Pasajeros



En verano varía completamente el pasaje en el tren de la tierra de la niebla. Desaparecen los estudiantes con portátiles Acer, maletas tipo trolley y las miradas puestas en los raíles, con las cabezas apoyadas en las ventanillas, esperando las próximas estaciones antes de llegar a destino. Con el buen tiempo, dejan sus asientos en el convoy a parejas de edad avanzada con magazines, bolsas de mano anticuadas y las cabezas apoyadas en las ventanillas, recordando las estaciones que han dejado atrás. Desconozco por qué se dirigen a la metrópolis a mediados de agosto, pero contemplan los mismos paisajes que yo, con sus ojos cansados.

A cámara rápida, en la primera hora de viaje se suceden los altiplanos secos, con los campos de trigo que acaban de segar para convertirlos en la cabeza rapada de un marine americano. En la segunda hora, el terreno se eleva y se puebla de bosques de árboles de hoja perenne, de masías con caballos libres, de hombres viejos en bicicletas grandes mirándonos pasar mientras nosotros los contemplamos esperar en el paso a nivel. La tercera hora transcurre por ciudades pegadas las unas a las otras.

Es entonces cuando salgo a fumar en el breve espacio que hay entre un vagón y el contiguo, en ese pequeño acordeón de hierro y goma negra con plataformas como cocodrilos que quieren pillarte los pies. Lo hago aunque esté prohibido, aunque las parejas de edad avanzada levanten sus cejas con desaprobación cuando me ven pasar con mi cigarrillo apagado entre los dedos a ese cubículo de vicios confesables. Puedo aguantar dos horas de viaje sin fumar. Después, me cuesta más.

Hoy prendo el pitillo, aspiro con fuerza, miro los frames del paisaje que se cuelan por el acordeón de goma negra. Entonces se abre la puerta, de repente. Me da un susto. En esa parte del viaje no pasa el revisor (lo tengo estudiado), así que no puede ser él. Es una chica que parece frágil, de cabello rubio y ojos marrones. Es bajita. Debe rondar los veinte años, a duras penas.

-Disculpe, ¿se puede fumar aquí?
-No se puede.
-Perdone -dice educadamente antes de cerrar la puerta tras de sí, que detengo.
-No se puede, pero yo lo hago. Si vigilas con los pies, no hay peligro. El revisor ya no volverá a pasar.

Se queda pensativa -un poco precavida- y se atreve a entrar en el cubículo oscuro conmigo. Enciende un Ducados. Fumamos un minuto en silencio.

-El vicio -me atrevo a decirle.
-El vicio -responde ella.

Fumamos otro minuto en silencio, hasta que le cuento los secretos para fumadores en esa ruta de tren que ella desconoce y que hará a menudo a partir de ahora.

-Puedes fumar tranquila de Cervera a Calaf, y luego a partir de Manresa hasta Barcelona. Son los momentos en que el revisor se queda en la cabina. ¿Es tu primer viaje en este tren?
-El segundo -responde robándole una gran calada a su Ducados, directamente a sus pulmones jóvenes.
-¿Vas a matricularte en la universidad?
-Ya estoy matriculada. Voy a ver un piso.

Fumamos otro minuto en silencio. Se me ocurren mil preguntas, pero no me atrevo a hacerlas. La chica no está allí para responderme. Sólo quiere tragar nicotina. Como yo. Ella apaga su colilla con la punta de sus sandalias, con cuidado para no provocar incendios de verano. Sale al pasillo y me dice adiós. Camina hasta su asiento que no queda a la vista del mío. La sigo hasta quedarme en mi sitio. Se adivinan las primeras calles de Terrassa. Abro por la página treinta y tres el libro que he comenzado en mi estación de origen: Cuando ella era buena, de Philip Roth. La pareja mayor a mi izquierda eleva su mirada del magazine y observa los carteles de "en venta" en los edificios junto a las vías.

Pienso en cuando tenía la edad de esa chica. En mi primer viaje en tren a la universidad. En mi primera clase, cuando estaba arrapadito a la pared, asustado antes de entrar, y pasó una chica de la tierra de la niebla que cursaba segundo y me dio ánimos. En el primer piso que alquilé con los pirulos. En como pasamos de los macarrones con salsa de tomate a la paella. En como pasamos de la paella a los macarrones con salsa de tomate porque comenzamos a jugar a esas tragaperras a las que estuvimos atrapados un par de años. En cuando Romà Gubern o Mar Fontcuberta me dejaban con ganas de pensar tras sus clases.

Todo eso lo vivirá la chica que fuma Ducados y que se ha perdido entre los asientos del convoy.

No puedo verla. Sólo puedo contemplar parejas de edad avanzada con magazines, bolsas de mano y las cabezas apoyadas en las ventanillas, recordando las estaciones que han dejado atrás. Desconozco por qué se dirigen a la metrópolis a mediados de agosto, pero miran los mismos paisajes que yo: los altiplanos secos, los bosques de árboles de hoja perenne con caballos libres y hombres viejos en bicicletas grandes, las ciudades pegadas las unas a las otras.

He cambiado desde la primera vez que hice ese trayecto en tren. Pero el decorado es el mismo de entonces. De cuando tenía la edad de esa chica que fuma Ducados. De cuando todo estaba a mi alcance.

Ahora está a su alcance.