The last picture show


Hacía tiempo que no salía a pasear por las calles de la tierra de la niebla después de cenar. Pero el viernes por la noche hice girar la llave secretamente en la puerta, mientras mis padres ya dormían tras su balcón sin plantas. Seguramente tenían la calefacción flojita.

Caminé junto a la antigua carretera que antes cruzaba la pequeña ciudad repleta de camiones, hasta que construyeron la autovía. Ahora, es una simple calle asfaltada.

Esa noche no había nadie en las aceras ni ningún vehículo que la transitara. Así que habría podido barrerla como hace Billy en The last picture show, una de mis películas preferidas que habla del paso de la adolescencia a la madurez en un lugar donde no sucede nunca nada: Anarene.

Pasé por delante de la iglesia donde hice de monaguillo. Miré el patio de la escuela de La Salle tras las verjas y recordé al hermano Salvador que me hacía recoger las hojas de los castaños del suelo cuando llegaba tarde. Luego me acerqué al cine para ver qué ponían en cartelera.

Los cristales estaban tapados con papeles tristes de envolver paquetes de color marrón y no había ninguna iluminación en el recinto. Pensé que quizás estaban de reformas, hasta que un tipo alto se detuvo a mi lado y me dijo que ya no veríamos ninguna película más allí.

Me costó un instante reconocer aquella cara eternamente aniñada que me sonreía unos centímetros por encima de mi cabeza, en medio de la niebla. Era Ramón. Estaba acostumbrado a verlo siempre difuminado en un espejo, porque cuando me cortaba el cabello tenía mis gafas de miope en la mesilla entre peines, lociones y tijeras. Ya hace tiempo de eso.

Recuerdo que, cuando iba a su peluquería -la más moderna de la tierra de la niebla-, primero me preguntaba si tenía novia. Luego si tenía hijos. Ahora no sabíamos muy bien qué decirnos.

Ya tengo cincuenta años y él cincuenta y cinco. Estamos en ese tránsito entre la madurez y la vejez en nuestra Anarene. Nos quedamos unos segundos frente a la marquesina del cine cerrado, hasta que me contó que venía de jugar unas partidas de billar con unos amigos y que tenía ganas de caminar.

Lo acompañé a su casa por esa calle asfaltada que habríamos podido barrer como Billy. Ramón fue mi barbero durante veinte años (los barberos son los psicólogos de los pobres) y me parecía triste esa noche, aunque me puso al día de todo lo que había sucedido allí durante todo ese tiempo en que no nos habíamos visto. Él era el guapo de la tierra de la niebla en mi juventud, el pinchadiscos en la discoteca. Yo era el cerebrito, el de la barra en la discoteca. Quizás habríamos podido hacer más cosas con nuestras vidas. Quien sabe. Pero ahora nos hacíamos compañía frente al cine cerrado. A estas alturas de la vida, es mucho tener a alguien con quien compartir el pasado.

Nos despedimos cerca de la gasolinera, a las afueras del pueblo, donde vive Ramón. Me dijo que debería ir más veces a la tierra de la niebla porque hay gente que le pregunta por mí en la peluquería. Que debería dejar de ser invisible para las personas de antes. Y yo le respondí que sí, que tenía razón, que un día volveré a su peluquería para que me corte el cabello no tan corto como a mí me gustaría, mientras miro difuminado el Interviú.

Regresé a casa por la orilla de la antigua N-II, hasta alcanzar la granja de los caballos. Mis padres dormían tras su balcón sin plantas. Seguramente tenían la calefacción flojita.

Subí a mi dormitorio con una mandarina y una botella de agua. Apagué la luz pensando que estaba en mi tierra.

Sorrenc



L’altra nit vaig baixar a la platja. M’agrada fer-ho quan tinc el cos i el pensament sorrencs. Trobo que el mar m’aclarirà.

Vaig agafar la motxilla, les claus i la capseta del tabac. Vaig deixar el telèfon mòbil, els diners i el dni. Vaig tancar la porta de casa mirant de no fer soroll.

Hi ha aventurers que obren noves rutes per escalar muntanyes de milers de metres d’alçada. Això surt car. Jo sóc més d’anar per casa amb espardenyes i em limito a buscar nous carrers per arribar vora l’aigua. Això és més econòmic.

Aquella nit vaig anar baixant per la dreta de l’Eixample sense capficar-me massa en aquella ziga-zaga. Només volia trobar els camps d’entrenament de futbol de Fort Pienc per fer un petit descans mentre mirava jugar nens amb petos de color verd o de color taronja.

Els veia de les graderies estant, en mig de familiars més pendents dels mòbils que dels seus fills. Em podia imaginar com seran de grans totes aquelles criatures. N’hi havia que discutien amb els companys o els contrincants. Altres s’ajudaven a aixecar-se quan queien a terra. Uns preferien xutar a gol, mentre que altres s’estimaven més fer la passada. Una vegada vaig ser com ells i potser també un home gran m’observava des de la llunyania.

M’agrada molt aquell indret ple de gespa artificial i de focus potents que són petits sols per als noctàmbuls. Si girava el cap a l’esquerra, hi havia la torre Agbar il·luminada de blaugrana.

Després vaig seguir el camí fins a la platja que ja era propera i m’esperava amb onades tranquil·les. Hi havia un grupet de noies que jugaven a voleibol, una parella que festejava en un turonet de sorra i un noi que passejava el gos. Ningú més.

Em vaig asseure a terra i vaig treure una llesca de pa de pagès de la motxilla. Mentre me la menjava, al cel, cada mig minut, baixava un avió que semblava buscar nous camins fins a l’aeroport del Prat. A la panxa portaven un munt de gent que venia per alguna cosa a la ciutat. Potser era la seva primera visita, potser tornaven a casa, potser estaven enamorats d'algú d'aquí...

Mai no sabrien que, allà a baix, hi havia un home noctàmbul que s’havia acabat la llesca de pa de pagès i ara devorava una pruna sota un focus de la platja que era el seu sol, mentre mirava caure del cel un avió rere l’altre, entre mos i mos.

Després vaig refer el camí cap a casa. Vaig posar la clau al pany mirant de no despertar-los. L’aigua del mar havia desfet la meva sorra i demà seria un altre dia.