Harén Fútbol Club 7 (Pinball)


En el deporte unipersonal del pinball necesitas buenos reflejos para que la bola metálica no se cuele entre los flippers, y el whisky no se derrame sobre el cristal con los bandazos. Apuro el cigarrillo entre mis labios (tengo las manos ocupadas). Elevo la bola hacia la bancada, hacia las bandas de rebote, la hago trotar en los bumpers que me la devuelven envenenada y se cuela en el desagüe, a pesar de que empuje la máquina con mi cadera. Game over. Esta jornada ha comenzado a anochecer de buena mañana. Hoy llueve siempre, eternamente, todo el santo día. Tras los cristales de ese bar en que estoy siempre, eternamente, todo el santo día. Llevo jersei por primera vez desde hace meses. Pido otro whisky y pago una nueva sesión en la máquina. Religiosamente.

Le pego a la diana abatible y luego a la fija. Veo subir puntos en el marcador, aunque no tiene pinta de ser una buena partida. Un hombre entra calado en el bar con su sombrero de ala ancha (como los de Bogart) y una gabardina oscura. Sin descuidar mi mirada del marcador y la bola, sé que se trata de Atikus (después de tantos meses). Me tiende la mano, pero necesito las dos para elevar una bola difícil y dirigirla al hongo luminoso. Se queda allí ingrávida en el magnasave, el justo instante para mirar a Atikus y decirle "Hola". "Hola" responde él, lacónicamente.

-El Veí de Dalt ha recuperado a su equipo -me cuenta.
-Que lo disfrute -le respondo, mientras hago un nudge para salvar una bola.
-Tiene ganas de retarnos.
-Ya no tenemos equipo, chico. Se largaron aquel verano. Nos dejaron colgados en esa granja -la bola baja envenenada, pero la subo arriba para rebotarla y tener un multiball. Consigo infinidad de puntos, estoy a punto de lograr partida gratis, cuando Atikus desconecta la máquina del interruptor de la luz. Game over.
-Están todas. Las del viejo equipo. Están en forma. Quieren regresar a la competición.
-No vuelvas a apargarme el pinball -le digo agachándome para volver a conectar la máquina.
-Te digo que están todas, ninguna ha aceptado las ofertas del Veí para pasarse a su equipo -y me mira transparente bajo su sombrero empapado, mientras detiene mi mano.
-No me necesitan.
-Pero tú las necesitas a ellas.

Llueve tras la ventana. Atikus está calado. Reclamo otro whisky. No va a dejar que me lo sirvan. Me va a hartar a cafés con leche en ese bar en que estoy siempre, eternamente, todo el santo día, mientras me propone planes de entrenamiento, estrategias de juego con el viejo equipo. Mientras me habla de ilusiones del tipo volver a entrenar al Harén Fútbol Club.

Vil.la Amèlia i Vil.la Cecília

Hace un tiempo, Fra Miquel y yo paseamos por unos jardines de Sarrià. El resultado fue un post conjunto que él colgó en su blog mientras yo estaba unos días de vacaciones. Luego he sido tan maleducado que no he hecho referencia a esa colaboración. Supongo que muchos ya lo habéis visto. Y si no, os invito a hacerlo en Llibre primer. Gràcies Fra Miquel per permetre'm escriure a casa teva.

Colaboraciones anteriores:
Parc del Centre del Poblenou.
Colònia Castells.

Una tarde de finales de verano.


Tengo un libro de Ernest Hemingway: París era una fiesta. Nunca lo he leído, pero extrañamente anoto allí frases que escucho o leo y despiertan mi interés. Escribo en él con letra redonda, de bachiller aplicado, en los márgenes inmaculados de las páginas. Esa novela es de mi propiedad, y puedo tatuarla como quiera.

"Los enanos poseen un sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista", Augusto Monterroso.

"El hombre es el animal que convierte el mundo en problema", Jean Paul Sartre.

"No golpees nunca a nadie cuando está en el suelo, porque puede ser que cuando se levante sea más alto que tú", proverbio chino.

"Para vivir un año, hay que morir muchas veces mucho", Ángel González.

"He dormido en cien islas, donde los libros eran árboles", Lawrence Ferlinghetti.

"La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir, y lo nuevo no acaba de nacer", Bertolt Brecht.

Todas esas sentencias me afectan en este final de un extraño verano. Especialmente la última. Estoy en eso, en acabar de matar lo viejo e ilusionarme con lo nuevo. Ignoro si lo conseguiré. Pero he pensado en intentarlo ahora que las playas están más llenas de gaviotas que de bañistas. Ya pensaba hacerlo ese día reciente en que el pequeño Hayden me acompañó por última vez a pasear entre los manzanos estivales. Le permití bañarse en el canal, en esa garganta luminosa frente a los depósitos de agua municipales, mientras me preguntaba si era su mejor colega y si se podía sacar los calzoncillos para no mojarlos.

Le veía disfrutar en el agua, envidiando toda esa vida que le queda por delante. Él todavía no tiene en su cabecita pensar si la crisis se produce cuando lo nuevo no acaba de nacer, ni lo viejo acaba de morir. Como hace su tío.

Una tarde a finales de este pasado agosto fui a pasear al Turó Parc en una de mis rutinas, con las manos en los bolsillos de esos pantalones que me vienen grandes. Apenas me crucé con nadie. Las aceras permanecían vacías, y en la calzada había sitio para aparcar coches. En el parque encontré a un tipo con el cuerpo moldeado en un gimnasio. Tomaba el sol en un banco, y marcaba posturitas para que le sacaran fotos con el pecho descubierto. Un par de niñas paseaban perros de raza cerca de él, ignorándole. Aterrizaron palomas entre mis piernas, iniciando cortejos con el pecho inflado mientras arrastraban las plumas de la cola por el polvo. Había cuatro gatos en el recinto, e imperaba una tranquilidad agradable. Recuerdo especialmente ese silencio inmenso de esa tarde.

Abandoné el parque, por la puerta oriental. Las avenidas, las calles, los paseos, los pasajes permanecían desocupados. Así que me sorprendió ver a la chica de los ricitos. Tomaba un refresco en la terraza de Casa Tejada. Hacía años que no la veía, y parecíamos estar solos en la ciudad. Una vez estuve enamorado de ella. Recobré la sensación de su mirada tremendamente azul. Seguía igual de guapa que entonces, e inclinaba su tórax para preocuparse de la pequeña Judith: un bebé de apenas un año y pocos meses. Disimulé al pasar a su lado. No me vio. Sólo tenía ojos para su futuro. Y yo miré levemente a mi pasado, en esa terraza. "La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir, y lo nuevo no acaba de nacer", Bertolt Brecht. Me incorporé a la acera derecha de la calle Madrazo. Las perdí de vista, como tantas otras cosas en este final de verano que quiere guardarse en una caja con dibujos para niños hasta dentro de muchos meses.

Entretanto, llegará el invierno y tendremos frío, y nos calentaremos como podamos. Y sacaremos proyectos vitales o profesionales adelante. O lo intentaremos, al menos. Creo que nos irá bien. Estaremos preparados para cuando regrese el nuevo verano. Entonces escribiremos desde una playa lejana o local. De arena muy blanca. Probablemente seguiremos mostrándonos felices. El pequeño Hayden me interrogará si sigo siendo su mejor colega, mientras se baña en esa garganta del canal, preguntándome si se quita los calzoncillos. De nuevo. En 2010. Habrá pasado un año, e ignoramos ahora qué habremos hecho entonces. Sin esa bola de cristal. Seguramente seremos mejores.

Leo en mi libro tatuado, antes de acostarme: "Hay hombres que luchan un día, y son buenos. Hay hombres que luchan muchos días y son mejores. Hay hombres que luchan toda la vida y esos son imprescindibles", autor desconocido.