Sesión de cine

Destino las tardes de sábado a todo aquello que puse en la carpeta de los temas pendientes a lo largo de la semana. Escuchando la radio lavo calzoncillos, ensobro facturas o leo artículos caducados sentado como un buda en las pocas baldosas del balcón que las plantas todavía no han invadido con su expansión de tallos y follaje.

Hoy he cambiado de planes para recuperar una vieja costumbre. He arrastrado la estufa junto al sofá, he llenado una cazoleta con las aceitunas que prepara la señora Sofía, he encendido el televisor y he visto una película antigua: La mujer pantera (1942) de Jacques Tourneur. La emitían en Barcelona Televisió (BTV), pasadas las cinco.

Las cadenas locales suelen rellenar la programación con antiguallas, supongo que por razones económicas. En sus parrillas, siempre hay algún título que recuerdo de la adolescencia, cuando carecía de temas pendientes en la carpeta y disponía de tiempo extra. Entonces era un bicho raro: me entusiasmaba el cine mudo y la señora Hayden (tres años menor que yo) me preguntaba si iba a tragarme una cinta de esas. Para describirla, sacaba los dedos como garras, ponía cara de Nosferatu y comenzaba a moverse con aspecto expresionista. Sus risas se alejaban por el pasillo mientras yo me entregaba a aquellas imágenes hipnóticas en blanco y negro.

La mujer pantera sólo dura 73 minutos. En ese espacio breve de tiempo ha anochecido en la ciudad y la temperatura ha caído definitivamente. Mi apartamento estaba casi a oscuras en los títulos de crédito finales, con la única luz del tubo incandescente del calefactor. Siempre me ha gustado que me cuenten historias -como la de Irena Dubrovna en su personaje felino-, que llenen mi tiempo con sus vidas, que me hagan soñar. Luego, me encanta tumbarme en el sofá y recrearme con su recuerdo.

Entonces, la pila de ropa sucia puede aguardar al domingo.

Peluches

Ha venido una vieja amiga a visitarme en fin de semana, como siempre sin avisar.

No me atrae su presencia, aunque es fogosa y sé que con ella tendré garantizadas fantasías extrañas y sudores en la cama. Conoce el territorio de mi cuerpo mejor que nadie. También es juguetona: le da por despertarme al amanecer y provocarme escalofríos, o por acunarme a media tarde hasta que me entra el sopor.

Algún invierno se olvida de mí. Pero no sucede a menudo, porque la gripe me tiene aprecio y le gusta pasar por casa a ver cómo andan las cosas.

A pesar de que ya no tengo edad, cuando caigo enfermo saco mis tres peluches de su domicilio en una caja de cartón y los acuesto conmigo para que me acompañen en esas horas que podrían ser las últimas. Son dos monos babuinos de la película El rey león, que regalaban hace años en McDonalds con la compra del paquete infantil que tanto entusiasmaba a Ana, y un Demonio de Tasmania, obsequio de la señora Hayden. Ninguno de los tres supera el palmo de altura y no me roban excesivo espacio en el lecho.

No recuerdo la presencia de mullidos monigotes de trapo en mis noches infantiles. Supongo que su compañía quedaba reservada para las habitaciones estampadas con tonalidades rosa de las niñas. Si no quería dormir solo debía recurrir a héroes de plástico como Geyperman, Madelman o los cowboys del Fuerte Comansi, que me despertaban cada cinco minutos con los pinchazos de sus articulaciones.

El miércoles pasado fui a recoger al pequeño Hayden a la escuela porque sus padres tenían "reuniones de padres". Como es rebelde y le entusiasma hacer rallies con su patinete por el paseo de Sant Joan, le llevé uno de mis simios gemelos para que se distrajera. La figura emite sonidos si la zarandeas, y recorrió el trayecto sin dejar de torturarla encantado con la novedad, olvidándose de escapar corriendo, de trepar a las farolas o de perseguir palomas. Me miró con unos ojos grandes, infantiles, y me pidió que se lo diera. Le conté que los regalos no se pueden regalar, pero que se lo prestaba un par de semanas. Todavía desconoce qué espacio de tiempo significa eso, pero le pareció bien.

Al llegar al domicilio Hayden, entró en su dormitorio y regresó con cuatro animales blanditos para meterlos en mi mochila a cambio del mico sonoro. Le dije que con uno bastaba, pero no lo admitió y puso cara de iniciar una serenata de llantos, por lo que decidí aceptar el intercambio desigual. Incluso me cedió su mascota favorita. "Mai li deixa a ningú", me contó su madre más tarde. Es una rata gris.

Ahora tengo en mi cama de enfermo un roedor, un pez, un mono y un pingüino; además de los dos peluches de mi propiedad que me quedan. Incluso puede que el señor Gris se quiera apuntar a la bacanal. Si no cabemos, le vamos a pegar una patada a la gripe -que ocupa mucho espacio- y nos quedaremos tan anchos.

Quizás la fiebre me haga soñar entonces con Carlos. Bautizamos con ese nombre un perro de trapo que llevaba una mochila con flores a su espalda. Lo compré en el aeropuerto con temor a que le pareciera demasiado naïf. Hannah me confesó que era la primera vez que alguien le regalaba un peluche. Me miró con unos ojos grandes, infantiles.

Momento de gloria

Ilse (diario de una gafapasta wannabe -la podéis encontrar en los links) da tumbos, como si viajara en la bodega de un barco con mala marea. Lee a Haruki Murakami o escucha a Maximo Park de noche, y de día vende su alma por un plato de lentejas -excelentemente pagado- como guionista en un programa de televisión que destripa las entrañas de los famosos.

Puede hablarte del próximo concierto en Londres de Rufus Wainwright repitiendo los temas de un recital de Judy Garland en 1961, y -al instante- recitarte la alineación de Operación Triunfo en la temporada 2006: Daniel, Leo, Lorena, Saray... O afirmar, contundente, que Anita Obregón está con Darek y que Victoria de Suecia regresa con su novio.

Esta noche ha perdido el Barça en Montjuïc por 3-1. He preparado la cama para acostarme y dejar de soñar con esa pesadilla de partido, cuando Ilse me ha llamado para pedirme que pusiera Sábado Dolce Vita en Telecinco y estuviera atento a los mensajes de teléfono móvil (sms) del público.

Enrique del Pozo contaba que se sentía estafado por Concha Velasco a raíz de una colaboración en un programa basura. Llevaban muchos minutos con esa discusión banal que podría mantener yo mismo con el vecino del primero tercera, pero retransmitida para todo un país, cuando han comenzado a circular los sms por la banda inferior de la pantalla.

-enrique eres mas falso que el rey bartolo.
-marifran te quiero todo.
-no sabes como ganarte la vida cocoguagua.
-catalino, visca el barsa.
-enrique que no pudiste cantar y ahora vives del cuento macho.
-a concha lo que le pasa es que no soporta llegar a anciana.
-paseante, que rollo de partido.
-k estomago tienes hija para aguantar a ese pavo.
-d verdad no entiendo que esa mujer pueda aguantar a ese cochino.

Debo contar que, en el fondo, ella es fanática del mejor equipo del mundo (aunque me haga rabiar con el Real Madrid). En la penumbra de la habitación he sonreído, mientras los jugadores del FC Barcelona andaban cabizbajos buscando sus coches de gama alta en el aparcamiento del estadio. Ellos eran cuestionados, mientras mis apodos circulaban por todo un territorio, mezclados con los de otros bufones que pretendíamos ser reyes por unos instantes.

El programa ha continuado con la intervención de un periodista que relataba un supuesto complot en relación a la muerte de su Alteza Real Don Alfonso Jaime Marcelino Manuel Víctor María de Borbón y de Dampierre, duque de Anjou y de Cádiz, nieto de Alfonso XIII, casado con la nieta de Francisco Franco. Murió degollado por un cable, esquiando en Beaver Creek (Colorado) en 1989. "¿Asesinato, negligencia o accidente?" se preguntaban los tertulianos.

Por los índices de audiencia, mucha gente está interesada en la resolución de esa pregunta. Quizás alguno se cuestiona quién ha subido los comentarios descontextualizados del catalino o del paseante en ese mare mágnum trivial. Ha sido Ilse, esa que se esconde bajo los focos a diez metros de altura en su cubículo del plató.

Muchas gracias niña.

Nota: Este post ha pasado la censura de la guionista madrileña -por exigencias suyas- y lo que habéis podido leer es lo poco que ha dejado sin tachar.

Pedigree

En invierno cierran temprano el Turó Parc, a deshoras para mí. Por eso, hasta hoy no había podido pasear por el recinto en este año impar. Antes me sentaba en un banco del estanque romántico para contar plantas acuáticas y tortugas. Pero descubrí que en el parterre del norte el espectáculo era más animado con carreras de galgos, luchas entre pastores catalanes y mastines españoles o cortejos imposibles entre un chihuahua y una labrador retriever.

El parque parece no admitir perros sin pedigree, si analizas las razas que marchan con paso castrense junto a las botas negras de montar de sus propietarias. Hay estupendos schnauzers en sus tres variedades: gigante, mediano y miniatura, nerviosos cockers americanos, brillantes pointers, coquetos malteses... En ocasiones, uno de ellos se olvida de sus juegos colectivos y se acerca para que le acaricie, como el setter inglés de esta noche. También es habitual en el Turó Parc el dálmata de la mujer caucásica (permanecen erguidos con sus cuerpos fibrosos más allá del círculo de hierba, y ninguno de los dos parece estar necesitado de un extra de cariño).

Últimamente se ha puesto de moda acoplar al collar de los canes -especialmente de las razas de menor tamaño- una lamparita que emite luces rojas o amarillas, y en la oscuridad del recinto dibujan estelas de colores en sus competiciones para ver quién llega antes a ninguna parte.

Después de observar a los animales, he caminado hasta la fuente, la charca de las ranas y la zona de actividades lúdicas. No me he cruzado con nadie, por lo que he pensado en regresar a casa. Los jardines tienen cinco puertas de acceso. He decidido escapar por la del sur. Estaba cerrada. He recorrido la verja como un león enjaulado para descubrir los candados que colgaban en cada una de las restantes. Por suerte, la camioneta de Parcs i Jardins siempre realiza una última ronda para comprobar que ningún paseante va a pasar la noche al raso. Sus focos me han alumbrado para calmar la angustia que me estaba invadiendo. Me han permitido subir en el vehículo junto a un perro sin raza reconocida que andaba extraviado. Era blanco, de perro largo y hocico puntiagudo, y ha aceptado que le rascara la cabeza mientras el maleducado me sacaba la lengua. Ninguno de los dos teníamos el mínimo pedigree para estar en ese parque.

Han abierto el portón del nordeste para dejarme en libertad, y a él se lo han llevado.

La señora Hayden & Co

En la granja de los caballos existieron mil sombras sigilosas de reyes, pajes y camellos transitando de puntillas por las dependencias durante el almuerzo, mil pequeños ruidos que prendían la mirada del pequeño Hayden ante la inminencia de los regalos. En la mesa, ante el menor crec-crec, los mayores comentábamos -con semblante indiferente- que sin duda eran ellos recorriendo la casa para localizar los zapatos alineados de la familia.

La señora Sofía sigue siendo traviesa a su edad. Las llamadas al timbre de la puerta principal siempre coincidían con su ausencia de la mesa. Cada ring sobresaltaba al niño y no sabía qué hacer con el alimento que llenaba su boca.

Tras el último timbrazo -pasados los postres- le dieron permiso para que corriera al segundo piso, con el señor Gris a su estela como un tontito. Se cruzó con su abuela en el pasillo, que no necesitó hacerse la despistada porque él sólo tenía en mente destapar todas las cajas con sus ilusiones. Recibió un cocodrilo sacamuelas, un patinete, dos películas del Mani. Entre los obsequios, descubrí uno de los míos: un CD con la música de Hanne Hukkelberg. Crucé la mirada con la de mi hermana -es gris profundo- para decirle gracias con vergüenza. Ella se preocupa por mis gustos y yo sólo le regalo lo que me interesa a mí. Ahora escucho esa música que me magnetizó una noche de finales de verano en la plaza de Joan Coromines. Searching, es el tema que tengo fijado con la tecla repeat.

No fue mi único regalo especial de 2006. Tuve Middlesex, Rufus Wainwright, una caja de música, un ramo de la suerte por Navidad, el contagio de vida de una princesita inesperada, L'escriptor inexistent, Arular (gràcies Xavi, l'escolto quan necessito augmentar la moral), noticias alemanas, una noche japonesa, el interés del hombre que cuida animales por mejorar al señor Gris (el tipo con el rostro más bondadoso del planeta)... Los comentarios en el blog.

A la señora Hayden hace años que la llamo canguro, por motivos que no vienen al caso. Gràcies cangur, i a tothom. Em feu somriure i viure.

La gran ilusión

En el primer pasillo tuve los reflejos suficientes para tumbarme en el suelo ante el fuego cruzado entre las figuritas de Marvel, las de Narnia y los Power Rangers; hasta que el sonido acercándose de una hélice me hizo elevar mi brazo derecho para agarrarme al hidroavión de Tarzán y escapar del apuro.

Me lancé en paracaídas cuando escuché música en un corredor apartado. Campanilla y sus dos hadas acompañantes, tres enanitos músicos y Ariel con su carroza danzaban en círculo sin mostrar ninguna actitud agresiva hacia mí. Me quedé un rato para reponerme del susto. Después penetré en la sección de cocinitas y talleres mecánicos en miniatura, en el aparcamiento de las trimotos Sirenita, Speeder o Tribike Custom de escasa cilindrada, en el apartado de juegos educativos...

Tras tres días extraviado en el almacén de los Reyes Magos, y sin capacidad para decidirme, llamé a la señora Hayden. Se encontraban en un tumulto de críos y progenitores en el Maremagnum, haciendo cola para entregar la carta a sus Majestades. Le comenté mis dudas y me pasó con el pequeño para que lo aclarara directamente con él. "Vigila que no noti que els Reis som nosaltres".

(Traduzco del catalán.)

-Hola tío.
-Hola petardo. ¿Dónde estás?
-En el barco de los Magos.
-¿Te vas de viaje con ellos?
-Nooooo.
-Entonces ¿qué haces allí?

(Le preguntó a la señora Hayden en voz baja qué hacían allí. Se lo susurró al oído.)

-Les traigo la carta.
-¿Y qué has escrito en ella?
-Ooohhh. Les pido Jordi el curiós, y, y, y... (se emocionó) unos patines, y unos animales de la selva, y... no me acuerdo de más cosas tío.
-¿Jordi el curiós es un muñeco?
-Noooo, es una película tonto.

(Se puso a reír con ganas ante mi desconocimiento.)

Su madre le quitó el teléfono y me aclaró que se trata de un film que se perdieron en el cine porque estaban de viaje. Desde entonces no para de reclamarla; tiene madera de cinéfilo. Me propuso que la comprara -hablando bajito para seguir con el juego de que los familiares no somos mágicos- pero en catalán, porque el pequeño es monolingüe y no es capaz de seguir en castellano los diálogos bergmanianos de Jordi el curiós.

La busqué por todas partes y sólo estaba editada con el título de Jorge el curioso, en español e inglés. Agotado físicamente, con las suelas de los zapatos casi sin dibujo, entré por última vez en la sección infantil de una gran superficie y me decidí por el doble pack de Ice age. La primera entrega está en castellano y la segunda en catalán. Quise adquirir sólo la película que va a entender, pero por unos pocos euros más tenía el paquete completo. Quizá le ayude a aprender un nuevo idioma, por si quiere viajar a Huesca de mayor.

Esta noche he guardado el disfraz de Melchor en una caja con bolas de alcanfor para que se conserve de cara a la próxima temporada, con todos los regalos perfectamente envueltos sobre la mesa. No quiero dejarlos olvidados mañana en mi viaje a la tierra de la niebla. Al repasarlos, he recordado aquella carta que escribí de niño donde pedía el zoo repleto de animales que vi anunciado en la revista Teleprograma (quizás todavía se edita). Los Reyes Magos se confundieron de domicilio y me trajeron un libro espeso: El lazarillo de Tormes. Pasé muchos meses mirando cada mañana, antes de ir a la escuela, tras la puerta de entrada a la granja de los caballos, seguro de que tarde o temprano se darían cuenta del error al repasar sus bases de datos y podría -por fin- jugar con mi parque zoológico. Entretanto, leí la novela de aventuras.

Primer paseo del año

En la mesa del comedor quedaba el plato con los vestidos de unas gambas, los dibujos que una migaja de pan dibujó artísticamente en la salsa de la ternera con setas, las pepitas de doce uvas, una colilla apagada en una cáscara de mandarina, un papel con el teléfono móvil (que siempre tengo pendiente de anotar en mi agenda) del hombre que cuida animales tras mandarme un mensaje de felicitación, y media botella vacía o llena de Blanc Planell 2005 (Castell del Remei).

Ese era el bodegón tras mi Nochevieja, mientras acariciaba el lomo, la nuca y las orejas del señor Gris en el escalón que conduce a la terraza de los Hayden (cuyo piso nos cedieron en su ausencia), y le contaba secretos del año pasado que nadie más va a conocer.

Lo malo de ese cuadrúpedo es que tiene unos ojos enormes para dirigirme una mirada tremendamente triste cuando le abandono, como hice pasadas las dos primeras horas de 2007, tras que los petardos hubieran cesado en la ciudad costera. Quería quedarme en casa, pero necesité salir.

Comenzar un nuevo año siempre me ha parecido trabajoso: todo está por hacer. Es como alquilar un piso sin muebles y con las paredes por pintar. En cambio, 2006 funcionaba por inercia, era familiar, cada cosa estaba en su sitio.

Me da miedo esta etapa que se inicia porque quiero reconstruirme a mí mismo y eso comporta arrastrar piedras, cuajar cemento, levantar fachadas, rumiar las ventanas por las que me asomaré en época de calor y de frío, decidir la forma del tejado que se levantará -según mis cálculos- antes de entrar en 2008.

Salí a la calle para mezclarme con otra gente que ha edificado definitivamente su vida o que está en el proceso, como yo. Predominaban los extranjeros en la Rambla; me confundieron con un miembro de la policía local con sus peticiones de calles o locales de moda. En el Born un italiano me preguntó cómo llegar al Born. En la playa había soledad. Paseé sobre la arena buscando el cobijo de las pocas hogueras de personas que aguardaban el amanecer, para no acabar mis días como Passolini. En la Barceloneta un árabe necesitó mi teléfono móvil que no llevaba encima, una chica me preguntó por el Casino (ni idea), a una mujer se le cayó un pañuelo de cuello al suelo y -al entregárselo- me dijo: "Gracias guapo" con voz de barítono.

Un chaval con la cabeza rapada surgió de su grupo para preguntarme borracho si hablaba inglés. "No". O italiano. "No". O francés. "Oui, un petit peu". Me acarició la espalda, me deseó feliz Año Nuevo, me preguntó por lugares de fiesta, me contó anécdotas de su viaje a Barcelona, me convidó a beber a morro de su botella (soy maniático, pero ante el panorama difícil accedí), me solicitó si podía acompañarles a un lugar "authentique" y el resultado fue el Born. Eran jóvenes y estaban de fiesta en nuestra ciudad. Sólo buscaban a un guardia urbano que les condujera por las aceras sin caer rendidos (como me pasó una noche a mí en su París).

El señor Gris vino a recibirme muy tarde, con un cojín entre sus dientes, meneando el rabo por primera vez en 2007, alegre de que no hubiera acabado como el director de cine italiano. Nos dormimos juntos en la habitación de los ositos. A las 9 de la mañana comenzó a sacudirse las pulgas, a jadear para saludarme por segunda vez en el nuevo año. Le pedí un chist. "Joder, que no són hores".

Con mi tejado acabado, espero celebrar con él nuevas campanadas.