La vida

El viernes por la noche vi Las horas (2003) de Stephen Daldry en la pantallita del televisor, y me dieron las tantas con esa avalancha de anuncios que me proponían adquirir mil cosas que no necesito entre suicidio y suicidio de los protagonistas del film. No suelo sentarme ante ese aparato de noche, y menos para ver películas norteamericanas contemporáneas, cuyas historias banales me fatigan. Prefiero pasear sin tráfico por la ciudad, o pasar las páginas del nuevo catálogo de Ikea, o escribir este blog, o soñar despierto. Pero esas relaciones complejas contadas en fotogramas lentos me atraparon. Es una historia triste de gente que quiere apagar su luz, meciéndose en el marco de una ventana como hace ese genial Ed Harris, antes de caer al vacío.

Aunque no sea el tema ideal para iniciar una conversación en esas mesas para solteros que disponen -con crueldad- en los banquetes de bodas, muchos hemos fantaseado (aunque sólo haya sido ligeramente) con ese cimbreo final para acabar con nuestras etapas grises. Saltar y descansar por fin parece más fácil que seguir blandiendo la espada contra los dragones cotidianos que quieren chamuscarnos con su aliento de fuego.

Si hubiera apagado la luz, ahora no tendría al señor Gris debajo de mi silla, con esos empachos que le entran de vez en cuando y que me obligan a correr hacia el marco de la ventana, no para imitar a los pájaros como Ed Harris, sino para ventilar la habitación.

Si hubiera apagado la luz, las hermanas artistas no me habrían empujado hasta las entrañas de un local en su ciudad lejana la semana pasada para hacerme escuchar sus historias alegres y provocarme la risa. No se habrían preocupado de que no escapara mi último convoy de metro, aguardando en la boca del transporte público hasta que les mandé un sms contándoles que había saltado al interior del vagón fantasma con mi pértiga de tres metros y, ahora, escuchaba los aullidos de los lobos nocturnos en los túneles. Con temor porque estaba sin ellas.

Si hubiera apagado la luz, este jueves la princesita no habría podido invitarme a su celebración profesional. Su programa de radio cumplía diez años en antena. Hace poco tiempo que tengo permiso para golpear con los nudillos en su camerino cuando tengo el día triste, y sólo nos habíamos visto una vez. Pero vino a recibirme con una sonrisa sincera, apartando a la gente famosa y haciéndome sentir importante. Me presentó a viejos mitos radiofónicos que me acompañaron en tantas tardes tristes en que miraba mi ventana, como el señor Virgili, con quien hacía buena pareja bailando una rumba en el escenario. Pero me quedo con la sensación que me provocó el pequeño Nick. Es su sobrino. Me tomó de la mano a la salida del teatro, donde sucedía el aniversario, para preguntarme de qué equipo de fútbol era, mientras me contaba que su devoción es hacia el Espanyol y el Sevilla. Sólo tiene siete años y tiempo para aprender la vida en los cuentos que le cuenta la princesita con esa voz con la que a muchos oyentes nos gustaría escuchar narraciones infantiles antes de dormirnos.

Si hubiera apagado la luz, el tenista no me habría llamado para decirme que tiene entradas para el Barça-Espanyol del próximo 10 de junio, cuando la liga ya se habrá precipitado por una ventana abierta, sin remisión. En la tercera gradería vamos a devorar los bocadillos preparados por la señora Sofía en la tierra de la niebla, mirándonos de reojo, con timidez, iluminados por los focos del estadio.

Si hubiera apagado la luz, Ilse no me habría llamado esta noche mientras esperaba un "tasi" (es como ella llama a los taxis) a la salida de la productora de televisión -para hacer tiempo. Es ocurrente y siempre me hace reír inventándose términos como "llantina" (dice que significa llorera, pero vete a saber si miente), mientras hace bromas de mi español en mil palabras por no conocer ese vocablo. Es una persona genial en todos los aspectos, que me llama igual para contarme que se ha ligado a un inglés en el FIB, que para explicarme que murió un perro mastín. Quiere cuidarme y yo intento conseguir lo mismo. "Para vivir, hay que morir muchas veces mucho", escribió el poeta Ángel González. Ella ha muerto muchas veces y yo también. Me mandó, hace poco, una música que circula del reproductor a su oído en ese autobús que anda cansino por las calles de la ciudad mesetaria, que la conduce de su domicilio al trabajo en las mañanas de lluvia. Es una canción hermosa llamada Nobody's off the hook de ese tipo al que quiere más que a mí y a su vida: Rufus Wainwright. La escucho escribiendo esto y pensando que seguimos vivos, disfrutando de nuestras horas.

Si hubiera apagado la luz, no podría leer vuestras vidas, ni tendría este blog, ni vuestros comentarios. Últimamente se han apagado algunas luces como las de "La colometa", "L'aeroplà del Raval" y -especialmente- "Katrin bajo la lluvia". Se han precipitado al vacío como hojas caducas de octubre, cuando seguramente todavía quedaban vivencias por narrar. Ha sido su decisión y no podemos hacer otra cosa que recordar que escuchamos sus voces escritas. Yo pienso aguantar hasta hacerme pesado, porque ya hace tiempo que me gusta tener la luz encendida y descubrir esa mesa llena de regalos que encuentro últimamente cada mañana junto al café con leche sin azúcar.

PD: El señor Gris acaba de regresar de tomar el fresco en el balcón y agradece que le acaricie, mientras me muestra su lengua de trapo.

Aniversario

El primer recuerdo de mi vida es la entrada en brazos del tenista, a punto de dormirme, en el cine Avenida de la tierra de la niebla. El segundo, a los tres años, es el de mi abuela intentando arrastrarme de debajo de la mesa de la cocina, donde estaba atrincherado con un pan de Viena tremendo. Quería comunicarme que mi hermana acababa de nacer y que debería portarme bien con ella. Hoy se cumplen cuarenta años de esa escena antigua.

No sé si me he comportado siempre bien con ella, pero la señora Hayden se ha preocupado siempre de conducirme en su descapotable rojo a toda pastilla por las autopistas de esta vida. Recuerdo cuando ni siquiera habíamos perdido la cola de renacuajos y aprendíamos a no ahogarnos en el canal de riego, de escaso metro de anchura y dos palmos de profundidad, chapoteando tras las manzanas deshauciadas de los árboles que flotaban en las aguas como peonzas. Nuestro chillidos y risas estridentes rebotaban en la bóveda formada por las ramas que filtraban la luz solar. Recuerdo, mucho más tarde, cuando me hacía el chulito y le explicaba el movimiento punk para su trabajo de final de curso de secundaria. También cuando me preguntó despreocupadamente, en un bar oscuro de la calle Mayor, si era novio de aquella chica del norte. Siento nostalgia de la etapa en que compartimos piso en la ciudad universitaria. Entonces explicaba a las visitas, la muy embustera, que una tarde me dormí en el sofá escuchando un cuento que Magnum les contaba a unos niños en esa serie que reponen cada dos por tres. Pienso en su etapa gris, dejada atrás en el espejo retrovisor del descapotable, y en esa etapa azul que vive actualmente con sus hijos de colores y su marido con quien firmó un contrato para cuidarse mutuamente.

Viven en un piso alto, sin ascensor, pero con una terraza magnífica llena de plantas ornamentales y limoneros. En una estantería están los álbumes de fotos que recopilan sus cuarenta años cumplidos hoy. Hay imágenes de sol en la cara, de cenas de Navidad en la granja de los caballos, de amigas sonriendo a la cámara en calas hermosas, de viajes a sitios lejanos, de parejas que sólo lo siguen siendo en el recuerdo lejano. De palomas, patos, gatos, perros, conejos... porque a la señora Hayden le gustan los bichos. Hablando de eso: también aparezco en los álbumes. Siempre en segundo plano porque, como algunas tribus estudiadas por antropólogos, tengo miedo de que la imagen congele mi alma. Y, encima, soy tímido.

Por eso no quería decir que hoy comparto aniversario con la señora Hayden. Este es mi post número cien, y me esconderé, cuando apague el ordenador, debajo de una mesa con un pan de Viena para celebrarlo. Mi vieja abuela vendrá desde alguna parte, y me sacará de la madriguera para contarme que mi hermana ha vuelto a nacer hoy, como cada veinte de mayo. Me exigirá entonces que me porte bien con ella, sacudiendo su dedo índice en el aire. Para siempre.

Violetta, Mitoraj y otra gente del Este

Siempre impresiona más el hallazgo inesperado.

Esta noche, regresando al hogar por rambla Catalunya, me he convertido en arqueólogo de arte contemporáneo, sin pretenderlo. Las esculturas en bronce del polaco Igor Mitoraj me han mirado desde su altura ciclópea. Es una exposición callejera y espectacular, con imágenes que parecen clásicas, arrancadas de la etapa romana o griega, pero que están decapitadas o les faltan extremidades antes de que el paso del tiempo las mutile así. Me cuenta la princesita que su autor quiere que las toquen, pero me ha dado reparo. Las podéis ver, si se apartan los turistas que sacan fotografías para su álbum de recuerdos, entre Consell de Cent y Gran Via de les Corts Catalanes. Ignoro hasta cuándo.

Esta noche, regresando al hogar por rambla Catalunya, la fachada del histórico Colmado Quílez estaba cubierta -por reformas- con un anuncio enorme de Mango. Mostraba el cuerpo compacto y la mirada transparente de la bella ucraniana Milla Jovovich, anunciando bañadores. Me ha costado dejar de mirarla, entre las copas de los árboles.

Esta noche, regresando al hogar por rambla Catalunya, he escuchado hablar lenguas eslavas entre las muchachas montadas en las motos aparcadas en las esquinas del norte del paseo, mostrando sus medias de malla negras o pidiendo fuego a los automovilistas. Algunas tenían cara de cansadas y miraban el reloj.

Tengo a una buena amiga de Europa Oriental. Violetta. Toca la viola, con su banda de bodas y funerales -como Goran Bregovic-, y vende caviar y otras delicadezas. Es polaca y si te mira la vida ya ha tenido sentido. Mañana le voy a contar que en rambla Catalunya vi su cultura, gente con su belleza del Este, la necesidad de sus antiguas vecinas por ganarse la vida de cualquier manera... Conociéndola, me dirá que vamos a fletar un camión con grúa para robar una escultura de Mitoraj y ponerla en su jardín -abandonado- para que le haga compañía al pastor alemán Hutz -abandonado. Para decorar su vieja vida de cuando la conocí.

Thaís

Sin conocerla, sin haberla visto nunca, Thaís toma carrerilla y se monta a mi espalda, desde hace años. Ríe, y me pide consejos, me cuenta su día, me habla de chicos, de problemas que le parecen graves. Al oído, apartando sus rizos para que no me hagan cosquillas.

Me regala sus íconos gestuales, y fotos de un sapo de trapo al que llama Charles y de una rana de tela que le compró para que no se sintiera solo. La bautizó como Diana.

Vive en una población con nombre de isla tropical: Bauru, cerca de Sao Paolo. Dedica parte de su tiempo a enseñar gratuitamente castellano a las niñas de su ciudad, aunque también asisten tres chicos que bailan sobre el pupitre sin sentir vergüenza. El resto del día estudia en la universidad o circula en su automóvil rodando imágenes para colgarlas en Youtube.

Vendería mi alma al demonio para tener veinte años menos, acercarme a su edad y comprenderla mejor o enamorarme de ella. Pero soy mayor que su padre, así que me limito a hacerle de caballito paseándola por esta vida extraña. Ignora que, con sus ataques de risa, me contagia su vida.

PD: Gracias Thaís por la foto y por darme permiso para colgar este post.
PD2: Mientras escribo esto, veo Sábado Dolce Vita en Telecinco con adicción. Ilse me ha escrito un sms: "Paseante, voy a pedir la nulidad, que llevamos año y medio y todavía no has consumado". Tendré que ponerme las pilas y recuperar ese viejo libro sobre sexualidad del doctor López Ibor que llenó mis tardes de niñez en la casa de campo de mis tíos, para buscar más datos sobre eso de la consumación...

Ségolène

Tengo un sobrino etíope, y he compartido vida con parejas de otras razas que siempre respetaron mis costumbres. Creo que hice lo mismo con las suyas. También trabajo cada verano codo a codo con inmigrantes, montados en la misma carreta entre los manzanos.

Siempre he querido ser francés; pasear bajo la lluvia de las calles de París o de los campos sembrados de cereales en Nogeant le Haut, con pasaporte galo en el bolsillo. Ayer por la noche asistí al debate entre Ségolène Royal y Nicolas Sarkozy en televisión, imaginando que llenaba de Gitanes mi cenicero, sentado en el sofá. La bella y la bestia. Ella me tiene enamorado con su educación exquisita adquirida en colegios caros, y su magnífico aspecto de eterna blancanieves. Solidarité, sensibilité, sympathie... Muchas de sus palabras comienzan por S y te adormecen como una cobra que te mira fijamente y danza con erotismo. Pero no me seduce tanto como esa bestia parda. Si fuera francés, votaría a Sarkozy -lo siento-, con su formación que parece barriobajera, aunque seguramente permaneció escolarizado hasta los diez años. Ese tipo rudo va a cambiar Europa, nos va a desperezar y nos va a enseñar a decir basta, con un puñetazo sobre la mesa. En su discurso, Sarkozy asegura que Turquía no forma parte de Europa, y no podemos ser el hospital de África mientras sus habitantes -especialmente los árabes- vengan con esa chulería exigente demandando servicios sociales por los que no han luchado.

La bondad, nuestra bondad, no puede ser infinita (aunque asegurar eso sea políticamente incorrecto). En catalán decimos: una vegada bo vol dir bo, i dues vegades vol dir bobo. Je m'excuse Ségolène, mais il a gagné le débat et mon désir de changer quelque chose. Je m'excuse aussi por mi mal francés.

PD: Me encantaría que los africanos quisieran luchar por su futuro en su tierra fértil, sin caudillos por fin, y sin nuestras injerencias.

La edad de piedra

Este sábado, tres generaciones de paseantes -resguardados de la fina lluvia bajo los paraguas- buscábamos caracoles entre los matojos: el tenista (tiene 73 años, pero mantiene su aspecto de galán antiguo), el pequeño Hayden (con sus 5 añitos quiere presumir que va a cumplir 6 -aunque le falten muchos meses para ello) y yo (voy a cumplir 43, pero sigo aparentando los 42). Parecíamos tres hongos surgidos por generación espontánea en ese paisaje trufado de amapolas y charcos. Un cachorro de perro se escapó de una de las pocas granjas que quedan en pie para venirnos a marear en nuestra tarea delicada.

Antes el campo comenzaba al final de la calle del molino; dabas tres zancadas y podías disfrutar del aroma de la tierra mojada. Pero desde que aparecieron aquellos hombres repeinados con brillantina, mostrando fajos de billetes por la ventanilla de sus Mercedes para tentar a los campesinos que podaban manzanos, el campo comienza mucho más allá. No les costó convencer a uno de los nuestros para transformar el terreno rústico en urbanizable. Trajeron a dos mil árabes y dos mil grúas a la tierra de la niebla para levantar barrios de casas adosadas, chalets, bloques de pisos de ladrillo rojo (calcados uno tras otro como engendros siameses)... Los inmigrantes compraron las viejas viviendas que habían habitado nuestros antepasados durante siglos, y sus habitantes de siempre se mudaron a los nuevos domicilios que todavía olían a cal, pagando lo que no valían a esos constructores que se largaron para siempre llevándose sus grúas y nuestro dinero, pero dejándonos la herencia de sus empleados en el que ya se conoce como el barrio árabe.

En enero me llamaron de la inmobiliaria que me alquila el apartamento de Barcelona para preguntarme si quería renovar el contrato aumentándome un treinta por ciento el precio. Les comenté que llevaba ocho años viviendo aquí, siempre había pagado puntualmente, no habían recibido quejas de los vecinos y no habían invertido ni un céntimo en el mantenimiento de mi hogar temporal. Pregunté si la cantidad era negociable y la respuesta fue agresiva: "Si no te interesa, mañana mismo tenemos a cincuenta personas haciendo cola para verlo". Sigo aquí, con las orejas agachadas.

El año pasado se construyeron más de ochocientas mil viviendas en territorio estatal, más que en Francia, Alemania y Gran Bretaña juntas. Pero no es novedad: llevamos una década con ese desenfreno de juntar ladrillos, como en un puzzle macabro, que sólo pretende encarecer la necesidad básica de poseer un techo bajo el que escribir blogs sin mojarte en los días de lluvia como hoy. Faltan habitantes para tantos habitáculos. Se entiende entonces que, según el Instituto Nacional de Estadística, existan más de tres millones de pisos vacíos para que dancen en ellos los fantasmas.

Con todo, los hombres repeinados insisten en talar bosques donde anidaban cigüeñas para seguir con su afición al Lego, en construir campos de golf rodeados de urbanizaciones en zonas desérticas con la esperanza de que sus aliados políticos consigan finalmente desviar el gran río hacia el sur, en cubrir con cemento la arena de las playas más recónditas. A pocos metros de mi apartamento de un solo ambiente, llevan más de un año alzando seiscientas viviendas en el terreno de una antigua fábrica y llenándome la vida de polvo. No es culpa suya enriquecerse de esta manera. Nosotros merecemos la condena por permitírselo, por seguir votando a esos políticos que están cambiando nuestro hábitat (también es el suyo, pero no lo parece) sólo para llenar sus arcas municipales o privadas.

Recuerdo que no hace mucho, para llegar a las pistas de tenis, mi padre y yo tomábamos un atajo por un camino que pasaba junto a una casa de campo. Sus propietarios tenían un rebaño de ocas guardianas que nos perseguían armando alboroto, y debíamos correr para que no nos acribillaran el trasero a picotazos. Ahora han levantado allí un edificio de estilo pirenaico, con techo de pizarra a los cuatro vientos, en pleno valle (perfectamente preparado para la nevada que llega puntual cada veinticinco años). Recuerdo que no hace mucho, sólo escuchabas hablar en catalán por la calle. Ahora somos multicurales (a la fuerza).

Se acercan elecciones municipales y sigo votando en la tierra de la niebla. Seguramente me decantaré por Mónica que se presenta como número dos de ERC y siempre me ha parecido una persona con ideas parecidas a las mías. Además, es una de las mejores amigas de la señora Hayden y tiene una hija preciosa a la que puso mi nombre (en femenino). Creo que son tres motivos para decantarme por ella. Lo voy rumiando en el balcón de Barcelona alguna noche de madrugada, mientras releo el cartel del piso que está en venta frente al mío desde hace meses (parece que la edad de piedra tiene los días contados). Detrás de los cristales, a veces sorprendo a dos fantasmas bailando un romántico vals. Saben que la vivienda que ocupan va a tardar en venderse porque, como cuenta José García Montalvo, catedrático de Economía Aplicada de la Universitat Pompeu Fabra, en una entrevista publicada el pasado domingo por El País: "La fiesta inmobiliaria se ha acabado".