Zlatan Ibrahimovich


Me he vestido elegante con americana y corbata del Zara en rebajas. Antes me he duchado y me he puesto ropa interior limpia. Hoy voy a recibir a Zlatan Ibrahimovich en el Camp Nou. No soy experto en fútbol internacional. Pero ese tipo me entusiasma desde hace años, cuando estaba en el Ajax. Ahora sólo nos falta Yoann Gourcuff del Girondins de Burdeos en el medio campo y seremos invencibles (subiendo a Pedro y a Muniesa del filial). Para las personas que tengan todavía líbido, sean dels sexo que sean, os recomiendo buscar fotos de Gourcuff en Google. Ese tipo ayudaría a llenar el estadio.

Tiembla Madrid.

Una vez hubo una guerra (Manuel).



Mi abuelo paterno existió una vez. Se llamaba Manuel. Sólo le he conocido a través de fotografías.

Hay un estanque salitroso en la tierra de la niebla. Los vecinos extraían sal de allí, desde el siglo XV, cuando se evaporaban las aguas en verano. Tras la Guerra Civil, los militares lo secaron para reconvertir esas hectáreas en terrenos de cultivo que regalaron a gente venida de fuera de la comarca y que hablaba en la lengua en la que escribo este texto.

Hace poco, y tras décadas de lucha, las instituciones recuperaron el estanque, expropiando los terrenos, adecuándolos y llevando de nuevo el agua hasta allí para anegar ese parque que contará próximamente con 260 hectáreas listas para que todo vuelva a ser como fue entonces.

Mi padre me condujo hace un par de semanas en su viejo Ford-T al estanque salitroso. Había formado parte de su niñez, y en sus ojos grises se leían palabras que no emitía su garganta. Prefirió señalarme las especies forestales que lo poblaban: almendros, olivos, juncos, cañaverales. Me advirtió que andara con cuidado con esas comadrejas europeas que muerden, con los tejones, los zorros, los jabalís o esos sapos parteros que son capaces -si te distraes y te acercas demasiado a la orilla- de atraparte entre sus fauces y arrastrarte al fondo de las aguas hasta aniquilarte. Con esos aguiluchos laguneros con recursos para elevarte entre sus garras -si te descuidas- y llevarte al nido para que te devoren sus polluelos.

Me enseñó a descubrir esos peligros. En la tierra de la niebla pocos habitantes de la metrópolis, pocos usuarios de omnibuses, sobrevivirían más allá de un par de días. Hay que ser muy vivo allí. En ese paseo, vi nidos en la copa de un árbol. Me quedé medio minuto analizándolos y rápidamente le dije a mi padre: "Ocells?". Él asintió. Vi marcas de herraduras en el barro. Me puse en cuclillas para estudiarlas. Medio minuto después, aseguré rápidamente: "Cavalls". Él asintió.

Nos cruzamos con un amigo suyo de infancia. Llevaba gafas de sol y pantalones cortos de atletismo. Parecía un deportista junior, a pesar del rostro labrado. Contó que venía cada tarde a caminar su kilómetro y medio para mantener la forma física y, también, para recuperar ese lugar suyo de niñez que se había esfumado durante tantas décadas. Hacía siglos que no se veían, y repasaron el tiempo perdido con esa memoria repetitiva de los ancianos.

Cuando los combates de la Guerra Civil llegaron a la tierra de la niebla, ellos apenas se aguantaban sobre sus piernas de críos. Y jamás fueron muy conscientes de lo que sucedió realmente en esa batalla del Segre.

Tras la guerra, mi padre pudo disfrutar de su padre poco tiempo. Pero fue suficiente como para que le acompañara mil veces a ese estanque salitroso del que los vecinos extraían sal, desde el siglo XV, cuando se evaporaban sus aguas en verano. Fue el tiempo justo para que le alertara de todos esos peligros a los que no sobrevivirían los habitantes de la metrópolis, los usuarios de los omnibuses. Mi padre se bañaba allí, en ese oasis de esa zona semiárida de la tierra de la niebla. Saltaba feliz al agua para salpicar comadrejas y zorros que abrevaban en la orilla. Sin temor.

Su padre le vigilaba atento en la orilla, alertándole de los peligros para que ningún sapo partero le arrastrara al fondo de las aguas. Sin darse cuenta de los temores que le acechaban a él, todavía ajeno (en esa calma del estanque) a la condena de muerte que los militares le regalarían en esa posguerra. Mi abuelo era un asturiano menudo. En las fotos me recuerda a Picasso, con esa calva espléndida y la mirada viva. Cuentan que era inteligente, progresista, de trato sencillo aunque dirigiera una empresa hidráulica. Le debió ser fácil conquistar, en esas condiciones, a esa chica -mi abuela- de la tierra de la niebla. Hablaba en la lengua en la que escribo este texto. Cuando murió, mi padre era un niño todavía, y estoy seguro de que buscó mil veces, en esos caminos junto al estanque, las huellas de ese hombre del norte. Hasta que los militares secaron esas aguas en 1951.

Mi padre me llevó hace un par de semanas en su viejo Ford-T al estanque salitroso que acababan de rescatar las instituciones. La última fase de la recuperación había finalizado, y las aguas alcanzaban los márgenes de los caminos. Unas barquitas blancas estaban preparadas para dar paseos a siete euros los cuarenta minutos en el pequeño muelle. Había poca gente caminando allí. Es un lugar que recuerdan los viejos, pero que los jóvenes no han descubierto todavía. Estaba a punto de anochecer, y regresamos al aparcamiento. Pisé algo grande y todavía caliente en el camino. Me agaché y dije: "Merda". Después de medio minuto, deduje: "De cavall". Mi padre asintió con sus ojos grises, dándome una palmada en la espalda y viendo cómo prosperaba en mis conocimientos que me permitirán sobrevivir para siempre en ese entorno. Y luego mandó a pasear su mirada por el estanque, en busca de alguien que le arrebataron hace tiempo. En esa jodida posguerra.

PD: Como otras mil veces: gracias Ilse por la música.

PD2: Si us vé de gust una excursió diferent d'un dia, cliqueu aquí. Sereu benvinguts a la terra de la boira, fins i tot el carallot del Veí. No tinc comissió. I si trepitjeu merda, serà de cavall.

El vell Veí de Dalt


Igual me equivoco, pero creo que el Veí de Dalt hoy cumple años. Envejece el viejo cascarrabias, el terrible burlón, el tipo que lee libros extraños, el hombre que nos invita a participar en su universo infinito, el que cuida a la gente, el que me aguanta las cojonadas, el que tiene paciencia, el que va de chulo por la vida aunque sea un tímido del carajo, el que escribe un castellano fatal (t'he llegit el post de la Xurri, noi, i deunidó) y un catalán precioso. El que se esconde tras su máscara de un antiguo carnaval de Venecia. El que está en todas partes, aunque sea el hombre invisible. El que ha hecho feliz a esa chica (abriendo la palma de su mano y dejando escapar miles de estrellas). El que está a gusto en su casita con jardín en Blogville (aunque asegure que habita en el piso de arriba, ese tiene un adosado -es un pijo). Allí vive tranquilo, con sus pantuflas, viéndolas venir. Igual me equivoco, pero creo que hoy el Veí de Dalt peina más canas. Tendremos que darle sopitas y ponerle la manta de cuadros sobre las rodillas. En el fondo, es un tipo entrañable.

Igual me equivoco, pero creo que yo también cumplo años hoy. Al primero que me diga que me hago viejo, que soy un terrible burlón, que leo libros extraños le corto las alas. Al primero que quiera ponerme una mantita de cuadros sobre las piernas le desheredo. Hasta ahí podríamos llegar.

Felicitats Veí. Demà tornarem a ser enemics. Avui hi ha treva.

Michael Jackson & Pina Bausch


Esta noche, a pesar del calor, el pequeño faraón Nil -mi sobrino pequeño- ha corrido los cien metros lisos de la glorieta al recibidor y del recibidor a la glorieta no sé cuántas veces, desplazándose como un poseso sobre su tren inferior con el dorsal número 1 adherido a sus pañales. Ha hecho salto de longitud en el sofá de tres plazas del comedor. En un descuido, ha practicado descenso vertical desde la ventana de la terraza al suelo del comedor apoyando cautamente los pies en los salientes de una estantería. Y cuando quería repetir la experiencia -corriendo hacia el exterior- le he frenado a tiempo. Le he dicho muy serio: "Córrer i saltar al sofà, sí. La finestra pampam", mientras señalaba hacia allí.

Pensé que arrancaría a llorar, porque se ha quedado unos segundos quieto, mirándome con esos enormes ojos negros y sin saber qué hacer. Entonces ha cogido su taburete azul cielo, se ha montado en él al estilo bebé y se ha puesto a bailar y a cantar riéndose como un condenado, contorneando la cadera y desplazando los brazos con armonía. Aunque es algo paticorto y barrigón, es elegante como un faraón en relieve. Le encanta la música y es puro ritmo a sus tres añitos. Es jazz. Es improvisación. Se mueve como un aprendiz avanzado de Michael Jackson. Debe tener relación con su carga genética.

A pesar del calor, él no sudaba en absoluto, mientras yo necesitaba hidratarme constantemente por la pérdida de líquidos. Me ha costado que se durmiera. Pero el paso de las páginas con historias, personajes y animales de su tierra le ha hecho entornar poco a poco los párpados hasta que ya no me miraba y he apagado la luna (no es una metáfora, su lámpara tiene esa forma y la luz es amarilla).

Es nuestra primera noche solos. El pequeño Hayden está en unas montañas con su padre, seguramente haciendo la cabra, y mi hermana está de juerga con sus amigas, seguramente haciendo la cabra también.

El pequeño Hayden es muy diferente a su hermano. Es más un tirador de esgrima que un triatleta con dorsal en los pañales. Es espigado, de zancada larga, de movimientos estilizados y pausados. Es más de método que de improvisación. Si quiere subirse a un manzano estudia previamente y con detalle el terreno, mientras el pequeño faraón Nil ya ha trepado por la otra cara del árbol sin saber cómo lo ha conseguido. El pequeño Hayden podría bailar en una coreografía de Pina Bausch (que se ha largado recientemente a hacerle compañía a Michael Jackson sobre ese escenario de los bailarines desaparecidos): un salto lateral, un segundo de inmovilidad, dos pasos al frente desplegando los brazos, una frenada, una caída brusca de barbilla.

Personalmente, prefiero la danza moderna a los saltitos enloquecidos de los dioses del pop. Siempre me han parecido fantásticas las creaciones de Pina Bausch, de Sol Picó, de Lidia Azzopardi y Cesc Gelabert. De esas compañías belgas actuales que veo anunciadas en el periódico y cuyo precio no me puedo permitir (salvo que las pasen en el canal 33 de televisión). Esa danza moderna me recuerda al cine mudo. A esa necesidad de contar una historia sin palabras, sólo con la expresión física. De contorsionar el cuerpo para transmitir un cuento. De difundir una idea con un simple paso adelante o un giro de cadera.

En casa de los Hayden tendrán los dos estilos: Michael Jackson y Pina Bausch.

Después de que el pequeño faraón Nil se quedara dormido he apagado la luna (no es una metáfora, su lámpara tiene esa forma y la luz es amarilla), he cortado un par de tomates maduros en la cocina, los he aliñado con aceite de oliva virgen y una extraña sal: sel spécial mouclade de l'île de Ré que he encontrado en la repisa. Me he sentado a tomar el fresco en la terraza, después de tanto calor. A oscuras.

Los Hayden, padre e hijo, estaban haciendo la cabra en la montaña. La señora Hayden estaba bailando el breikindanse, el crusaíto, el maiquelyason, el robocop... haciendo la cabra con sus amigas. Y yo esperaba el cambio de guardia comiendo tomates a oscuras y contando estrellas a escasos metros del tipo del barrio con más ritmo en su cuerpo.