Cuentos de verano

Las mejores escenas estivales están filmadas en Novecento de Bernardo Bertolucci. Sterling Hayden interpreta a un jornalero que sucumbe agotado por la vida en un campo de trigo de Emilia-Romaña; mientras su patrón, dibujado por Burt Lancaster, le suplica a una adolescente que le ordeñe en los establos para descubrir que su vejez es irreversible.

Las segundas aparecen en Cuento de verano de Eric Rohmer, el mayor cineasta vivo a la hora de describir sensaciones. La película narra el veraneo que me gustaría haber vivido hace tiempo: un joven estudiante de matemáticas viaja a la Bretaña ensimismado en sus cálculos mentales, en sus paseos silenciosos por la playa, mientras tres muchachas se pelean por aquel hombre sin encanto.

Las terceras hay que buscarlas en la tierra de la niebla.

Adoro el mes de agosto. En la niñez, el calor rebotaba contra los muros gruesos de la torre de mi abuelo materno, mientras dormíamos la siesta en la penumbra fresca y los grillos andaban con diálogos fuera del recinto.

Se llegaba a la casa, rodeada por un ejército de mil manzanos en formación, recorriendo un camino de tierra desde la carretera. En su margen izquierdo reposaba el esqueleto oxidado del camión de un feriante al que se le ocurrió, años atrás, estrellarse junto a la plantación. Su panza estaba repleta de coches de tiovivo; y el viejo Joan sudó media mañana para liberar del amasijo de hierros un par de ellos, ante las exigencias de la señora Hayden y las mías.

Nos pasamos aquel verano, y los siguientes, haciendo carreras inútiles con aquellos trastos pesados que no se movían ni un milímetro de su posición inicial; acompañando a la señora Sofía a pescar cangrejos de río; enfermando de la barriga de tanto engullir palosantos. El agua fresca de un pozo era subida a cubo y correa para refrescar nuestros cuerpos infantiles después de cada jornada emocionante. Muchas de ellas afloran en las sobremesas actuales, en forma de nostalgia.

Mi abuelo no se cansó de desear un hijo varón que le substituyera al frente de la finca; pero su pobre esposa parió seis veces y siempre les pusieron nombres de mujer. La última fue mi madre; al salir apagó la luz en aquel vientre extenuado. La abuela murió cuando yo tenía apenas tres años; aunque conservo imágenes fugaces de su rostro ancho sonriéndome en una cama. Él aguantó diez años más trabajando solo en aquel territorio vital calculado en hectáreas; hasta que le venció el agotamiento y depositó los recuerdos, los manzanos, el árbol de los palosantos, el pozo y los coches del tiovivo bajo un cartel de "En venta", para dejarse encarcelar en un pisito de la ciudad que le consumió en poco tiempo. Enfermó en invierno. Una noche de mi adolescencia en que me tocaba cuidarle, giró levemente el cuello y se dispuso a soñar el sueño eterno en aquella habitación oscura de la calle mayor.

Ahora, mis veranos son sinónimos de disputar partidos con el tenista, de nadar en el agua fresca de las piscinas municipales y de trabajar cuatro o cinco días en el campo, para recordar los orígenes. Me monto en plataformas hidráulicas que circulan a cámara lenta entre filas de manzanos, con una decena de subsaharianos de nombres sonoros como Gbesé, mientras escucho sus historias africanas que entrarán a formar parte de mis recuerdos ajenos.

Todavía no he resuelto el resto de las vacaciones. Hay propuestas atractivas para ocupar casas en la vieja Europa o en el centro de la península, siempre con la prohibición de decorar sus muros con pintadas reivindicativas. Seguramente permaneceré en la metrópolis para cerrar una de esas carpetas con temas pendientes que todos guardamos en un cajón.

No estaré solo. El hombre sin suerte se quedará el mes de agosto sufriendo la humedad de la ciudad y exigirá que le convide a las fiestas del barrio, o me arrastrará al Universal para puntuar a las mujeres noctámbulas.

Tampoco tendrá vacaciones Paloma: cada tarde subirá a escena con el coro de las putas, mientras maldice los retrasos ferroviarios y a las personas que tienen ganas de pasear acompañadas dos horas en la madrugada.

A pesar de su rodilla recién operada, la princesita brincará escaleras arriba como una gata en busca de su terrado de zinc caliente, para reunirse allí con sus nuevos amigos de sesenta y cinco años y regalarles dulces y risas en los atardeceres.

Mercedes permanecerá en su valle de las montañas, cuidando de su bebé gordito que hace callar a los perros que ladran con un te-te-teee; mientras sueña de manera irreal en que su equipito de fútbol derrotará al campeón por muchos años.

Otras personas volarán para alejarse del Turó Parc, sin solidarizarse con los que nos quedamos cuidando de los recintos de invierno. Espero postales del norte de Francia, Nueva York, Bruselas, Euskadi... Leeré sus palabras en voz alta para que el señor Gris gruña con exageración en cada pausa por el cambio de parágrafo. No le gusta el silencio al perro payaso. Cualquier día aparecerá un enano para decirle cuatro te-tés y se va a esconder debajo de la cama.

2º 2ª

Como un matrimonio antiguo, retratados en el marco de la ventana de su cuarto de baño, frente al mío, suelo coincidir con una extraña pareja masculina a la que le apeteció venirse a vivir a este edificio hace dos o tres años. Son amables, y tenemos un acuerdo no firmado para ventilar al mismo tiempo nuestras viviendas al caer la tarde.

Uno es alto y fornido, con un rostro castigador muy parecido al de Javier Bardem; siempre cabalga en el ascensor con sus mechones negros que simulan haberse empapado de lluvia en una vigilia tempestuosa. El otro es un saco de huesos, con escasa estatura y el aspecto rapado de Javier Cámara. Prefiere bajar a pie a la calle, apoyado en la barandilla, como hago yo.

Al gigante le apetece buscar motivos de conversación cuando nos cruzamos en el vestíbulo, pero su compañero me pide disculpas con su mirada triste cuando lee en la mía que no soy un hombre hablador. En cualquier caso, no les molesta que haga sonar en mi apartamento Cigarettes and chocolate milk de Rufus Wainwright, con la tecla repeat pulsada y a un volumen tranquilo.

Tengo tradición en vecinos masculinos. Siempre lo han sido en estos más de veinte años de alquileres en diferentes ciudades, barrios y calles. Da pereza espiarles en los marcos de sus lavabos, o atender sus demandas de sal a las once de la noche. He compartido paredes y ventanas con militares, hombres maduros con aspecto del abogado Javier Nart, árabes, policías municipales que se ajustaban el botón superior de su camisa mientras yo me afeitaba. Pero jamás rondaron chicas por el rellano.

Este mes de julio ha aparecido una francesita para compartir pared con los dos cowboys, en el segundo piso, segunda puerta. No tengo acceso a la ventana de su cuarto de baño; imposible espiarla. Apenas hemos cruzado miradas un par de veces en el ascensor. Pero recuerdo su aroma fresco, tan diferente al de todos los vecinos varoniles de tanto tiempo.

Cuando la vi por primera vez, corrí de compras para llenar mi despensa de todo aquello que no tengo y puede necesitar una extranjera en la ciudad húmeda: azúcar, toallitas refrescantes, albahaca, un descorchador de botellas de vino, un mando a distancia estándar... Contemplo la campana del timbre, confiando en su necesidad de algo.

Ignoro su nombre, su región norteña... No es especialmente atractiva, pero seguro que orina de una manera más civilizada que mis antiguos y actuales vecinos masculinos; que yo mismo. Se trata de toda una novedad en mi existencia, y es agradable despertar con la idea de que me cruzaré de nuevo en su camino al salir a la vida.

Agot

En pleno mediodía del sábado, algún funcionario en el cielo olvidó cerrar el horno crematorio de las malas almas. Así que recorrí los dos kilómetros que me separan del domicilio de los Hayden dando pequeños rodeos para aprovechar la mínima sombra en las calles; y cuando era imposible bordear el charco de sol en la calzada, trotaba de puntillas, más veloz que el correcaminos.

Siempre cumplo las normas del decoro; aunque ayer le pedí permiso a mi vergüenza para andar en bañador beige, camiseta negra de palista, gorrita de béisbol y calzado deportivo que me protegiera de los ardores del asfalto. Con un bigote y una plancha surfera bajo el brazo habría llamado a la mujer checa para comunicarle que su soñado Thomas Magnum estaba en la ciudad, de vacaciones.

Me habían convidado para cuidar al pequeño Hayden toda la tarde. Al menos me pagan: cada par de horas puedo tomarme una cerveza de la nevera, aunque el sargento de policía esconde los licores bajo llave en un armario elevado. Este año han sido tantos los ratos de vigilancia del niño, que me ha nacido un bonito flotador alrededor de la cintura que me guarda de los naufragios en el mar.

Creo firmemente que el señor Hayden sólo tuvo interés en acceder a la paternidad con el plan premeditado de condenar mis tardes de sábado, de domingo, de fiestas de guardar... a contarle cuentos antiguos a su hijo o a organizar obras de teatro infantiles con el pequeño, el señor Gris y la rata Babe en el parquet del comedor; mientras la pareja disfruta de románticos paseos por las calles comerciales del centro de la metrópolis, visita galerías de arte o cena como recién enamorados.

Hace tres veranos, me comunicaron que sería tío por segunda vez, sin concretar cuándo, y que se incrementarían mis responsabilidades. Ahora conozco la fecha definitiva de mi nueva condena: alrededor de la Navidad. El vientre de mi hermana está liso como la plancha surfera que olvidé en mi disfraz hawaiano, pero faltan pocos meses para su vuelo a Addis Abeba en busca de una criatura a la que deberé explicarle la fábula de la ratita presumida cuando aprenda nuestro idioma.

La señora Sofía mantiene esperanzas en tener una nieta rubita y con trenzas tirolesas, a pesar de que le han contado que en Etiopía las personas no son precisamente claras de piel. Pero sus conocimientos de antropología escasean y nadie le va a robar la ilusión. A mí no me preocupan los colores, aunque exijo que sea una niña porque en mi familia hay exceso de machitos. Además, ellas se convierten antes en personas; y estoy convencido de que no tendrá especial interés en robar mi vaso verde de plástico en el que bebo desde que era niño en la tierra del sol, y que tanto me cuesta proteger ante los intentos de expolio del pequeño Hayden.

En Etiopía viven encaprichados en hablar una extraña lengua llamada amhárico, y en escribir con signos indescifrables. Les regalé a los Hayden un diccionario de ese idioma al inglés, del que extraje algunas palabras necesarias para que mi nuevo pariente pueda llamar con propiedad a los seres vivos que le rodearán en el futuro:

Madre: enat.
Padre: abbat.
Hermano: weundem.
Abuela: set ayat.
Abuelo: weund ayat.
Perro: wusha.
Rata: aiyt.

También a los visitantes que aparecerán en la terraza de su todavía desconocido hogar cercano a la Sagrada Familia; como la mariposa que es un birabiro, o los mosquitos que se denominan bimbi en el macizo Etiópico, en la meseta de Eritrea o en la fosa de Danakilia.

Falto yo, el tío, que seré su agot. La frase será: "Agot, caca", y crearemos un café con leche al enlazar nuestras manos camino del cuarto de baño.

Las nuevas relaciones familiares son extrañas para mí, acostumbrado a vivir de pequeño con una abuela en nuestra vivienda, a que las mujeres no trabajaran para cuidar a su prole, a que nadie se marchara de casa por un o una amante más joven, a pasar los veranos con los tíos en su finca lejana, a hablar todos en el mismo idioma, a ser del mismo color...

Ahora, se conciben o se adoptan hijos para ocupar las tardes de sábado de los tíos; y en cada familia debe quedar alguien soltero para estar disponible a todas horas. Debo reconocer que obtengo algo más que cerveza cuando me contratan de canguro. La señora Hayden me mantiene anclado a su mundo feliz, y su marido me deja disparar en ocasiones su pistola descargada, que tiene el gatillo oxidado. Es el menos malo de los cuñados que podría admitir en mi vida; lo que no le evitará que aumente mis exigencias con la sobrina etíope. Una vez al mes le pediré la llave del armario del brandy.

Le va a doler comprobar cómo baja el nivel del líquido, que tiene marcado con una rayita.

Reencarnación

El sábado fue mi cumpleaños, y el señor Gris no tuvo inconveniente en robarme todo el protagonismo con su patita trasera renqueante.

El pequeño Hayden compartió con él su plato de tallarines salteados con mantequilla y bacon, a pesar de que se guardan celos. La señora Sofía untó media baguette en el fondo de la cazuela del redondo de ternera, para lanzarla a sus fauces bocado a bocado, aunque siempre andan a la greña como dos cotorras por el patio. El tenista le llevó de paseo en su automóvil hasta la sierra, si bien le tenía prohibida la entrada desde que se comió parte de un reposacabezas en un descuido. Los señores Hayden no le mimaron especialmente, porque siempre lo hacen.

Me pasé media tarde en la cama, rumiando un lugar especial al que llevar de paseo al pobre cojito. Con él he estado en sitios preciosos. Hemos descendido a bordo de un saco de plástico por laderas heladas del Valle de Bohí, mientras Ana nos fotografiaba y mi hermana y el pistolero apostaban a ver quién tragaba más nieve en la caída. Hemos nadado en una cala rocosa entre Begur y Pals, a escasos metros de los veleros fondeados cuyos ocupantes nos miraban como a focas autóctonas. Hemos tomado prestado el Turó Parc para intentar desarrollar una cierta elegancia británica, sin conseguirlo.

Cuando era un perro enano, le vi aprender a perseguir pelotas de tenis lanzadas por la señora Hayden, en aquel añorado parque de Sant Cugat del Vallès; rebozarse de arena de la playa de la Barceloneta mientras charlábamos con un hombre seguro de sí mismo nacido en el corazón de Bilbao; tener problemas con su culo gordo para subir el escalón de un palmo de altura en el piso de entonces de mi hermana.

Quise buscar un sitio diferente para pasear con el señor Gris en la tarde de mi cumpleaños, y que se almacenara entre los laberintos de caminos que deben residir en su memoria. No era cuestión de viajar a las montañas del norte o a las playas del este. Y en la tierra de la niebla ya teníamos todas las rutas trazadas. Así que le llevé a recorrer el canal, como es rutina.

Le otorgué permiso a todo. Se bañó en la acequia dos veces -lo que más le encanta en la vida-, exigiéndome que le lanzara ramas para perseguirlas a nado contra la corriente. Le permití revolcarse en la grama de un campo de manzanos, para secarse en ella mientras adquiría el aroma de los abonos naturales que tanto entusiasman a la señora Sofía a nuestro regreso. Le conduje sin atar por el camino de las granjas, para que se peleara con todos los perros que guardan las propiedades tras los cercados. Normalmente caminamos como un matrimonio sueco: a distancia y en silencio. Pero nos pasamos el viaje dialogando a nuestra manera con palabras y ladridos, recordándonos para el futuro, buscándonos con la mirada.

Era obligatorio concederle todos los caprichos porque el día anterior, a las ocho de la tarde, le diagnosticaron un cáncer imparable en un fémur.

Aunque corriéramos por los senderos a toda velocidad, brincáramos zanjas, dobláramos tallos de trigo con nuestra carrera... no conseguiríamos despistar a la muerte; es así de maldita atleta. Pronto pasearemos por caminos diferentes y no deberá llevar collar. Siempre me ha parecido que la reencarnación es una fábula esperanzadora. Me apetecería que fuera cierta, y que el azar nos reuniera en una nueva vida. Que él fuera persona y nosotros señores grises, para así devolverle todo lo que nos ha dado en estos años.

Ahora intento aliviarle, porque sabe que le pasa algo extraño. Le susurro al oído, cuando nos separamos por cualquier motivo: "Fins ara mateix maco, i no tinguis por dels petards ni de les tempestes".

Mitos

Muchos telespectadores aplauden la belleza de Núria Solé, la nueva conductora de informativos en la televisión catalana. Nado contracorriente: prefería la mirada melancólica de su antecesora.

El cambio no ha afectado mi vida en exceso, porque los boletines me interesan por las noticias y no por el acto onanista. Resido en el barrio de los actores, y me cruzo con frecuencia en su camino. Aunque siempre ando despistado y los conocidos se ven obligados a alzar su voz para exigirme el saludo, en ocasiones mi mirada se mezcla con la de un personaje popular y la retiro por cortesía a su intimidad. Sólo les contemplo unos instantes si su cromo faltaba en la colección que anda perdida en alguna esquina de mis recuerdos. Así lo hice la última madrugada, a mitad de Rambla de Catalunya, donde Albert Om iluminaba un tramo del paseo con sus dientes fluorescentes, acomodado en una terraza.

Apenas he sido mitómano en mi vida. De niño, habitaba en mis sueños Ingrid Bergman, tras descubrir su rostro anguloso y su sonrisa triste en Encadenados. Creo que fue la culpable de que siempre haya preferido la relación de pareja con mujeres extranjeras. Más tarde, al cerrar los ojos, veía a Jean Seberg peinada de muchacho y con camiseta a rayas blancas y negras en Al final de la escapada. En los primeros noventa, seguía los campeonatos europeos de verano por Kristina Egerszegi, nadadora húngara de 200 metros espalda que consiguió cinco oros olímpicos con sus brazos de mozo de mudanzas. Finalmente, descubrí a Irène Jacob, la actriz de Suresnes que nació el mismo día que yo, aunque aguardó dos años en el vientre materno para parecer más joven. Tras disfrutarla en La doble vida de Verónica y en Rojo, hoy pienso que es el ser más hermoso de mi mundo conocido, y guardo en mi memoria esa fotografía promocional donde aparece frente a un lienzo rojo.

En el nuevo milenio, únicamente me ha enamorado la voz increíble de Rufus Wainwright, cortesía de la chica de las gafas de pasta madrileña. También la de Montse Llussà, en mis tardes de radio. En el programa, su voz elegante es arrollada a menudo por las maleducadas de sus compañeros masculinos; y me provoca la imagen de un peluche en un sex shop.

Hace casi veinte años, en la penumbra de una discoteca, me presentaron a una persona popular en la tierra de la niebla. Allí es más fácil alcanzar el estrellato al tratarse de un territorio poco habitado. Tenía el encanto de la sofisticación y sedujo mi interés. Fue fácil localizarla en ese mismo local, las noches siguientes, por la blancura de sus collares de perlas falsas que brillaban en la oscuridad como una sonrisa de Albert Om. No parecía molesta ante mi discurso rústico, quizás porque era hija de un ganadero; y pronto me pareció cercana. El día previo a su aniversario, busqué su domicilio familiar en el listín telefónico de un bar. Contraté con una floristería el envío de un ramo de rosas rojas.

Intentaba imaginar la mirada sorprendida de la joven ante un regalo anónimo, cuando el recadero llamó a mi puerta a media tarde. En la dirección ofrecida, en las afueras de la ciudad, sólo había una granja de marranos y nadie cuidándolos. Me devolvió el ramo de novio abandonado. Con el tiempo averigüé que la familia había residido en la casa junto a esa porquera, hasta que se mudaron a una vivienda en el casco urbano, quizás por motivos de distinción social o de sensibilidad olfativa.

Antes de que se estropearan, entregué las rosas a mi abuela. Fueron las únicas flores que le regalé en vida. Me confesó emocionada que estaba sorprendida, y me preguntó el por qué del presente. "A les grans vedettes us encanten els obsequis dels vostres seguidors". Dibujó una sonrisa coqueta y se arregló el cabello de las sienes teñido de un color cobrizo, con sus dedos frágiles.

La caja de música

En la época universitaria compartía piso con otros tres tipos. La descompensación hormonal nos exigía comportarnos como machitos, con nuestras botellas de alcohol y las revistas sucias.

Todos hacíamos eso, menos el biólogo. Cada noche, antes de dormirse, abría una caja de música porque le recordaba los latidos de corazón en el vientre materno. Lo manifestaba sin sentir vergüenza. A su espalda, reíamos como locos, poniendo en duda su masculinidad.

Es el único de nosotros que ha tenido hijos. Seguramente les contará, cuando crezcan, que conoció a fantásticas mujeres de Alemania o de Kazakistán, en sus viajes; les abrirá su maquinita musical para que sientan el eco del recuerdo de una abuela que vivió junto a la granja de los caballos, hasta que su corazón dejó de latir; les pedirá que nos saluden en el cruce por las calles de la tierra de la niebla, con amabilidad y sin rencor.

Ha concebido a dos niños guapos, mientras sus masculinos compañeros de vivienda continuamos bebiendo aguardiente en las barras de los locales. Haciéndonos los machitos.

Esta noche, Paloma me ha regalado una caja de música porque se alejará unos meses del Turó Parc para cantar en otro país, y porque pronto cumpliré años.

Es un objeto lindo, con mariquitas adheridas. Si le doy a la manivela, la caja late y la vida es mucho mejor.

Intolerancia

El semáforo frente al restaurante Indochina estaba en rojo para los peatones el miércoles al atardecer. No me perseguía nadie, y el Turó Parc tardaría una hora en cerrar sus portalones. Así que aguardé la luz verde aunque no circulara ningún vehículo, como aprendí en el país del norte.

Una anciana se detuvo a mi lado con un pacífico señor Gris. Me dirigió la palabra para explicarme que se había fijado en mi manera correcta de caminar por la zona derecha de la acera, y felicitarme por mi paciencia antes de cruzar la calzada. "Usted es un hombre de orden -halago que jamás había recibido-, y quedan pocos que sepan comportarse con urbanidad". Tenía una mirada viva de tonalidad grisácea y la voz firme para criticar la agresividad de nuestros conciudadanos, el poco respeto a los mayores, el incumplimiento de las normas de tráfico, la suciedad de las calles, el carácter incivilizado de las nuevas tribus en esta jungla de asfalto.

Procuré ser cordial:

-Su perro también parece un animal de orden; normalmente esta raza es nerviosa.
-Está usted mal informado. Los perros adquieren el carácter de sus dueños, igual que los niños imitan a sus padres.

Según su teoría, la incivilidad de los jóvenes era fruto de la carencia de la figura materna en el ámbito del hogar. "Ahora las mujeres prefieren ocupar puestos de trabajo en las empresas, contratar servicio doméstico y entregar en exclusiva la educación de sus hijos a profesores estresados por el carácter difícil de los alumnos".

También el poder político fallaba, por ineptitud a la hora de aplicar mano dura contra los incorrectos. Ya lo comentaba como tertuliana en la radio de los obispos a principios de los noventa. "Esta ciudad no ha vuelto a ser la misma después de Franco", aseguró a sus setenta y siete años aquella mujer todavía atractiva, que se presentó como Mercedes Llanas en esa noche de miércoles. Me dolía estar de acuerdo con algunas de sus ideas, mientras observaba mi viejo Seiko para constatar que llevábamos una hora mirando alternar en rojo y verde el muñequito del semáforo, allí aparcados en nuestra correspondiente zona derecha de la acera.

Nunca he sabido acabar una conversación cuando ha dejado de apetecerme. Me despedí de ella mil veces, pero siempre armaba una frase para regalar mi nueva condición de ciudadano modélico, del estilo: "Hay pocos jóvenes que se entretengan a hablar con una persona mayor". Llegué al Turó Parc pasadas las diez, con la esperanza irreal de que el cuidador de los jardines se hubiera tropezado con otra señora Mercedes que retardara el cierre de las verjas.

Retorné al hogar, recordando el monólogo del club de la nostalgia que me regaló aquella persona extraña. Encendí el ordenador para imprimir la declaración de la renta. Estaba a punto de salir la hoja inicial del modelo D-100 cuando la corriente eléctrica se marchó de vacaciones. En escasos segundos escuché la primera detonación de un artefacto, luego el sonido de cristales rotos. Desde el balcón, pude ver a unos encapuchados incendiando una barricada de neumáticos en medio de la calle. La columna de humo espesa entró en mis pulmones y en el piso, antes de que alcanzara a cerrar las ventanas; mientras los vecinos intentaban apagar la combustión con cubos de agua y mangueras desde las terrazas.

Los autores eran esos tipos que deambulan desde hace tiempo por el barrio con sus madres atadas con cuerdas, a su mala sombra. El miércoles les fastidió que una orden judicial les obligara a abandonar la antigua fábrica donde organizaban fiestas de pago hasta clarear el día. En pocos minutos, y de manera guerrillera, formaron empalizadas con contenedores de basura, cruzaron coches en la calzada, incendiaron ruedas; para dejarnos su recuerdo eterno. También destrozaron las lunas de las sucursales bancarias en las que sus papás pagarán abogados que les defiendan en los tribunales acusados de vandalismo y desorden público. Después desaparecieron como cobardes, abandonando el caos tras su carrera.

A los treinta minutos apareció un camión de bomberos, para certificar que su trabajo ya estaba hecho. Algo después, acudieron las primeras unidades de la policía municipal. Una señora criticó su tardanza con gritos de gandules, viejos, gordos, cobardes, canallas; y su aspecto físico no podía desmentir alguno de los adjetivos.

Bajé a la calle mientras se ventilaba la vivienda, para cruzarme con los impresionantes antidisturbios de negro, protegidos con corazas y exageradamente armados contra unos delincuentes que hacía rato que contaban sus hazañas en otras casas ocupadas de la ciudad. Había corrillos de vecinos en cualquier esquina, junto a restos de destrucción. Una madre atendía a su pequeño de unos siete años.

-¿Por qué hay tantas luces de policía y bomberos?
-Porque unos chicos no tenían vivienda y entraron en una casa vacía. La limpiaron y la abrieron a toda la gente. Y ahora, les dicen que no pueden quedarse allí más tiempo, y se han enfadado.

Antes de llegar a la metrópolis, era una persona pacífica. En la tierra de la niebla, nos saludamos sin conocernos levantando una mano al cruzarnos en bicicleta por los caminos rurales. Jamás nadie ha formado barricadas en la calle de las librerías, ni ha habido muertes violentas desde la antigua guerra. En Barcelona tuve tres atracos en los primeros años de residencia, y tampoco el hombre del saco respetó el santuario donde residía entonces para largarse con mis objetos.

La última experiencia conflictiva fue hace dos veranos, en las fiestas del barrio. Un tipo con la cabeza rapada lanzó una botella de vídrio contra mi muslo derecho, causándome un hematoma de quince días. Era joven y de escasa consistencia física, así que me atreví a pedirle explicaciones. Me dijo que no le rallara porque no era su padre, y se puso a reír con sus amigos calvos, para despertar con sus carcajadas la bestia que duerme en el interior de todos nosotros. Le agarré por el pescuezo y el cinturón y le estampé violentamente contra una pared. Le hice daño, pero no me dolió. Tuve suerte de que sus compañeros respetaran mi espalda, seguramente confundidos ante alguien que se había cansado de su idiotez. Plantándoles cara, su comedia aburrida se acabaría para siempre; porque ellos son pocos y nosotros no.

Los antidisturbios rondaron por las calles hasta la madrugada. Fumé un cigarrillo en el balcón, espiando la charla de una pareja de mossos d'esquadra en la acera de enfrente. Ella lucía una simpática coleta bajo su gorra de plato, y él era un muchacho espigado. Dibujaban pasitos de Charlot con sus pies, mientras compartían ideas o había divergencias. En voz baja para no despertar a los vecinos desvelados. Parecían más predispuestos al enamoramiento que a guardarnos de los desastres.