Carrer Regàs

Esta mañana me he desnudado para pesarme en ayunas: setenta y ocho kilogramos. Me sobran tres para no verme obligado a entrar en el mar el próximo verano conteniendo la barriga, lo que provoca un absurdo caminar de autómata en todos los que aplicamos el remedio. Le he quitado la camiseta blaugrana de Deco al señor Gris, que arrastra desde la victoria de anoche, y he posado sus patas traseras en la balanza del baño: veintidós kilitos.

Siempre sumamos cien. Cada gramo que pierdo lo gana el perro porque jamás rechaza nada que sobre de mi plato. Le preocupa poco que sea una patata frita o la piel de una manzana granny smith -nuestra variedad favorita-. Es un ser omnívoro.

Todos los productos de la nevera son perfectos para que el señor Gris aumente tres kilos, pero no para que yo los elimine. Así que al anochecer he ido a un Mercadona. Tiene el inconveniente de la lejanía. Debo caminar cuarenta minutos a buen paso entre la ida y el regreso, lo que me dificulta cargar con más de dos bidones de agua de cinco litros en cada desplazamiento. A cambio, ofrece la ventaja de la magnitud del área comercial; es un encanto caminar por unos pasillos en los que no juegas a los autos de choque con el carrito, y me agrada el anonimato de comprar en un barrio que no es el mío.

En el trayecto, siempre elijo pasar por una calle, escondida tras la horrible mole de acero y cristal de la empresa Acesa. Es tremendamente oscura. Parece anodina la primera vez que la viajas, pero con el tiempo descubres que algo la distingue de otras semejantes de la zona: la calle Regàs vive en silencio. Apenas hay tráfico en la calzada, ni personas en las aceras, como si fuera una calle tras un conflicto.

Los dos establecimientos que dan algo de luz a la vía agrandan, seguramente sin pretenderlo, la sensación de quietud. Frente al centro cultural de una asociación de gente sorda, se organizan pequeños grupos de personas que hablan entre ellas sin contaminar la banda de audio de los vecinos, dibujando palabras con sus manos delicadas en el aire.

El segundo edificio abierto al público es una pensión de dos estrellas con una entrada discreta de paredes forradas con madera. Es extraño que sólo la visiten ejecutivos de edad avanzada, vestidos al estilo diplomático, acompañados de mujeres jóvenes con ropas un tanto atrevidas para ser sus secretarias. Debe ser la moda, y quizás las administrativas modernas utilizan ahora esos vestidos arrapados al cuerpo y extremadamente cortos por una cuestión ergonómica.

Ellos agrandan el carácter mudo de la calle sin dirigirse palabra, mirando discretamente a derecha e izquierda, antes de entrar a velocidad elevada en el negocio hostelero para asistir a los frecuentes seminarios para ejecutivos y secretarias que, con toda seguridad, se organizan allí.

Al salir del piso llovía levemente sobre la ciudad. No importaba porque estaba a refugio del paraguas. Lo he cerrado al entrar en el hipermercado y lo he desplegado al salir, aunque ya no lloviera, como me ha indicado con señas un señor mayor de la asociación de personas sordas para evitarme continuar haciendo un cierto ridículo. Es mi condición de despistado, como cuando espero a cruzar una calle con el semáforo en verde -sería más peligroso lo contrario-, o pido una caja de aspirinas en el estanco.

Me ha ido bien disponer de una segunda mano para arrastrar las bolsas cargadas de productos insípidos de color verde al hogar. Me he esforzado en pensar lo delgado que estaré en la playa de Sant Sebastià mientras aliñaba sin sal y con un ligero chorrito de aceite la ensalada cuatro estaciones que venía trinchada y lavada en el paquete.

He cortado unas rodajas de fuet más delgadas de lo habitual para acompañar los vegetales. Tenía mejor aspecto el embutido en una esquina del plato que el resto de alimentos. Pero me ha invadido el remordimiento. Con toda la pena del corazón, le he pedido al señor Gris que se acercara para permitirle comulgar, loncha a loncha, con el embutido. Hemos iniciado el camino para continuar pesando juntos cien kilos, repartidos de diferente manera.

Manel

Suena la alegre bossa nova en mi radio, transcurridas pocas horas desde que me llamara la voz temblorosa de mi padre para decirme que Manel ha muerto. Se estrelló con el coche contra el muro de los difuntos.

Nadie te llamaba Manel, eras simplemente Manolo, el pobre tipo de cuarenta y ocho años que se quedó en su granja para cuidar a los padres.

Eras mi primo hermano, algo mayor que yo, huraño como yo, soltero como yo, campesino -en el fondo como yo-. La última vez que te vi cazabas pájaros con una red y me disgustó la imagen de la agonía entre las mallas.

De eso hace bastante tiempo. Siento no haberte comocido más; hablar contigo, aunque eso habría sido complicado porque a los dos nos encantaban los silencios.

Después de la notificación telefónica de tu defunción, he salido a pasear con el señor Gris al Turó Parc. Se ha mezclado el sabor amargo de la noticia con la sensación dulce de un correo inesperado de la mujer con la voz más bonita del mundo que me invitaba al esfuerzo para sentirme alegre para siempre.

Pero hoy cuesta mucho. Camino hacia ninguna parte, reflejado en los escaparates de las tiendas de moda, pensando en ti.

Desplazado

Prefiero no coincidir con la familia Hayden en la granja de los caballos.

La señora Sofía (que es mi madre) sirve antes la comida al sargento Hayden (que no es su hijo) que a mí. Lo recrudece el hecho de que el plato de mi cuñado siempre pesa algo más que el mío, como demostré empíricamente en una ocasión gracias a la báscula de cocina. Desplegaron grandes carcajadas ante mi mueca seria de Buster Keaton, pensando que interpretaba una pallasada. Por más que intento protestar alegando razones de injusticia, me ignoran aduciendo temas de protocolo, como si fuéramos parientes rurales de la familia real.

A veces es imposible no coincidir con la familia Hayden, como esta Semana Santa. El domingo me senté a la mesa y prometo que participé en la conversación y me mostré amable, pero no podía reprimir mi secreta mirada al lenguado con almendras del plato del señor Hayden que medía, al menos, un centímetro más que el mío.

Mientras, el pequeño Hayden no quitaba ojo de la nevera, donde aguardaba su tentación. Es típico en la tierra de la niebla que en Pascua se prepare un pastel con base de bizcocho, capas de mermelada, cobertura de frutas en almíbar y guarnecido con un huevo de chocolate. Desde siempre, le denominamos "mona". Lo entregan los padrinos de bautizo a sus ahijados. Como el niño sigue en pecado, es su abuela quien ejerce las funciones.

Dolido ante mi desplazamiento en la escala familiar y en venganza, le dije al sobrino que este año la señora Sofía había confeccionado el postre sólo para mí (al fin y al cabo sigo siendo su auténtico pequeño) y que lo devoraría, como el lobo del cuento, sin compartirlo con él. Protestó, con sus palabritas a medio formar que cuesta entender, asegurando que no sería capaz de incomodar su niñez. Le pregunté cruelmente dónde estaba escondido el pastel, para demostrarle que me visto por los pies. El muy embustero aseguró que ignoraba su ubicación, apoyando su espalda contra la nevera. Me levanté a medio lenguado y me dirigí con fauces de devorar dulces al horno, metí mi cabezota en él y salí sin la presa. Violé las puertas del armario de los platos, los cajones de los manteles, el lavavajillas. Fui a la despensa, con el niño a mi estela. A su habitación -con dos armarios en los que buscar-, a la mía, al trastero. El pequeño no paraba de reír, sabiendo que su tentación estaba a salvo mientras la señora Sofía andara cerca de la misma para certificar que he pasado a ser el antepenúltimo en las preferencias familiares, sólo por delante -quiero creer- del señor Gris y de la rata.

Disfrutaron de la montaña de colesterol más que yo: odio los dulces y no los pruebo jamás. Preferí sentarme en el suelo fresco de la terraza y fumar un cigarrillo contemplando decenas de nubes extremadamente oscuras ante la luna llena. Parecían un múltiple bigote de Groucho Marx rasgando el ojo de Le chien andalou.

Dormí profundo hasta que desperté, todavía en la nocturnidad, por culpa de una pesadilla en la que escapaba de la escoba de la señora Sofía corriendo con el agua hasta las rodillas por el canal cercano a la granja. Alcanzaba exhausto los muros de la familia noble de la población. Leí un cartel en el que buscaban a alguien que supiera pintar de blanco la habitación del hijo que iba a casarse con una bailarina húngara. Aunque mis ropas estaban empapadas y mi aspecto era triste, me ofrecieron el trabajo. Me esforcé en la labor con buenos resultados. La señora de la casa abroncó al joven por no haber sido capaz de hacer algo tan sencillo que incluso podía desarrollarlo un náufrago de la vida. Le expulsó de su hogar para ofrecerme ocupar su habitación, después de servirme una porción de una "mona" ajena. La tomé con desgana mientras, a través del ventanal de mi nuevo dormitorio, pude ver como el prometido de la danzarina se cortaba las venas chapoteando en el canal, dejando que su sangre fluyera por las aguas, corriente abajo.

Me desperté angustiado, robándole una bocanada al aire. El muchacho del sueño había existido en la realidad. Apenas le conocía. Murió en una boda que no era la suya, de repente, como pasa todo en la vida. Y yo me comía su pastel póstumo de Semana Santa.

Era de noche, estaba oscuro y todos dormían en la granja. Salí a la terraza y ya ninguna nube ocultaba la luna. Añoré que Ana aullara como un lobito como hacía siempre cuando el satélite estaba redondo y enorme prendido en el firmamento. Me pareció el momento adecuado para bajar, en penumbra, hasta la cocina y robar lo que quedaba del pastel del pequeño Hayden, esta vez de verdad. Engullirlo, aunque odiara lo dulce, para exigir mi espacio antes de ser desplazado definitivamente.

Sterling

El próximo mes se cumplirán veinte años de la muerte de Sterling Hayden y pocos recordarán el aniversario o, ni siquiera, que existió.

Era actor. Su imagen permanecería en nuestro apartado de la memoria dedicado a los grandes mitos si hubiera mostrado una actitud exhibicionista frente a la vida. Pero era una persona rocosa y solitaria, y nada le importaba pasear su estatura por las alfombras de Hollywood. Un periodista le exigió una definición solemne de la palabra cine: "Es sólo un trabajo, tío".

Cuando murió en mayo de 1986, Ángel Fernández-Santos hizo una hermosa necrológica para el periódico El País. Destaco: "Estuviera donde estuviera era siempre de otro lugar. Ante cualquier raza. era de otra estirpe. Frente a cualquier poder, era enemigo".

No se había formado en ninguna escuela de interpretación, simplemente tenía el físico y la gestualidad y la locución adecuados para enamorar una cámara y un micro. "Estudiar para ser actor es como ir al colegio para aprender a ser alto", sentenció otro extraño animal cinematográfico llamado Robert Charles Duran (Robert Mitchum) en una ocasión.

Hayden es el pistolero profesional que podría asesinar a todos los presentes en una escena tensa de saloon en Johnny Guitar, pero evita con la palma de su mano que el vaso que rueda por la barra se estrelle contra el suelo y se precipiten los disparos; acto seguido toma su guitarra y obliga al baile entre la dama y el cowboy causantes del conflicto. Hayden es el frustrado ladrón de Atraco perfecto viendo volar impasible sus dólares robados en la escena final del aeropuerto. Hayden es el delincuente herido de muerte que sólo desea llegar a la granja en que sus padres criaban caballos, conduciendo medio inconsciente su automóvil en La jungla de asfalto. Personajes todos que podrían ser peligrosamente agresivos, pero que optan por la inmolación, como Hayden en su propia vida.

En los años cincuenta trabajó para los mejores directores: Ray, Kubrick, Huston. Hasta que Hollywood le pareció fastidioso y emprendió la fuga para vivir en el camino (en pensiones de paso, durmiendo al raso, en gabarras sobre el Sena cercanas a París) como otra gente de la generación beat norteamericana.

Le rescataron del olvido jóvenes directores en los años setenta. Fue el patriarca pobre y campesino (palabras sinónimas) que moría plácidamente junto a un campo de trigo maduro en Novecento de Bertolucci. También el escritor alcoholizado de El largo adiós de Altman. Son dos grandes películas y quien no las haya visto ha perdido unas horas imprescindibles.

La mayoría de sus cintas figurarían en cualquier selección del mejor cine, pero casi nadie se acuerda de que lleva veinte años en la cuneta del olvido.

Siempre me gustó la marginalidad de ese actor y me apetecía parecerme a él. Sólo conseguí, en una ocasión, que el hombre que cuida animales dijera frente a mi pareja de entonces que yo era como un lobo solitario (previa promesa de invitarle a una copa). Es lo más cercano que he estado jamás de Sterling Hayden. Aunque me duela, el hombre que se casó con mi hermana guarda más semejanzas con el actor. Por eso me refiero a él como el señor Hayden.

Nunca le he hablado de esto. Por tanto, tampoco sabe que el intérprete americano redactaba textos que raramente publicaban las editoriales. Hace tiempo, encontré uno de sus escritos en inglés y le pedí al hombre que traduce que lo pasara al castellano:

De paso

Para que sea realmente emocionante, un viaje por el mar, como la propia vida, debe basarse en unos cimientos firmes de desasosiego financiero. En caso contrario, se está condenado a una travesía rutinaria, la que conocen los navegantes que juegan con sus barcos en el mar: hacer «cruceros», creo que le llaman.

Viajar por el mar pertenece a los marineros y a los vagabundos del mundo que no pueden ni quieren adaptarse. Si se contempla la posibilidad de realizar una travesía y se dispone de los medios, mejor abandonar la empresa hasta que cambie la fortuna. Solamente entonces se aprenderá lo que es el mar.

«Siempre he querido navegar por los Mares del Sur, pero no puedo permitírmelo». Lo que estos hombres no pueden permitirse es no ir. Están enmarañados dentro de la disciplina cancerosa de la «seguridad.» Y cuando se venera la seguridad, arrojamos nuestras vida debajo de las ruedas de la rutina, y antes de que nos demos cuenta nuestras vidas se han ido.

¿Qué necesita, realmente, un hombre? Un poco de comida cada día, calor y cobijo, dos metros donde tumbarse, y alguna forma de trabajo que proporcione un sentido de realización. Esto es todo, en el sentido material. Y lo sabemos. Pero nuestro sistema económico nos lava el cerebro hasta que terminamos sepultados bajo una pirámide de pagos a término, hipotecas, aparatos ridídulos, juguetes que nos desvían la atención de la pura simplicidad de la charada que es la vida.

Los años pasan estrepitosamente. Los sueños de la juventud se van desvaneciendo y cubriendo de polvo en las estanterías de la paciencia. Antes de que nos demos cuenta, la tumba está sellada.Entonces, ¿dónde está la respuesta? En elegir. ¿Qué queremos: la bancarrota del bolsillo o la bancarrota de la vida?

Por Sterling Hayden (1916-1986), marino extraordinario

George & Mildred

El problema no radica en cumplir años. Está en la acumulación de objetos en los armarios del domicilio y de recuerdos en las neuronas del cerebro. Por eso es interesante aprender a hacer limpieza y quedarse sólo con lo imprescindible.

El reciente canal Cuatro de televisión me refrescó hace unos meses un recuerdo olvidado al fondo de mi memoria, de esos que nunca depositaré en el contenedor de basura: la serie Los Roper (George & Mildred en el título original de la BBC). Marcó mi infancia cuando era un niño terriblemente serio y ellos me convidaban a la normalidad a través de mis risas.

De pequeño soñaba -tonto de mí- con parecerme a George (interpretado por Brian Murphy), y de veras que la perversa hada madrina me concedió el deseo. También quería contar como compañera de viaje vital a Mildred (Yootha Joyce, ¡qué nombre tan sonoro!), pero tengo a mi hada con amenazas graves contra su persona a no ser que olvide mis peticiones infantiles.

Los diálogos de la serie siguen siendo deliciosos:
Mildred: "Entretén a tu hermano mientras me arreglo".
George: "No creo que pueda distraerle tanto tiempo".

Al igual que las sentencias del personaje masculino, por ejemplo rememorando su niñez: "Papá me envió a por tabaco y, entretanto, cambió el cerrojo".

Me entusiasma el humor absurdo de Los Roper. También el de los Hermanos Marx. En una entrevista concedida a Charlotte Chandler para Playboy en 1974, Groucho Marx respondía a la pregunta de la periodista de sí conseguían hacer reír a los espectadores de sus primeras obras teatrales:
-De vez en cuando. Especialmente cuando Zeppo salía a escena y decía "Papá, ha llegado el hombre de la basura", y yo le contestaba: "Dile que hoy no queremos". Otra vez Chico me estrechaba la mano y me decía: "Me gustaría decirle adiós a su esposa", y yo le respondía: "Y a mí también".

Esas frases me provocaban la carcajada a los diez años y ahora me río de aquellas risas infantiles porque me ayudaron a encajar la vida.

Dentro de unos minutos veré dos nuevos capítulos de la serie británica, con una copa de vino en la mesita junto al sofá y el señor Gris roncando levemente a mis pies. Seguramente es el mejor momento de mis semanas actuales, como lo era hace treinta años.

Cita anual

El miércoles dejé el televisor prendido para que el señor Gris se sintiera menos solo y por si me reconocía entre la masa, aunque su atención jamás se pose en ese aparato.

Caminé cincuenta minutos hacia el oeste, haciendo una breve parada en el Turó Parc, a mitad de trayecto, para comer una manzana del pasado verano. Dejé atrás el complejo comercial de Illa Diagonal todavía con tráfico fluido en la acera. Pero al llegar a las torres negras de La Caixa formábamos un tremendo banco de peces blaugrana acercándonos al santuario.

Una vez al año, mi padre me invita a presenciar un partido de fútbol. Normalmente son encuentros de la liga española y tenemos predilección por la lucha contra el Real Madrid o el Español, a los que ganamos de manera natural en campo propio. Esta fue la primera convocatoria para competición europea.

Los hinchas del Benfica rondaban, como tiburones saciados, frente al edificio de la Maternitat donde nació el pequeño Hayden hace cuatro años y donde me esperaba mi padre recién llegado en el autocar de su peña desde la tierra de la niebla.

La tercera gradería presentaba muchos asientos libres, así que cometimos el error de sentarnos sobre la portería para tener una visión más centrada del encuentro. Lo que ganamos en vista lo perdimos en oído porque los adolescentes sentados a nuestra espalda no pararon de silbar, gritar y aplaudir durante noventa minutos a medio centímetro de nuestros pabellones auditivos.

Mi padre no se disgustó porque vive en la profunda paz del campo y el contraste le resulta atractivo. Pero yo añoré los cláxones de los coches en los atascos, los taladros de las máquinas excavadoras que perforan los cimientos para un nuevo edificio frente al mío, las sirenas de las ambulancias que son como susurros enamorados en comparación con las gargantas de aquellos malcriados con bufandas de mi equipo.

Algunos estudios científicos aseguran que a mayor concentración de personas, menor es el coeficiente intelectual de los asistentes.

Les di la razón a las personas que no saben ni quieren saber nada de fútbol. La señora Hayden me preguntó qué era eso del Benfica cuando le notifiqué por teléfono nuestra asistencia al campo. Pensé en Paloma: lo último que haría sería acudir al Camp Nou en día de partido -seguramente a esas horas estaba en algún recital del Liceo o tocando el piano en su piso-, en la muchacha triste leyendo una novela en un sofá claro, en la chica de los ricitos caminando alrededor del Turó Parc con su sonrisa después de tantas penas. Me acordé del señor Hayden cuidando de su hijo porque su esposa estaba cenando con unas amigas, con el televisor encendido como el señor Gris.

El partido fue aburrido. Se resolvió con un gol del Barça a dos minutos del final y los consiguientes gritos aturdidores de los vecinos de atrás. Notaba un pitido en mis tímpanos que se confundió con el del árbitro cuando señaló el camino a los vestuarios. Me giré para observar los rostros que me habían amargado la noche y se diluyó la mueca del odio en mis labios. Tenían aspecto de chicos normales, mi cara antes de los veinte años.

Me hago viejo y la acidez corre por mis venas.

Como siempre nos costó localizar el autocar que retornaría a mi padre a su entorno plácido; nunca se fija en el lugar donde lo aparcan. Me detuve en el Turó Parc para comerme el segundo bocadillo que la señora Sofía nos había preparado para la media parte del partido. Estaba sabroso y me sentó bien después de la caminata.

El señor Gris vino alegre a recibirme agitando la cola con una zapatilla vieja entre los dientes. El televisor seguía en marcha y pasaban un anuncio protagonizado por Erin Wasson. Me contagié de la felicidad del chucho, y en la cama me acordaba más de las piernas tejanas de la modelo que de las del futbolista Deco.

El despertar de la primavera

Mi condición de persona despistada me impide, entre otras cosas, detectar la irrupción de la primavera o del otoño. Por eso no dispongo de ropa de entretiempo y mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano.

Hasta el pasado viernes dormía con tres mantas y no pisaba la calle sin el abrigo de un buen jersey y una chaqueta. Últimamente me acaloraba caminando al Turó Parc y alguna madrugada me desperté sudando, por lo que pensé haber enfermado de nuevo aunque el termómetro no indicara la visita de la fiebre en mi cuerpo.

Salí de paseo con el señor Gris. Un instituto de diseño internacional funciona desde septiembre en mi calle. Su fachada hace honor a los estudios que se imparten en él. También los alumnos parecen esbozados siguiendo los patrones de la perfección. Esa tarde había un grupo de cinco muchachas fumando en la entrada, gracias a la ley antitabaco. Mi cuello realizó una rápida panorámica sobre la piel de sus rostros, piernas, brazos y escotes que mostraba un incipiente bronceado. En el cristal oscuro del centro pude verme reflejado, entre las ninfas a medio vestir, con mi chaqueta negra levantada hasta las orejas y mi cara invernal. Parecía el fantasma de las pasadas Navidades y me confundió el contraste.

Nos dirigimos hacia nuestro parque, cruzándonos con gente sonrosada en manga corta. Incluso la maniquí más hermosa de la ciudad, que permanece sentada desde hace semanas en la confluencia de las calles Madrazo y Calvet, llevaba un vestido ligero.

El Turó Parc estaba sembrado con pensamientos y algunos árboles habían decidido florecer de color blanco. Los otros paseantes leían tumbados al sol o se amaban o jugaban con señores grises o pensaban en los bancos junto al lago romántico como si posaran para que un fotógrafo les inmortalizara en una imagen estival. Ninguno, por suerte, me miró extrañado por mi indumentaria.

Deduje que estábamos en primavera y que era tiempo de hacer cambios.

Mi vida transcurre como si sólo existieran las estaciones extremas de invierno y verano. Al llegar al piso arranqué las tres mantas de la cama y las lavé para guardarlas hasta noviembre. Llevé el abrigo a la tintorería. Por la noche, me puse un pantalón corto y una camiseta con un pez naïf dibujado y salí a la terraza para disfrutar del buen tiempo, aunque temblara de frío porque por la noche todavía refresca y no dispongo de ropa de entretiempo.

Fumando un cigarrillo, rememoré que en octubre de 1986, al poco tiempo de llegar desde la tierra de la niebla a esta zona metropolitana, una recordada mujer llamada Astrid me invitó al teatro. La obra se titulaba El despertar de la primavera, de Frank Wedekind y dirigida por Josep Maria Flotats. Me impactó la dirección artística: una piscina presidía el escenario y los protagonistas, un grupo de adolescentes que despertaban al sexo rodeados de mayores puritanos, se bañaban en ella a pesar de la temperatura fresca que había en la sala. Quizás ellos también eran despistados e ignoraban el ligero paso estacional que se produce entre la etapa del calor al frío. O quizás no tenían a nadie, como yo, que les previniera de que cuatro veces al año cambiamos de estación y de vestuario.