Roba estesa per Nadal



Pujo al terrat per penjar roba i m'hi trobo el sergent Hayden posant agulles a mitjons llargs i curts, a pijames seus talla XL i d'altres petits dels seus fills amb dinosaures al pit. També penja a l'estenedor peces indesxifrables de la seva dona (jo no sabria per on agafar-les amb les pinces). Semblen samarretes, però porten tirants i un és més curt que l'altre. Un jeroglífic fashion. Omple tres cordills amb roba de coloraines.

Deixo el cubell a terra i penjo tres parells de mitjons negres, tres calçotets negres i tres samarretes negres (encara no he redecorat la meva vida). Quan he acabat, ell encara està a la meitat de la bugada. És el que comporta tenir família.

Parlem de futbol, dels cent vint euros que ens han tocat per la grossa de Nadal en un número que compartíem, d'un conte que ens publicaran a la dona dels mars del sud i a mi en una revista per a infants...

L'espero per baixar als pisos de sota on dormen la seva dona, el petit Hayden i el petit faraó Nil, no fos cas que atraquessin aquell sergent dels Mossos d'Esquadra que fa gairebé metre noranta. A casa meva no hi ha ningú per esperar-me perquè la dona dels mars del sud i el gos Bruc han marxat cap al seu país per passar les festes. Així que no tinc pressa i fumo una cigarreta mirant els balcons farcits de llumets de Nadal, mentre el cunyat acaba de penjar calces i sostens en aquella foscor del terrat de Roger de Flor.

Observo els patis nocturns, el carreró sense cotxes. Escolto tot aquell silenci i penso que feia temps que no em sentia tan bé en un lloc. Feia temps que no era tan feliç com ara.

Per això us puc desitjar un Bon Nadal, sense que sembli un tòpic. Espero que el vostre sigui com a mínim com el meu.

Javi



Este año los Reyes Magos te han traído carbón. Encima es del que no se come. Supongo que hubieras preferido ese gato negro como regalo. Le consultaste a Silvia en agosto si os lo quedabais o lo dejabais en la protectora. No sé qué hicisteis al final. También te hubiera gustado una batería nueva para seguir haciendo ruido (me quedó pendiente escucharte en directo con tu grupo metalero en un local pequeño de l'Empordà). O hubieras sido feliz con un billete de avión a Bauru, para regresar allí en verano, cuando los tucanes anidan en los árboles frente a esa ventana de la calle Marcondes Salgado.

Hablando de Brasil, fui a recoger a Thais al aeropuerto, espero que no te importe (nuestros abrazos de bienvenida siempre son de amigos, ya lo sabes). Estaba guapa y llevaba el anorak plateado de cuando nos conocimos los tres en la plaza Joanic, ya hace tiempo. Tenía prisa por venir a verte. Así que tropecé varias veces mientras intentaba arrastrar su maleta big-size por los pasillos de la T-4, en busca de un taxi. Esta vez no se rió de mis torpezas.

Viajamos en tren a tu tierra, y a ella le faltaba paciencia porque le parecía que circulábamos muy lento por esas vías entre prados y vacas estabuladas. En Girona pidió otro taxi para llegar a su hotel. No podíamos esperar un bus interurbano porque cada minuto era válido para vosotros.

Subió a su habitación para asearse un momento y yo me quedé fumando en el jardín. Silvia me llamó por mi nombre. Se acercaba por un caminito entre setos, con vuestro padre tras sus pasos decididos. Recordaba a tu hermana de cuando el invierno pasado vinisteis los dos a la presentación de un cuento para niños que había escrito con la mujer de los mares del sur. Siempre recordaré que bajarais de Girona para que en aquella sala hubiera un poco más de calor humano. Guardo un clip que alguien grabó con su teléfono móvil de ti jugando con el pequeño Hayden y el pequeño faraón Nil. Parecéis tres gamberros en aquel vestíbulo de la editorial.

Me gustó conocer a tu padre. Su cara es de buena gente, como la de toda tu familia (tienes suerte de haber pasado treinta y seis años con ellos). Lo imaginé cuidando su huerto con Thais a su lado el verano pasado. Hablamos un poquito en el coche, mientras él conducía en dirección al hospital de Salt. Allí todo era blanco. Thais estaba a punto de llegar a su destino después de un vuelo transoceánico de muchas horas, un trayecto en tren por Catalunya y un viaje interior para el que estaba preparada, aunque muchos creyeran que no. Silvia arrancó un brote de hierbabuena de una maceta, antes de entrar en tu habitación de la unidad de cuidados paliativos, para que la olieras.

Me quedé en el pasillo, mientras Thais estaba por fin a tu lado. Luego regresé a mi ciudad.

Una semana después, ella me llamó para decirme que los Reyes Magos te habían traído carbón, cuando había venido para darte esperanzas de gatos negros, de baterías y de tucanes. No sabe que fue tu último regalo de Reyes. Cruzó medio mundo para tomarte la mano esa semana de noviembre.

Fui a buscarla al tren de regreso a Barcelona. Esa noche, me enseñó todos los rincones que habían sido especiales para vosotros. Luego caminamos hasta la Ovella Negra y nos emborrachamos con sangría para recordar los viejos tiempos en que salíamos a callejear los tres por la ciudad, como gatos vagabundos. O las noches de messenger en que nos hacíamos compañía a distancia: ella en Bauru, tú en Verges y yo en Barcelona. Los eternos tímidos solitarios. Claro que yo sólo participaba de vez en cuando en esas tertulias de media noche.

Al día siguiente, Thais vino a comer a casa. La recogí en su hotel por la mañana. Estábamos un poco resacosos, pero caminamos veinte minutos con su maleta big-size y nos despejamos. La mujer de los mares del sur había preparado una mesa perfecta con manteles blancos frente al ventanal (creo que te caería bien esa chica elegante y discreta porque es como tú: vive para los animales, tiene creatividad y es otra eterna tímida solitaria). Tomamos sopa caliente, tortilla de patatas y albóndigas (que no habrías probado porque eres un vegetariano complicado -Thais te hubiera hecho bromas con eso). Me gustó que tu novia y la mujer de los mares del sur se cayeran bien. En esa mesa te habrías sentido relajado.

Por la tarde acompañé a Thais al aeropuerto. Estaba guapa y llevaba el anorak plateado de cuando nos conocimos los tres en la plaza Joanic, ya hace tiempo. Estuvimos una hora bebiendo café y hablando de ti. Parecíamos dos pollitos abandonados en esa mesa del Caffe di Fiore. Luego me dio un abrazo, espero que no te importe (nuestros abrazos de despedida siempre son de amigos, ya lo sabes) y se alejó por el pasillo de embarque. Hasta que la perdí de vista bajo los paneles que anunciaban aterrizajes y despegues con letras verdes. Había cruzado medio mundo para acompañarte en tu viaje y ahora regresaba a casa.

Dos días después, hablé con ella por Skype. Había llegado bien a Bauru y sus padres estaban tranquilos porque la tenían por fin en casa. Tu nick no estaba en verde en el chat y no pudiste participar en la conversación. Te la envío. Lo iré haciendo en el futuro cuando ella me cuente cosas bonitas que te harían sonreír.

Thais: como se llama el femenino de papa noel?
Joan: Mamá Noela?
Thais: si, hoy fui una mama noela
Thais: al menos me sentí una
Thais: te explico
Joan: A ver
Thais: aqui en brasil hay como un proyecto del correos
Thais: los niños escriben cartas al papa noel piediendo regalos
Thais: en general... escriben los niños más pobres
Thais: y la gente va al correos para adoptar una carta
Thais: cogí tres cartas
Thais: y como ya es casi navidad...solo habian cartas con regalos caros
Thais: muchas bicis
Thais: patines
Thais: etc..
Joan: Pero tienes que comprarlo tú?
Thais: si
Thais: pues antes...lees las cartas y eliges
Thais: oye...si ahora solo hay regalos caros..es pq la gente ya adoptó las cartas que piden regalos baratos!
Joan: Entiendo.
Thais: y esos se quedaran sin regalo
Thais: cogí tres
Thais: juan de 6 años, quiere un muñeco de los transformers
Thais: pues...compré
Joan: Qué regalos son los otros dos?
Thais: una niña de 10 pidió al papa noel una monster high
Thais: es la nueva barbie......pero version monstruo.... es mucho mas cara que la barbie... y decia en la carta que desde los 6 años que no tiene esta muñeca...que es su sueño y más no se qué...
Thais: tonces...la compré... y mira que es cara... me vale una crema francesa...
Thais: y la otra fue una niña de 6 que pidío una muñeca bebe
Thais: super cara...y claro...no compre... compre otra parecida y que habla
Thais: mejor que nada
Joan: Bueno, en la vida no todos los sueños se cumplen :(
Thais: ya.........
Thais: es que la otra chica espera por la monster hace años
Thais: y la otra solo tiene 6
Thais: y claro..no puedo yo comprar todo
Thais: y pensé...ser mama noela no es nada fácil

PD: Javi, ja veus que els xats són com els de sempre amb la Thais. Ella no es cansa de parlar i de donar vida. Diuen que reculls el que sembres, espero que sigui veritat. I també confio en escoltar-la encara molts anys més. Mentrestant, cuida tots els gats bonics del cel i després dorme bem.
PD2: La cançó te l'ha triat la Thais. Diu que t'agrada molt.

Estufeta



És mitja tarda i, quan s'amaga el sol, fa fred al pis nou. Tenim la calefacció espatllada des que vam entrar amb màniga curta encara no fa un mes i ara es troba a faltar.

Sort que conservo una estufa elèctrica que m'ha acompanyat en les meves mudances dels darrers trenta anys. Encara li funciona una de les dues resistències a la pobra vaca munyida. La vaig portar de la terra de la boira a la ciutat universitària quan jo encara no tenia vint anys. Després em va acompanyar a Gràcia quan en tenia més de trenta. I ara, amb la Sagrada Família de fons, s'encén amb la poqueta fogositat que li queda en la seva vellesa per escalfar la poqueta fogositat que em queda a la meva edat.

És l'única font de calor que tenim a tot el pis. Així que quan l'arrossego pel cable al quartet de la rentadora, darrere meu la dona dels mars del sud arrossega per la corretja el seu gos ventilador. On va l'estufa, anem nosaltres.

Ara que és mitja tarda i s'ha amagat el sol, la tenim entre els nostres peus a la taula de treball. Sembla una llar de foc amb la seva única resistència d'un color vermell intens. La dona dels mars del sud dibuixa no sé què i jo escric no sé què. Tots dos observem, amb les ulleres jueves a la punta del nas, el gos ventilador que dorm a la seva butaqueta florejada entre les nostres cadires.

Ella em mira amb sornegueria, per sota el serrell francès, i em diu:

-Semblem un pessebre.

Quan li vaig a contestar, rep un WhatsApp de la senyora Hayden, la veïna del davant que abans era la meva germana i ara s'ha convertit en l'amiga de l'ànima de la dona dels mars del sud (estan tot el dia amb els missatgets amunt i avall, enviant-se fotos dels nens i del gos. Explicant-se coses que podrien parlar al replà de l'edifici. Però elles són modernes i prefereixen estar cadascuna amb el seu telèfon mòbil a vint metres i una paret de distància).

El whatsApp diu que els Hayden han fet escudella i carn d'olla de sobres i ens n'ofereixen per superar el fred de la nit.

-Què li contesto, Sant Josep? -em pregunta ella.
-A la nevera ens queda un enciam iceberg i un parell de pastanagues. Potser hi ha una llauna de tonyina a l'armariet. Crec que ja faríem -li responc a la Verge Maria.
-T'ho preguntava per preguntar. Ja li he donat les gràcies per la sopa calenteta a la teva germana, que aquí hi fa molt fred i hi ha molta gana.

Al cap d'un moment, sona el timbre del nostre pis (el whatsApp antic) i entra el petit faraó Nil (el rei Baltasar) amb una font de cigrons bullits. Després apareix el sergent Hayden (el rei Melcior, atlètic, en màniga curta) amb la sopera plena de galets. I acaba la comitiva reial la meva ex-germana (el rei Gaspar) amb una safata amb pilota, verdura i botifarra negra -no sabem on és el petit Hayden, probablement s'ha quedat a dormir a casa d'un amic.

Ho deixen tot damunt la taula de treball i se'n van sense dir massa cosa més que ens vingui de gust. Tampoc adoren el gos ventilador que fa de nen Jesús.

-Mira, Bruc, han vingut els Reis d'Orient! -li diu la dona dels mars del sud, mentre els Hayden somriuen a punt de sortir per la porta. El gos posa cara d'afamat, tot remenant la cua.

Quan marxen els veïns altruistes, paro la taula taronja on acostumem a menjar. Poso plats i coberts, mentre els presents que ens han portat els mags s'escalfen als fogons. Endollo la vella estufa que fa anys que em veu viure moments com aquest i s'encén l'única resistència que li queda a la seva vellesa, per escalfar la meva vida encara una estona més.

De seguida, s'acosta a la petita llar de foc elèctrica el nen Jesús. Al cap d'un moment, ho fa la Verge Maria, tot dient-me, mentre serveix la sopa i la carn d'olla:

-No creus que hauríem de començar a posar els llums de Nadal?

Miro per la finestra i recordo quan vivia sol. No fa pas tant de temps.

Nocturn



Encara no és massa tard, a la nit, però la dona dels mars del sud ja dorm i he d'anar amb compte per buscar una mica de ressopó a la nevera sense despertar el gos ventilador que dorm amb ella i començarà a centrifugar les seves orelles si em sent. M'ajuda el fet que avui he estrenat espardenyes silencioses i que ja em conec les parts del parquet que grinyolen quan les trepitges.

Per la finestra de la cuina puc espiar uns quants balcons il.luminats (no he encès cap làmpada) mentre mastego a les fosques un entrepanet de pernil amb l'esperança que el Bruc no senti l'aroma i s'engresqui a fer escàndol.

Darrere meu, intueixo a la penombra del menjador uns quants quadres repenjats a les parets que demanen que els trobem un espai definitiu. També l'aparell de música per endollar, les tres cadires que no lliguen amb el butacó i l'únic racó que hem decidit que ja serà definitiu: una estanteria negra on hem barrejat els nostres llibres i les nostres plantes. Ella defineix aquell espai com el racó japonès.

Segueix sent tot provisional, però en aquella foscor intueixo casa nostra. M'entretenc encara un moment mirant els patis i les terrasses silenciosos que confio espiar durant molt de temps. I quan decideixo tornar cap al meu dormitori, sento que el gos ventilador empeny amb el morro la porta corredissa de l'habitació on ella dorm. Vol sortir.

"Shhhttt" -li dic.

Ell em mira i no fa cap soroll amb les orelles. Va cap al seu bol amb aigua de la cuina, mirant de no trepitjar les parts sorolloses del parquet, i beu. Quan torna cap al seu dormitori, frega les meves cames amb el seu llom (com ho feia el senyor Gris) i l'ajudo a entrar abans de fer córrer la porta, de la manera més silenciosa que puc, per tancar-la.

Llavors recordo que al lavabo hi ha un cubell amb roba per estendre. Si no la penjo abans d'anar a dormir, demà ella es queixarà. Com es queixa quan deixo la tapa del vàter aixecada, quan col.loco el ganivet del pa amb la fulla dentada de cap per amunt a l'escorredor ("ens podríem tallar", assegura la dona dels mars del sud), quan no faig anar la catifa per sortir de la banyera, quan canvio la freqüència de l'aparell de ràdio per escoltar els esports, quan la convido a menjar un frankfurt saborós a Ikea... Es queixa per tot i jo no em queixo mai per res.

Vaig amb la bugada a l'estenedor del quartet de la rentadora i començo a penjar mitjons i calçotets negres als cordills que donen al pati d'un club de jazz. El cel és seré, però ara plou damunt les caixes apilades de begudes allà a baix. El local està insonoritzat, la qual cosa no m'impedeix sentir les notes fluixes d'un contrabaix en directe. Trec un cigarret i fumo per la finestra per no embrutar d'olor de tabac el nostre pis. Al cap d'un moment, s'obre la porta del traster del local musical, tres pisos sota els meus peus. L'encarregat agafa una caixa de cervesa i l'arrossega cap a dins. La música m'arriba amb més potència ara que ell ha obert la porta, mentre mira cap amunt per veure si plou i m'amago darrere els meus calçotets humits. Després el sento tancar el traster darrere la seva esquena i la música s'esmorteeix una altra vegada.

Si ara no dormís amb el seu gos ventilador, convidaria la dona dels mars del sud al quartet de la rentadora, per escoltar amb mi aquell concert de jazz diluït. Potser podríem arrossegar del menjador un parell de cadires que no lliguen amb el butacó i fer una cervesa allí, per celebrar que tenim un pis bonic, mentre els mitjons plouen.

Però ella ja dorm. I demà em demanarà que despengi la roba eixuta, que abaixi la tapa del vàter, que vigili amb el ganivet del pa, que posi els peus a la catifa quan surti de dutxar-me, que no la convidi mai més a menjar a Ikea... Llavors, el gos em mirarà amb llàstima i deixarà quietes les seves orelles al menjador del segon primera.

Catarsis



Tengo el suelo del mini pisito de Gràcia repleto de cajas que bostezan con las tapas abiertas. Clasifico sus recuerdos con paciencia cada noche después de cenar. Paso el trapo del polvo por la superficie de los objetos que me acompañarán a mi nuevo destino y también limpio los que descartaré en los contenedores de reciclaje frente al supermercado Summa, porque nadie ni nada merece desaparecer de este mundo sin un mínimo de dignidad.

Me traslado a un piso luminoso, amplio y acogedor de l'Eixample con la mujer de los mares del sur y su perro ventilador, lo que complicará mi faceta de solitario empedernido. Además, compartiremos rellano con la familia Hayden y me temo que los niños se pasarán la vida con sus dedos pulsando insistentemente el timbre de la puerta de entrada para que la mujer de los mares del sur les haga clases de dibujo después del cole. También me preocupa que mi cuñado venga a ver partidos de fútbol siete días por semana a la espera de que le ofrezca una cerveza de la nevera a cambio de los años que llevo rebajando el nivel de su botella de whisky. O que mi hermana se presente cada dos por tres con un DVD bajo el brazo para verlo en nuestro comedor.

Por suerte tengo llaves de la terraza comunitaria y creo que me refugiaré allí para no perder mi condición de persona contemplativa y poco dada a las reuniones sociales. Para no dejar de ser un simple paseante.

De momento, desplazo a pie mis pequeños objetos del barrio de Gràcia a l'Eixample (aunque tengo varios coches disponibles de gente que me aprecia). Cada día hago un viaje de cuarenta minutos -ida y vuelta-, con cinco quilos en una mochila a la espalda. Es como una catarsis. Abandonar lo viejo e ilusionarme con lo nuevo a cada paso que doy por esas calles repletas de comercios en los que voy a comprar a partir de ahora.

Cuando llego al piso recién alquilado, dejo la carga en el suelo y voy a oscuras al ventanal del comedor donde hay mil balcones iluminados con La Sagrada Familia de fondo. Creo que voy a poner un sillón allí para acabar cada jornada imaginando esas vidas ajenas de las siluetas que caminan tras las cortinas. Esa vivienda es de un escritor que hace poco perdió sus maletas (una buena persona que sólo me ha dado facilidades para vivir en su casa). Entre esas paredes parió su primer libro de relatos y espero que no se llevara toda su inspiración cuando se trasladó a vivir a otra parte de la ciudad. En su catarsis.

De momento, tengo el suelo del mini pisito de Gràcia, que abandono después de catorce años, repleto de cajas que bostezan con las tapas abiertas a la espera de que decida qué transporto mañana a mi nueva vida.

PD: Estic una mica allunyat de Blogville, però encara hi sóc i us tornaré a llegir i a comentar. Tinc uns quants posts per escriure d'aquest estiu intens. Us fotré la tabarra. Fins ara mateix.

Petit univers prestat



L'àtic és inconscientment deixat, però quan fem girar la clau al pany, la llum lluenta que ens ve a rebre ja és nostra. Les finestres també són prestades, però quan les obrim i l'aire fa ballar les cortines, la frescor que se'ns escola entre les cames i sota les aixelles ara ja té propietaris. Els dormitoris són aliens, fins que despleguem el contingut dels nostres petits equipatges damunt els llits i pensem en els somnis que tindrem allí.

La cuina no és nostra, però sabem fer-la anar perquè la flaireta del bacallà amb carxofes es quedi sota la campana extractora i no desperti enveges entre els veïns d'escala. Els Cavalls Forts que hi ha estesos a terra del menjador ens els ha deixat el petit Hayden, però ens apropiem de les seves històries, després de sopar, amb les cames creuades sota el cul, com dos nens petits. Rumiem tots dos damunt el parquet de color clar. Fins que ens cansem de pensar i sortim a la terrassa, que no és nostra, amb dos gots plens de rom (gentilesa del sergent). Juguem a buscar estels al cel la nit de Sant Llorenç, en silenci. En veiem dos, que només seran nostres. I els desitjos també.

Mirem la manera d'allargar l'ocupació del pis dels Hayden. Pretenem canviar la clau del pany i fer-nos segurs allí fins que s'acabin els Cavalls Forts, les provisions de bacallà, la llum de l'estiu, la pluja d'estels i el corrent d'aire que se'ns escola entre les cames i sota les aixelles. Hem trucat un manyà d'aquells de vint-i-quatre hores. A veure què hi pot fer.

Mentrestant, rebo un email a l'ordinador de la meva germana (tinc la contrassenya): "Tornem diumenge, m'has regat les plantes?".

Perros huérfanos



Pocas veces voy al Turó Parc por la ruta norte. Cuando la utilizo, sé que pasaré por la Casa Vicenç de Gaudí, en la calle Carolines; después por la plaza Molina, con la administración de loterías donde consigo más reintegros del mundo (una vez cada tres meses). Finalmente, caminaré por la Via Augusta y me sentiré como la gente adinerada que vive allí, aunque me haya fallado la administración de loterías que he dejado atrás.

El punto de partida siempre es el estudio fotográfico de la calle de Santa Ágata, donde un pequeño west highland terrier me ladra invariablemente, marcando territorio, tras el cristal de su puerta con un nombre bordado en oro en el pasamanos con estética de los años sesenta: Oriol Maspons, fotógrafo.

Siempre pensé que era un estudio de fotografía de barrio, hasta que la mujer de los mares del sur me hizo ver una tarde de hace un par de años que Oriol Maspons era un artista reconocido. Me explicó que había trabajado en Francia para Paris Match, Elle y Boccacio; que fue miembro del movimiento de la Gauche divine y que frente a su objetivo desfilaron infinidad de personajes famosos de la época.

Pero yo lo seguía viendo como siempre lo había visto: un retratista de bodas, banquetes y comuniones que al anochecer salía del local con su gorrita de cuadros y sus gafas de pasta, y se montaba en la Vespa con el west highland terrier ladrador entre las piernas. Un tipo normal, igual que sucedía con Jesús Moncada, mi otro vecino ilustre, un escritor consagrado que sacaba su perro mestizo (él no era de la Gauche divine) cada anochecer con su mirada tímida, tras las gafas de pasta. Tampoco parecía gran cosa más que un jubilado anónimo del barrio.

Es curioso, pero tanto Maspons como Moncada nacieron en invierno y murieron en verano, y los dos vivieron su vejez en el entorno de la plaza del Diamant acompañados de perros que quedaron huérfanos tras su marcha (¿qué habrá sido de ellos?). Eran dos ancianos que parecían dignos, serenos y anónimos cuando me cruzaba con ellos por la acera. Aunque hubieran podido elevar el mentón, altivos, seguían caminando mirándose las puntas de sus zapatos. Ignoro si se conocían, si sus perros se olfateaban mientras los dos artistas se preguntaban por sus proyectos de final de trayecto o recordaban sus tiempos de gloria.

Hoy he pasado por la calle de Santa Ágata. No estaba el fotógrafo ni su perro blanco ni su  moto. Ha sido justo un día después de que se marchara para siempre Oriol Maspons cuando me han regalado una cámara fotográfica. Todavía no la he estrenado. Hace más de quince años que no aprieto un botón de obturación, a excepción de cuando me lo piden los turistas que retrato siempre desenfocados frente a La Pedrera. No creo que trabaje jamás como fotógrafo para Paris Match, Elle o Boccacio. Pero igual me busco un perro y lo saco a pasear por las calles de Gràcia con mis gafas de pasta, mientras envejezco y aprendo a hacer fotos borrosas con esa máquina con un manual de instrucciones más largo que cualquier libro de Jesús Moncada. Entre tanto, disfruto de mi verano número cuarenta y nueve. El próximo será jodido.

PD: Gràcies per la música, camella ;-)

Entrenaments



Després de sopar, em miro la pobra tele que porta tot el dia apagada, la muntanya de llibres que volen ser llegits a l'estanteria, el carrer per on podria passejar després de treure la bossa de les escombraries de nit.

Però obro l'ordinador i em connecto a un joc online. Em va passar el link el sergent Hayden fa més d'un any i no en vaig fer cas fins temps després. Ara tinc una hora al dia per jugar a la botifarra a la web de Butinet (si pagués cinquanta euros l'any, podria jugar les vint-i-quatre hores, però seria excessiu). Això dona per fer, com a màxim, tres partides nocturnes on tirar manilles, sortir de semifallo o abarrotar amb el rei de bastos fins que guanyem o perdem amb la meva parella virtual contra l'altra parella virtual.

M'he d'esperar cinc minuts entre partida i partida (perquè no sóc de pagament), moment que aprofito per rentar plats, estendre la roba o posar en ordre el que m'he gastat al súper o en altres llocs en la meva comptabilitat diària de bolígraf i paper. Mentrestant, vaig mirant a la pantalla qui entra a la partida nova.

Tinc els meus preferits: la Vixindria que és de Tarragona i viu a Girona. Té una nena petita i de vegades ens demana un moment per anar-la a atendre abans de tirar la seva carta. El Georgett, que és un poca-solta de Badalona i que sempre perd quan juga contra la Vixindria i jo, i comença a dir renecs de broma. El Narren que és un gentleman d'aquells que comença amb un "bona nit i molta sort a tothom" i acaba amb "un plaer de partida, gràcies a tots", guanyi o perdi. El Jack, el Pongo, el 4gats (que sovint em convida a les seves partides de pagament perquè li agrada la meva manera de jugar)...

Fa vint anys era un bon jugador de botifarra en partides de bars plens de fum i campionats. Vaig guanyar tres anys seguits el torneig de Cerdanyola del Vallès, sempre amb el Florenci de company. El quart vam quedar tercers i ell se'n va tornar a viure al seu poble de la Conca de Barberà. Encara em va cridar una darrera vegada per anar a un campionat a la seva terra, a Valls. Però ja no féiem bona parella (ens havíem distanciat i això es nota en aquest joc) i vaig deixar de jugar. Fins ara, que ho faig virtualment.

El joc de la botifarra té un puntet de matemàtic i és complicat (diuen que s'assembla al bridge, però no ho tinc clar). Cal tenir habilitat mental i pots ser més o menys atrevit, més o menys conservador per sumar els cent un punts necessaris per guanyar. Jo sóc dels que arrisca poc (de fer partides lentes, cuinades de miqueta en miqueta) i per això m'agrada més jugar amb el Jetto o el Canyadell, abans que fer-ho amb la Noèlia o la Liuna, que juguen esbojarradament (contren i recontren sense criteri objectiu, només per intuïció femenina).

Per la manera de tirar les cartes, de comentar les jugades, de tenir més o menys paciència quan el sistema va lent, vas coneixent les persones, encara que no ens fem interrogatoris personals. Veus qui et perdona els errors, qui continua emprenyat encara que et disculpis mil vegades, qui intenta comprendre la teva visió de la jugada, qui està enfadat amb el món, qui es lleva al matí amb una rialla al mirall del seu quarto de bany...

Potser és per això que m'agrada entrar al joc online on m'espera tota aquesta gent anònima per la qual jo també sóc anònim. Ens saludem, juguem i ens acomiadem, sense res més a dir, encara que sempre senti curiositat per saber amb qui o contra qui he jugat. És una manera de desconnectar de la vida com qualsevol altra: fer ganxet, per posar un exemple.

Som botifarreros amb les nostres pobres teles que porten tot el dia apagades, amb les muntanyes de llibres que volen ser llegits a les estanteries, amb els carrers per on podríem passejar després de treure la bossa de les escombraries. Però encenem l'ordinador.

Jugo amb el nick "El paseante" (no podria ser d'altra manera) i em relaxa acabar el dia amb aquella horeta gaudida amb uns desconeguts amb qui somric perquè hem fet un capot, o m'enfado perquè ella o ell m'ha arrastrat quan no tocava.

El meu currículum al Butinet són 185 partides acabades i 136 guanyades. Estic a punt per anar a jugar de parella amb el sergent Hayden a aquell bar del carrer Sant Lluís on organitza les seves partides reals, que sempre tenen un públic fidel de quatre o cinc jubilats del barri de Gràcia. Segons el meu cunyat, els han arribat a aplaudir quan la partida ha sigut brillant. Després, ell ha tornat a casa seva en la foscor de la nit pel passeig de Sant Joan com si hagués fet alguna cosa important, més enllà de la seva família o la seva feina. Em vull sentir com ell després de vacances. Vull tornar a ser aquell jugador de fa vint anys.

Bicicleta



Primer día de mis vacaciones. Sábado.

Después de cenar, los Hayden me secuestran y me montan en su viejo Volkswagen. Aseguran que se me está poniendo cara de anciano y que necesito salir de vez en cuando para otras cosas que no sean pasear de noche con los auriculares en mis oídos. Así que el morro de su vehículo se adentra en la tormenta de rayos y truenos en el horizonte de la carretera, mientras viajo sentado en el asiento de atrás. Cuando llegamos a Tàrrega, el concierto al que queríamos asistir se ha suspendido por el mal tiempo. Pero los "Oques grasses" deciden actuar bajo un porche de la instalación municipal. Son de Torelló y parecen tremendamente jóvenes, mientras les acercan micros en ese concierto improvisado para que los podamos escuchar mejor. Los Hayden y yo pedimos una cerveza en la barra para no parecer los padres que van a buscar a los hijos entre esa pequeña multitud de modernillos. Muevo un pie a derecha e izquierda con esa música alegre y me doy cuenta de que hay otras cosas que hacer por las noches en lugar de escuchar tertulias radiofónicas deportivas.

Segundo día de mis vacaciones. Domingo.

Celebramos mi cumpleaños a destiempo (un día antes). Comemos aperitivo, ensaladilla y caracoles. Estamos toda la familia, menos el pequeño Hayden que es feliz en unos campamentos en una montaña del Berguedà (estoy seguro de que se ha acordado de su tío). Al atardecer salgo a caminar por el campo. Media hora después debo correr porque me amenazan unas nubes negras, con posible granizo. Son los inconvenientes de pasar unos días fuera de la ciudad donde todo permanece ordenado.

Tercer día de mis vacaciones. Lunes.

Nos hemos quedado solos el pequeño faraón Nil, mis padres y yo en la tierra de la niebla. El niño recibe clases de tenis por la mañanas, mientras mi madre hace la comida y yo lavo los cacharros mirando las marquesas del patio por la ventana de la cocina. A las dos del mediodía vamos al club para rescatar al niño en el viejo Ford de mi padre. Cuando llega a la granja de los caballos, Nil huele el aroma de los macarrones recién salidos del horno y se sienta aplicado en la mesa.

Cuarto día de mis vacaciones. Martes.

Recupero mi vieja bicicleta roja del garaje donde el tenista guarda su coche. Fue mi mejor compañera a finales del siglo pasado, cuando sólo la tenía a ella para refrescar mi vida, correr sobre su sillín y olvidar, mientras dábamos rodadas sin rumbo sobre charcos que nos manchaban de barro. Ahora está igual de atrotinada que yo: le falla un freno, la marcha corta hace ruido contra el cadenado y las ruedas tienen el dibujo gastado. Pero la saco del rincón bajo la escalera del altillo donde mi padre guarda su coche, le pego un manguerazo de agua fresca, la dejo secar al sol, me monto en ella y salimos a la calle en dirección al camino de Duran. Un par de kilómetros más allá, doy dos vueltas alrededor del sauce llorón con las piernas extendidas (siempre hay que hacerlo antes de saber si quieres recuperar el pasado).

Quinto día de mis vacaciones. Miércoles.

Voy a la tienda de Orange en la carretera. Busco una oferta de telefonía fija para mis padres que pagan mucho por lo que poco que hablan por teléfono. En el campanario de la iglesia son casi las seis de la tarde y en la tienda de marcos sigue el cuadro de Klimt con la mujer y el niño. Dejo un cigarrillo en la acera para Mónica. Me atiende una chica simpática llamada Olga. Es guapa, algo gordita y tiene don de gentes. Me convence con una oferta de poco más de diez euros para el tenista y la señora Sofía. Se lo cuento a mis padres a mi regreso a la granja de los caballos, antes de tomar la bici y notar que hay músculos en mis piernas que creía desaparecidos. Sufro en las cuestas de los puentes.

Sexto día de mis vacaciones. Jueves.

Voy en bicicleta a las pistas de tenis municipales. Mi padre y el pequeño faraón Nil están enfrentados a ambas partes de la cancha. Los observo tras la reja metálica, mientras una cigüeña intenta esquivar los pelotazos demasiado bombeados de mi sobrino que se extravían invariablemente entre unos arbustos. Hasta que entro en la pista y agarro al niño por la cintura. Tomo su brazo izquierdo (es zurdo) y le enseño a empuñar la raqueta, a liftar, a cortar, a hacer un drive o un mate, en una lección de cinco minutos. Asegura que lo ha entendido todo perfectamente, pero sus pelotazos se dirigen nuevamente hacia la pobre cigüeña que nos sobrevuela y vuelven a caer derrotados en el extrarradio de la pista. Mi padre suda, pero parece feliz. Luego, los dos tenistas recogen las pelotas, las raquetas, las bebidas isotónicas, las gorras... El pequeño faraón Nil tiene siete años y su abuelo setenta y nueve.

Séptimo día de mis vacaciones. Viernes.

Creo que hacía dos años que no nos veíamos. Llego frente a su clínica en mi vieja bicicleta. Doy dos vueltas frente a su negocio (siempre hay que hacerlo antes de saber si quieres recuperar el pasado). Me recibe su hermano con la bata verde del trabajo y me hace bajar al despacho de mi amigo veterinario. Me asomo por el marco de la puerta de su consulta. Él sonríe como si no hubieran pasado dos años o quizá porque pasaron. Parece mucho más viejo que en su fotografía de la orla universitaria que hay en la pared a su espalda, pero él debe pensar lo mismo de mí. Compartimos recuerdos, novedades, inquietudes... hasta que suena mi móvil. Es el tenista. Me esperan para cenar desde hace una hora en la granja de los caballos. Nos intercambiamos emails con ese hombre que cuida animales y nos damos una palmada en la espalda (somos dos grandes tímidos) para despedirnos. Él vuelve a entrar en su clínica para acabar con los sufrimientos de una perra anciana.

Octavo día de mis vacaciones. Sábado

Dejo al pequeño faraón Nil en casa de sus abuelos. Se queda un semana más, de manera imprevista, en la tierra de la niebla. Y yo retorno la vieja bicicleta roja bajo las escaleras del altillo del garaje donde mi padre guarda su Ford, para que no tenga que hacerlo él. Mis pequeñas vacaciones se han acabado y en la estación de tren, pendiente de mi convoy de las cuatro y media, pienso que tengo suerte en la vida de contar con toda esa gente.

PD: Cuando llego a Barcelona, abro el ordenador. Tengo un email del hombre que cuida animales. Es bonito lo que me escribe. Entre otras cosas, me cuenta que la perra murió sin dolor y que le ha gustado mi reaparición en su vida.

PD2: Me he convertido en un seguidor de "Oques grasses".

Pequeñas vacaciones



Tengo la maleta negra preparada en el suelo. Dentro hay una novela de Tom Sharpe por estrenar, aunque alguien la leyó antes que yo; un par de cuentos inéditos en un netbook para contárselos al niño en el sofá de la granja de los caballos o caminando por el campo; crema solar; un bañador chulo del año pasado; la receta del bacalao al horno con una base de escalivada y una costra de allioli, que le voy a enseñar a preparar a mi madre; las gafas de recambio; el monedero con más de quince euros; la bolsita con tabaco de liar, papel y boquillas; la libreta con proyectos...

Mañana me marcho una semana a la tierra de la niebla con el pequeño faraón Nil. Hoy me ha contado por teléfono que tiene ganas de hacer sus clases de tenis por las mañanas en ese club que también tiene campo de fútbol y piscina. Luego quiere comer macarrones, canelones o berenjenas rellenas de carne de la señora Sofía porque llegará hambriento a casa. Después me ha pedido un poquito de siesta y, cuando se despierte,  quiere ir en bicicleta conmigo a pasear entre los frutales, junto al canal, y descubrir todo eso que le enseñé a su hermano mayor hace tiempo.

Me decía esas cosas con urgencia esta noche por teléfono. Su piso olía a los creps que preparaba su padre para cenar y debía ir a la mesa. “Adéu, tio, fins demà”.

Nunca he estado de vacaciones con el pequeño faraón Nil y mis padres. Los cuatro a solas. Pero creo que irá bien.

Luego he hablado con el pequeño Hayden. Él se marcha quince días de colonias. Se lo va a pasar en grande, pero tiene un poco de envidia de su hermano. “Tio, no el portis al llac dels cocodrils, d’acord?”. “Tio, no el deixis disparar amb l’escopeta d’aire comprimit, d’acord?. “Tio, no el portis a plegar caragols, d’acord?”.

Más tarde me ha entrado otra llamada telefónica. El futbolista ha mejorado un poco. Y me parece que la próxima semana va a ser mejor que la anterior para todos. De eso se trata.

La maleta negra está en el suelo. Mañana viajo con ella.

El fantasma i la senyora Muir



Ella marxa del seu pis, del seu barri, de la seva ciutat actual, del seu Mercadona amb xiclets de regalèssia que només comprava ella...

Ahir vaig haver d'esquivar les capces de cartró a casa seva abans d'arribar a la taula parada. Vaig passar per damunt de la seva col.leció de tasses per prendre un cafè americà (un aigua bruta), d'esborranys de dibuixos bonics que aviat es publicaran, de records de la seva vida que va amunt i avall.

Vam menjar un munt de llagostins i vam beure vi rosat com dos condemnats a fer-nos addictes als llagostins i al vi rosat. I després ella em va demanar de mirar una pel.lícula antiga a la seva petita tele amb cul (més moderna que la meva). Era "El fantasma i la senyora Muir", que teníem pendent de feia dos anys. Me la va regalar com a comiat físic temporal, mentre el seu gos rosegava una pilota de tennis al sofà i ella se'n reia de les escenes amb les seves dents boniques.

La dona dels mars del sud somriu més bonic amb els ulls que amb la boca. Quan ho fa vol dir que està tranquil.la, que res li pot fer mal, que se sent protegida. Com quan vam trobar les tanques obertes del Turó Parc la nit de Sant Joan i ens vam mullar amb aigua d'una font per allò de la bona sort. O com quan vam anar al zoo aquesta setmana amb el petit Hayden i el petit faraó Nil (ells se l'estimen més que a mi -no és cap exageració). O com quan vam fer una cerveseta al Teatreneu amb els que han acabat sent amics seus per molt de temps. O com quan el tennista li va proposar un intercanvi de caps de setmana a la terra de la boira i a les terres del sud aquest estiu. O com quan ens vam traslladar al Turó Parc, amb el jardiner fidel, a conèixer a la falsa boirenca (que també té una rialla bonica, però sap guanyar més a la gent amb la frescor de la seva naturalitat)...

Ahir pensava en totes aquestes escenes recents, i en moltes altres d'aquests darrers dos anys en que la dona dels mars del sud m'ha fet molta companyia, mentre miràvem "El fantasma i la senyora Muir". Jo era en una butaca individual desballestada (era el convidat), i ella i el seu gos ocupaven el sofà gran (eren els propietaris). Estàvem junts, amb tot de capces de mudança que se'ns volien menjar en aquella foscor d'una sala de cinema improvisada un dissabte a la nit.

Després de la sessió ella em va convidar a abandonar la casa, tot badallant, amb l'excusa de que l'endemà matinava per fer més capces del seu trasllat. I jo vaig caminar per carrers en solitud, mirant de tornar-me a acostumar a passejar sol. Ara ningú em dirà: "Tinc pipi", "estic cansada", "passa'm un caramel", "has vist quin tio més guapo?", "mira què bonica és aquesta botiga", "feia temps que no veia una lluna tan gran", "portes pomes?", "avui t'has afaitat malament", "vas a marxa militar, portem pressa?" "has fet la primi? et tocava a tu", "aniràs al Mercadona? necessito xiclets de regalèssia, d'aquells que només compro jo"...

Dilluns marxarà. I trobaré molt a faltar la seva ombra al costat de la meva, esperant que el semàfor es posi de color verd.

Univers Ikea



La senyora Hayden condueix i la dona dels mars del sud va de copilot. Les dues em miren pels retrovisors amb els seus llavis pintats de vermell i la mirada amagada darrere les seves ulleres de sol.

Observo els carrers que passen per la finestra del darrere del Wolkswagen Golf, al costat de la cadireta de seguretat desocupada del petit faraó Nil que s'ha quedat a casa amb el seu pare i el seu germà. Veig passar, sense temps per retenir-les a la memòria de les meves retines, estrangeres en minishorts per la Gran Via de les Corts Catalanes, balcons amb senyeres, sex-shops, súpers pakistanesos...

Quan ens acostem a l'Hospitalet veig els quatre gratacels que feia temps que volia anar a veure a peu, i penso que no hi hauria pogut pas arribar perquè queda lluny del meu diàmetre de passeig que cada dia perd un o dos metres de llargada. Em faig gran.

Ens endinsem en una zona de grans complexes comercials, amb tot de rotondes, que jo no pararia de rodejar una i mil vegades perquè sóc mal conductor. Però la senyora Hayden enfila segura el morro del seu Wolskagen Golf cap al pàrquing de l'IKEA de l'Hospitalet, sense deixar de riure amb la dona dels mars del sud. Fa estona que les dues dones m'han deixat de mirar pels retrovisors

Pugem en ascensor cap a l'univers Ikea. Les segueixo pels passadissos inacabables del centre comercial amb dues bosses grogues on elles em van carregant els seus desitjos per redecorar la seva vida. Pesen, però no dic res mentre elles miren cuines, dormitoris, quartos de bany, habitacions infantils, armaris...

Comenten cada moble, i de tant en tant es giren per veure si encara sóc allí, arrossegant les bosses plenes de coixins, paelles, toldos de terrassa, marcs que mai guardaran una fotografia meva, testos amb plantes efímeres.... Comproben que no m'he perdut, que segueixo les dues dones amb les ungles dels peus pintades, les ulleres de sol al cap i els llavis vermells que em donen ordres

Després de pagar a la caixa, em regalen un hot-dog d'un euret perquè m'he portat bé i anem a buscar el cotxe a l'A-13 del pàrquing. La meva germana sap treure el vehicle d'aquell laberint de formigó, cosa que m'admira.

Deixem enrere l'Hospitalet, veig els quatre gratacels que feia temps que volia anar a veure a peu i penso que no hi hauria arribat, perquè queda lluny del meu diàmetre de passeig que cada dia perd un metre de llargada. Em faig gran.

Anem per una ronda de retorn a Barcelona i, quan entrem a la cuitat, observo els carrers que passen per la finestra del darrere del Wolkswagen Golf, al costat de la cadireta de seguretat desocupada del petit faraó Nil. Veig, sense temps per retenir-les a la meva memòria, estrangeres en minishorts per la Gran Via de les Corts Catalanes, balcons amb senyeres, sex-shops, súpers pakistanesos...

Al davant hi ha la meva germana conduint i la meva amiga xerrant. Totes dues glamouroses. Es cauen bé i m'ignoren, com si jo fos un personatge secundari en una sitcom, allà al darrere.

Matusalén



A veces pienso que el silencio sólo es eso que se produce cuando salgo de mi dormitorio en la granja de los caballos y hago correr las cortinas de la terraza, despacio, para fumar allí el último cigarrillo de la noche. Debajo duermen mis padres y no quiero despertarlos. Por eso me muevo como un gato entre los geranios de la señora Sofía, hasta sentarme en el primer peldaño de la escalera que conduce a la buhardilla donde siguen guardados los recuerdos de nuestra familia. Allí hay cartas de Manuel, fotografías de Angela, arados de Joan, baúles de Encarnació. Mis abuelos. Enciendo el último cigarrillo del día, mientras las estrellas parpadean mucho más allá del edificio abandonado de enfrente que rehabilita un ex-yugoslavo con sus escasos recursos, ayudado por una chica del pueblo.

Arriba está mi pasado antiguo, abajo está mi presente que se acabará un día, lo más tarde posible. Y yo estoy allí fumando. Soy mi futuro, en ese peldaño de una escalera, sin saber si quedará algo de mí en una buhardilla cuando ya no viva. Si un ex-yugoslavo va a rehabilitar mis dominios, si mis sobrinos intentarán caminar entre geranios como gatos para no despertar mi sueño cuando sea anciano.

Hago el recuento de mi vida. Dieciocho años en la tierra de la niebla, treinta en la diáspora de cemento. Dieciséis años de estudiante, veintisiete de trabajador. Doce años en pareja y mucho tiempo en soledad. Treinta años viviendo de alquiler, dieciocho con mis padres. Doce años años siendo tío y siete siendo tío por partida doble. Diez años con el señor Gris. Muchas horas bajo los focos respetables de las salas de operación. Catorce años caminando (ya habría dado la vuelta al mundo). Siete años de blog. Veinte años escribiendo. Doce años saliendo de copas con Manolito. Trece veranos trabajando en el campo. Un par de meses acudiendo a prostíbulos (sin usarlos). Un par de meses acudiendo a editores (usándolos). Tres años de monaguillo. Siete meses de julio en casa de tía Juanita. Una veintena de viajes (Santander, Düsseldorf, Amposta, Caracas, Berna, París). Algunas bodas, algunos nacimientos, algunos funerales. Mucha gente chula en la agenda de mi teléfono móvil. Muchos trayectos en tren.

A la mujer de los mares del sur le hace gracia que tenga facilidad para el cálculo mental. Por eso realizo esas sumas.

Calculo toda mi vida, mientras fumo en silencio en un peldaño de esas escaleras a la buhardilla. Me da una edad cercana a la de Matusalén, si sumo viviendas, experiencias, ciudades, personas... El resultado es que he vivido más de doscientos cincuenta años, mucho más que mis antepasados que reposan en la buhardilla de arriba o que mis padres que duermen en el piso de abajo. Aunque no sé si soy mucho más feliz que ellos.

Apago el cigarrillo en la tierra del geranio a la izquierda de mi cintura. Mañana borraré los rastros de la ceniza para que mi madre no me pegue la bronca, a pesar de que yo soy mucho mayor que ella. Pero entonces olvidaré que tengo la edad de Matusalén (y muchas más vivencias que la señora Sofía, gracias a ella y al tenista que me lo han dado todo) y me pondré a sus órdenes para hacer de pinche en su cocina de la granja de los caballos. Cortaré cebolla y ajos, pondré tomates para escaldarlos, giraré la carne con las pinzas... Mientras, nos cruzaremos miradas e intentaremos no tropezar el uno con el otro, para seguir sumando minutos a nuestra colección de años.

En ese momento me gustaría preguntarle a mi madre por su vida, por cómo la resume (sólo recuerdo a Carmina de su adolescencia). También me gustaría hacerlo con mi padre (aunque a él lo conozco más). Pero no voy a hacer esas entrevistas.

Preludio del verano



La plaza de Mañé i Flaquer es un cuadrado diminuto que dibujan obedientes siete edificios de varias plantas y una casita con jardín. Está en la orilla del tranquilo barrio de Sant Gervasi más cercana a mi bullicioso barrio de Gràcia. Me gusta escaparme para sentarme un rato allí, en uno de esos bancos bajo las acacias, y detener el cronómetro de la vida mientras las nubes transitan apagando o iluminando las fachadas y la gente pasea perros que jamás ladran.

El miércoles pasado estaba en ese lugar, con el sol en la cara, haciendo visera con la mano en mi frente para mirar la pantalla del móvil y saber cuándo se bajaría Ilse del AVE, un año después de verla por última vez. Necesitaba un poco de paz antes de recibirla porque ella es como Gràcia y yo como Sant Gervasi. Esperaba su sms con las piernas estiradas, preguntándome quién viviría en esa única casa unifamiliar en ese entorno perfecto de la plaza recóndita.

Ilse no supo llegar a la plaza de Mañé i Flaquer el miércoles pasado, donde me hubiera gustado recibirla en aquel silencio. Así que tuve que levantarme del banco, subirme los pantalones que me vienen grandes (soy el increíble hombre menguante) y caminar hasta la parada de metro de Fontana. La vi entre cien personas que esperaban a alguien, en la otra acera de la calle. Nos separaban los taxis pintados de negro y amarillo, las familias con cochecitos de bebés, los encuestadores, los músicos de calle, los perros que ladraban... Pero estaba allí, con su sonrisa tímida de siempre, sus gafas de diseño nuevas y su ingenio irreductible. Cada año es mi preludio del verano.

Nos montamos juntos en el ómnibus 27, con su amigo moderno -más flaco que yo y con una gorra de revolucionario sudamericano- y mi amiga misteriosa -vestida de negro y con las uñas de los pies de rojo fuego-. El transporte público nos acercó a la montaña para contemplar el universo Mèliés en una exposición temporal del Caixaforum. Vimos, en casi silencio, linternas mágicas, fenakistoscopios, zootropos y el Voyage dans la lune. Dos madrileños y dos catalanes nos seguíamos unos tras otros como hormiguitas, mientras nos emocionamos con esa exposición dedicada a un francés.

En los días siguientes hubo tormentas de arena en la playa con Ilse, mientras ella hablaba con su madre por teléfono y una niña intentaba elevar una cometa junto al mar. Hubo una sesión de lencería kitch en el Primark. Me habló de su pena por Daniel Johnston y que no quería volver a verlo actuar en directo, por su decadencia. Existió una espera de media hora frente a la entrada principal del Liceu (hasta que ella acabó de hacerle la manicura a esa vieja amiga suya barcelonesa). Encontramos un banco en el Fòrum en el que el sol nos tostaba la cara a ella, a la mujer misteriosa y a mí, tras esa explanada en la que los músicos ensayaban sus conciertos en las carpas del Primavera Sound. Hablábamos entre nosotros, mientras un niño vestido de la familia Monster se subía con cuidado a un tobogán y otro más mortal bajaba de cara sin miedo.

Mi cronómetro estuvo detenido todo ese tiempo con Ilse (sólo se detiene cuando vives). Luego, ella se perdió entre esa marabunta de modernos que asistían a los conciertos y ya no pude verla por última vez, aunque giré mi cabeza en busca de su estela. Eso fue el último sábado con esa chica. Mi reloj volvió a correr. Deberá pasar un año para reencontrarla. Entonces, seguramente nos seguiremos queriendo, como desde hace tiempo.

El domingo regresé a la diminuta plaza de Mañé i Flaquer. A ese cuadrado que dibujan obedientes siete edificios de varias plantas y una casita con jardín, en la orilla del tranquilo barrio de Sant Gervasi más cercana a mi bullicioso barrio de Gràcia. Me senté en uno de esos bancos bajo las acacias y observé las nubes que transitaban apagando o iluminando fachadas. La gente paseaba perros que jamás ladran. En ese momento, Ilse se marchaba de Barcelona en el AVE de las seis de la tarde con destino a Madrid, en el otro extremo de la ciudad.

Me puse la mano en la frente, haciendo visera, mientras le escribía un sms de despedida. Ella es Gràcia y yo Sant Gervasi. Así que me adentré en el bullicio de mi barrio para sentirla todavía conmigo, pensando que esa mujer había inaugurado mi verano.

Vint-i-dos castorets




Per la finestra del tren de mitja tarda, que em retorna de la terra de la boira a la metròpoli, passa una vella pel.lícula de blats verds, de roselles vermelles, de conillets que fa poc que han nascut però que ja saben aixecar les orelles quan els trasbalsa aquell comboi estrany i sorollós per trencar el seu silenci pel que no calen uns pavellons auditius tan grans. En un estany menut, també s'atura una fila d'aneguets per un instant, darrere l'estel.la que la seva mare deixa a l'aigua, per mirar-nos encuriosits. Per ells tot és nou en aquesta primera primavera seva. Per nosaltres és una pel.lícula repetida a les finestres del tren de mitja tarda.

A Aguilar de Segarra pugen al tren vint-i-dos castorets de Sant Cugat, amb les galtes vermelles després d'un cap de setmana d'olimpíades en una casa rural (ho podria endevinar pel seu olor corporal, que a la seva edat encara no ofèn). Van cansats, però regalimen vida.

Com que em veig a venir que acabaré envoltat de canalla suada i sorollosa, escampo l'equipatge pels tres seients del meu compatiment. Però el vagó va ple de gent i un monitor amb rastes em demana amablement si puc deixar espai per a tres castorets del seu ramat.

La bossa blava de davant meu, amb el menjar de la senyora Sofia, va a parar entre els meus peus i s'asseu en el seu lloc un nen introspectiu. Més tard em dirà que es diu Joan mentre desviarà la mirada cap a la finestra (em recorda a mi quan tenia la seva edat i era vergonyós. Encara més que ara).

La motxilla negra del meu costat, amb els llibres i l'ordinador, va a parar al portaequipatges, mentre ocupa el seient una nena introspectiva d'ulls grans i clars, amb el nas pelat pel sol i les galtes enceses. Més tard em dirà que el seu nom és Alice, mentre desviarà el cap cap a la finestra, i em recordarà una Mònica de quan era petit.

Finalment, em poso a les cames la jaqueta que reposava al tercer seient. S'asseu allí una nena alta i grassoneta. Em mira fixament des d'un primer moment (no li interessa la finestra). Té els ulls bonics i el nas petit. Em diu que el seu nom és Elena quan li pregunto. Ella no és com els altres castorets, però se sent una més del grup i tots els seus companys li respecten les seves mancances quan li cau al terra el berenar que van repartint els monitors amb rastes pel vagó ple de petits innocents amb tot el futur per davant.

No en saben res de retallades, de desnonaments, de troikes comunitàries, de bancs, de cobdícies, de misèries humanes... Encara són ànimes blanques.

El tren va llaurant la via. El vagó és ple de nens que corren pel passadís, sorollosos i juganers, mentre treuen de polleguera els monitors i la resta de passatgers. Això no passa al meu compartiment. M'han tocat els castors seriosos (potser els més tímids) i els seus peus pengen tranquils als seients, sense tocar a terra. M'agrada que sigui així. Potser per això ens hem anat fent una miqueta amics el Joan, l'Alice, l'Elena i jo. Els explico que tinc un nebodet de la seva edat: el petit faraó Nil, de set anys (com ells), que juga a futbol a Barcelona. I ells em miren i no em miren, em parlen i no em parlen, mentre tenen ganes de tornar a casa. Veiem junts les muntanyes de Montserrat per la finestra del tren i les admirem amb els ulls molt oberts tots quatre, sense dir-nos res.

Dues estacions abans d'arribar a destí, els responsables del seu CAU avisen els nens que són a punt de baixar del tren i els demanen que agafin les seves motxilles pesades i que es preparin. Ajudo el Joan, l'Alice i l'Elena a passar els bracets minúsculs per les anses del seu equipatge, en aquell moment tan complicat, mentre em diuen gràcies i desfilen pel passadís del vagó, darrere els altres castorets, carregats amb tot allò a l'esquena, com si es disposessin a caure en paracaigudes d'un avió.

Però només baixen a l'andana. Penso que tenen tota una eternitat per davant, mentre els sento cantar: "Ja som aquí, ja hem arribat, els castorets de Sant Cugat. Ja som aquí, ja hem arribat, els castorets de Sant Cugat...". Ho repeteixen fins que el tren torna a arrancar i el seu so apaga les veus infantils definitivament. Els pobres castorets no saben que encara els queda un petit viatge en bus de Sabadell fins a Sant Cugat. Els veig desaparèixer en frames massa ràpids per la finestra i em sap greu que no els veuré mai més.

El vagó continua travessant el túnel sota Sabadell, sense olor d'olimpíades ni galtes vermelles. Segueix la seva marxa amb força, amb nervi, com si la vida fos al davant i no al darrere, on viuran per sempre els tres castorets tímids, de set anys, que van mirar amb mi per la finestra d'un comboi que creuava paisatges de primavera amb les montanyes de Montserrat de fons.

Passem Barberà del Vallès, Cerdanyola, les tres Montcades, Torre Baró... Ja queda poquet.

Arribo a l'estació de plaça Catalunya, trenta minuts després. Em poso les motxilles a l'esquena, sense que cap monitor del CAP m'avisi. Llavors recorro el passadís del vagó com si hagués de saltar d'un avió amb el meu paracaiguda. Em limito a prémer el botó perquè s'obri la porta del vagó, mentre canto: "Ja sóc aquí, ja he arribat, el castoret abandonat. Ja sóc aquí, ja he arribat, el castoret abandonat...". I baixo a l'andana. Vaig per un lloc envoltat de botigues, buscant la superfície. Encenc un cigarret quan les escales mecàniques em deixen anar als carrers de Barcelona. Potser els castorets tímids ja són a Sant Cugat.

Dos hombres y medio



Fa mesos que tinc unes sabates d'estiu per estrenar. Me les van regalar quan ja venia l'hivern i no era temps per portar-les. Són de color blau fosc amb la sola blanca i estan arrenglerades sota l'estanteria dels llibres. Esperen el seu torn, per dur-me a caminar, a tocar de les bambes blanques atrotinades, de les botes negres d'hivern, dels vells mocasins beige foradats que només em poso de nit per treure la brossa i fer un cigarret mentre transito pels quatre carrers que envolten l'edifici on visc. Aquesta tarda de pluja, rumio què calçar-me per sortir a passejar amb la dona dels mars del sud.

Sempre m'agrada tenir coses per estrenar a casa. Em fan sentir més segur de mi mateix: unes sabates regalades a destemps, un llibre deixat que va saltant d'una llibreria a una altra, un email que encara he d'obrir, un episodi de Dos hombres y medio que m'he descarregat per internet i que m'ajudarà a riure qualsevol nit d'aquestes en què em senti trist. El tinc emmagatzemat en aquell directori de temes pendents del meu ordinador. Però, només de guardar-lo, ja em fa riure. Els que no nedem en l'abundància ens hem de conformar amb aquests petits detalls.

Avui volia estrenar les sabates blau fosc per sortir a caminar amb la dona dels mars del sud. M'agrada que em vegi net i polit. Però, abans, he anat al balcó. El meu grapadet de plantes estaven xopes i semblaven felices amb tota aquella verdor que em regalaven sota la pluja: el ficus, els cinc potus i la planta dels diners. Allà a baix, al carrer, hi havia gent amb paraigües que s'aturaven davant la botiga de les llanes, com bolets que només puc endevinar si són de sexe masculí o femení per la manera de caminar.

Miro el telèfon mòbil, mentre m'acabo de cordar les botes negres (han estat les seleccionades per aquesta tarda de pluja, mentre les sabates blau fosc continuaran esperant el seu moment sota la petita biblioteca de llibres prestats). Ella encara no m'ha dit res.

Potser està ocupada pensant si es posarà aquelles sabates noves d'estiu que té per estrenar de fa mesos, regalades a destemps. També són de color blau fosc amb la sola blanca i estan arrenglerades sota l'estanteria dels llibres, a tocar de les seves bambes blanques atrotinades, de les seves botes negres d'hivern, dels seus vells mocasins beige foradats que només es posa de nit per treure la brossa i fer un cigarret mentre transita pels quatre carrers que envolten l'edifici on viu. Segurament rumia què calçar-se aquesta tarda de pluja i per això no em fa la trucada perduda.

Ella també és neta i polida, i li agrada tenir sempre coses per estrenar: un llibre que li han deixat i que va saltant d'una llibreria a una altra, un email que encara no ha obert, un episodi de Dos hombres y medio que s'ha descarregat per internet i que l'ajudarà a riure qualsevol nit d'aquestes en què estigui trista. Potser l'emmagatzemarà en aquell directori de temes pendents del seu ordinador. Però, només de guardar-lo, ja la farà riure. Els que no nedem en l'abundància ens hem de conformar amb aquests petits detalls.

Em truca quan la pluja és més fina, a mitja tarda. Només em demana que porti una mica de fruita a la motxilla i em pregunta si he vist el darrer episodi de Dos hombres y medio per repetir diàlegs mentre riem Via Augusta amunt, mirant de no trepitjar tolls amb el seu gos salsitxa. Discutim qui fa de Charlie i qui d'Allan, i amb això ja en tenim prou.

Rincones



Me he pasado la tarde encerrado en casa mientras llenaba un cenicero de colillas e intentaba darle coherencia a un texto que quizá sólo quedará en la clandestinidad de la pantalla de mi ordenador. Hasta que he mirado por la ventana y todavía no era del todo de noche, en esa hora del día en que no tienes que preocuparte por nada.

Así que me he sacado las zapatillas de cuadritos, los pantalones del chandal, el jersey negro de cuando fui a Alemania antes del euro. Me he refrescado la cara, tras comprobar que el granito del cuello seguía allí. Me he lavado los dientes con el gel blanqueante con bicarbonato y flúor del Deliplus. Me he arreglado el cabello, con el espejito de mano que buscaba si aumentaba en mi coronilla el agujero de la capa de ozono.

Nada más pisar la calle me ha abordado la sombra encapuchada de una persona alta. Me ha entrado taquicardia, hasta que he visto que la capucha era rosa y mi corazón se ha pausado. Era una inglesa espigada con un mapa en la mano que me señalaba la plaza del Sol con una uña pintada también de color rosa. "Next street at right", le he dicho con mis únicas cuatro palabras que sé pronunciar en inglés. La chica me ha obedecido y la he visto girar por la siguiente calle a la derecha. Entonces me he dado cuanta de que eran las primeras palabras que decía hoy, en todo el largo día. Es el problema de trabajar en casa.

Me he ido alejando de las calles estrechas de Gràcia para adentrarme en el Eixample. Caminaba sin mapas. A veces seguía a alguien que me parecía interesante, otras me llamaban la atención las tiendas especializadas que se repetían unas tras otras en una misma acera como en los gremios medievales. O lo dejaba al azar de mis piernas.

Hasta que he alcanzado la calle Aragó, que siempre me parece el Amazonas de Barcelona por su amplitud y la dificultad para cruzarla. En lugar de hacerlo, he buscado los jardines del rector Oliveras, junto a la iglesia de la Concepció: un edificio gótico que trasladaron piedra a piedra hasta su ubicación actual cuando la ciudad necesitó crecer tras sus murallas en el siglo XIX y debieron derribarla. Es uno de mis refugios en Barcelona.

Hacía tiempo que no llegaba a esos jardines. Quizá por eso la iglesia vecina me ha recibido con campanadas. He mirado mi reloj de pulsera y eran las nueve en punto de la noche.

El pequeño recinto ajardinado olía a flor de naranjo. Había poca luz en él, pero era suficiente para que dos pakistanís jugaran a bádmington, para que una mujer jugara con su perro salchicha que arrastraba una pelota azul desinflada (probablemente se la dejó abandonada un niño en ese lugar un rato antes) y para que una chica con gafas de pasta leyera con los pies descalzos sobre un banco, con su bicicleta apoyada en él. Seguro que disfrutaba de un texto que no se quedó en la clandestinidad de la pantalla de un ordenador y se transformó un día en papel.

Entonces me han entrado ganas de regresar a mi piso y quitarme los zapatos modernillos, los jeans de H&M, el jersey de cuando viajé a París, la camiseta roja de cinco euros. De ponerme ropa de andar por casa y encender el ordenador buscando las palabras que no quiero que se queden en él, mientras pensaba que en todo el día había escrito muchas frases con los dedos y sólo he pronunciado unas palabras con la voz, en un idioma que desconozco: "Next street at right". Es el problema de trabajar en casa.

Pero mañana será un día con gente. Sant Jordi. Lo disfrutaré paseando por los puestos de libros de rambla Catalunya, con la garganta fluida desde el primer momento y los dedos quietos, a no ser que sea para hojear un libro que me gustaría comprar.

PD: Que tingueu un molt bon Sant Jordi. I si voleu comprar una rosa, feu-ho al Portal de l'Angel. Hi ha una noia d'ulls blaus i cabell arrissat que en vendrà. És amiga meva i es diu Núria. Ara ja deu estar nerviosa per si li anirà bé. Segur que sí.

100.000



Esta tarde, según el contador gratuito Webstats, mi blog ha recibido la/el visitante número cien mil, después de daros la murga durante más de siete años. Ha sido alguien desconocido (seguramente) o conocido (improbablemente). Pero lo cierto es que era de Barcelona y con contrato con Telefónica.

La mayoría de esos cien mil clics son míos. Otros muchos fueron de personas que se extraviaron en este callejero virtual de internet y alcanzaron el Turoparc por casualidad. Pero algunas visitas son vuestras, de ese puñadito de personas que seguís aquí desde hace tiempo y de otras que me hicieron compañía durante una época, hasta que desaparecieron.

Esta tarde hubiera debido estar a pie de la escalerilla del avión para darle la bienvenida al visitante número cien mil que aterrizaba en este territorio virtual mío. Pero me encontraba (sorry) en el parque de la Mirurgia (Eixample), jugando a fútbol con el pequeño faraón Nil y la mujer de los mares del sur. El niño llevaba las bambas de Messi, la chica iba con zapatos de tacón y yo andaba con unas botas de invierno a destiempo. Los tres corríamos, riéndonos, sobre ese pavimento de caucho.

Mientras nos marcábamos goles en esa vida real, bajo balcones repletos de ropa tendida y las torres de la Sagrada Familia en el horizonte tras los tejados, alguien ponía la visita cien mil en mi vida virtual. En ese justo momento, yo probablemente sacaba la punta de la lengua entre mis labios, agotado de tanto trotar tras la pelota, mientras el pequeño faraón Nil y la mujer de los mares del sur celebraban un gol que me habían marcado chocando sus manos.

Hacía sol y los tres sudábamos.

PD: Gràcies a tothom per visitar-me tots aquests anys.

Hàmster gegant



Si portes una hàmster gegant a la granja dels cavalls, pot passar que despleguin una fulla de la taula per encabir-la a l'hora de dinar o que te la facin tornar al lloc d'on va sortir. Ella no només menja pinso per a hàmster gegants. No li fa un lleig a un llenguado amb gambes mentre es mira amb els seus ulls grans, foscos i sincers els plats amb canelons del petit Hayden y del petit faraó Nil que els remenen amunt i avall, avall i amunt, a banda i banda de la seva cadira de convidada. Ells se l'estimen la hàmster gegant i també succeix en direcció contrària.

Si supera la primera prova del dinar, pot ser que a la hàmster gegant li facin un niu en aquella habitació on feia segles que no dormia ningú, sota aquell iglú de plàstic acabat de comprar a la botiga del Manolito i que li clavin una roda a la paret perquè pugui rodar tota la nit, malgrat que aquesta rosegadora sigui de costums diürns.

Si supera aquesta segona prova del dormir, pot ser que la deixin veure la tele, entre la senyora Sofia i el tenista, encara que la hàmster gegant no vagi amb roba de casa (en aquesta vida hi ha roba de carrer, de casa i de dormir -això no ha de faltar mai en cap maleta d'una rosegadora de visita a la granja dels cavalls).

Si supera aquesta tercera prova del mirar la pantalla del menjador amb els meus pares, pot ser que deixin que la convidada trenqui dues violetes del jardí de la meva mare i en faci una proposta de quadern de viatge, una hora abans d'agafar un autocar i fer vint kilòmetres per veure les nostres ombres retallades en aquelles escales de la Llotja de la capital de la terra de la boira, amb aquella ventada que ens despentinava, a la hàmster i a mi, tots dos sols (però junts) en aquell paratge desolat.

PD: Ahir, un temps després, el tenista em va trucar per preguntar-me si ja li donava menjar a la hàmster gegant. Li vaig dir que li havíem passat una miqueta de truita de carxofa pels barrots de la seva gàbia a Barcelona, i que ella se l'havia posat en una galta per deixar-la al seu rebost on queden tantes velles restes de la nostra amistat, a tocar del seu iglú que mirarem de conservar entre tots plegats.

La tauleta



Tinc una tauleta petita de vuit llistons de fusta que vaig comprar a l'Ikea amb l'Anna, quan encara era l'Anna. És multifuncions. La poso al costat del sofà per menjar, per anotar idees en una llibreta, per col.locar-hi el telèfon blanc quan tinc ganes de parlar amb algú sense pressa i amb silencis que no ens facin sentir incòmodes.

Avui m'hi he menjat un plat de lluç amb tomàquets fets a la manera provençal (tallats per la meitat i coberts amb all, julivert i herbes -en el meu cas: timó). Després hi he escrit una postal que tenia pendent feia temps per una noia que un dia brillarà en mig d'una festa i es farà gran.

Tenia la porta del balcó oberta perquè el sol estava amagat darrere uns núvols negres i no hi veia prou bé només amb els llistons de la persiana de fusta badallant. Ha començat a ploure amb ganes i m'han agafat ganes de quedar-me a casa, assegut al sofà, fent zapping.

Llavors he posat, a la petita tauleta de vuit llistons de fusta, el telèfon blanc de quan tinc ganes de parlar amb algú sense pressa i amb silencis que no ens facin sentir incòmodes (no podria estar amb ningú que no tingués silencis per dir-me). He trucat (com cada dia, darrerament) la senyora Sofia que fa dies que està malalta al llit.

Avui m'ha dit que es trobava millor, després d'anar al metge i que li receptés antibiòtic. Ella era al despatxet de la granja dels cavalls, amb roba d'anar per casa, potser mirant aquella fotografia emmarcada de quan l'Anna era l'Anna i que continua allí com si el temps no hagués passat.

Li he dit a la meva mare que aquí el dia era gris, que plovia i que em quedaria a casa mirant un western: Centaures del desert, a TV3. I ella m'ha contestat que a la terra de la boira feia sol (el món al revés) i que ara veia les violetes boniques que tenia plantades a la galeria. Me l'he imaginat allí, una mica recuperada, alta i capficada. Tenia més ganes de parlar amb mi de les seves coses que dels seus mals.

M'agrada més quan ella agafa el telèfon que no pas el tenista. Amb la meva mare sempre tenim coses per dir-nos o silencis per compartir. I ens costa penjar. Molts dies, en el passat, ella va brillar enmig d'una festa, guapa, amb posat d'actriu italiana, com ho farà en el futur la noia de la postal que he escrit avui. Per a mi, encara brilla la senyora Sofia, tot i que ja només es dediqui a les seves flors.

Quan hem acabat la conversa, he traslladat la tauleta petita de vuit llistons de fusta que vaig comprar a l'Ikea amb l'Anna, quan encara era l'Anna, a un racó. He agafat el paraigua i he sortit a caminar pensant que ella, la meva mare, estava a cobert, gaudint de les seves violetes per la finestra del despatxet. He buscat aquella pausa de la terra de la boira pels carrers brillants sota la pluja, sense trobar-la a la metrópoli.

La excavadora



Para llegar a la finca del tenista hay que cruzar las vías del tren y después caminar diez minutos junto al canal. Antes era un paseo rural a la sombra de mil manzanos. Ahora es un recorrido casi urbano a la sombra de muchas naves industriales que han ido cerrando una tras otra, para convertirse en panteones fúnebres que custodian los viejos árboles frutales enterrados bajo ellos.

La finca del tenista es una reliquia rodeada de circuitos de Scalextric, como ese que nunca tuve de niño. Sobrevive allí, entre industrias sin obreros y coches veloces que viajan a ninguna parte.

Es fácil reconocerla por la pequeña caseta de herramientas de color rojo, levantada en un rincón, entre los tallos de maíz que surgen milagrosamente del suelo cada verano. Un poco más allá, tras los pozos de riego, le hace compañía la finca del hombre del saco, como si fueran viejas amantes desde hace siglos que se resisten a enamorarse de los tiempos modernos.

Me gusta ir allí, sentarme en el suelo con la espalda apoyada contra el muro más oriental de la pequeña caseta de herramientas de color rojizo y recordar las comidas que hacíamos en ese lugar hace años, ante sus puertas abiertas de par en par, con mi pequeña familia cuando yo era un niño, con el estrépito de las brasas todavía candentes frente a la mesa, mientras me acostumbraba al sabor de la escalivada y de las costillas de cordero.

Poco después, enterré junto a los muros de la caseta, con la complicidad del tenista, las palomas de raza que criaba entonces, a medida que se me iban muriendo. Allí están Peter, Gris, Vaqueta, Coixeta, Negre...

Luego vino mi adolescencia de cazador miserable con la escopeta de aire comprimido que disparaba contra los pobres pájaros con dos compañeros de La Salle: Casals y Gabarró. Tras la cacería, nos sentábamos con la espalda apoyada contra el muro más oriental de la caseta de herramientas de color rojizo de mi padre y maldecíamos nuestra mala puntería, con las armas de mentira descargadas sobre nuestras piernas que nos hacían parecer adultos. No sé por qué, pero acabábamos hablando de nuestras narices. La mía era parecida a un pimiento, la de Casals era una zanahoria y la de Gabarró simulaba un guisante.

En esa misma época, la de la transición tras el franquismo, encontré un par de revistas pornográficas entre los utensilios de la caseta. Las tenía escondidas el hijo del hombre del saco que se encargaba de la finca. Las ojeé con detenimiento, tras aquel par de ventanas pequeñas, que dejaban pasar una luz tenue cargada de polvo, mientras me asomaba a la vida. Seguramente fue la etapa en que visité más a menudo la caseta de herramientas.

Hace una semana, sonó mi teléfono fijo después de cenar. Era el tenista. Me contó, algo nervioso, que habían reventado la puerta metálica de la caseta de su finca para entrar a robar cuatro hierros viejos. Dijo que quería contratar una excavadora para derribar la pequeña edificación porque no le salía a cuenta reponer los desperfectos. Me preguntó si estaba de acuerdo y me acordé de cuando le pedí permiso para enterrar allí a mis palomas. Mi padre se ha hecho mayor y yo también. Ante cualquier duda, me pide consejo. Estaba de acuerdo con él, como él lo había estado conmigo en esa época.

Este viernes, la caseta dejó de existir. Me acordé de Peter, Gris, Vaqueta, Coixeta, Negre... De Casals y Gabarró... De las revistas de sexo explícito... De que, para llegar a la finca del tenista, hay que cruzar las vías del tren y después caminar diez minutos junto al canal.

Dentro de una semana recorreré el camino que me conducirá a todo aquello. Me sentaré a pensar en ese terreno que siempre será una de mis pequeñas patrias. Buscaré la caseta derrumbada y las tumbas de mis palomas, mientras los coches circularán veloces a ninguna parte por ese Scalextric que nunca tuve de niño. Las naves industriales seguirán siendo panteones de manzanos. Cerca, amenazadoras.

PD: Aquest post és per la País Secret i el nostre passat entre pomeres distants.

Contactos



Ayer por la tarde llovía en la calle, pero yo iba protegido por mi gorra, la capucha de mi chaqueta y un paraguas de la marca Kukuxumusu, que pasaba de cóncavo a convexo en los cruces de las avenidas grandes con esa ventolera.

En una esquina de la calle Sèneca, un tipo alto, con cara de ejecutivo ocupado, hablaba por teléfono. Pero tuvo un momento para plantarme la palma enorme de su mano frente a la cara. Hizo un gesto con sus dedos pulgar e índice para pedirme fuego, mientras conversaba, seguramente, con un cliente. Estaba ocupado:

-Piensa que a tu alquiler de 1.300 euros debes aplicarles el iva y luego hacemos la deducción.

Iba vestido con una gabardina Burberry. La lluvia convertía su peinado en engominado y creaba una sensación de rocío en su barba. Pero estaba alli, importante, gigante bajo el temporal, sin gorrita ni capucha ni paraguas del Kukuxumusu, mientras agachaba su cabeza en señal de gratitud por mi pobre mechero, tras prender su Camel. Si hubiera tenido un curriculum vitae a mano lo hubiera introducido en alguno de los bolsillos de su chaqueta de rico, aunque no busque trabajo. Ese tipo parecía seguro de sí mismo.

Seguí el camino hacia el Mercadona. Las botas hacían ruido sobre las baldosas de la superficie comercial: chip-chip. En el pasillo de las bebidas, una chica bajita pero atractiva, con mini shorts sobre sus medias negras de invierno y una especie de botas de agua verdes (eso parecía cool), me pidió con un gesto de sus manos si podía bajarle un paquete de seis botellas de Vichy Catalán de la estantería. Hablaba por el móvil y no podía decírmelo con palabras. Estaba ocupada:

-Si quedamos, que sea antes de las seis. A las ocho tengo lo del casal.

Agachó su cabeza en señal de gratitud, mientras se alejaba con su carrito de mí, con su paquete de botellas de agua mineral con gas cargado en él. Parecía hija de buena familia y me hubiera gustado introducir un curriculum vitae en alguno de los mini bolsillos de sus mini shorts, aunque no busque trabajo (hubiera cabido porque mi historial profesional y académico se resume en un par de páginas). Parecía una mujer con buenos contactos.

En la calle, seguía lloviendo. Regresé a casa protegido por mi gorra de lana, mi capucha y mi paraguas del Kukuxumusu. Caminé por Travessera de Gràcia porque me habían entrado ganas de cruzarme con más personas. En caso contrario, hubiera ido por las calles solitarias de un poco más al sur.

Antes de llegar a Gran de Gràcia, me miró una mujer rubia en la acera. Era de mediana edad, acaso un poco mayor que yo. Se acercó a mí, bajo su paraguas negro (sin borreguitos ni abejitas del Kukuxumuxu). No hablaba por teléfono. Simplemente me observaba con sus ojos azules de manera inquietante, como si tuviera un problema irresoluble, antes de preguntarme por la mejor manera de bajar a plaza Catalunya al día siguiente. Tenía acento vasco y pensé que estaba de visita en nuestra ciudad. Le hablé de la línea verde del metro, que podía tomar al norte (Fontana) o al sur (Diagonal). Me dio las gracias y me ofreció la espalda en la acera, con su paraguas caro que no pasaba de cóncavo a convexo en el cruce de esas dos calles con ventolera. Me fijé en los bolsillos de su abrigo beige, con la idea de introducir un curriculum vitae en ellos, aunque no busque trabajo. Parecía descendiente de industriales del norte con posibles vacantes en alguna de las empresas familiares.

Siempre me arrepiento de esa admiración que tengo hacia las personas que van por la calle con la misma seguridad que lo harían por el pasillo de su casa. Las más cobardes, son como yo.

En casa, colgué mi ropa mojada en la barra de la cortina del cuarto de baño. Entonces saqué el teléfono móvil del bolsillo de mis pantalones. Tenía un mensaje. El carpintero metálico había conseguido una ocupación, tres años después de dejar volar mil curriculums vitae desde la ventana de la celda de su frustración.

Sonreí. Me puse el viejo jersey negro sobre la camiseta roja con marsupiales estampados, los pantalones del chandal y las bambas blancas, y pensé que probablemente él también se había cruzado esa tarde de lluvia con un ejecutivo agresivo que le pidió fuego, con una chica de buena familia que bebe Vichy Catalán y con una señora vasca perdida en su ciudad sin bocas de metro. Seguramente introdujo algún curriculum vitae entre las ropas húmedas de las personas con las que se cruzó esa tarde lluviosa. Y tuvo esa pequeña suerte que nos toca muy de vez en cuando a la gente que caminamos tímidos por la vida con gorrita, capucha y unos paraguas que pasan de cóncavos a convexos en las esquinas.

De noche



He recuperado la vieja costumbre de pasear de noche. Dejé de hacerlo un día en que un par de tipos comenzaron a seguirme por una rambla (al menos, me pareció que lo hacían). Pero camino deprisa y los despisté en la primera esquina.

Luego llegué a mi pisito y cerré con doble vuelta de llave. Durante un tiempo me sentí protegido allí, sin necesidad de salir cuando la gente normal ya dormía. Hasta que ahora he recuperado la vieja costumbre de caminar de noche y sentirme solo.

Salgo de casa vestido de medio vagabundo, con una gorra gris de lana y una vieja chaqueta con capucha que cuelga a mi espalda. Me dirijo al Turó Parc. Dejo las diferentes basuras en los contenedores adecuados y, luego, me cruzo por las calles estrechas de Gràcia con la gente joven y reivindicativa que se cuenta por sms sus historias emocionantes a su corta edad, mientras me cuesta esquivarlos por la acera.

En el Kibuka hay gente que acaba de cenar, mientras en el Heliogàbal hay personas que piden el primer gintonic. En el exterior del Ikastola una chica me pregunta si tengo un cigarrillo, pero le cuento que fumo tabaco de liar haciendo el gesto de enrollar con la mano.

A medida que salgo del barrio, las calles son más solitarias y me parecen peor iluminadas. En la esquina entre la Travessera de Gràcia y la plaza de Gal.la Placídia, rodeados de cartones, duermen protegidos del frío una mujer y un hombre, cada uno en un hueco de la pared de una entidad bancaria. Tienen todas sus pertenencias a la vista, en carritos de la compra. Son vecinos y supongo que se protegen el uno al otro. Ellos ya no volverán a su pisito para cerrar con doble vuelta de llave y sentirse a salvo de esta vida.

Subo por la calle Regàs (famosa por su meublé en el que esta noche no entra ni sale nadie) hasta alcanzar las primeras fronteras de Sant Gervasi. En Marià Cubí la gente joven y conservadora se cuenta por sms sus historias emocionantes a su corta edad, mientras me cuesta esquivarlos por la acera.

En el Can Punyetes hay gente que acaba de cenar, mientras en el Universal hay personas que piden el primer gintonic. En el exterior del Bubblic Bar una chica me pregunta si tengo un cigarrillo, pero le cuento que fumo tabaco de liar haciendo el gesto de enrollar con la mano. Sigo caminando hacia el Turó Parc.

En el portal de una entidad bancaria de la calle Calvet, está tumbada una persona que se protege del frío con cartones. Tiene todas sus pertenencias a la vista, en un carrito de la compra, mientras escucha la radio. Esa persona (ella o él) tiene sintonizado en su transistor el mismo programa que yo oigo en mis walkmans. Me sorprende esa cercanía.

Entonces extraigo un pitillo home-made de mi cajetilla Peppermints y decido no llegar al Turó Parc. Regreso a casa por la calle Madrazo, vestido de medio vagabundo, con una gorra gris de lana y una vieja chaqueta con capucha que cuelga a mi espalda. Me da vergüenza esa falsa pose de fracasado. La noche no es demasiado fría. Por eso me quito la gorra en un streptease ligero, a la altura del FREMAP, y escondo la capucha en la chaqueta para volver a sentirme yo mismo caminando en solitario por la ciudad a esas horas.

Apago el cigarrillo en la calle, antes de entrar en mi edificio. Pulso el botón para que baje el ascensor. Me miro en el espejo de la cabina, mientras espero alcanzar mi planta. Tengo ojeras y voy despeinado. En mi rellano hay silencio. Cierro el piso de un portazo ligero y, sin dar una doble vuelta de llave, me acuesto en la cama calentita. En mis walkmans escucho lo mismo que ella o él, antes de dormirnos.

Teatro



A media tarde, entro en la tienda de todo a cien de la calle Guillem Tell (Barcelona). La mujer china me sonríe cuando aparezco cargado de frío en mi chaqueta. Ya hace tiempo que no me vigila por los pasillos, desde que le prometí que no milito en ninguna organización política, en ningún gremio de empresarios ni en ningún sindicato.

Compro unas plantillas para mis botas (las necesitan) y la hija de la mujer china me cobra, con dificultades para teclear el código en la caja. Es muy niña y se pone nerviosa cuando me pide más de cien euros por el producto, mientras llama a su madre (con esa suavidad asiática) en el almacén (alarmada por la cifra que le ha salido en pantalla). Es una pequeña muy guapa, incluso cuando está asustada.

En casa, recorto las plantillas (finalmente costaban un euro) por la línea "men, 43-45". Llego tarde y eso me hace sufrir siempre que llego tarde (que es siempre). Todavía pierdo unos minutos pasando el "Búfalo express, crema autobrillante" por mi calzado. Luego pongo un paraguas en la mochila (parece que va a llover), un par de manzanas (creo que tendremos hambre), una botella de agua (nos va a entrar sed) y una gorra (me han rapado al uno). Con todo eso, voy en busca de la mujer de los mares del sur.

Ella me recibe nerviosa, con su cara de niña china, como si me hubiera pedido cien euros por unas plantillas. Vamos mal de tiempo y eso nos hace sufrir siempre que llegamos tarde (que es siempre). Todavía perdemos unos minutos preparando unos bocadillos de tortilla de patata, por si tenemos hambre a media función. Luego ponemos su paraguas en mi mochila y una gorra por si ella tiene frío.

Salimos a la calle con la intención de caminar una hora. Vamos a ver la primera obra de teatro en muchos años para nosotros y, encima, la protagoniza un amigo nuestro.

Llegamos cansados y nos relajamos en esa sala de teatro local (son las mejores) que se oscurece, hasta que un foco se enamora de ese actor amateur con rostro de actor de verdad. En mis botas hay dos plantillas nuevas, en mi mochila hay dos paraguas y dos manzanas. Entre nuestros asientos hay un reposabrazos que ocupamos alternativamente. En el escenario hay tres actores de verdad.

Arte, de Yasmina Reza, todo este fin de semana en el Orfeó Martinenc. Tremendamente recomendable. Gràcies Buñuel.

Tex-mex



Mi hermana me abre la puerta de su casa. Me invita a pasar y a dejar la chaqueta en el perchero. La mesa está puesta con fajitas de pollo y pimiento, guacamole, pollo rebozado con sésamo, arroz salteado con virutas de jamón... Ha preparado un festival Tex-Mex pera mí, mi sobrino etíope y una niña china (amiga del pequeño faraón Nil). Debo guardarlos hasta que ella y el sargento Hayden regresen de ver "Amour" de Michael Haneke. Sobre el sofá, hay tres sombreros mejicanos por si después queremos jugar a los disfraces, los niños y yo.

Cuando los Hayden se han acabado de vestir, les abro la puerta de su casa, mientras les invito a coger las chaquetas y a salir sin que sufran. Siempre me dicen que, haciendo de canguro, les ayudo a sentirse pareja, más que padres.

En el interior del piso, calentitos, la niña china, el niño etíope y yo mismo probamos un poco de toda aquella comida mejicana que tenemos en la mesa. Hasta que me piden si puedo hacerles macarrones ("sin queso", dice Nil). Saco la olla de hervir pasta, con las criaturas atentas a ambos lados de mi cintura. En el reloj, son pasadas las nueve en mi parte del mundo.

Marta



Potser podria anar de xula per la vida i fardar de que treballa a la tele. Potser podria dir que no té temps per aprimar les seves gates, per mil compromisos socials. Potser podria oblidar que el meus nebots sempre em pregunten per la Blanca.

Però ella és detallista, tot i que podria anar de xula per la vida. Per això, quan entro del carrer en aquell menjador, ella s'aixeca la primera per fer-me dos petons càlids i em diu que vinc amb fred al cos, mentre em frega els braços per escalfar-me. És la Marta.

Després es torna a asseure per continuar cosint el seu coixí sense parar de somriure, sota les ordres de la mestra costurera, amb les seves ulleres vermelles que li queden la mar de bé en aquella cara que es fa mirar, mentre ens parla de bocinets de fusta del seu passat. És una persona bonica; una mica melangiosa, però tremendament imaginativa i creativa.

Hi ha més gent al menjador de ca la modista (el teu ofici és molt més digne que el meu) aquest diumenge a la tarda. També són macos, però d'ells ja en parlaré un altre dia, sense que en pugui dir res més que coses positives.

Quan marxen, ens quedem tu i jo sols mirant d'acabar uns contes pendents. M'has fet perdre el partit del Barça a la ràdio, però ja tenim la Sara camí de la fira amb el seu tiet Max; i el Luigi, la Paula i el Javito procurant recuperar la fàbrica de xocolata.

No ha sigut un mal diumenge amb tots vosaltres.

Primer paseo del año



Recuerdo pocas Nocheviejas especiales en mi vida. La primera fue la de 1970. Tenía seis años y dibujaba una pantera rosa en la mesa mientras mi padre distribuía uvas en platitos y mi madre acostaba a esa niña mofletuda y con coletas (la señora Hayden) que llevaba tres años haciéndome la competencia (la muy desplazadora de cariños).

La siguiente escena la sitúo a finales de los setenta con Sala, Miró y Torra, en ese piso sobre la tienda de los padres de Sala que tenían realquilado a una señora muy anciana que nos sirvió patatas de churrero y botellas de Mirinda, con una sonrisa franca en su rostro, antes de que sonaran las doce campanadas en la tierra de la niebla. Le hicimos compañía en esa primera Nochevieja fuera de nuestra casa, que fue la última que celebró esa mujer en su vida.

Luego tengo que remontarme a ese piso de estudiantes sobre el río de la ciudad universitaria. Cené con mi primera novia de acuerdo a nuestras posibilidades de la dama y el vagabundo (ella puso la cena y yo la compañía). No faltaron velas compradas en el supermercado de abajo en las mesitas de noche junto a esa cama destartalada donde mirábamos el programa especial de Nochevieja en la primera cadena de Televisión Española, en un aparato con antenas que debíamos golpear para que funcionara. Creo que cantaba un italiano en la pantalla cuando nos prometimos amor eterno en nuestro cuarto (y último) año de enamorados. A saber dónde para ella para mí y yo para ella...

Después vino esa etapa larga de amigos que no me respondían al teléfono y me pasaba las nocheviejas disimulando en la barra de la discoteca, moviendo un pie adelante y atrás, hasta que llegaba, desencajada, una chica vestida de burbuja Freixenet y me pedía, invariablemente, si la podía invitar a la última copa en esas entradas de año solitarias.

Llegaron tiempos más cálidos. La mejor Nochevieja de esa época fue junto al Rhin, donde un hombre fornido me hablaba de literatura, mientras su hija traducía para nosotros esas frases atropelladas, y los castillos de fuego se reflejaban en el agua de ese río inmenso en las primeras horas de 1996.

El cambio de siglo lo celebré en casa de los Hayden. Me invitaron varias veces a pasar la Nochevieja con ellos. Mientras intentaba desarmar aquel bogavante enorme, que me servían siempre, miraba la cuna donde dormía mi sobrino recién nacido con la preocupación de que la cabeza y las pinzas de aquella bestia en mi plato no cayeran junto a su chupete.

Posteriormente, inicié el año en ese mismo piso de Roger de Flor en diversas ocasiones. Era para hacerle compañía al señor Gris, mientras los Hayden estaban de viaje a alguna parte. Fueron mis mejores entradas de año, con el perro con un collar hawaiano de color naranja. Yo comía las doce aceitunas y él sus doce puppies. Después ponía su hocico sobre mis piernas y me miraba con ojos de canica, asustado por los petardos tras las ventanas. Él me dio una sensación de compañía que no he recuperado jamás (tornarem a passejar junts, ja ho veuràs).

Ahora, las nocheviejas son con amigos nuevos que cuelgan mi chaqueta en el perchero y me pasan la mano por la espalda mientras me hacen entrar en su vida: en un mirador sobre el Ebro, en un patio de Congrès, en una terraza del Eixample desde donde se escuchan las sirenas de los cruceros en el puerto.

He contado las Nocheviejas especiales en mi vida. Pero la mayoría han sido en solitario: mirando una película en la 2, paseando por la playa con la mirada en la arena tras la medianoche, buscando compañía en un chat...

Por eso continuo con mi vieja tradición de dar las gracias por todo lo que tengo y no quiero perder.

En las primeras horas de 2013 me dirigí al Turo Parc. Deambulé por las calles, sin ser feliz del todo, ni tampoco exageradamente infeliz. Caminé alrededor del recinto, acariciando cada hoja de planta que asomaba a la acera, mientras exigía un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?

Esta vez incorporé un nuevo acto a mi rutina: dibujé una pantera rosa en un pañuelo de papel que llevaba en la mochila, sentado en un banco de la avenida Pau Casals, y regresé a aquella primera Nochevieja de la que tengo consciencia. Estaba a punto de clarear el dia tras la Torre Godó y permanecía alli, feliz, pensando en todo lo que debo acabar y en todo lo que debo comenzar este 2013.