Me estás hablando a mí? Entonces, ¿a quién demonios le estás hablando? ¿Me estás hablando a mí? Bien, yo soy el único que está aquí ahora mismo ¿A quién coño te piensas que le estás hablando?" (como Travis Bickie en Taxi Driver).

Entonces me tomaré el pulso y, si no anda desbocado, estaré preparado para superar los miedos adquiridos con la edad y pretenderé aventuras en solitario -como Jack- en la noche. Aunque... no sería mala idea contar con el apoyo logístico del hombre sin suerte, ambos vestidos de negro y con auriculares (sincronizando el mismo programa deportivo); y pasear protegiéndonos los pasos en dirección al Maremágnum. Bailando claqué acaso conseguiríamos que las nórdicas se fijaran en los agentes especiales autóctonos de oscuro y con escuchas en los oídos, entrenados para salvar a la humanidad barcelonesa a base de pasar veinticuatro horas con Bauer cada verano.

Vacaciones

Decidí hacer coincidir mis vacaciones -del 18 al 27 de agosto- con las de los Hayden por una cuestión práctica.

No me gusta dejar los preparativos de un viaje para última hora. Así que el jueves por la noche ya había llenado mi maleta con pantalones sport -largos y cortos-, camisetas estampadas y lisas, ropa interior variada y un traje fino de algodón por si surgía una cena de gala en la terraza. Tampoco olvidé un bañador retro de cuerpo entero, a rayas horizontales, que me enamoró a principios de este milenio entre las perchas de la tienda de disfraces Menkes; y otro parecido -de tamaño infantil- para el señor Gris. En una mochila suplementaria puse sus medicinas y mis diversos artículos de higiene personal: cepillo de dientes, pañuelos de papel y peine.

El despertador sonó a las seis de la mañana. Nos aseamos ligeramente -lo haríamos más a fondo en el punto de destino-, desayunamos los restos de la nevera antes de desconectarla y dejarla abierta, colgamos unas sábanas viejas en el balcón para despistar a los cacos, cortamos el paso de entrada del agua y el interruptor diferencial de la electricidad, pusimos un plato con excedente hídrico debajo del ficus y nos despedimos de nuestro pequeño apartamento con una mirada de reconocimiento final antes de girar dos veces cada llave en su correspondiente cerrojo.

El día era claro y todavía fresco a esas horas tempranas, ideal para emprender un viaje de vacaciones al sur. Buscábamos acercarnos un poco más al ecuador terrestre; así que recorrimos el laberinto de torrentes estrechos de nuestro barrio con una canoa imaginaria, hasta desembocar en los afluentes rápidos del Eixample; y, por fin, en el caudaloso Amazonas del paseo de Sant Joan, con peces piraña en todas sus fuentes ornamentales.

El señor Gris parecía agotado con su patita coja. Nos detuvimos en una esquina sombreada para que se repusiera; también porque el vehículo de los Hayden seguía aparcado en la acera frente a su inmueble. Me habían asegurado que se marcharían a las siete, pero debían andar retrasados (es el problema de no preparar el equipaje con antelación). Tomé café con leche y croissant -la mitad para mi compañero de viaje- en la terraza del Morrison, discretamente alejada de la vista de mi familia.

Media hora después volvimos a asomar sigilosamente nuestras cabezas por el chaflán. Mi sobrino ya estaba atado en su silla de seguridad ajustada en el asiento de atrás; la señora Hayden intentaba armar el puzzle de maletas en la parte posterior del coche, introduciendo y sacando bultos pesados hasta hacerlos encajar; y su marido se acicalaba el cabello en el retrovisor, antes de colocarse sus elegantes guantes de rejilla especiales para participar en carreras de autos locos.

Cuando arrancaron en dirección a Bretaña, el señor Gris y yo levantamos una patita en señal de adiós antes de perderles de vista hasta el domingo 27. Abrimos la puerta de su vivienda con nuestra copia de las llaves. En la penumbra, todavía olía a café recién servido, los platos goteaban en el fregadero y las cortinas del comedor dibujaban movimientos fantasmas con las corrientes de aire de esta zona del mundo que habíamos elegido para nuestro veraneo: Barcelona-Eixample.

Su vivienda permite dar un buen paseo de una punta a otra, tiene una amplia terraza con jardín botánico y piscina (de plástico y dibujos infantiles impresos de un ratón americano), y -especialmente- muchos armarios y cajones por investigar en estos diez días. Estaremos de vacaciones a dos kilómetros de nuestro domicilio, aunque en otro barrio, con otros vecinos, paisajes diarios distintos. Pretendo hacer trekking en el Parc Güell, submarinismo en la playa de Noca Icària, visitas culturales a la Sagrada Família. Creo que incluso me animaré a asistir a algún gran espectáculo escénico (quizás en el cine de Sagrada Família pasan películas interesantes estos días).

Siempre cuesta aclimatarse al principio de un viaje, sea lejano o próximo en la distancia, de larga o de escasa duración. En estos dos días ejerciendo de turistas, simplemente nos hemos instalado. Hemos aprendido el funcionamiento de la ducha, de los fogones, del equipo de música... Sólo he tenido tiempo de abrir un par de cajones de la cómoda del dormitorio Hayden: nada interesante, excepto unos slips a rayas tigradas del sargento. ¿Para qué los utilizará? Me quedan bien en el espejo del cuarto de baño; incluso si pongo el CD entre étnico, hip-hopero y electrónico de Arular de Maya Arusalpragam (MIA) me entran ganas de desarrollar danzas tribales, como si estuviera de exploración en un lugar inundado de exotismo. Dudo si lavarlos o retornarlos a su escondite tal cual (al fin y al cabo, sólo los he lucido cuarenta y ocho horas).

Nuestro "hotel" tiene ciertos inconvenientes a pesar de que predominan las buenas vibraciones: debemos amagar nuestra presencia furtiva a oídos vecinos, tengo que dibujar una gran reverencia cada vez que paso bajo la lámpara baja (como si iluminara la casa de Blancanieves y los enanos) del vestíbulo, duermo rodeado de ositos y cuentos para niños en la litera superior de la habitación del pequeño Hayden (por lo que he dejado abandonado mi vértigo en el apartamento de Gràcia)... Lo peor es que no puedo visitar el Turó Parc, ni ningún otro lugar de mi vida rutinaria, para no desvanecer mi sensación de haber viajado lejos, extraordinariamente lejos.

El mapa de la piel

La semana anterior, en viernes, hacía calor en la sala de entregas de la oficina de correos de Gran de Gràcia. Esperando mi turno, unas gotas de sudor trazaron torrentes incómodos en la piel lechosa de mi frente.

El paquete procedía de Madrid y el remitente era ininteligible, por lo que supe que era un envío de Ilse. Desde hace meses, permanece empeñada en alejarme de mi condición de persona silvestre, para adentrarme en un ambiente cultural por el que apenas comienzo a dar pequeños pasos palpando las paredes de esa habitación oscura y desconocida en la que suena California de su amado -me convenciste desde el primer momento: nuestro amado- Rufus Waingright.

En abril me recomendó que leyera Middlesex de Jeffrey Eugenides. Husmeé en las kilométricas estanterías de una librería del centro, hasta topar con una voluminosa novela de casi setecientas páginas, cuya sinopsis en la contraportada era: "Cal Stephanides decide contar su historia, revelar su secreto. Porque Cal ha vivido como mujer y como hombre". Obviamente, no la adquirí. Le conté los dos motivos: tamaño y temática. Nunca he sido un gran lector; como mucho: prensa deportiva, alguna novelita de cowboys escrita por Holly Martins o las policíacas de Jim Thomson. Todo libro que sobrepase el centenar y medio de páginas decanta la balanza entre mi interés y mi desinterés del segundo lado.

El paquete postal contenía unas hojas manuscritas (que, con los años, conseguiré descifrar con completa seguridad) y un ejemplar de Middlesex acompañado de una nota -esta vez bien caligrafiada: "Cuando regrese de NY quiero un comentario de texto completo por email, alma de cántaro".

Recibí su correo justo dos horas antes de que ella tomara un avión a Nueva York, y cinco antes de que yo subiera al tren de las siete menos diez en dirección a la tierra de la niebla. Comencé a leer, mientras el convoy me conducía con su orgasmo interminable a mi verdadero hogar. "Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974". Ya no pude dejar de cansar mi vista con la novela hasta las tres de la madrugada. Me detuve, a desgana, porque a las siete debía levantarme.

Desayuné zumo de naranja, pan con tomate y embutidos y café con leche sin azúcar; mientras el señor Gris me vigilaba con su patita vendada, y agradecía los regalos que le llovían accidentalmente del plato. A esas horas el punto de libro marcaba la página setenta de la novela, Ilse estaba a punto de acostarse por primera vez en Nueva York, y yo me dirigía a una plataforma hidráulica para recoger peras.

Pasé el día con africanos de Mali que me contaron sus periplos vitales, mientras sonaban los cuarenta principales en la radio del extraño vehículo. El propietario de la explotación agrícola también me requirió a su lado en la parte más alta de la plataforma, la más peligrosa. Le gusta charlar y reír. Sólo nos vemos en agosto o septiembre, y escasos días; así que nos contamos las estaciones frías el uno al otro, mientras la carreta avanza cortando el ambiente denso de agosto entre las filas de frutales. Los árboles tienen ramas espesas que dibujan tatuajes polinesios en mi piel cada verano. También están cubiertos de capas de polvo que convierten mi epidermis en negra y la de los africanos en blanca.

A mediodía vinieron a recogerme los Hayden. El pequeño me preguntó si me había peleado con un gato al ver los caminos sangrientos en mis antebrazos. Los recorrió con sus deditos, con ternura, y me preguntó si podía curarme con alcohol etílico.

Permanecí dos jornadas en la plantación, y el sol tuvo tiempo de trazar su rastro moreno en el mapa de mi cara. Desde entonces estoy sin afeitar. Oscuro y sucio. Me asemejo a los habitantes -que tanto me disgustan- de determinadas zonas geográficas: los países árabes, la zona balcánica y Asia Menor, la imaginaria patria de los gitanos... Mi antipatía hacia ellos no se cimienta en el color y textura de su piel, sino en su carácter soberbio -aunque soy consciente de que es malo generalizar. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son las mujeres madrileñas que mandan propuestas culturales por correo certificado?)

Preferiría parecerme a Cal Stephanides en Middlesex: "Cuando me vuelvo a mirar en un escaparate esto es lo que veo: un hombre de cuarenta y un años de pelo ondulado, más bien largo, fino bigote y perilla. Una especie de mosquetero moderno". Pero ahora soy un policía mejicano de fronteras.

El lunes regresé a Barcelona. A medianoche se empeñó en llover a cántaros. Expuse mis brazos a la lluvia para que sanaran las cicatrices, y torrentes de agua se precipitaron sobre el mapa de mi piel. Recordé el mensaje de telefonía móvil de Ilse desde Nueva York, recibido un cuarto de hora antes, y la imaginé en un paisaje soleado de media tarde: "¡Dios! ¡Estoy viviendo uno de los momentos más felices de mi vida! Estoy en Bryant Park, rodeada de neoyorquinos y esperando que comience un concierto de música de películas. Hay una reverenda a mi lado y gente que se trae la colcha y se monta el picnic. ¡Precioso!".

Nueva York siempre ha sido una bacteria que ha vivido latente -sin manifestarse- en su piel, hasta que ha despertado ahora para enfermarla de amor por esa metrópolis; igual que las tierras llanas del oeste catalán me enferman a mí. (Ahora que pienso en ello... ¿De qué color son los norteamericanos?)

Troupe

La granja de los caballos tiene muchos cuartos, distribuidos en tres plantas, y la señora Sofía y el Tenista podrían jugar al escondite durante horas sin encontrarse. Hay cuatro dormitorios, pero ellos se empeñan en coincidir cada noche en el mismo después de cuarenta años. Se aman, sueñan, roncan, se dan golpecitos en las madrugadas para alertar al otro por cualquier ruido extraño en la vivienda, discuten cuando al futbolero se le cae el transistor en el que escucha la información de su equipo... Y amanecen.

Todo es orden, paz y silencio, hasta que la troupe circense acudimos de visita los viernes por la noche para regalarles una función. Descargamos los baúles golpeando las paredes, entramos los trapecios, las cajas de magia, las lonas de la carpa, al señor Gris disfrazado de león... La casa se llena de ruidos, las escaleras son transitadas a todas horas por personas y animales como en unos grandes almacenes, y la vida se escampa por todos los rincones como una canción de verbena. Resulta agradable.

El sábado pasado coincidimos todos en la planta baja a mediodía, repartiéndonos las tareas.

El pequeño Hayden me pidió que le quitara las protecciones en su bicicleta infantil porque se siente maduro y quiere circular a dos ruedas. Nunca he sido hábil con las herramientas; así que cuando la llave inglesa se escurrió entre mis manos para causarme una herida (prácticamente mortal) en un dedo, pensé que era lo lógico.

El niño quiso curarme (de mayor se va a dedicar a las ciencias de la salud; con su bata de enfermero, de médico, de veterinario o de fisioterapeuta). Me arrastró al cuarto de baño para aplicarme alcohol en la herida. Grité, de broma, y lanzó otro chorrito sobre mi dedo para escucharme gemir de nuevo. Me aplicó una compresa con papel higiénico para secar la sangre, y una tirita de color azul celeste con dibujos de animales. Cada ratito venía a preguntarme si podía ponerme un poco más de desinfectante, el muy gamberro.

El señor Hayden se dedicó a vaciar los muebles del comedor con sus músculos fuertes; esta semana van a venir los pintores y a mi padre le cuesta arrastrar pesos.

La señora Sofía se mantuvo en la dirección de los fogones, cocinando espléndidos platos como caracoles a la brasa, calamares a la romana, fideuà, ensaladilla rusa natural, lenguado con almendras...

La señora Hayden desmenuzó los despojos de pollo destinados al señor Gris (normalmente los parte él mismo con las fauces, pero últimamente anda desganado) y los puso en su bocaza tranquilamente. El perro tiene costumbre de masticar de manera poco educada, y ambos acabaron con los cabellos y los pelos llenos de virutas de carne blanca.

El Tenista acompañó al pequeño Hayden en su estreno como ciclista hasta un prado cercano, y sólo tuvo que recogerle del suelo una vez. Diagnóstico: leves rasguños en un codo al que aplicaron una tirita infantil.

Distintos ruidos (risas de niño, ladridos de perro, cazuelas tamboreando contra la repisa, el DVD del Rey león a toda pastilla, chapoteos en la piscina de plástico...) y sonidos (el agua de la manguera rebotando en las hojas tropicales de las marquesas, el hervor de las verduras en la olla, los pasos sigilosos del gato forastero alrededor del plato del señor Gris buscando restos de pollo, las hojas de una revista transcurriendo en la falda de mi hermana, mi bicicleta rodando por el pasillo en dirección a la puerta principal...) pusieron el hilo musical de la tarde.

La actividad descendió después de la cena, y el silencio se coló por fin en la vivienda. Acudí al balcón de mis padres. Estaba ella (con quién me parezco en todos los sentidos) disfrutando de una brisa fresca antes de acostarse.

Le dije hola y me pidió que me callara para escuchar el rumor de unos motores en la lejanía. Un avión cruzaba lentamente nuestro cielo, a miles de metros sobre los tejados de las granjas vecinas. La señora Sofía no está acostumbrada a su presencia, y eso explica su emoción del momento. Lo teníamos frente a nosotros, muy lejano, cuando una estrella fugoz se cruzó en el camino del reactor con la brevedad de un chispazo. Hacía tiempo que no observaba ese fenómeno y lo celebré con un comentario en voz alta. "Chist" (ella está habituada a que lluevan astros en el firmamento, pero no sabe cuándo pasará de nuevo sobre su vida una máquina voladora).

Permanecimos un rato unidos, sin hablar (cada uno en su mundo), con aquel cordón umbilical de hace cuarenta y dos años que se ha ido desgastando con el tiempo, aunque no definitivamente. Después apareció el señor Gris, disfrazado de león con expresión simpática, y tuvo caricias a cuatro manos; hasta que a la señora Sofía le entró el sueño y nos expulsó de su balcón para cerrar las puertas hasta el día siguiente.

El pequeño Hayden y los osos polares

Tengo llaves del domicilio Hayden, y sé cuándo no están en casa.

Entonces, me gusta entrar en la habitación del pequeño y dibujarle en el suelo una espiral o una estrella o un sol radiante alineando sus elefantes, jirafas, caballos, tigres, gallinas, dinosaurios, delfines... de la marca Schleich. Tiene una caja enorme de cartón y dos botes de plástico repletos de figuritas. Le encantan los animales y los reconoce a todos. Me entusiasma imaginar la cara expresiva que dibujará cuando descubra el desfile de mascotas inanimadas que han cobrado vida en su ausencia.

Hace pocos días, el piso permanecía vacío. Tomé tres osos grandes de peluche para acostarles en la cama del niño, con las sábanas cubriéndoles hasta la barbilla y unos cuentos abiertos sobre sus pechos cuya lectura les habría dormido.

Esta noche me ha llamado la señora Hayden alrededor de las nueve. Como siempre, el sobrino de cuatro años ha insistido en charlar conmigo, con su diálogo escaso. Traduzco la conversación que hemos mantenido en catalán.

-Hola tío.
-Hola tío no, ¿cómo me llamo?
-Tío.

(Se acuerda del nombre del hermano de mi cuñado, que tiene más letras que el mío, pero es incapaz de llamarme como Dios manda).

-¿Ya has cenado?
-No.
-Pídele a la mami que te haga macarrones.
-Espera que se lo digo.

(De fondo, se escucha a su madre explicándole que los macarrones se los cocinará la señora Sofía en la tierra de la niebla; esta noche toca verdura y pescado).

-Hola tío.
-Hola, ¿te darán un plato de macarrones?
-Sí.
-¿Seguro?
-Sí (miente).
-Y me guardarás la mitad para que venga a comérmelos dentro de un rato.
-No.
-¿Cómo que no? El tío también tiene hambre. ¿No me darás ni un poquito?
-No.
-Pues vendré y me los comeré todos.

(El niño ríe a carcajadas).

-¡Noooo!
-Ahora mismo me pongo los zapatos de caminar rápido, y vengo a devorarlos.
-Me esconderé en mi habitación con el plato de macarrones.
-Pero, sé dónde duermes y te encontraré.
-¡Noooo!

(No para de reírse).

-¿Viste el otro día que dormían tres osos en tu cama?
-¡Ohhh! ¿De verdad?
-¿No los recuerdas?
-No (duda).

(El pequeño Hayden se queda muy callado)

-¿De verdad no los viste?
-No.
-Eran pequeños y de colores y descansaban tapados hasta el cuello, ¿no te acuerdas?
-No. ¿Te dieron miedo tío?
-Ja, ja, ja, no hombre; dormían y eran bebés.
-¿Bebés?
-Eran pequeños.
-¿Y hacían ruido?
-Roncaban un poco.
-¿Cómo?

(Le reproduzco el sonido del ronquido de los osos por teléfono).

-Y... ¿por qué estaban en mi cama?
-Tenían sueño y, como estaba vacía, se acostaron allí.
-¿En mi litera o en la de arriba?
-En la tuya.

(A esas alturas de la conversación, comprendo que cree que le hablo de osos reales, como los del zoo, donde tiene carnet de socio infantil).

-¿Y eran grandes?
-No, no, no, eran chiquitos; no daban miedo, y dormían profundo. Habían subido por las paredes del edificio para descansar en tu dormitorio.
-¿Y de dónde venían?
-De Cambrils (el fin de semana pasado estuvo en esa población costera invitado por su novia Marina, de su misma edad, y todavía tiene fresco el nombre del pueblo).
-¡Ohhhhh!
-Resulta que en su país hace mucho frío en invierno y vienen a vivir a Cambrils porque hay sol. Cuando aquí hace calor, como sudan tanto tienen que regresar al Polo Norte. Y a mitad de camino les entró sueño y les encontré en tu litera.
-¿Dónde están ahora?
-Creo que esta noche la pasarán en tu colegio.
-¡Ohhhhh! Quiero ir a verles. ¿Me llevas tío? ¿Me llevas?
-Si me das macarrones...

Mi hermana coge el teléfono; me pregunta qué le explico al pequeño Hayden que tiene los ojos como platos.

-Nada, temas de hombres.
-No le cuentes cosas raras, que luego no duerme.

Cuando ejercía de hermano mayor, me inventaba para ella relatos protagonizados por una familia de vaquitas. Abría unos ojos como platos, exigiendo una historia tras otra, hasta que los iba guiñando entre bostezos, y se dormía en aquella habitación de la granja de los caballos compartida en la infancia.

No tengo hijos reconocidos, y desconozco si me gustaría tener dos o tres camadas oficiales a mi cuidado. Pero en las criaturas admiro ese punto de ingenuidad que los mayores perdimos lamentablemente con la primera menstruación o el primer afeitado.

Esta tarde regresaba a casa cargado con la compra. Una niña, de la edad del pequeño Hayden, acababa de orinar junto a un árbol. Su madre le arreglaba la ropa, cuando le ha preguntado: "¿Qué dirá la gente si me ha visto hacer pipí aquí?". Entrañable.

Normalmente les caigo bien a los pequeños (también a los ancianos y a los perros; aunque carezco de la misma suerte con las mujeres de entre veinte y cincuenta años). Hace poco hablaba con una princesita por teléfono, de esas que dicen "xí" en lugar de "sí", y que se admiran con grandes exclamaciones cuando les cuentas algo sorprendente. No recuerdo el motivo, pero comenzamos a reírnos sin continencia. Con su alegría, me restó veinte años de vejez; no los suficientes como para ser su novio en la escuela y que me invitara a Cambrils o a Salou o a Reus para señalarme con sus deditos anillados los osos polares que invernan allí.