La espera


En el expreso de media tarde de regreso de la tierra de la niebla, la gente rememora sus Navidades en la noche cerrada de las ventanillas. Dan cabezazos contra el cristal por el sueño que les vence después de tantos excesos. Se despiertan con el pitido y la voz metálica que anuncia una nueva estación. Y se vuelven a dormir. En el asiento de delante viaja una mujer atractiva, con la etiqueta de Air France Privé en su maleta. Interpreto que es una azafata de vuelo, que ahora viaja en un avión terrestre sobre carriles. Tiene el cabello salvaje y rojizo. Es alta. Atractiva. Huele a Francia.

El convoy frena en un túnel bajo tierra. Dejo que ella baje ante mis pasos. La sigo por el pasillo de la estación del paseo de Gràcia, hasta la salida a la calle Aragó. Allí la abraza un tipo con gafas y poco cabello. Y ella se aleja agarrada de su cintura con sus botas eternas de montar a caballo.

Llego a mi piso. Busco nervioso en el correo una respuesta de Violette Moulin. Le escribí antes de partir por las fiestas de Navidad, para pedirle ir un poco más allá de nuestra palabras en los blogs. Me la imagino con sus botas eternas de montar a caballo, con sus etiquetas de Air France Privé en su maleta. Con su aroma a Francia. Esperando a que diga que sí. A que me permita esperarla en la salida de la calle Aragó. A que me deje tomar una cerveza con ella.

La bandeja de entrada está vacía.

Blocaire Invisible 2009 - Tres pistes noves

Per evitar les conyetes de certa mademoiselle, seré concís en les noves pistes:

-Escriu en català.

-El seu blog és més jove que el meu.

-El seu primer post té la meitat de comentaris que el meu primer post.

Blocaire Invisible 2009 - Primera pista


Ha costat, però ja tinc amic/amiga invisible en aquesta iniciativa de l'Alepsi, l'Anna Tarambana i el Veí de Dalt. Us dono la primera pista:

No m'importaria passar una nit amb aquesta persona. Crec que tenim moltes coses en comú. No ens faltarien temes de conversa amb un gin tonic entre les mans. Podria ser l'inici d'una bona amistat, i qui sap si d'alguna cosa més.

Fotomatón


Hay un lugar en el mundo donde te sientes más solo que en ninguna parte. He acudido allí. He prendido un cigarrillo de liar. La puntita roja apenas se reflejaba en la pantalla del fotomatón. Estaba con melena de Rey León. Mañana me voy a rapar al uno, porque vienen meses de batalla. De guerra cruel. Me he retratado así, piloso, para la renovación del DNI, mientras pasaban ambulancias urgentes por la calle Balmes. He esperado a que se secaran las fotografías para comprobar que me parezco a Benito Mussolini. He caminado a casa para cenar. Luego, esta noche, os he buscado en "Google images". Hace días os propuse que me mandarais imágenes de aquellos famosos a los que os parecéis.

Poco a poco, habéis corrido la cortinilla del fotomatón para poner la mejor de vuestras caras ante el fogonazo del flash. Y semejaros a alguien que no seáis vosotros: un personaje popular, por ejemplo. Mientras descargaba fotografías, sonreía. Os imaginaba parecidos a ellos.

Muchas gracias por participar en este juego. Si alguien se quiere apuntar a última hora, lo publicaré en el blog.






Xurri - Isabella Rossellini








Duschgel - Jolin Tsai.







Gemma - Mercè Arànega.







Arare- Monica Vitti.








El Capità- Omar Shariff.







Emily - Susan Sarandon.






Nimue - Françoise Hardy.








Cris- Ornella Muti.







El Veí - Gunoei Yokoi.








Khalina - Emily Watson.








Atikus - Germán Copini.








Be - Christy Turlington.








MK - Ally McGraw.









Violette Moulin - Ava Gardner








Fra Miquel - Keanu Reeves









La Rateta Miquey - Jacqueline Kennedy






Pratinsky - Bruce Willis







Ilse - Barbara Streisand







Yo - Benito Mussolini.

Burt Lancaster


Esta tarde he ido a ver al pequeño Hayden en ese curso de circo que sigue tras un escaparate de la calle Milà i Fontanals. Estaba colgado boca abajo en el trapecio, imitando a Burt Lancaster en una película de piratas, cuando me ha descubierto tras el cristal. Se sostenía allá arriba con sus piernecitas. Me ha dibujado una sonrisa que parecía triste puesta al revés. En la puerta, la madre de otro niño acrobático me ha comentado que nos parecemos. Nunca me lo habían dicho, y no creo que sea cierto. Él es guapo y no está contaminado por la vida.

Ha acabado su clase circense del jueves a las siete en punto, y hemos paseado un ratito hasta ese mercado que parece un sombrerito inglés de media copa, hasta la librería de la muchacha triste, hasta la plaza de los helados caros (se sabe la ruta de memoria, el espabilado). Hemos sorteado bicicletas en la acera, hemos saltado entre las ruedas de cochecitos con niños multiculturales que pretendían atropellarnos, hemos tenido paciencia para cruzar los pasos de peatones (con nuestro semáforo en verde), aguardando a que los conductores con patillas largas acabaran de ningunearnos con sus bólidos tuneados. El pequeño Hayden quería prenderse en la nueva decoración navideña para hacer de Burt Lancaster. Pero no conseguía llegar a tanta altura sobre mis hombros.

Le he devuelto a casa. Pasear con el niño es como tirar de la correa de un caracol-mascota. Tardas en recorrer cinco metros con él lo que te costaría caminar cinco kilómetros en soledad. Pero aprendes a ser un cachorro de nuevo, a fijarte en detalles insignificantes que para ellos son una aventura. Le he dejado al amparo de sus progenitores, no sin antes quedar con el pequeño Hayden para ir a pasear por el campo. Este domingo. En la tierra de la niebla.

He remontado el camino hasta mi barrio, observando las luces navideñas. Me he acordado de ese piso en Madrid, con una vela apagada a la que pronto se acercará una cerilla prendida. De esa persiana clausurada en un taller mecánico, con cuadros en el suelo y la tía buena que ha descendido del calendario para convertirse en dueña del local. De esa terraza pendiente de blanquear sobre el río, con ella haciendo las maletas hacia la capital del reino. De ese patio andaluz en Congrés, repleto de gatas que escarban las plantas. De la voz de la princesita en la emisora de radio. De las artistas que cantan por las calles del Poble Nou (en otra ciudad). De mi madre que cumple años este fin de semana, y no creo que haya puesto todavía la decoración navideña en el comedor.

Frente al hotel Comtes d'Urgell, no sé por qué, me he acordado de Mónica, que ya no está. La fachada del establecimiento estaba repleta de cables con luces amarillas. El pequeño Hayden (mi personita preferida en el mundo), al que me he parecido físicamente por un instante, me habría pedido montarse en mi espalda para trepar a ese cielo iluminado. Y ejercer de Burt Lancaster.

PD: Gracias por la música, Ilse. Manel, por fin.

Quitarnos la careta

Últimamente hay iniciativas en Blogville (copyright de Violette Moulin) que pretenden despojarnos de ese manto que nos convierte en seres anónimos. Desconozco si es bueno o malo cruzar esa frontera imaginaria más peligrosa que la del norte de México. Ciudad Juárez, por poner un ejemplo (en el estado de Chihuahua). Pero es excitante, sin duda.

Hace poco, Duschgel y Esencial nos propusieron grabar un relato con nuestras voces. Escuché esas gargantas tímidas (menos que la mía, porque no participé). Hoy han colgado la segunda convocatoria, y tengo curiosidad por oírlas.

La semana pasada, El Veí de Dalt tuvo la primera buena idea de su vida: convocarnos en un chat. Me pasé un rato eterno leyendo esos mensajes tímidos que se cruzaban los asistentes (menos vergonzosos que los míos, porque no despegué los labios en toda la velada). Tenía curiodidad por descifrarlos, discretamente.

Quiero proponeros una tercera fase en ese acercamiento: mostrarnos la cara. He descubierto una web en la que subes tu fotografía y te dicen a qué personajes famosos te pareces por reconocimiento facial. Te dan diez posibilidades, de mayor a menor en porcentaje de similitud. Es entretenido y sólo te lleva cinco minutos de tu vida. Si me mandáis los resultados (por comentario o email -no vale hacer trampas, porque todos los hombres querríamos ser como José María Ánsar y todas las mujeres como Scarlett Johansson), haré un post dentro de un par de semanas. Una lista por orden de llegada, no de mayor a menor atractivo. También los podríais poner en vuestros blogs. Así nos vemos las caras, aunque sea a través del rostro de un famoso. En cualquier caso, sólo es una idea, un divertimento, no una obligación.

Mis resultados dicen que soy un pseudo clon de un tal Alexis Denisof. Somos similiares en un setenta y cinco por ciento. No tengo ni idea de quién es. He visto fotos suyas en Google images, y la verdad es que no soy tan feo. Entre mis diez famosos me llama la atención el séptimo de la lista: Benito Mussolini (sesenta y tres por ciento de parecido). Mola. Creo que tendré que comprarme una camisa negra para ir a votar en las próximas elecciones a mi querido partido. Como alguien se chive de cuál es, me va a oír.

PD: Hay dos iniciativas de blogs participativos que me gustan. Una es Dimarts de sang, de Xurri y Pere Saragatona. Cada martes nos proponen resolver un crimen. No es un simple pasatiempos. Hay que currárselo y tener nociones de novela negra. La segunda es Dash y Lilly, de Emily. Escribe una relación difícil y ficticia entre Dashiell Hammett y Lillian Hellman, y nos permite ser personajes secundarios. Reinvertarnos. Ponernos una nueva careta.

Encuentro en Blogville


Escribimos y nos comentamos sin conocermos. Nos intuimos el carácter, hasta el punto de declarar que el Veí de Dalt es un canalla desvergonzado que vive de rentas y se pasa el día caminando por su ático-dúplex de Sarrià vestido con un albornoz de boxeador.

También hay gente seria en el mundo de los blogs. Jamás se me ocurriría ponerle un comentario chistoso a Joana, a Anna o a Menta Fresca. Me infunden respeto (no sé por qué). Escriben de manera sincera, y notas que sus textos no son forzados. Al contrario del Veí de Dalt, que pretende camelarnos con sus palabras susurradas al oído.

Hay escritoras de blogs a las que leen pocos. Viven al margen de nuestros circuitos. Como Be. Me gustó su comentario diciendo que intentaba entrar en el chat, sin conseguirlo. Pretendía incorporarse a nuestro universo esa tarde en que estábamos convocados por el Veí de Dalt. Días antes, él se detuvo con su albornoz de boxeador frente al ordenador, y tuvo la brillante idea de proponer a los habitantes de Blogville un encuentro en internet.

Fue una reunión original. Apenas caté los canapés del Veí (por si estaban caducados). Estuve serio. Sobrio. Comedido. En mi línea. La antítesis de ese canalla desvergonzado que se pasa el día caminando por su ático-dúplex de Sarrià, y que no paró de pavonearse ante las chicas. También me vi obligado a soportar que Emily fuera una trepa y quisiera casarse con él, como Violette o Rita. Unas chicas oportunistas. Al menos coincidí con Khalina. Nos retiramos a una esquina para rememorar viejos tiempos.

Migraciones tristes


Planté mis botas apresuradas en los barrizales de la tierra de la niebla. Se hacía de noche, y con el cambio de horario calculé mal la puesta de sol, aunque hacía rato que veía el astro escondiéndose tras las nubes ensangrentadas. En las copas de los árboles y en los tendidos eléctricos, mil aves cantaban para reunirse y emprender el largo camino en busca de un lugar menos frío. Se preparaban para escapar del invierno y de nosotros en esa noche incipiente; para abandonarnos hasta el buen tiempo. Me hubiera gustado acompañarlas en su migración. Pero carecía de alas.

Emigro a escala reducida: de la tierra de la niebla a Barcelona. De regreso a la metrópolis, en una estación se montaron dos negros altivos en el vagón, cargados de equipaje: un hombre con americana y camisa blanca, y una mujer con vestido y turbante multicolor. Perfectos para asistir a una misa de no sé qué religión. Otro se quedó en el andén. Era menudo, frágil. Con chaqueta deportiva adquirida en un mercadillo y pantalones económicos. Pensé que sonreía, pero tenía lágrimas en las mejillas. Mostraba sus dientes por el dolor en el despido. Una mujer, con el cabello rizado y la piel pálida, le observaba a distancia. También en el andén. Se distanció de su grupo humano para acercarse al africano y preguntarle qué le sucedía. Le pasó una mano por la espalda, en la pasarela, tras descubrir su duelo interno. Él la apartó para correr tras el convoy, con las manos amagando sus torrentes tristes, mientras sus mocasines de trapo saltaban sobre las baldosas buscando una última mirada de los negros del tren -sin duda, sus familiares más cercanos- en la ventanilla. Huíamos de él por el empuje de nuestra locomotora. En la curva, dejamos de verle. Éramos aves migratorias, y él no tenía alas. Los pájaros van y vienen. La gente vamos y venimos. Volveré a ver a mi familia pronto, mucho antes que el africano. Él se limitará a añorar a la suya.

Ayer murió un ser vivo, en un pasillo triste de una clínica veterinaria. Emigró a las nubes. Previamente corrió doce años tras las huellas de alguien (visitadle si tenéis un momento) que la rescató en una protectora de animales. Quizá habría fallecido mucho antes sin él (siempre me han admirado los malnacidos que pierden su tiempo en esas cosas, en lugar de dedicarse a especular en la bolsa, como ese hombre canoso, atontado y sensible. Un fotógrafo excelente, en cualquier caso). Era una preciosa setter, hija de perra, de ojos oscuros y tranquilos. Se ha largado al cielo, escapándose de su familia en esa noche incipiente. Les ha abandonado ladrando a duras penas. Era lo mejor para ella (su enfermedad corría por la pista de los cien metros lisos, con aspecto de atleta. Buscando batir el macabro récord de velocidad). Quizá ella regrese -como las aves migratorias- con el buen tiempo, cuando todos nos volvamos a reunir en el más allá. Sin migraciones. Sin tendidos eléctricos. Sin trenes que se alejan. Sin pasillos tristes en las clínicas veterinarias.

Harén Fútbol Club 8 (convocatoria)


Hace tiempo que preparo la táctica del fuera de juego con el asistente Atikus. Dibujo esquemitas en mi libreta de hojas cuadriculadas. Cuando sube una de las jugadoras laterales (trazo una línea ascendente), dos de las delanteras deben procurar arrastrar a las defensas contrarias hacia abajo (trazo una línea descendente), mientras la tercera atacante se incorpora evitando el fuera de juego (trazo una nueva línea ascendente). Es fácil, pero cuesta explicarlo aquí.

Hace tiempo que andamos pensando en convocaros por internet con el asistente Átikus. Estamos lejos unos de otros, y de momento nos ha sido imposible encontrarnos para entrenar. El próximo veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar- podríamos quedar en un chat de Vilaweb. En la sala Atletisme jamás hay nadie. Si os parece bien, allí os espero a las ocho de la tarde. Dejad a vuestras parejas e hijos al amparo de canguros marsupiales. Pedid que os anulen las citas con el dentista. Olvidad que esa novela en la mesita de noche era interesante. No saquéis a pasear al perro. También podéis obviar otras citas para esas horas, como reuniones de vecinos en el rellano del edificio (acostumbran a acabar en peleas del tipo: el ascensor no lo usamos los residentes del entresuelo). Son tremendamente aburridas. A cambio, os prometo una distendida charla sobre la táctica del fuera de juego, de tres o cuatro horas en el chat. Si hay clamor popular, la alargaré un rato más. Después haremos unas cuantas flexiones y abdominales -no más de cien-, cada una en el suelo frío de su piso para acabar el encuentro con una cierta puesta a punto corporal. Será una noche tremenda.

El veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar- estoy seguro que formaréis allí, con vuestras libretas de hojas cuadriculadas, para trazar líneas que suben o bajan. Como sucede en la vida.

Las convocadas son: M y Xurri, en la portería. Be, Gemma, Nimue y Rita en la defensa central. Alatrencada, Silenci, Somiant la lluna y Violette en las defensas laterales. Joana y MK, en el pivote defensivo. Katrin, Khalina, Mirielle y País Secret en los medios centros ofensivos. Anna, Thaís, Arare, Cris, Emily e Ilse en la delantera. Mi antiguo equipo, con algún cambio que he anotado en la libreta cuadriculada de viejo entrenador.

Pasaré lista el veinticinco de noviembre -fecha elegida al azar-, a las ocho de la tarde.

El hombre invisible


En el pasillo central de Lidl tenían trompetas por ciento diecinueve euros, un bajo con amplificador por doscientos cuarenta y pico y un juego de dos congas por ciento veintinueve. Parecía una tienda para músicos, cuando sólo había entrado a comprar mejillones en escabeche y papel de cocina. Pero me gusta revisar con las gafas en la punta de la nariz esas ofertas estrambóticas en el pasillo central de Lidl.

Noté una mano en mi hombro. Me giré y era mi ángel de la guarda, Melahel, después de tanto tiempo, con su mirada clara y su barbita canosa. Nos estudiamos como en un duelo en el Far West. Cuesta recuperar de pronto la afinidad con alguien, cuando han pasado tantos meses. "Me hiciste falta, ¿dónde te habías escondido?", le pregunté por fin. Sonrió y levantó los hombros. Le devolví la sonrisa con mis labios en un contorno necesitado de un buen afeitado, y elevé mis espaldas. Tampoco yo sabía dónde me había extraviado todo ese tiempo. Me señaló -porque él no habla- un cajón con latas que parecían de bebida isotónica. Estaban etiquetadas con títulos de películas antiguas: El hombre lobo, El doctor Mabuse, El conde Drácula, El hombre invisible... Pasó la palma de su mano abierta sobre esos productos, para que eligiera uno, como si fuera un vendedor en un mercado turco. Me decanté por El hombre invisible. Me pidió que lo tomara. Leí previamente la composición del artículo y no encontré la palabra matarratas entre esas líneas de letra menuda, pero sí hacía referencia a los carbohidratos y las sales. Estaba garantizado con el sello de la UE, y mi ángel de la guarda insistía en que lo tragara. Así que hice presión con mi pulgar en la anilla y salió un escape de gas. Melahel articuló el gesto del porrón, acercando la mano a su boca. Confié en él. Lo engullí. En el pasillo central de Lidl estaba mi carrito de la compra, abandonado. Pero no estaba yo, ni Melahel (aunque a él nadie le podía contemplar antes). Imagino que desaparecimos de las pantallas de televisión de control en el supermercado.

No veía mis pantalones enfundando mis piernas, ni esa chaqueta protegiendo mi torso con el frío recién llegado. Extrañamente, era invisible. ¿Quién no ha soñado con ser eso alguna vez? Cuando lo imaginas, piensas en espiar a la muchacha triste de la librería mientras se ducha, antes que en entrar en el despacho de un estafador para revisar sus cuentas y aportar pruebas al juez. En robar ese bolso de Loewe que le gusta tanto a ella, y regalárselo como si hubieras sudado trabajando mil y una horas para adquirirlo. En borrar tus antecedentes penales en los juzgados. En montarte en un avión a isla Margarita, sin pasar controles, ni facturar tu equipaje

Pero cuando eres invisible de verdad no sabes qué hacer. Estás desconcertado. Puse tímidamente una lata de mejillones y un paquete de papel de cocina en la mochila. Y salí sin que sonaran las alarmas del Lidl. Cené un plato de potaje castellano en el Bar Restaurante Los Salmantinos sin pasar por caja (sólo costaba cuatro euros, pero me apetecía; aunque tuviera mesa reservada en los mejores restaurantes de la ciudad al ser invisible). Tuve ganas de hacerle la zancadilla al camarero cargado con una bandeja de sopas, pero el ángel frenó mi pie.

Ese fue todo mi robo. Luego Melahel y yo paseamos por la Rambla sin que nos atracaran (simplemente porque no nos veían). Pintamos en la cazadora de un motero parado frente a un semáforo en rojo que aceleraba con el tubo de escape trucado: "Soy gilipollas". Le tomamos gusto al spray, y nos dedicamos a grafitear la fachada del Ayuntamiento y de la Generalitat, sin que nos vieran los agentes uniformados en la entrada de los edificios gubernamentales, la frase: "Exigimos explicaciones". Escribimos pintadas en las puertas de mil pendencieros que se creían impunes a la ley levantando mil edificios innecesarios a base de sobornos. Melahel y yo éramos invisibles a sus cámaras de vigilancia y pudimos aplicarnos en redactar con letra redonda y pausada esos insultos en sus paredes, irreproducibles aquí. Entramos en la casa de un maltratador que comía cacahuetes mirando una película violenta. Apagamos su aparato y se levantó para aporrear el televisor. Luego cerramos el foco de su lámpara de pie. Después le cayó una colleja en la nuca, y le susurramos al oído que jamás lo volviera a hacer, porque le vigilaríamos de cerca (ser invisible no significa ser mudo). Abrió la puerta y salió gritando espantado de su piso.

Jugamos un rato más a ser invisibles, con ganas de acabar. Antes, nos quedaba un tema pendiente.

Cuando eres invisible de verdad, te olvidas de espiar a la vecina en la bañera. Pero no del vecino. Visitamos al Veí de Dalt, sin que nos viera. Estaba en el comedor. Llevaba una camiseta promocional de una empresa de mudanzas, calzoncillos desgastados y zapatillas de cuadritos. Tenía un aspecto desalentado, pero era lo más parecido a un uniforme de fútbol que pudo conseguir. Intentaba pegarle patadas a un balón de Nivea, para colarlo en la portería que había formado con dos pilas de novelas. Sobre la mesa permanecía abierto un libro: Introducción a las tácticas del fútbol. Puse el pulgar en el interruptor de su lamparita para apagarla y pegarle una colleja, pero Melahel me frenó. Con la mirada dijo que no estaba bien, y con un gesto de su mano me invitó a regresar a casa.

A medianoche, llegué a mi piso y puse la llave en el cerrojo. Me giré para convidar al ángel a que pasara. Ya no estaba. En el espejo de la entrada volvía a ser real mi rostro pendenciero. Pero me había gustado la experiencia de ser invisible. Mañana regresaré al pasillo central del Lidl para adquirir una nueva lata de esa bebida isotónica. Quizá cuando leáis este texto estaré a vuestra espalda, observandoos. Si escucháis una respiración profunda en vuestras nucas y no hay nadie, no tengáis miedo. Soy yo. Es que ando algo resfriado.

Pic-nic


Llegué al edificio de la Pedrera puntual como un reloj, con media hora de retraso. La mujer de los mares del sur tenía cara de fastidio, tras esperarme en ese banco de madera tanto tiempo. No nos habíamos visto desde las pasadas Navidades, e imagino que debí correr más deprisa bajando por Gran de Gràcia, para no disgustarla. Me había contado su debilidad física, aunque me pareció igual de hermosa que entonces.

Le prometí una comida en el restaurante Vía Veneto. Pero estaba todo reservado. Así que caminamos hundidos en nuestra decepción al Turó Parc. Extraje de mi mochila unos bocadillos de jamón York que había preparado por si acaso en mi apartamento, y unas botellas de agua refrescadas para ese pic-nic junto al estanque con tortugas invisibles. Corría una brisa que despeinaba los árboles del parque, cuando ella sacó de su mochila un perro de trapo precioso y dos libros de Salinger. Me los regaló. Los tengo ahora en la cama, pendientes de abrazar o de leer. A cambio, sólo pude ofrecerle mandarinas de postre. Cuando la acompañé a su ómnibus, de regreso a sus tierras del sur, nuestras siluetas se miraron en el estanque del parque un instante. Nos sonreímos allí. Y nos abrazamos. En la vida real seguíamos distantes. Tímidos.

Caminamos por la avenida Diagonal, ganando tiempo hasta que llegara su medio de transporte. Creo que le molestó que mi brazo se extendiera sobre un banco, tras su espalda. Mientras recordábamos viejo tiempos. Fumando tabaco de liar. Mirando los raíles del tranvía.

Girar


Este verano, el pequeño Hayden le prestó el hámster Pepo a su abuelo para que se lo cuidara durante sus vacaciones en Francia. Cuando regresó, el hombre mayor le contó que el roedor se había portado bien, y que cada día lo sacaba un ratito de la jaula para que paseara por el patio de la granja de los caballos (con la escopeta cargada por si bajaba un gato vagabundo de los tejados). Desde entonces, el pequeño Hayden tenía entre ceja y ceja que por el cumpleaños de su abuelo le regalaría un Pepo. Y cada tarde, a la salida del colegio, pegaba su nariz en el escaparate de la tienda de animales de la calle Nàpols.

En ese septuagésimo sexto aniversario de mi padre viajamos a la tierra de la niebla, en coches y trenes. Comimos como dioses. La señora Sofía preparó un aperitivo con cazoletas de sepia, calamares y gambas. Luego aparecieron en la mesa la fideuà, los caracoles a la llauna, la carne a la brasa con setas frescas, el pastel de cumpleaños. El pequeño Hayden estaba inquieto. Sólo quería limpiarse los labios de los restos de salsa y que le dejaran correr a su habitación donde hacía dos días que escondía al hámster (que giraba y giraba en la mini noria bajo la cama). Le ayudé a bajar la jaula al comedor, cada uno agarrándola por un extremo (como si pesara tanto). El tenista quedó sorprendido y extrajo al roedor con cuidado, tomándolo por la panza mientras sacudía las patitas en el aire (el hámster, no mi padre). Es marrón con manchas blancas, parece una vaca en miniatura. No muerde, y va a llenar de vida las tardes del tenista. Se marchó con su regalo a la terraza, para leer el periódico y fumar un pequeño puro, mientras veía al hámster Pepito girar y girar a escasos centímetros de sus alpargatas. Quizá pensaba que era la última mascota que le regalarían en su existencia, cuando ya creía que no tendría otra después de aquella.

En su ausencia, mi madre nos relató secretos con el café de la sobremesa. Nos dijo que su marido sólo había tenido un animal en su vida. De niño, su padre le regaló un perro. No recordaba ni su nombre, ni su raza, pero el tenista lo había querido mucho. La señora Sofía nos contó que cuando murió el perro, los vecinos veían al pequeño vagando por el campo en horas de colegio. Hasta que descubrieron que se saltaba las clases para hacer un poco de compañía a su compañero de juegos que habían enterrado allí, junto a ese nogal donde él se detenía a media tarde. Cada día. Seguía siendo un niño cuando falleció el hombre que le había comprado el can. Y durante mucho tiempo también se saltó las clases de geografía para ir a visitar la tumba de su padre en el cementerio. Cada día.

El tenista se hizo un hombre y le regalaron carteras, libros o corbatas por su cumpleaños. Pero nadie se acordó jamás de que le gustan los bichos, de que es un sentimental. Hasta que el pequeño Hayden -su nieto- pegó su nariz en el escaparate de esa tienda de animales de la calle Nàpols. Y comenzó a trazar el plan de su regalo.

A estas horas de la noche, el viejo sentimental debe haberse quedado frito frente al televisor, y la señora Sofía ya lleva un par de horas en su cama de la granja de los caballos soñando los trajines diarios de mañana. Pepito seguramente hace girar la mini noria en la cocina porque es noctámbulo como yo. En Barcelona pienso en todo eso, y en que mañana hará dos años que murió el señor Gris. No tengo ningún lugar al que ir para hacerle un poco de compañía. Pero salgo al balcón y sé dónde mirar. Allí gira con Hedy, su amiga doberman. En su noria compartida.

Por la mañana, a mediodía y por la tarde


Ha sido una mañana de papeleos tristes en la Delegación de Hacienda de Sant Cugat (impreso 036). A la salida, he pegado una palmada fuerte en la espalda de mi viejo socio, y le he deseado buena suerte. En el tren de los ferrocarriles de la Generalitat de Catalunya, de regreso a casa, he visto pasar pinares verdes. Un basurero con pinta de intelectual (barbita recortada y gafas de pasta) arrastraba nuestra mala educación al interior de su pala tras la ventanilla, en la estación de Valldoreix.

Ha sido un mediodía de papeleos tristes en la Delegación de Hacienda de la plaza Lesseps (impreso 037). A la salida, me he pegado una palmada fuerte en la espalda y me he deseado buena suerte. Estaba solo, y en una de las dos aceras el sol daba en la cara. He caminado por ella hasta alcanzar la plaza de Gal.la Placídia. Unas mujeres (no había hombres) comían ensaladas en los bancos del parque. Parecían descansar de trabajos agobiantes, con las sandalias o los zapatos de tacón descalzados, tomando el sol como las zebras del zoo. A su lado tenían tendidos periódicos gratuitos que hojeaban entre bocado y bocado.

Me he sentado un rato entre ellas. Llevaba la mochila llena de papeles que ya formaban parte del pasado. No tenía ensaladas en envases de plástico. El sol del penúltimo día de septiembre me acariciaba la nuca. Me sentía bien allí, arrastrando los pies por el polvo. Pensando. Hasta que ha sonado mi móvil que nunca suena. Era el pequeño Hayden. Quería que le acompañara esa tarde a comprar un hámster de regalo por el cumpleaños de su abuelo. (Traduzco del catalán).

-¿Cuánto cuesta el hámster?
-Espera que se lo pregunto a la mami.
(De fondo se escucha "seis euros").
-Seis euros, tío.
-Bufff, es muy caro, por ese mismo precio podríamos comprar un caballo. ¿Y si le regalamos un caballo?
-Ohhh, buena idea tío.
-Pregúntaselo a la mami.

Hemos quedado frente a la tienda de animales al norte de la calle Nàpols, después de almorzar. El pequeño Hayden y el faraón Nil se han colgado a mi espalda. Cada día pesan más, pero me agrada que curven mi torso como si fuera una caña azotada por un vendaval. No había caballos por seis euros, pero sí roedores. Uno era marrón, el elegido para entrar a formar parte de nuestra existencia los próximos dos años (sus vidas son cortas). Tras el cristal del escaparate, por la calzada circulaba un ómnibus con gente mirando papeles tristes. Esperando una llamada de móvil salvadora. Quizá con voz de niño.

PD: Gràcies per la música Emily.

Harén Fútbol Club 7 (Pinball)


En el deporte unipersonal del pinball necesitas buenos reflejos para que la bola metálica no se cuele entre los flippers, y el whisky no se derrame sobre el cristal con los bandazos. Apuro el cigarrillo entre mis labios (tengo las manos ocupadas). Elevo la bola hacia la bancada, hacia las bandas de rebote, la hago trotar en los bumpers que me la devuelven envenenada y se cuela en el desagüe, a pesar de que empuje la máquina con mi cadera. Game over. Esta jornada ha comenzado a anochecer de buena mañana. Hoy llueve siempre, eternamente, todo el santo día. Tras los cristales de ese bar en que estoy siempre, eternamente, todo el santo día. Llevo jersei por primera vez desde hace meses. Pido otro whisky y pago una nueva sesión en la máquina. Religiosamente.

Le pego a la diana abatible y luego a la fija. Veo subir puntos en el marcador, aunque no tiene pinta de ser una buena partida. Un hombre entra calado en el bar con su sombrero de ala ancha (como los de Bogart) y una gabardina oscura. Sin descuidar mi mirada del marcador y la bola, sé que se trata de Atikus (después de tantos meses). Me tiende la mano, pero necesito las dos para elevar una bola difícil y dirigirla al hongo luminoso. Se queda allí ingrávida en el magnasave, el justo instante para mirar a Atikus y decirle "Hola". "Hola" responde él, lacónicamente.

-El Veí de Dalt ha recuperado a su equipo -me cuenta.
-Que lo disfrute -le respondo, mientras hago un nudge para salvar una bola.
-Tiene ganas de retarnos.
-Ya no tenemos equipo, chico. Se largaron aquel verano. Nos dejaron colgados en esa granja -la bola baja envenenada, pero la subo arriba para rebotarla y tener un multiball. Consigo infinidad de puntos, estoy a punto de lograr partida gratis, cuando Atikus desconecta la máquina del interruptor de la luz. Game over.
-Están todas. Las del viejo equipo. Están en forma. Quieren regresar a la competición.
-No vuelvas a apargarme el pinball -le digo agachándome para volver a conectar la máquina.
-Te digo que están todas, ninguna ha aceptado las ofertas del Veí para pasarse a su equipo -y me mira transparente bajo su sombrero empapado, mientras detiene mi mano.
-No me necesitan.
-Pero tú las necesitas a ellas.

Llueve tras la ventana. Atikus está calado. Reclamo otro whisky. No va a dejar que me lo sirvan. Me va a hartar a cafés con leche en ese bar en que estoy siempre, eternamente, todo el santo día, mientras me propone planes de entrenamiento, estrategias de juego con el viejo equipo. Mientras me habla de ilusiones del tipo volver a entrenar al Harén Fútbol Club.

Vil.la Amèlia i Vil.la Cecília

Hace un tiempo, Fra Miquel y yo paseamos por unos jardines de Sarrià. El resultado fue un post conjunto que él colgó en su blog mientras yo estaba unos días de vacaciones. Luego he sido tan maleducado que no he hecho referencia a esa colaboración. Supongo que muchos ya lo habéis visto. Y si no, os invito a hacerlo en Llibre primer. Gràcies Fra Miquel per permetre'm escriure a casa teva.

Colaboraciones anteriores:
Parc del Centre del Poblenou.
Colònia Castells.

Una tarde de finales de verano.


Tengo un libro de Ernest Hemingway: París era una fiesta. Nunca lo he leído, pero extrañamente anoto allí frases que escucho o leo y despiertan mi interés. Escribo en él con letra redonda, de bachiller aplicado, en los márgenes inmaculados de las páginas. Esa novela es de mi propiedad, y puedo tatuarla como quiera.

"Los enanos poseen un sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista", Augusto Monterroso.

"El hombre es el animal que convierte el mundo en problema", Jean Paul Sartre.

"No golpees nunca a nadie cuando está en el suelo, porque puede ser que cuando se levante sea más alto que tú", proverbio chino.

"Para vivir un año, hay que morir muchas veces mucho", Ángel González.

"He dormido en cien islas, donde los libros eran árboles", Lawrence Ferlinghetti.

"La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir, y lo nuevo no acaba de nacer", Bertolt Brecht.

Todas esas sentencias me afectan en este final de un extraño verano. Especialmente la última. Estoy en eso, en acabar de matar lo viejo e ilusionarme con lo nuevo. Ignoro si lo conseguiré. Pero he pensado en intentarlo ahora que las playas están más llenas de gaviotas que de bañistas. Ya pensaba hacerlo ese día reciente en que el pequeño Hayden me acompañó por última vez a pasear entre los manzanos estivales. Le permití bañarse en el canal, en esa garganta luminosa frente a los depósitos de agua municipales, mientras me preguntaba si era su mejor colega y si se podía sacar los calzoncillos para no mojarlos.

Le veía disfrutar en el agua, envidiando toda esa vida que le queda por delante. Él todavía no tiene en su cabecita pensar si la crisis se produce cuando lo nuevo no acaba de nacer, ni lo viejo acaba de morir. Como hace su tío.

Una tarde a finales de este pasado agosto fui a pasear al Turó Parc en una de mis rutinas, con las manos en los bolsillos de esos pantalones que me vienen grandes. Apenas me crucé con nadie. Las aceras permanecían vacías, y en la calzada había sitio para aparcar coches. En el parque encontré a un tipo con el cuerpo moldeado en un gimnasio. Tomaba el sol en un banco, y marcaba posturitas para que le sacaran fotos con el pecho descubierto. Un par de niñas paseaban perros de raza cerca de él, ignorándole. Aterrizaron palomas entre mis piernas, iniciando cortejos con el pecho inflado mientras arrastraban las plumas de la cola por el polvo. Había cuatro gatos en el recinto, e imperaba una tranquilidad agradable. Recuerdo especialmente ese silencio inmenso de esa tarde.

Abandoné el parque, por la puerta oriental. Las avenidas, las calles, los paseos, los pasajes permanecían desocupados. Así que me sorprendió ver a la chica de los ricitos. Tomaba un refresco en la terraza de Casa Tejada. Hacía años que no la veía, y parecíamos estar solos en la ciudad. Una vez estuve enamorado de ella. Recobré la sensación de su mirada tremendamente azul. Seguía igual de guapa que entonces, e inclinaba su tórax para preocuparse de la pequeña Judith: un bebé de apenas un año y pocos meses. Disimulé al pasar a su lado. No me vio. Sólo tenía ojos para su futuro. Y yo miré levemente a mi pasado, en esa terraza. "La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir, y lo nuevo no acaba de nacer", Bertolt Brecht. Me incorporé a la acera derecha de la calle Madrazo. Las perdí de vista, como tantas otras cosas en este final de verano que quiere guardarse en una caja con dibujos para niños hasta dentro de muchos meses.

Entretanto, llegará el invierno y tendremos frío, y nos calentaremos como podamos. Y sacaremos proyectos vitales o profesionales adelante. O lo intentaremos, al menos. Creo que nos irá bien. Estaremos preparados para cuando regrese el nuevo verano. Entonces escribiremos desde una playa lejana o local. De arena muy blanca. Probablemente seguiremos mostrándonos felices. El pequeño Hayden me interrogará si sigo siendo su mejor colega, mientras se baña en esa garganta del canal, preguntándome si se quita los calzoncillos. De nuevo. En 2010. Habrá pasado un año, e ignoramos ahora qué habremos hecho entonces. Sin esa bola de cristal. Seguramente seremos mejores.

Leo en mi libro tatuado, antes de acostarme: "Hay hombres que luchan un día, y son buenos. Hay hombres que luchan muchos días y son mejores. Hay hombres que luchan toda la vida y esos son imprescindibles", autor desconocido.

Barcelona sin dinero


Este domingo salí sin dinero del piso. Caminé hasta el final de Via Laietana por la acera de sombra, como haría un gato en un mediodía de agosto. Un poco más allá hay unas playas sin barreras de peaje. Todo gratis. Me tumbé en la arena para acabar de leer El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga, que me prestó hace tiempo la mujer de los mares del sur. Estos días me siento un poco como David, el protagonista de la novela.

"Para mediados de julio se podía decir de mí lo que los campesinos felices decían de quienes no querían hablar con nadie y se encerraban en sus casas: bere buruari ekinda dago (se ha vuelto un enemigo de sí mismo). Todo me era indiferente."

A media tarde, recogí la toalla y marché un rato por el borde de la playa, dejando mis huellas efímeramente en el suelo, hasta que las olas saltaban para recuperar la virginidad de la superficie. Otros años mi mirada se habría perdido entre las turistas, pretendiendo que alguna de ellas reconociera en mí al candidato ideal para ponerles crema.

Remonté el paseo Joan de Borbó. Un poco más allá hay un barrio gótico sin barreras de peaje. Todo gratis. Me senté en la plaza de Sant Iu, apoyando mi espalda en esas piedras centenarias del Museu Marés. Un tipo con aspecto de saco de pulgas y perilla de mosquetero tocaba un hang drum, un instrumento con apariencia de platillo volante que emite sonidos metálicos y armoniosos, inventado hace apenas una década por una pareja de suizos en sus montañas inmaculadas (sólo admiten pedidos por correo convencional -no aceptan emails-, y hay que ir a recoger el trasto en persona). El músico parecía abducido por sus melodías, y ladeaba mecánicamente su cabeza coronada con un gorrito extraño. Me relajó, y sonreí por primera vez en todo el día, ladeando también mi cabeza con los acordes del hang.

Después me disponía a descender la escalinata de la catedral para regresar a casa, cuando una escena captó mi atención y decidí sentarme en un peldaño. Allá abajo, en la avenida, un corro de espectadores espontáneos observaba a un tipo de apariencia británica que ejercía de mimo con unos simples patines, una nariz roja y un pito en la boca. Miraba con gesto serio a los pequeños que le observaban embobados de lejos (con cautela), hasta que elegía a una víctima entre ellos. Lanzaba al aire un lazo imaginario y, supuestamente, lo cazaba. Luego tiraba de la cuerda dando grandes zancadas sobre sus ruedas mientras el pequeño escapaba corriendo entre carcajadas. Siempre los acababa alcanzado. Los elevaba del suelo de una brazada y los acercaba patinando al lugar donde Ally Mcgraw, su esposa (imagino que están casados, porque se dieron un beso en la boca al final del espectáculo) hacía figuritas con globos para los prisioneros. Me hizo reír espontáneamente, por primera vez en muchos días. Él parecía tan feliz -sudado, agotado- regalando su mímica a cambio de unas monedas, que me contagió su vitalidad. Una joven francesa con piercings y un turbante gris se sentó a mi lado. También parecía gustarle el espectáculo callejero. De vez en cuando se giraba a mirar mis carcajadas y se contagiaba de ellas. Si estás contento y en paz (ni que sea por unos instantes) la gente te observa, se acerca, se siente a gusto a tu lado. "Dar buen rollo", creo que lo llaman los jóvenes.

Este domingo, de noche, salí de nuevo sin dinero de mi piso. Ilse acababa de llegar en AVE desde Madrid, arrastrando sus maletas a la una de la madrugada hasta el hotel en esa zona de la ciudad oscura, sin vida. Parecía cansada en la recepción, como si también se sintiera hija del acordeonista. Bajamos en taxi (ella dice tasi) hasta la línea de costa, y a la hora de pagar el trayecto desplegué mis bolsillos vacíos. Los locales del Born estaban cerrando las persianas. Así que nos sentamos en el Moll de la Fusta, mirando el agua. Todo gratis. Hablamos un rato de nuestras miserias. Hasta que le conté lo mucho que me había reído con el clown en la avenida de la Catedral esa misma tarde. Lo bien que me había ido hacerlo. Entonces abrió su mochila para extraer unos patines, una nariz de payaso y un pito. Comenzó a patinar frente al mar oscuro que parecía de gasolina. Quiso cazarme con un lazo imaginario, pero yo la esquivaba tras las palmeras, entre carcajadas. Ilse quería evitar que nadie diga nunca más de nosotros: "Bere buruari ekinda dago".

Volví a desplegar mis bolsillos vacíos cuando me plantó la gorra en la cara para pedir la voluntad. Elevé los hombros y estiré los brazos.

PD: Las últimas tres tardes he visto al payaso con aspecto británico en la avenida de la Catedral. No conozco sus horarios. Pero os lo recomiendo abiertamente. Las últimas tres noches he visto a la payasa madrileña (de aspecto británico) en distintos puntos de la ciudad. No conozco sus horarios. Pero os la recomiendo abiertamente. Ese tipo de gente te alegra la vida. Son como tener vacaciones.

Una vez hubo una guerra (Concepció).


Mi abuela materna existió una vez. Se llamaba Concepció.

La recuerdo de niño cuidándome de mi dislocación de hombro tras una caída en esa masía infinita y repleta de estancias en las que el polvo flotaba a la luz de los ventanales a media tarde, donde los fantasmas de los antepasados campesinos me perseguían para hacerme reír con sus cosquillas. En ese lugar plagado de nostalgias. Concepció murió cuando era muy pequeño. No tengo una fotografía clara de ese día en que dejó de darme la merienda junto al pozo de agua, para pasar a engrosar la lista de los fantasmas antepasados que me perseguían para hacerme gritar entre risas. Prefiero recordar, aunque sea levemente, su mirada pacífica y cansada tras una dura vida de trabajo en el campo. Una mirada cansada tras tantos partos.

Hace unos días, acudí a la exposición de los fotoperiodistas Gerda Taro y Robert Capa con la mujer checa (vestida con una floreada y carísima blusa de Chanel), en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC). Mil turistas esperaban que comenzara el espectáculo de las fuentes mágicas, desplegados en las escaleras y los miradores de la avenida de la Reina María Cristina, ajenos a esa exposición gratuita a la que no nos costó entrar. Apareció con una compañera de trabajo, la lectora de carteles, y tuve que volverme a guardar el anillo de prometida que compré hace años para ella y que se aburre en un bolsillo de mi pantalón tejano. Unas veces por culpa del pescador de gambas, otras por la presencia de la mujer irlandesa y ahora por esa nueva mujer de cabello ensortijado y con sentido del humor.

Desfilamos por los pasillos del museo, sufriendo ese maldito calor. Las fotografías eran minúsculas, en copias de plata. Me llamó la atención una de ellas. Una familia escapaba en carro de la batalla del Segre, en la Guerra Civil española. Mi abuela materna, Concepció, huyó así de allí -mientras su marido tiraba de la mula-, y parió a la señora Sofía en un almacén de grano de una pequeña población de la tierra de la niebla. Sin ayuda médica.

Me gustaría que la señora Sofía visitara esa exposición, porque siempre me explicaba esa secuencia de su vida. El animal de tiro, el carro, las cinco hermanas montadas en él (que la precedieron en su llegada a este mundo) acariciando la barriga de su madre para calmar al feto ante el estruendo de la guerra. El parto fue difícil mientras el aire olía a pólvora.

Me gustaría que la visitara, pero cuando la señora Sofía viene a Barcelona no está para miserias. Prefiere pasear por el paseo de Gracia y contemplar los escaparates caros con su mirada italiana buscando blusas floreadas de Chanel (antes que ir a ver fotografías en blanco y negro de eso que ya olvidó), mientras el tenista se acalora ante la posibilidad de que se le pueda ocurrir la idea de entrar en una de esas boutiques.

Gerda Taro y Robert Capa fotografiaron su niñez miserable. Veía esa exposición con la mujer checa y la lectora de carteles, sudando por el bochorno, mientras les contaba que Concepció estuvo en ese lugar, preñada. En esa guerra. Es posible que elevara un poco el tono de voz con mi entusiasmo ante el descubrimiento de esas fotografías que ilustraban los recuerdos que me narraban cuando era niño. La mujer checa me pidió compostura, mientras me acomodaba la boina que se había ladeado.

A las diez de la noche nos expulsaron del MNAC, y descendimos las laderas de la montaña de Montjuïc. Una pequeña brisa nos refrescó en las escaleras mecánicas. Ellas me avisaron que vigilara con la fauna de la ciudad. Hay que ser muy vivo para sobrevivir aquí. Me previnieron de que ningún teckel me agarrara con su mandíbula de dientes afilados para arrastrarme por la avenida de les Corts Catalanes hasta dislocarme un hombro. Que ninguna gaviota me elevara entre sus patas hasta llevarme a su nido para que me devoraran sus polluelos. Que ninguna carpa me sumergiera en las fuentes de Montjuïc, hasta ahogarme. La mayoría de habitantes de la tierra de la niebla perecerían rápidamente en la gran ciudad.

Nos detuvimos en una terraza fresca y pedimos bocadillos y cervezas. Se agregó al grupo la compañera de piso de la lectora de carteles. Éramos cuatro personas prácticamente desconocidas, agradeciendo ese aire refrescante que hacía precipitar las hojas caducas de los árboles. Bajo sus copas nos interrogamos por nuestras vidas. Sin ruido de bombas en el horizonte.

Nos despedimos antes de que cerraran el metro. Acompañé a la mujer checa hasta la boca de Paral.lel, procurando que no me atropellaran los taxis siguiendo sus pasos de urbanita que cruza en rojo los semáforos. La mayoría de habitantes de la tierra de la niebla perecerían rápidamente en la gran ciudad. Quise mostrarle mi anillo de compromiso, pero ella andaba apurada. Faltaba poco para el último convoy. Se detuvo sólo un segundo para colocarme de nuevo bien la boina, y descendió trotando las escaleras con su blusa de Chanel. Sin darme un miserable beso en la mejilla.

PD: Como siempre, Ilse la música es tuya. Gracias. Me gustó mucho tu último post. Como siempre.

Zlatan Ibrahimovich


Me he vestido elegante con americana y corbata del Zara en rebajas. Antes me he duchado y me he puesto ropa interior limpia. Hoy voy a recibir a Zlatan Ibrahimovich en el Camp Nou. No soy experto en fútbol internacional. Pero ese tipo me entusiasma desde hace años, cuando estaba en el Ajax. Ahora sólo nos falta Yoann Gourcuff del Girondins de Burdeos en el medio campo y seremos invencibles (subiendo a Pedro y a Muniesa del filial). Para las personas que tengan todavía líbido, sean dels sexo que sean, os recomiendo buscar fotos de Gourcuff en Google. Ese tipo ayudaría a llenar el estadio.

Tiembla Madrid.

Una vez hubo una guerra (Manuel).



Mi abuelo paterno existió una vez. Se llamaba Manuel. Sólo le he conocido a través de fotografías.

Hay un estanque salitroso en la tierra de la niebla. Los vecinos extraían sal de allí, desde el siglo XV, cuando se evaporaban las aguas en verano. Tras la Guerra Civil, los militares lo secaron para reconvertir esas hectáreas en terrenos de cultivo que regalaron a gente venida de fuera de la comarca y que hablaba en la lengua en la que escribo este texto.

Hace poco, y tras décadas de lucha, las instituciones recuperaron el estanque, expropiando los terrenos, adecuándolos y llevando de nuevo el agua hasta allí para anegar ese parque que contará próximamente con 260 hectáreas listas para que todo vuelva a ser como fue entonces.

Mi padre me condujo hace un par de semanas en su viejo Ford-T al estanque salitroso. Había formado parte de su niñez, y en sus ojos grises se leían palabras que no emitía su garganta. Prefirió señalarme las especies forestales que lo poblaban: almendros, olivos, juncos, cañaverales. Me advirtió que andara con cuidado con esas comadrejas europeas que muerden, con los tejones, los zorros, los jabalís o esos sapos parteros que son capaces -si te distraes y te acercas demasiado a la orilla- de atraparte entre sus fauces y arrastrarte al fondo de las aguas hasta aniquilarte. Con esos aguiluchos laguneros con recursos para elevarte entre sus garras -si te descuidas- y llevarte al nido para que te devoren sus polluelos.

Me enseñó a descubrir esos peligros. En la tierra de la niebla pocos habitantes de la metrópolis, pocos usuarios de omnibuses, sobrevivirían más allá de un par de días. Hay que ser muy vivo allí. En ese paseo, vi nidos en la copa de un árbol. Me quedé medio minuto analizándolos y rápidamente le dije a mi padre: "Ocells?". Él asintió. Vi marcas de herraduras en el barro. Me puse en cuclillas para estudiarlas. Medio minuto después, aseguré rápidamente: "Cavalls". Él asintió.

Nos cruzamos con un amigo suyo de infancia. Llevaba gafas de sol y pantalones cortos de atletismo. Parecía un deportista junior, a pesar del rostro labrado. Contó que venía cada tarde a caminar su kilómetro y medio para mantener la forma física y, también, para recuperar ese lugar suyo de niñez que se había esfumado durante tantas décadas. Hacía siglos que no se veían, y repasaron el tiempo perdido con esa memoria repetitiva de los ancianos.

Cuando los combates de la Guerra Civil llegaron a la tierra de la niebla, ellos apenas se aguantaban sobre sus piernas de críos. Y jamás fueron muy conscientes de lo que sucedió realmente en esa batalla del Segre.

Tras la guerra, mi padre pudo disfrutar de su padre poco tiempo. Pero fue suficiente como para que le acompañara mil veces a ese estanque salitroso del que los vecinos extraían sal, desde el siglo XV, cuando se evaporaban sus aguas en verano. Fue el tiempo justo para que le alertara de todos esos peligros a los que no sobrevivirían los habitantes de la metrópolis, los usuarios de los omnibuses. Mi padre se bañaba allí, en ese oasis de esa zona semiárida de la tierra de la niebla. Saltaba feliz al agua para salpicar comadrejas y zorros que abrevaban en la orilla. Sin temor.

Su padre le vigilaba atento en la orilla, alertándole de los peligros para que ningún sapo partero le arrastrara al fondo de las aguas. Sin darse cuenta de los temores que le acechaban a él, todavía ajeno (en esa calma del estanque) a la condena de muerte que los militares le regalarían en esa posguerra. Mi abuelo era un asturiano menudo. En las fotos me recuerda a Picasso, con esa calva espléndida y la mirada viva. Cuentan que era inteligente, progresista, de trato sencillo aunque dirigiera una empresa hidráulica. Le debió ser fácil conquistar, en esas condiciones, a esa chica -mi abuela- de la tierra de la niebla. Hablaba en la lengua en la que escribo este texto. Cuando murió, mi padre era un niño todavía, y estoy seguro de que buscó mil veces, en esos caminos junto al estanque, las huellas de ese hombre del norte. Hasta que los militares secaron esas aguas en 1951.

Mi padre me llevó hace un par de semanas en su viejo Ford-T al estanque salitroso que acababan de rescatar las instituciones. La última fase de la recuperación había finalizado, y las aguas alcanzaban los márgenes de los caminos. Unas barquitas blancas estaban preparadas para dar paseos a siete euros los cuarenta minutos en el pequeño muelle. Había poca gente caminando allí. Es un lugar que recuerdan los viejos, pero que los jóvenes no han descubierto todavía. Estaba a punto de anochecer, y regresamos al aparcamiento. Pisé algo grande y todavía caliente en el camino. Me agaché y dije: "Merda". Después de medio minuto, deduje: "De cavall". Mi padre asintió con sus ojos grises, dándome una palmada en la espalda y viendo cómo prosperaba en mis conocimientos que me permitirán sobrevivir para siempre en ese entorno. Y luego mandó a pasear su mirada por el estanque, en busca de alguien que le arrebataron hace tiempo. En esa jodida posguerra.

PD: Como otras mil veces: gracias Ilse por la música.

PD2: Si us vé de gust una excursió diferent d'un dia, cliqueu aquí. Sereu benvinguts a la terra de la boira, fins i tot el carallot del Veí. No tinc comissió. I si trepitjeu merda, serà de cavall.

El vell Veí de Dalt


Igual me equivoco, pero creo que el Veí de Dalt hoy cumple años. Envejece el viejo cascarrabias, el terrible burlón, el tipo que lee libros extraños, el hombre que nos invita a participar en su universo infinito, el que cuida a la gente, el que me aguanta las cojonadas, el que tiene paciencia, el que va de chulo por la vida aunque sea un tímido del carajo, el que escribe un castellano fatal (t'he llegit el post de la Xurri, noi, i deunidó) y un catalán precioso. El que se esconde tras su máscara de un antiguo carnaval de Venecia. El que está en todas partes, aunque sea el hombre invisible. El que ha hecho feliz a esa chica (abriendo la palma de su mano y dejando escapar miles de estrellas). El que está a gusto en su casita con jardín en Blogville (aunque asegure que habita en el piso de arriba, ese tiene un adosado -es un pijo). Allí vive tranquilo, con sus pantuflas, viéndolas venir. Igual me equivoco, pero creo que hoy el Veí de Dalt peina más canas. Tendremos que darle sopitas y ponerle la manta de cuadros sobre las rodillas. En el fondo, es un tipo entrañable.

Igual me equivoco, pero creo que yo también cumplo años hoy. Al primero que me diga que me hago viejo, que soy un terrible burlón, que leo libros extraños le corto las alas. Al primero que quiera ponerme una mantita de cuadros sobre las piernas le desheredo. Hasta ahí podríamos llegar.

Felicitats Veí. Demà tornarem a ser enemics. Avui hi ha treva.

Michael Jackson & Pina Bausch


Esta noche, a pesar del calor, el pequeño faraón Nil -mi sobrino pequeño- ha corrido los cien metros lisos de la glorieta al recibidor y del recibidor a la glorieta no sé cuántas veces, desplazándose como un poseso sobre su tren inferior con el dorsal número 1 adherido a sus pañales. Ha hecho salto de longitud en el sofá de tres plazas del comedor. En un descuido, ha practicado descenso vertical desde la ventana de la terraza al suelo del comedor apoyando cautamente los pies en los salientes de una estantería. Y cuando quería repetir la experiencia -corriendo hacia el exterior- le he frenado a tiempo. Le he dicho muy serio: "Córrer i saltar al sofà, sí. La finestra pampam", mientras señalaba hacia allí.

Pensé que arrancaría a llorar, porque se ha quedado unos segundos quieto, mirándome con esos enormes ojos negros y sin saber qué hacer. Entonces ha cogido su taburete azul cielo, se ha montado en él al estilo bebé y se ha puesto a bailar y a cantar riéndose como un condenado, contorneando la cadera y desplazando los brazos con armonía. Aunque es algo paticorto y barrigón, es elegante como un faraón en relieve. Le encanta la música y es puro ritmo a sus tres añitos. Es jazz. Es improvisación. Se mueve como un aprendiz avanzado de Michael Jackson. Debe tener relación con su carga genética.

A pesar del calor, él no sudaba en absoluto, mientras yo necesitaba hidratarme constantemente por la pérdida de líquidos. Me ha costado que se durmiera. Pero el paso de las páginas con historias, personajes y animales de su tierra le ha hecho entornar poco a poco los párpados hasta que ya no me miraba y he apagado la luna (no es una metáfora, su lámpara tiene esa forma y la luz es amarilla).

Es nuestra primera noche solos. El pequeño Hayden está en unas montañas con su padre, seguramente haciendo la cabra, y mi hermana está de juerga con sus amigas, seguramente haciendo la cabra también.

El pequeño Hayden es muy diferente a su hermano. Es más un tirador de esgrima que un triatleta con dorsal en los pañales. Es espigado, de zancada larga, de movimientos estilizados y pausados. Es más de método que de improvisación. Si quiere subirse a un manzano estudia previamente y con detalle el terreno, mientras el pequeño faraón Nil ya ha trepado por la otra cara del árbol sin saber cómo lo ha conseguido. El pequeño Hayden podría bailar en una coreografía de Pina Bausch (que se ha largado recientemente a hacerle compañía a Michael Jackson sobre ese escenario de los bailarines desaparecidos): un salto lateral, un segundo de inmovilidad, dos pasos al frente desplegando los brazos, una frenada, una caída brusca de barbilla.

Personalmente, prefiero la danza moderna a los saltitos enloquecidos de los dioses del pop. Siempre me han parecido fantásticas las creaciones de Pina Bausch, de Sol Picó, de Lidia Azzopardi y Cesc Gelabert. De esas compañías belgas actuales que veo anunciadas en el periódico y cuyo precio no me puedo permitir (salvo que las pasen en el canal 33 de televisión). Esa danza moderna me recuerda al cine mudo. A esa necesidad de contar una historia sin palabras, sólo con la expresión física. De contorsionar el cuerpo para transmitir un cuento. De difundir una idea con un simple paso adelante o un giro de cadera.

En casa de los Hayden tendrán los dos estilos: Michael Jackson y Pina Bausch.

Después de que el pequeño faraón Nil se quedara dormido he apagado la luna (no es una metáfora, su lámpara tiene esa forma y la luz es amarilla), he cortado un par de tomates maduros en la cocina, los he aliñado con aceite de oliva virgen y una extraña sal: sel spécial mouclade de l'île de Ré que he encontrado en la repisa. Me he sentado a tomar el fresco en la terraza, después de tanto calor. A oscuras.

Los Hayden, padre e hijo, estaban haciendo la cabra en la montaña. La señora Hayden estaba bailando el breikindanse, el crusaíto, el maiquelyason, el robocop... haciendo la cabra con sus amigas. Y yo esperaba el cambio de guardia comiendo tomates a oscuras y contando estrellas a escasos metros del tipo del barrio con más ritmo en su cuerpo.

Nochevieja en junio


Bajé en el suburbano a medianoche hasta el punto más cercano a la playa al que me podía acercar ese transporte. La noche de San Juan siempre me ha parecido el inicio de un nuevo ciclo (en el que debes tirar, quemar, depurar, desear... cosas). Es mi Nochevieja. La de verdad me deprime.

Caminé entre la multitud, y las tracas me hicieron bailar un zapateado en esa acera del paseo Joan de Borbó. Olía a mar. Normalmente bajo solo. Normalmente me mojo las manos o los pies en el Mediterráneo solo. Pero esa noche hice una llamada perdida a su móvil. Y en la esquina al final de la calle, frente a ese edificio feo con balcones rojos, aparecieron la princesita y Buñuel. Hacía un año que no les veía, y parecían salidos de una foto fija de entonces. Como en un daguerrotipo. Siguen siendo igual de guapos.

Caminamos entre la multitud, y las tracas nos hicieron bailar un zapateado en esas zonas asfaltadas junto al mar, y luego sobre la arena. Nos alejamos de la muchedumbre y nos acercamos a esa playa que antes era nudista, junto al nuevo hotel vela. Todo ese espacio parecía transformado. Hablamos de temas pendientes, y aseguré que si esa noche acaricias una ola tendrás suerte el resto del año. Como era su primera víspera de San Juan junto al Mediterráneo, las olas les sorprendieron y les calaron los pantalones. Yo salté a tiempo hacia atrás (soy más listo que esa pareja). Y me quedé tumbado en la arena, con la ropa seca, junto a la botella de vino, mientras la princesita y Buñuel se desnudaban para acabarse de bañar. Aparté la mirada de sus cuerpos lácteos para no ver panoramas a los que no estoy acostumbrado, mientras buscaban sus bañadores recién adquiridos en Decathlon en sus mochilas. Cuando volví a mirar, flotaban entre las olas como focas. Van a tener mucha suerte este año nuevo.

Ella salió primero del agua y canturreó a mi lado una canción céltica de bienvenida del solsticio de verano, con su voz de locutora de radio, mientras se secaba junto a la botella de vino que iba menguando. Él apareció tras un rato de remojo más prolongado. Parecían salidos de una foto fija de hace un año. Igual de guapos que entonces. En esa playa.

A las cuatro de la madrugada remontamos el paseo Joan de Borbó. Caminamos entre la multitud, y las tracas nos hicieron bailar un zapateado en la acera. Les despedí en la boca de metro de Barceloneta, con historias todavía pendientes de narrar. Y proyectos de colaboración. En mi trayecto de regreso a casa vi a un vagabundo roncando (a pesar del estruendo) sobre un banco público. Su perro sin raza dormía tranquilo (a pesar del estruendo) con el hocico sobre sus piernas. Me quedé un segundo allí, mirándoles.

Era mi primer día del año. Y olía a mar.

PD: La fiesta del Veí de Dalt seguramente fue menos tranquila. De ese estilo barato:

Adopción


He visto a esas tres gatas ronroneando por las esquinas de su cocina a la hora de la comida, saltando sobre mis piernas para proyectarse desde allí hasta la mesa y caminar elegantes entre la vajilla sin romper un solo plato. Las he visto acicalarse con sus patitas de terciopelo ante el espejo de la puerta de la terraza al caer la tarde, con el cielo enrojecido recortando sus siluetas. Son coquetas, son tranquilas, son cariñosas. Y estaban acostumbradas a vivir allí. Ahora buscan casa. Su dueña se traslada a un domicilio pequeño y sólo puede quedarse con una de ellas.

Me gustaría adoptar a las que van a quedarse sin techo, pero no cabríamos en mis veinte metros cuadrados de pisito. Mañana intentaré negociar con la señora Hayden una adopción a medias de una de las gatas: un mes en cada domicilio. Me gustaría trasladarla en una de esas jaulas de plástico cada primero de mes, caminando por el paseo de Sant Joan, una vez de ida y otra de vuelta. Pero no sé si va a ser posible, porque mi hermana sigue llorando la muerte del señor Gris, y no está dispuesta a más dramas.

He pensado que quizás a algun@ de vosotr@s os interese que una patita almohadillada os toque la cara a primera hora de la mañana para despertaros. Que queráis darles un techo. Que no os importe que se paseen por el teclado de vuestros ordenadores para que les hagáis caso. Que queráis quererlas. Aunque sólo sea a una de las gatas.

Por favor, no escribáis un comentario a este post (no os quiero poner en un compromiso de buscar excusas para no adoptar). Si estáis interesad@s en acoger a una de esas gatas, o a las dos, podéis escribirme a turo_parc@yahoo.es (soy un simple intermediario, me limito a cobrar un diez por ciento del traspaso. Y no quiero que las sacrifiquen).

Duelo en Blogville II


Tengo polvo hasta en el ombligo después de varios días cabalgando. Sacudo mis botas taconeando contra el suelo antes de entrar en el Xurri's Saloon, y peino un poco mis cabellos grasientos con los dedos antes de entrar en el Xurri's Saloon, y despego un pedacito de salchicha entre mis dientes con la uña del meñique antes de entrar en el Xurri's Saloon. Accedo aseado. Contemplo su planta del dinero entre las botellas de la estantería, su calendario de los días impares, su libreta con sólo cinco frases, la foto de su nini saliendo de una tienda outlet, sus partes con accidentes de coches sobre el mostrador. La propietaria del local aparece tras las cortinas de la cocina, con una mirada inteligente sobre una barbilla orgullosa. Apresurada, asegura: "Lo siento, hemos cerrado". "Sólo pretendía tomarme una última copa". "Le digo que está cerrado".

El Veí tiene polvo hasta en el ombligo después de varios días cabalgando. Sacude sus botas taconeando contra el suelo antes de entrar en el Violette's Saloon, y peina un poco sus cabellos grasientos con los dedos antes de entrar en el Violette's Saloon, y despega un pedacito de salchicha entre sus dientes con la uña del meñique antes de entrar en el Violette's Saloon. Accede aseado. Contempla una foto de un disparador de cohetes en la Guayana entre las botellas de la estantería, de un niño sentado en un pupitre junto a la propietaria del local cuando era niña (en blanco y negro), la foto de una gata que se asustaba cuando tenía la posibilidad de salir a la calle. Mil recetas de cocina anotadas en una libreta. Y unas instantáneas de una princesa con rastas en China o en los Balcanes. La propietaria del local aparece tras las cortinas de la cocina, con una mirada inteligente medio oculta por su melena pelirroja. Apresurada, asegura. "Lo siento, hemos cerrado". "Sólo pretendía tomarme una última copa". "Le digo que está cerrado".

En la acera de enfrente veo al Veí sentado en una tarima de la puta calle, como un huérfano. Le han sacado de su local favorito que ha puesto el cartel de For sale en la fachada. Como ha sucedido en el mío. Los dos miramos al suelo, entre nuestras botas sucias de polvo. Flotan bolas de arbustos sin raíces por la calle, dirigiéndose al desierto. En lugar de sacar nuestras pistolas, nos analizamos con cierta desconfianza. Entonces desenfundamos las armónicas y entrelazamos una canción triste, buscando con el rabillo del ojo si esas puertas de los locales de Violette y Xurri reabren y nos ofrecen un nuevo sorbo de su vida aguardiente. Fresca. Inteligente.

Lisbeth Salander



Ahora tengo una amiga sueca. No es la típica nórdica voluptuosa de una película de José Luis López Vázquez. Se llama Lisbeth Salander, tiene veinticuatro años, es de escasa estatura y apenas pesa cuarenta quilos. A pesar de ello, parece peligrosa, de las que te hacen el signo de cortarte el cuello si no te comportas.

"Milton Security tenia una imatge coservadora, d'estabilitat. I la Salander encaixava amb aquesta imatge com una excavadora en un saló nàutic. La investigadora estrella de l'Armansky era una dona jove, pàl.lida i gairebé anorèctica, que duia els cabells extremament curts i pírcings al nas i a les celles. Tenia una abella d'uns dos centímetres tatuada al coll, un braçalet al voltant del bíceps del braç esquerre i un altre al voltant del turmell esquerre. Quan li agafava per dur un top de tirants, l'Armansky també podia veure que portava un tatuatge d'un drac enorme a l'espatlla dreta. Era pèl-roja natural, però es tenyia els cabells d'un negre intens. Feia la pinta d'acabar de sortir d'una orgia d'una setmana en companyia d'una banda de heavy metal".

Hace días que Salander se ha instalado en mi pequeño piso de apenas veinte metros cuadrados. Va a su bola. Habla poco (encima en su idioma indescifrable). Me observa callada con su camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave", mientras preparo una tortilla de berenjenas o me afeito. Este domingo por la tarde saqué la mesita de Ikea al balcón para poner el cenicero encima, y mi silla de director de cine plegable que desplegué entre las plantas. Abrí Els homes que no estimaven les dones de Stieg Larsson por la página 357 (nunca dejo una novela por una página acabada en 6) y me puse a leer con la luz natural que filtraban los nubarrones oscuros, con Lisbeth a mi lado, sentada sobre las baldosas. Sin despegar los labios (al estilo Melahel).

"El despertador marcava dos quarts de deu del matí i ella es preguntava què la podia haver despertat quan el timbre de la porta va tornar a sonar. Es va asseure al llit, estupefacta. Mai de la vida ningú no havia trucat al seu timbre a aquestes hores. Encara més, molt poques persones trucaven al seu timbre. Es va embolicar amb un llençol i va anar fins al rebedor fent tentines per obrir la porta. Es va trobar en Mikael Blomkvist cara a cara, va sentir com el pànic li envaïa el cos i va recular una passa".

Ya he confesado otras veces que nunca he sido un gran lector. No es una pose, es la verdad. Pero esa novela me tiene obsesionado. No es la mejor obra que he leído en mi vida, pero Stieg Larsson tiene una manera de trenzar la trama que atrapa. Me recuerda a Alfred Hitchcock, un cineasta popular, pero al mismo tiempo de culto. Lo mejor de la historia son sus personajes. Te los crees, el escritor te los va destapando poco a poco y acabas enamorándote de ellos. En esa página 357 por fin se encuentran Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist (después de tantos párrafos en que esperaba que sucediera). Es una escena perfecta. Levanté los ojos de la novela y miré el cielo tapado de ese domingo por la tarde. Enfrente tenía un edificio a medio construir (con esas grúas tremendas que un día se nos caerán encima) y otro de los años sesenta con las persianas bajadas, como si todos los vecinos hubieran salido de fin de semana fuera de la ciudad. Parecía un náufrago solitario en el balcón sobre ese paisaje sin taxis ni transeúntes. Sonreí feliz, recordando el encuentro entre los dos protagonistas principales y me quedé un ratito degustando ese momento, sin ganas de proseguir la lectura. Estaban juntos y eso prometía. No parece que vaya a surgir ninguna pasión ardiente entre ellos, entre otras cosas por la diferencia de edad entre ambos (20 años), pero sí es el presagio de una amistad complicada pero profunda.

Me gustan las relaciones de amistad. Quizá porque siempre he tenido pocos amigos, aunque nunca haya estado solo del todo.

El primero se llamaba Xavier. Mi madre me llevó a rastras un día a esa aula de pre-escolar, con su falda blanca y su sueter verde pistacho. Yo lloraba. Me sentaron junto a un niño que parecía mayor que yo, el doble de grande, el doble de fuerte (él sería Blomkvist y yo Salander). No puedo recordar su rostro, pero me pasó las maderitas para hacer construcciones, y lentamente acabé con el llanto infantil, juntando piezas. La última noticia que tuve de él es que perdió un testículo en un accidente de moto, siglos después.

Mi segundo amigo se llamaba Quim C. Tenía cara de no haber roto nada en su infancia (ojos claros y rizos dorados, menudo, blanquito de piel, desamparado. Yo sería Blomkvist y él Salander). Después del cole íbamos a clases de francés en la academia sobre la panadería, donde esa niña atrevida nos hacia jugar a adivinar si ya tenía pelo en el pubis. Recuerdo que una tarde regresábamos caminando cada uno por una orilla de la carretera, lanzándonos piedras. Procurando abrirnos la cabeza en ese intento de ingresar en el mundo de la masculinidad, de la pura testosterona. Hasta que él arrancó a correr. Pensé que le había ganado. Pero un camión de gran tonelaje hizo crujir sus frenos para aparcar en el arcén. Un tipo enorme como un oso -hoy iría tatuado como Lisbeth Salander- me agarró de la oreja y me dijo que íbamos directos al cuartelillo de la Guardia Civil porque le había roto una luna de su vehículo de una pedrada. Por suerte, unas chicas, también de la escuela Vinyes, vieron la película de los hechos y le contaron al cabrón abusa-menores que no había sido yo, que el culpable era Quim C. El camionero me obligó a chivarme del domicilio de mi amigo, y claudiqué. Recuerdo la estampa de esa madre en el marco de la puerta apaciguando al conductor, mientras mi compañero estaba desaparecido bajo la cama de su dormitorio infantil.

La familia de Quim C. se marchó de la tierra de la niebla cuando tendríamos unos diez años. Su padre era el señor director de la única sucursal de La Caixa en el pueblo (toda una eminencia) y le habían destinado a Girona. Había perdido a mi mejor amigo de entonces (a pesar del episodio con el camionero) y me costó aceptarlo ese verano, aunque pronto suplió su ausencia Quique R, que tenía una hermana de ojos oscuros que me gustaba. Claro que todavía éramos niños y apenas levantábamos unos palmos del suelo.

Quim C. no acabó de desaparecer de mi vida. En 1982, el verano de Naranjito en los mundiales de fútbol de España, su hermano mayor regresó a la tierra de la niebla. Venía de vacaciones para, según contaba, recuperar escenarios de su pasado. Narcís C. ya era un tipo mayor de edad que se afeitaba. Se presentó en la granja de los caballos para saludarnos después de tantos años. Pidió quedarse a solas con mi padre. Hablaron con una copita de brandy entre las manos. Luego supimos que el chico le había pedido cinco mil pesetas por una emergencia, y que su padre banquero se las devolvería en pocos días por ingreso en cuenta corriente. La familia C. seguía teniendo buena reputación en la tierra de la niebla (en nuestro recuerdo colectivo), y mi padre le entregó el dinero. Pero pasaron los días y la transferencia no llegaba. En el mercado semanal al aire libre del miércoles (verduras, bacalao salado y camisetas de Naranjito) mi padre comprobó como otros vecinos narraban que Narcís C. también había acudido a sus domicilios con el mismo cuento de las cinco mil pesetas. Llamaron al viejo director de La Caixa, ahora en Girona, y les respondió que lo sentía mucho, pero que hacía años que había expulsado a su hijo de casa y que no se hacía responsable de sus engaños.

El tenista jamás recuperó el dinero. Tampoco era tanto, pero le molestó que le tomaran por tonto. Desconozco qué habrá sido de Narcís C., aunque no me importa demasiado. Su hermano Quim, mi segundo amigo en la vida, murió de virus de inmunodeficiencia humana hace tiempo (esa vez no se pudo esconder bajo la cama). Espero que a la pequeña Mireia, su hermanita que vi tantas veces en esa cuna, le haya ido mejor en la vida de esos tres hijos de banquero.

Después de Xavier y de Quim vinieron mil amigos. Con algunos intento mantener el contacto (el hombre que cuida animales, el hombre sin suerte). Con otros me dio pereza y se han perdido entre la niebla de mis recuerdos.


En toda mi vida, jamás tuve amigas, acaso novias o amantes. Pero, desde que escribo un blog, han aparecido algunas Lisbeths Salanders. Son peligrosas. Tremendamente peligrosas. Y desde que saben que me gusta ese personaje literario han decorado sus cuerpos con elementos pintorescos.

Ilse vino a Barcelona hace poco más de una semana (el jueves 28 de mayo), para asistir al Primavera Sound. Parecía de poco fiar cuando descendió por las escaleras de la Catedral con una camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave", como esa gente que te hace el signo de cortarte el cuello si no dejas de repetir que el Barça ha ganado su tercera Champions (ella que es tan madridista). Iba a su bola. Hablaba poco (encima en su idioma indescifrable). Me observaba callada con sus dos piercings recientes en las cejas y su nuevo tatuaje de una gata en el hombro derecho mientras paseábamos por la playa, entre la Barceloneta y las torres gemelas. Como Salander, llevaba un Ipod, un ordenador portátil y una porra eléctrica capaz de descargar 75.000 voltios por si no me portaba bien con ella.

Le mostré mi refugio en el espigón donde me siento a tomar el sol en verano. El lugar en el puerto donde me como un bocadillo de Pans & Company mientras veo zarpar los veleros. Nos sentamos en un bar. Estaba más guapa que el año anterior, cuando la vi por primera vez. Llevaba el cabello recogido en una coleta y los ojos azules desprovistos de gafas. Había adelgazado considerablemente, aunque ella jurara que no (quiere alcanzar el poco peso de Lisbeth Salander). Intenté invitarla, pero ella dibujó de nuevo el signo de cortarme el cuello. Pagó la clara en esa terraza y me regaló una participación para la Lotería Primitiva y el Euromillones (a repartir si tocaba). Nos despedimos en la boca del metro, y vi como se alejaba canturreando hacia sus conciertos de primavera.

El día anterior me había perdido en ese enjambre de calles que rodean el domicilio provisional de la mujer elegante. Faltaban un par de horas para que el Barça jugara la final de la Champions y no paraba de preguntar por esa vía a los paseantes, a los tenderos, a la guardia urbana. Ella habita en un edificio que podría formar parte de la novela de Stieg Larsson. Un castillo extraño, laberíntico, ganador de un premio de arquitectura.

La gata Salsa recordó mis piernas y se subió a mirar la pantalla del ordenador (un PoerBook G4/I.O a 1 Ghz de Apple, con carcasa de aluminio y procesador PowerPC 7451, AltiVec Velocity Engine, 950 megabytes de memoria RAM y 60 gigabytes de disco duro, con BlueTooh y grabadora de CD y DVD integrada) que ella, esa mujer con piercings en las cejas y tatuajes recientes de gatas en la piel, me prestaría a desgana para comprobar si mi conexión a internet funcionaba.

Fuimos a ver en su pantalla de televisión panorámica la repetición del primer gol de Eto'o, en la final de la Champions, tras escuchar petardos en el vecindario. Comimos pipas esperando el descanso (entonces ignoraba que guardaba en su bolsillo una porra eléctrica capaz de descargar 75.000 voltios por si no me portaba bien con ella). Me despidió en el rellano, con su camiseta negra y desgastada con el lema: "El apocalipsis fue ayer... hoy tenemos un problema grave".

Corrí a mi piso esperando, absurdamente, llegar a tiempo de ver la reanudación del partido (debía cambiar de convoy y todo fue muy lento). El segundo gol de Messi me pilló en la calle (lo supe por las tracas). Y en mi pequeña tele apenas asistí al final del partido y a las celebraciones. Conecté el portátil de la mujer elegante a mi acceso a internet (recordando su signo de cortarme el cuello si hacía algo mal y desconfiguraba su acceso a redes). Funcionó.

El sábado quedé con Ilse en el centro de la ciudad. Le pregunté si podía acompañarme a devolverle el portátil a la mujer elegante a Francesc Macià. Tomamos el metro. Llegamos puntuales. La mujer elegante nos escrutó con detalle antes de cruzar el paso de peatones y reunirse con nosotros. Ellas se cayeron bien a simple vista (es lo que tiene la gente decorada con piercings y tatuajes), y me criticaron sin piedad en esa mesa de bar cercana al Turó Parc. Se entendían, como Blomkvist y Salander.

"L'Armansky va imprimir el contracte que en Blomkvist s'enduria a Hedestat perquè en Frode el signés. Quan va tornar al despatx de la Salander, va veure a l'altra banda de l'envà de vidre que ella i en Blomkvist estaven inclinats davant del PowerBook. Ell li agafava una espatlla amb la mà (ei, l'estava tocant) i li indicava alguna cosa. L'Armansky es va aturar.
En Blomkvist va fer un comentari que va semblar sorprendre la Salander. I aleshores la noia va deixar anar una sorollosa riallada.
L'Armansky no l'havia sentit riure mai i feia anys que s'esforçava per guanyar-se la seva confiança. En Blomkvist feia només cinc minuts que la coneixia i ella ja s'estava petant de riure amb ell. Es va escurar la gola en travessar el pas de porta i va deixar caure la carpeta del contracte sobre la taula".

PD: Gràcies per la música Emily. M'agrada molt. En el fons, qui més s'assembla a la Salander ets tu. Llegeix la novel.la i te n'adonaràs. Teniu un aspecte físic similar, i és una hacker com tu:

"Aquesta havia estat la part més delicada de la seva conversa. Hauria dit que en Blomkvist no volia abordar el tema deliberadament i, finalment, ella no havia pogut estar-se de fer-li la pregunta.
-Has dit que sabies el que he fet.
-Has entrat al meu ordinador. Ets una hacker.
-Com ho saps? -La Salander estava completament segura que no havia deixat pistes i que la seva intrusió no la podia descobrir ningú, llevat que un assessor de seguretat altament qualificat s'hagués assegut davant de l'ordinador i hagués escanejat el disc dur quan ella hi accedia".

Hi ha un parell de blocaires que no són aigua clara: el Veí i l'MK. T'encarrego que entris als seus ordinadors i que no paris fins que tinguis prou pistes com per poder-los treure les màscares de gent sociable.