El beso

A pesar de la previsión meteorológica, ha hecho buen tiempo todo el día. Estaba agotado de guardar cama, y el sol tras los cristales me ha decidido a arrancarme la última camiseta vieja utilizada para dormir esta semana y encestarla en la canasta de ropa para lavar. También he depositado allí la de rayas azules y granas, con el dorsal 10 en la espalda y el nombre de GRIS grabado en caja alta, que el perro ha arrastrado con paciencia desde el miércoles, tras el Chelsea 1 - Barcelona 2.

Desnudos nos hemos dirigido a la ducha purificadora, aunque sólo he entrado yo.

Me he puesto desodorante y he dejado caer unas gotas de colonia del pato Donald sobre la testa del animal, haciéndole una fricción antes de peinarle. Me he vestido tranquilamente, palpando en los bolsillos la presencia de llaves, dinero, teléfono móvil, DNI, papel de periódico para secar los rastros del señor Gris en las aceras... mientras el animal ladraba más nervioso de lo habitual porque intuía que tocaba paseo después de muchas jornadas de cautividad. Le he pedido que se callara o los vecinos protestarían, y me ha hecho caso. Es la ventaja de tener un perro a un gato. Los felinos, como las mujeres, disponen de un sistema auditivo adaptado para que las voces masculinas les entren por un oído y les salgan por el otro. Al menos, eso cuentan algunos.

Hemos caminado hacia el sur por calles estrechas y transitadas. Era placentero tropezar con otros seres: escuchar sus conversaciones fragmentadas en los tres segundos del cruce, imitar sus sonrisas, contemplar sus miradas tras una semana de encierro.

Íbamos a mi mercado favorito. En sus puertas automáticas hay señales de prohibido el paso a los señores grises, por lo que he tenido que dejarle bajo la tutela de los señores Hayden, que viven cerca del lugar. Mi sobrino nos ha mostrado la novedad de su vida: una pequeña rata de manchas marrones y grises llamada Babe, en una jaula sobre la mesa de la cocina. El perro ha elevado sus patas delanteras para sostenerse en el mueble y oler el ser misterioso. El roedor se ha acercado al hocico del gigante, le ha olfateado y le ha mordido con sus dientecitos de juguete.

Ante los llantos tremendos del señor Gris, escondido bajo la mesa, no he sabido si era buena idea dejarle abandonado en territorio hostil, pero me han prometido que no permitirían que la rata se lo comiera.

Me encantan los mercados por los colores, más que por el olor. El color festivo en las fruterías, el color lluvioso en los puestos de pescado, el color de la arcilla en las tiernas de carne. He comprado diferentes verduras, frutas como naranjas y limones y mangos, jamón serrano y alas de pollo para construir un caldo.

Cargado con las bolsas, he regresado en busca del compañero. El pequeño Hayden ha sacado el monstruo de la jaula y me lo ha ofrecido agarrado por la panza, al tiempo que el señor Gris se exiliaba en la otra punta del hogar. Me ha pedido que me pusiera una pipa en la lengua para que el roedor pudiera cogerla con sus patitas. He mirado a los señores Hayden pensando que se trataba de una broma infantil.

Ahora tenía una pipa pegada a la lengua y a Babe, en primerísimo primer plano, olfateándola sentado sobre la mano del niño. He sentido el regreso de la fiebre a mi cuerpo. El bicho se ha acercado a la semilla, ha desviado su atención de ella, ha asomado su lengua rosada y ha lamido la mía como en un beso de enamorados.

Al entrar en mi piso, he dejado caer las bolsas de comida en el suelo y he corrido al baño para lavarme la lengua con el cepillo rebosante de dentífrico durante cinco minutos. He rematado mi desinfección interior con un enjuague bucal, mientras deseaba haberle pegado la gripe a esa rata marrana.

Para olvidar los malos sabores, me he puesto el delantal de cocinero. He dejado sonar Sympathique de Pink Martini, antes de acercar la olla con agua y sal a la lumbre. Al hervir, he sumergido en ella cuatro patatas, un nabo, tres tomates, dos cebollas, una rama de apio, un puerro, dos zanahorias, doce alas de pollo, dejando que se cociera a fuego lento un par de horas, mientras lavaba la ropa sucia de toda la semana.

Hacia las siete, he sacado el pollo y lo he desmenuzado en pequeñas tiras, separando la carne blanca de la piel y los huesos que ya esperaba el señor Gris con devoción en la terraza. Mientras comía y me dejaba tranquilo, me he lavado las manos, he rescatado las verduras del caldo y las he trinchado con un tenedor, con la precaución de quitarle la piel a los tomates. He reincorporado el semi puré y el pollo al recipiente, mezclado el conjunto con una cuchara de madera.

Después, he calentado dos cucharadas de aceite en una cazuela, donde he frito ligeramente unos ajos picados. Antes de que se doraran, he volcado sobre ellos el contenido de la olla inicial para que el caldo tomara el aroma del ajo. Lo he dejado cinco minutos a fuego medio y he acabado el plato con unos hilos de yemas de huevo batidas dibujando círculos sobre la sopa.

Es de noche y se acaba un día más. En el sofá, tengo un plato de caldo humeante que huele bien sobre mis piernas. El señor Gris mira la sopa con tiras de pollo y menea la cola. El Barcelona juega de nuevo en el televisor. Estoy vivo. ¿Se puede pedir algo mejor?

Postrado

Llevo cuatro días postrado en el lecho y me espanta pensar que sea el de la muerte.

Soy culpable porque el sábado fatigué en exceso mi cuerpo. Por la tarde me crucé con una manifestación adornada con miles de banderas de franjas estrechas amarillas y rojas –creo que celebraban una victoria deportiva, o quizás fuera una derrota porque aquí somos así-, y su espíritu festivo me provocó ganas de mezclarme con la multitud y desfilar a su paso. Al anochecer visité a los señores Hayden. Me habían traído la máscara de Dark Wader, olvidada en la granja de los caballos, imprescindible para celebrar el próximo carnaval. Por la noche me sentía extrañamente fatigado, pero el hombre sin suerte y el jugador de cartas me impusieron visitar un nuevo e improductivo local de copas, hasta que bajaron la persiana.

Tres puntos de la ciudad separados por diez kilómetros de distancia que, como buen paseante, recorrí a pie.

Me desperté temblando todavía en la absoluta oscuridad de la madrugada, con el cuerpo dolorido y la camiseta empapada de sudor. Hasta palpar el interruptor de la lamparita, pensé que había muerto. Me puse el termómetro y pronto marcó los treinta y nueve grados.

No acostumbro a estar enfermo. Había olvidado las sensaciones de estos días desde la niñez: dormir y despertar y volver a dormir, sin distinguir el día de la noche; buscar el calor bajo las mantas para mitigar los temblores y, al rato, apartarlas con las piernas para secar el líquido que el cuerpo ha necesitado expulsar; retardar al máximo el camino hacia el baño porque uno se ha fundido con la cama después de tantas horas y ya somos un matrimonio estable.

Fui un niño extremadamente enfermizo, lo que no resultaba desagradable porque me cuidaba la señora Sofía. Daba confianza que me despertara su mano fresca en la frente para calcular el grado de fiebre; que me hidratara con zumos de naranja naturales y caldos de arroz blanco con ajos, que son antibióticos; que alimentara mi escaso apetito con tortillas a la francesa sobre rebanadas de pan reblandecido con tomate para que me costara menos engullirlo. A mediodía, llegaba el tenista con un cómic nuevo del Capitán Trueno bajo el brazo y hundía con el peso de su cuerpo una esquina de la cama para observar mi lectura. Tampoco me disgustaba el alejamiento temporal de aquella escuela ruidosa y cansina para disfrutar de las mañanas de la granja en un silencio que sólo quebraba, a través de la puerta entreabierta del dormitorio, el sonido de mi madre traficando por las dependencias.

Ahora es diferente porque no me cuidan. Pronto se cumplirán cien horas de soledad. Nadie sabe que he enfermado. No me he visto en la necesidad de salir a la calle, lo que es aconsejable cuando se tiene fiebre. Fue una suerte que el sábado llenara la nevera. Todavía me quedan naranjas, arroz, ajos, huevos y pan para tres días más. El señor Gris dispone de un saco de pienso de cinco kilos por estrenar y permito que haga sus necesidades en la pequeña terraza. No se queja porque los paseos no existen estos días y ocupa sus horas respirando junto a mi lecho. El pobre andará angustiado porque aseguran que cuando una persona muere su perro no le sobrevive.

No adivino qué tengo, sólo sé que no estoy acostumbrado a sentirme así. No quiero molestar para que vengan a atenderme, ni acudir a un médico por el momento. Hoy me siento algo mejor; por fin el termómetro indica pocas décimas; incluso me he animado a afeitarme la barba de náufrago macedonio, como el del cuento. También he encendido el televisor por primera vez desde el sábado. Era la franja de la programación infantil: Pingu, Bob el manetes, Capelito, Mona la vampira... y he querido sentir el hundimiento de una esquina de la cama por el peso del tenista, como cuando era bonito enfermar.

Utilizando la tregua –quizás definitiva- que ahora me ofrece la dolencia, aprovecho para escribir este texto.

Estos días he pensado, desde mi horizontalidad, que no sabes qué ocurrirá mañana y que no tengo nada preparado para cuando no exista. Me ha gustado hacer un testamento mental de las pocas cosas que poseo, y pediría que se cumpliera:

-La colección del Capitán Trueno para el pequeño Hayden.
-La máscara de Dark Wader para el hombre sin suerte.
-Los dos cuadros originales robados a la pintora holandesa para la señora Hayden.
-La raqueta de tenis para el tenista.
-Las placas de reconocimiento a la buena conducta, conseguidas en la educación primaria, para el señor Hayden (el pobre jamás obtuvo ninguna y un buen grabador podría cambiar los nombres de las inscripciones).
-La libreta con recetas manuscritas para la señora Sofía.
-La bicicleta para la chica de los ricitos (así no quema tanta gasolina).
-La música para Ilse (aunque ya tenga los CD’s de Rufus).
-Las películas para el cuidador de animales (incluida su favorita: El tercer hombre).
-Las carpetas con páginas escritas para la mujer checa.
-La caja de los recuerdos –fotos y cartas- para Paloma, porque es la única que conservaría lo que más valoro.
-El sobre cerrado que encontrarán sobre la mesa para la muchacha triste.

Quedará poco más en el reparto: un paquete con doce rollos de papel higiénico por estrenar, algunas latas de espárragos y atún en conserva, una botella de ron venezolano de muchos años, la nevera que necesita un cartoncito para evitar la cojera, el televisor que tarda en arrancar, la ropa –podría ser para el señor Hayden pero es más alto que yo-, los productos de higiene personal... Confío en que no existan luchas por esa división y se evite la presencia de un juez para dirimirla.

También he pensado un epitafio para mi lugar de reposo definitivo: "El paseante no está".

No tengo previsto que este mal conviva conmigo más allá del fin de semana, y lo celebraré tomándome un volcán de marisco –una montaña de crustáceos que el camarero rocía con brandy para prenderle fuego, mientras los extranjeros sacan instantáneas con sus cámaras- junto al muelle de los veleros. Pero si antes del domingo no he escrito de nuevo, agradeceré que cualquiera que lea estas palabras las imprima y viaje a la granja de los caballos para entregárselas a mis padres. Dígales, por favor, que al señor Gris le queda comida para poco tiempo y que le urge salir de paseo al Turó Parc.

Match

Viajé a la tierra de la niebla con el ánimo positivo. En la granja de los caballos no hay contaminación, ni urgencia con el trabajo; las sábanas no muestran pliegues arrugados y se come de manera excelente sin que los platos aparezcan impresos en una carta junto a precios abusivos.

El sábado, la señora Sofía preparó fideuà y lenguado al horno con gambas y almendras. Antes de sentarme a la mesa tuve la previsión de desabrochar el botón superior de los viejos vaqueros de cuando era joven; es complicado pedir con la razón que te reduzcan la dosis del plato si el paladar exige lo contrario. En cualquier caso, después iría con el perro a recorrer nuestra eterna ruta junto al canal y se borrarían los excesos de mi cintura.

Siempre caminamos cinco kilómetros siguiendo el curso fluvial bajo los plátanos. En verano permito que el perro haga parte del trayecto trotando en las aguas poco profundas mientras le tiro ramas secas para que las devuelva entre sus dientes a tierra firme. En invierno le llevo atado y muestra aspecto de fastidio.

Este sábado íbamos a alcanzar campo abierto cuando, en el camino, nos cruzamos con la hija de los vecinos llamada Thaís. Me reconoció la muchacha. Yo hubiera sido incapaz porque hacía al menos cinco años que no nos veíamos y entonces era una niña. Me exigió una felicitación ya que ese día cumplía diecinueve años. Para demostrarlo, me enseñó el dibujo de una mariposa que sus padres le permitieron tatuarse en la base de la espalda, y sacó de su mochila un sapo de trapo que recibió como obsequio y al que llama Charles en honor al príncipe inglés, lo que me confundió porque los anfibios no tienen orejas.

Thaís estaba risueña y viéndola me gustó recobrar el significado de la palabra vitalidad. La metamorfosis la ha convertido en una joven espigada, de piel fresca y cuerpo de nadadora en una postal de una playa de Brasil. Sólo conserva de esa niñez, que recordaba, su mirada aventurera y su descaro.

En tiempos pasados, existió la confianza entre nosotros a pesar de la diferencia de edad; pero no imaginaba que fuera tanta como para decirme que había engordado. Me preocupé por el retrato de mi anatomía que guardarían sus ojos a partir de ese encuentro casual, mientras la veía alejarse junto a los muros de las otras granjas balanceando el tatuaje que tantos hombres aplaudirán a lo largo de los años futuros.

Noté pesadez en el estómago. Aflojé un agujero en el cinturón. Recordé que en las últimas fotografías tenía algún pliegue de más bajo la barbilla, pero lo vinculé a que agachaba la cabeza en ese preciso momento. En el espejo del cuarto de baño de mi piso no he notado ningún cambio. Claro que me miro cada día al afeitarme y no cada cinco años como la nadadora.

Caminamos los cinco kilómetros a buen paso para reducir calorías, tirando con fuerza de la cadena del señor Gris que no paraba de detenerse a olfatear en la maleza. Hicimos el regreso casi corriendo -lo que sorpredió al animal-, entre los campos de manzanos desnudos como garras de difuntos surgiendo de la tierra.

En la granja, mi padre dormía mirando una película en el televisor. También él mostraba una silueta en mejores condiciones que la mía. Nunca le he visto desnudo, por lo que desconozco si guarda el secreto de un tatuaje en su cuerpo. Subí a mi habitación, vestí la ropa de hacer deporte, agarré la bolsa con las raquetas, regresé a la sala de estar y tosí sin despertarle. Esperé un instante antes de emitir un nuevo ruido con mi garganta. Cuando por fin me miró, le pregunté si quería jugar un partido.

Jamás practicamos ese deporte en invierno. La niebla es persistente, o hay humedad en las pistas que son resbaladizas para sus piernas de más de setenta años. Pero, aunque a la señora Sofía le disgusta que su marido ponga en peligro la integridad de sus rodillas, él nunca dice que no.

Entre otras cosas, le quiero por eso: por no negarse nunca cuando le necesito. En el trayecto en coche no me preguntó a qué se debía mi ansia repentina por perder practicando el tenis, ni hizo ningún comentario referido a mi sobrepeso, ni a mi extraña vida en la ciudad. Me hubiera agradado llevarle a un sitio apartado, como la isla desierta de los cuentos, y decirle, sin vergüenza, que le quiero. Pero nosotros no somos sentimentales. Dirimimos nuestras cosas en las canchas. Ace, net, smash. Siempre me gana el ventajista y no le da dolor.

También en esa tarde de sábado me estaba venciendo. Le faltaba un punto y sacaba yo. Concentré la vista en la bola amarilla contra el cielo plomizo que pronosticaba la noche. Aposté a que si la introducía entre las rayas pintadas de blanco pronto tendría una hija llamada Scout, para que me quisiera de la manera en que yo le quiero a él y permitir que a los diecinueve años se tatuara una mariposa. La bola, como otras veces, fue out. Mi padre se quedó con el punto y la victoria.

Cuando le gano, regreso a la granja de los caballos exigiendo a gritos que no le sirvan comida al vencido. Pero eso sucede uno de cada mil partidos. Las otras veces él no obliga a nada. Con la excusa de la derrota, le dije a mi madre, en broma, que no iba a cenar. Ante mi consternación, guardó en la nevera mi ración de pollo con setas a la cazuela asegurando que así adelgazo.

Tumbado en mi cama, escuché como el insolidario señor Gris astillaba con sus fauces los huesos desnudos de carne en el patio, sin tener en cuenta que el ruido traspasaba las ventanas del dormitorio donde penaba mi recién inagurada dieta. No quise acusarle y sí aguardar a que me visitara el sueño para ver volar la mariposa en el cuerpo de Thaís.

Barrio

Hace dos meses de calendario que estoy con la muchacha triste.

He deseado celebrarlo entrando en su librería, vestido con corrección. Pero temía ver al fumador por la zona. Así que he detenido el ómnibus 39; baja a la playa que hace tanto tiempo que no visito.

He comido calamares a la romana, con la mirada en los veleros del muelle y el cerebro calculando los años que debería trabajar para comprar el más pequeño de todos. Con el postre, me he permitido el exceso de pedir una copa de cava para brindar por la relación. En el auto chin-chin, me he preguntado cómo estaría pasando ella este aniversario desde que le compré el cuento de la rata Maisy.

Un grupo de extranjeros tomaba el sol inofensivo de febrero en la mesa contigua de la terraza del restaurant, como en el cuadro de Edward Hopper, sin que detectaran el rastro del amor en mi rostro.

He regresado a casa caminando. Casi alcanzaba el lugar en el que duermo, cuando un hombre de edad avanzada –tendría un par de años más que yo- me ha preguntado por una dirección en inglés. He intentado explicarle mi desconocimento de la zona con signos, porque llevo un día estudiando su idioma y sólo sé decir: "This is my husband, Peter".

Todas los nombres de calle me suenan. Hace seis años que resido en esta zona. Pero no acierto en la diana con ninguno de ellos cuando un desorientado me pregunta. Tengo mala memoria. Antes, me atrevía a dirigir el camino de los viandantes. Pero, al llegar a casa y consultar la guía municipal, comprendía que los había mandado a la zozobra. Ahora, cuando me interrogan, les digo que también ando perdido en la ciudad porque pertenezo a la granja de los caballos donde no hay calles.

Conozco los lugares por la gente que vive allí o por los negocios en que necesito comprar. Camino hacia ellos sin vacilar. La calle del hombre sin suerte, la calle de la pescadería, la calle de correos, la calle de la muchacha triste, la calle del vidriero -que es amigo del hombre sin suerte-, la calle de la escuela infantil del pequeño Hayden, la calle del estanco. Me gustaría cambiar los nombes de esas rutas de paso. No sé nada de un tal Torrijos. ¿Acaso somos amigos? En cambio, sé de la mujer que despacha novelas allí.

Llego a casa. Hay una carta que no es una factura en el buzón. La deposito cerrada sobre el escritorio, suavemente. La leeré cuando regrese del paseo obligado con el señor Gris. Tengo curiosidad por ver si la letra de Paloma es semejante a su voz.

En el exterior, recorro un trayecto de mi calle. Es rectilínea, larga y estrecha. La mayoría de balcones ofrecen plantas. Se han puesto de moda las pequeñas tiendas de diseñadores téxtiles que emprenden su camino. Vive aquí mucha gente mayor que agradece que los estudiantes les cedan el paso. Me agrada tanto esa vía que jamás permito que el perro orine en ella. Quedaría bonito leer en la placa: "Calle del paseante y del señor Gris".

En France

Llueve y he pasado las horas ordenando la montaña de periódicos, revistas, cartas, catálogos, folletos... dormidos en la estantería de los asuntos pendientes desde hace meses.

Me ha alegrado descubrir entre ellos dos objetos preciosos: un CD de Manu Chao titulado Sibérie m’était contée, adjunto a un libro de dibujos de un extranjero llamado Wozniak.

No recuerdo haberlos comprado, ni si alguien me los regaló. He desprecintado el disco y ha sonado alegre a lo largo de la tarde en el aparato que emite música. Canta en francés y mi memoria ha volado al país del norte. Esa tierra es como una amante a la que visité todas las veces en que pude escaparme de mi matrimonio con el sur. Por eso soy francófono. El CD dice:

"J’ai besoin de la lune
pour lui parler la nuit.
J’ai besoin du soleil
pour me chauffer la vie.
J’ai besoin de la mer
pour regarder au loin.
J’ai tant besoin de toi
tout à côté de moi"

Francia fue Anne al principio. Aguardaba su llegada junto al cementerio de las afueras de Estrasbourg, en noche cerrada, con la única luz ocasional que surgía del interior de los modernos tranvías que pasaban puntuales, cada cinco minutos, frente a la parada. Permanecía sentado, planeando el abrazo para cuando la mujer descendiera de uno de ellos. A Anne le encantaba poner a prueba mi paciencia en la espera; pero una hora más después de tres meses sin ver el reflejo de Francia en su rostro no era gran cosa. Aparecía invariablemente tarde, con sus labios pintados de rojo infierno y el cabello azabache cortado a lo garçon. Con esa boca intensa me dijo por teléfono, antes de un nuevo viaje a la ciudad fronteriza, que no hiciera el equipaje. El CD dice:

Boulevard Brune
il est minuit.
Elle était blonde
Et si jolie...
Comme si la brume
s’était posée
sur mon regard,
sous les pleins phares,
de la police...
Quel est ton nom?
Je ne sais pas!
Où est ce que tu vas?
Je ne sais plus!
Comment tu t’apelles
Qu’est ce que t’as
dans les poches?

Regresé a Francia para recorrer las tierras llanas del Marne. Los conductores locales solían pitarnos en los adelantamientos porque llevábamos un coche con matrícula alemana –heridas no cerradas tras las guerras-, de regreso a la casa medieval en el pequeño pueblo de Nogeant cuyo jardín partía, como una cicatriz, un riachuelo. La fachada estaba decorada con lilas, y era agradable sentarse a su sombra para escuchar al grupo de personas hablando en alemán, sin verme obligado a participar en la conversación porque no comprendía nada. De vez en cuando, y ante un chiste celebrado por el grupo con entusiasmo, Hannah me regalaba la traducción con su voz distinguida para que me riera a destiempo. Hasta que se aburrió de trasladarme para siempre su idioma incomprensible y me quedé incomunicado. El CD dice:

"J’aime bien me promener au
Père Lachaise...
... mais pas trop logtemps..."

Posteriormente, Francia fue esa visita casual a la iglesia de Saint Eustache, cerca de Les Halles, una mañana de lunes en que buscaba una sombra en medio del calor del verano parisino. Un reducido grupo de personas celebraba una ceremonia fúnebre junto al altar. El resto del templo quedaba desierto. Me fui acercando al coro de cinco mujeres negras que cantaban un blues hermoso, mientras disimulaba observando con aire de turista las imágenes religiosas ennegrecidas por el paso del tiempo. Nadie se fijó en mí; así que me senté a cierta distancia de ellos y lloré porque estaba solo en París y porque quise dejar por escrito que deseaba ser enterrado en ese recinto mientras cinco mujeres negras cantaban en mi recuerdo. Pero no tenía ni papel, ni bolígrafo. El CD dice:

"Petite pluie
se réfugie
dans mes chaussettes.
Petite pluie fine
au fond des os."

La última Francia fue una tarde de primavera en el Pont d’Ienà. La Tour Eiffel mostraba un marcador luminoso con las horas restantes para alcanzar el año dos mil. Llovía con decadencia y permanecíamos a refugio bajo un paraguas, apoyados en la baranda del puente. Ana miraba las barcazas en el Sena y yo observaba la calzada sin tráfico. Se acercó una muchacha en bicicleta, sin hacer ruido. No pude dejar de mirarla. Ella tampoco rehusó mis ojos. Sonrió y me regaló un guiño, sin que Ana se diera cuenta. Sus labios estaban pintados de rojo infierno y llevaba el cabello azabache cortado a lo garçon: Francia. Al regresar al hotelito barato de Porte des Lilas permanecía el mal tiempo. Cenamos ligeramente en la habitación y, después, Ana se sentó junto a la ventana. Miraba llover. Me dijo, con su acento americano, que visitaba su memoria un poema de Joaquín Gurruchaga:

"¿Por qué en los días de lluvia
pasa una bicicleta en silencio
por nuestro corazón?"

Semanas después de ese viaje, regresó a su país del calor. Dejó olvidada en mi piso de Barcelona, escondida entre los pliegues de un mapa de París, la fotografía que le tomé junto a aquella ventana del hotel tras la poesía. Es lo único que me queda de ella.

Todas se han escapado flotando por los paisajes de mi recuerdo francés y no hay nada que hacer por rescatarlas. Se acaba el CD y sigue la vida. Creo que voy a iniciar el curso de inglés que guardo precintado en algún armario para cruzar nuevas fronteras. Pero eso será mañana. Hace rato que el señor Gris me vigila de cerca para que le saque de paseo. Apagamos la luz, cerramos la puerta a nuestras espaldas y nos perdemos entre los paraguas de los transeúntes, camino del Turó Parc, cantando –yo-:

"Petit matin,
le café chaud,
les dominos.
Le jour se lève,
comme tous
les jours.
Le jour se lève,
il fera beau."