Rogativas
martes, 5 de diciembre de 2006 by el paseante
Para que no se convierta en rutinario, quise hacer una leve variación en el trayecto de regreso a casa desde el Turó Parc. Ascendí por la calle Calvet, hasta alcanzar la vía Augusta, para dejarme caer desde allí en parapente entre las copas de los árboles de Santaló.
El señor Gris se asustó cuando se abrieron de repente tres portaladas de un edificio de piedra gris, para expulsar a la acera a una multitud de personas de diferentes edades con apariencia de felicidad. Pensé que se trataba del final de una sesión de cine hasta que, enmarcado en una oquedad, vi un crucifijo de madera en un muro.
Era la salida de la misa de las nueve de la iglesia de Sant Antoni de Pàdua. Los fotogramas con matrimonios maduros y sus hijos adolescentes, con parejas recientes y sus bebés, con esposos ancianos que sólo se abrazan cuando están en público, con amigas del instituto de melena oxigenada, con criadas sudamericanas que aprovechaban el final de su jornada en los duplex enormes de los señoritos para rezarle al buen Dios que las trajo acá... se proyectaron ante mis ojos.
Cuando Pilar Miró dirigía Televisión Española emitían cine de calidad en la sala de estar de los hogares, organizado en ciclos coherentes. Incluso se atrevían con las antiguallas del cine precursor en blanco y negro y sin sonido. Recuerdo la curiosidad antropológica de La salida de la misa de doce en la iglesia del Pilar de Zaragoza (filmada un 11 de octubre de 1896 por Eduardo Jimeno, con sus 651 fotogramas). Este domingo se repitió ante mis ojos, ahora en color y dialogada.
Poco ha cambiado en esos ciento diez años que separan ambas salidas. Creía que la asistencia a misa era un acto trasnochado. Pero comprobé que en los barrios altos no es así, y sigue tratándose de una costumbre marcada en las agendas o en los calendarios de pared. Sus habitantes tienen motivos para adorar a ese ser supremo que les permite vivir en unos apartamentos de doscientos metros cuadrados que requieren la visita periódica del diseñador de interiores, del portero uniformado en el vestíbulo y de acomodadores que les ayuden a encontrar con linterna el sofá frente al fantástico televisor de plasma.
De pequeño creía en Dios. La señora Sofía era la responsable de la catequesis en nuestro barrio de la tierra de la niebla, aunque ella no es muy católica. Nos hacía sentar entorno a la mesa de fórmica de la cocina para pedirnos que dibujáramos a las divinidades, tras contarnos cuentos de la Biblia. Uno trazaba un pollo con las alas extendidas y afirmaba que era un ángel anunciador. Otro pintaba un beattle con pantalón acampanado y aseguraba que era Jesús. El más inocente hacía una casita con chimenea manteniendo que era la casa del Señor. A mí me gustaba pintar con el color verde.
Nos bastó para superar el trámite de la comunión disfrazados de capitanitos con galones en las hombreras o de novias precoces. Poco a poco, sin darme cuenta de ello, fui alejándome de esas creencias religiosas. Ahora que lo analizo, encuentro varios motivos:
Uno. Por más que rezaba, la pequeña Mónica no me hacía caso.
Dos. Un hermano de La Salle nos castigaba con el peculiar método de compaginar los azotes en el trasero con masajes y apretones en esa zona. Hoy sería denunciable.
Tres. No quería ser monaguillo, pero me obligaron. Era demasiado bajito para llevar esa alargada túnica blanca. Un domingo, en misa de doce, atrapé con mi zapato la parte baja del faldón subiendo las escaleras después del repartimiento de las hostias y recibí la última. La abarrotada platea se partió de risa.
Cuatro. Tuve un profesor de filosofía en el instituto, ex religioso, que me enseñó otras maneras de entender el mundo. Su nombre es Ignasi Culleré y le doy las gracias, a destiempo.
Cinco. La persona más bondadosa que conocí jamás es atea. Se llama Peret, como el cantante. Combatió en guerras y, seguramente, acabó con alguna vida enemiga. Pero su filosofia vital me apasiona desde pequeño: inventa trucos de magia y filma amaneceres de flores para su hija disminuida psíquica. A ella ha dedicado su vida que ya se acaba. También, y especialmente, merci beaucoup.
Me considero ateo. Pero no me importa declarar que visito algunas veces la capilla del Sant Crist de Lepant, en la catedral de Barcelona. Es una talla de madera que portaba la nave capitana en la batalla de Lepanto (1571). Cuentan que ante el avance de un proyectil turco se ladeó, milagrosamente, para esquivarlo. Ahora es la de mayor culto en la ciudad. Los más necesitados afirman que si le pides un deseo factible te lo concede.
Le he pedido un piso en el Turó Parc repetidas veces. (Me mantengo en espera.) A cambio le prometo asistir semanalmente a misa en la iglesia de Sant Antoni de Pàdua, y arrugar la nariz ante los descreídos peatones con perro que encuentre a la salida.
El señor Gris se asustó cuando se abrieron de repente tres portaladas de un edificio de piedra gris, para expulsar a la acera a una multitud de personas de diferentes edades con apariencia de felicidad. Pensé que se trataba del final de una sesión de cine hasta que, enmarcado en una oquedad, vi un crucifijo de madera en un muro.
Era la salida de la misa de las nueve de la iglesia de Sant Antoni de Pàdua. Los fotogramas con matrimonios maduros y sus hijos adolescentes, con parejas recientes y sus bebés, con esposos ancianos que sólo se abrazan cuando están en público, con amigas del instituto de melena oxigenada, con criadas sudamericanas que aprovechaban el final de su jornada en los duplex enormes de los señoritos para rezarle al buen Dios que las trajo acá... se proyectaron ante mis ojos.
Cuando Pilar Miró dirigía Televisión Española emitían cine de calidad en la sala de estar de los hogares, organizado en ciclos coherentes. Incluso se atrevían con las antiguallas del cine precursor en blanco y negro y sin sonido. Recuerdo la curiosidad antropológica de La salida de la misa de doce en la iglesia del Pilar de Zaragoza (filmada un 11 de octubre de 1896 por Eduardo Jimeno, con sus 651 fotogramas). Este domingo se repitió ante mis ojos, ahora en color y dialogada.
Poco ha cambiado en esos ciento diez años que separan ambas salidas. Creía que la asistencia a misa era un acto trasnochado. Pero comprobé que en los barrios altos no es así, y sigue tratándose de una costumbre marcada en las agendas o en los calendarios de pared. Sus habitantes tienen motivos para adorar a ese ser supremo que les permite vivir en unos apartamentos de doscientos metros cuadrados que requieren la visita periódica del diseñador de interiores, del portero uniformado en el vestíbulo y de acomodadores que les ayuden a encontrar con linterna el sofá frente al fantástico televisor de plasma.
De pequeño creía en Dios. La señora Sofía era la responsable de la catequesis en nuestro barrio de la tierra de la niebla, aunque ella no es muy católica. Nos hacía sentar entorno a la mesa de fórmica de la cocina para pedirnos que dibujáramos a las divinidades, tras contarnos cuentos de la Biblia. Uno trazaba un pollo con las alas extendidas y afirmaba que era un ángel anunciador. Otro pintaba un beattle con pantalón acampanado y aseguraba que era Jesús. El más inocente hacía una casita con chimenea manteniendo que era la casa del Señor. A mí me gustaba pintar con el color verde.
Nos bastó para superar el trámite de la comunión disfrazados de capitanitos con galones en las hombreras o de novias precoces. Poco a poco, sin darme cuenta de ello, fui alejándome de esas creencias religiosas. Ahora que lo analizo, encuentro varios motivos:
Uno. Por más que rezaba, la pequeña Mónica no me hacía caso.
Dos. Un hermano de La Salle nos castigaba con el peculiar método de compaginar los azotes en el trasero con masajes y apretones en esa zona. Hoy sería denunciable.
Tres. No quería ser monaguillo, pero me obligaron. Era demasiado bajito para llevar esa alargada túnica blanca. Un domingo, en misa de doce, atrapé con mi zapato la parte baja del faldón subiendo las escaleras después del repartimiento de las hostias y recibí la última. La abarrotada platea se partió de risa.
Cuatro. Tuve un profesor de filosofía en el instituto, ex religioso, que me enseñó otras maneras de entender el mundo. Su nombre es Ignasi Culleré y le doy las gracias, a destiempo.
Cinco. La persona más bondadosa que conocí jamás es atea. Se llama Peret, como el cantante. Combatió en guerras y, seguramente, acabó con alguna vida enemiga. Pero su filosofia vital me apasiona desde pequeño: inventa trucos de magia y filma amaneceres de flores para su hija disminuida psíquica. A ella ha dedicado su vida que ya se acaba. También, y especialmente, merci beaucoup.
Me considero ateo. Pero no me importa declarar que visito algunas veces la capilla del Sant Crist de Lepant, en la catedral de Barcelona. Es una talla de madera que portaba la nave capitana en la batalla de Lepanto (1571). Cuentan que ante el avance de un proyectil turco se ladeó, milagrosamente, para esquivarlo. Ahora es la de mayor culto en la ciudad. Los más necesitados afirman que si le pides un deseo factible te lo concede.
Le he pedido un piso en el Turó Parc repetidas veces. (Me mantengo en espera.) A cambio le prometo asistir semanalmente a misa en la iglesia de Sant Antoni de Pàdua, y arrugar la nariz ante los descreídos peatones con perro que encuentre a la salida.
Bona nit, fa dies que et llegeixo, des que vas ser tan amable de deixar-me un comentari al blog, i he de dir-te que ara no puc deixar de llegir-te.
Qui sap, potser algun dia m'arribo fins al Turó Park i miro d'endevinar-te.
;)
Moltes gràcies Gemma, jo també et llegeixo. (T'he posat un link.)
Per endevinar-me al Turó Park busca algú que no tingui aspecte de viure en aquells pisos magnífics.
I això d'escriure el Park amb "k" em té mortificat. En alguns llocs ho trobo amb "k" i en altres amb "c". Sembla més català el Parc, oi?
Tens raó, se'm va escapar la k! Molt millor amb "c".
Ja he arribat al mes de setembre. Això de no sortir fora durant el llarg pont m'ha permès disposar de temps per descobrir-te des del primer post.
Esà resultant una lectura deliciosa.
Moltíssimes gràcies Gemma.