Tallas



Mi hermana sigue pensando que tengo aquel cuerpecito de niño de cuando nuestras vacaciones se resumian en un fin de semana de agosto en la playa de Altafulla, con nuestros padres. Por eso me regaló, hace quince días, un bañador chulo (negro con una franja verde y otra blanca) pero de la talla M, con el que desfilaba como un autómata por las apreturas.

Me entregó el tiquet de compra para que lo cambiara.

Ayer por la tarde salí de casa con la intención de hacerlo. Caminaba resuelto, con las manos en los bolsillos, silbando flojito como un carpintero que acaba de ajustar una tabla complicada. Pero dos calles más allá debí regresar en busca del paraguas de la tienda de chinos que tengo colgado en el cuarto de baño. El cielo seguía amenazadoramente otoñal después de tantos días.

Caminé por mi vieja calle Madrazo, contando los balcones por si faltaba alguno, hasta alcanzar el Turó Parc. Quería sentarme a fumar allí, pero todos los autocares del mundo habían descargado ancianos de mil países distintos para que ocuparan mis bancos tatuados con expresiones de amor exhibicionista. Así que busqué la salida, sacando una mano del bolsillo para acariciar las hojas de los arbustos, silbando flojito como un carpintero que acaba de ajustar una tabla complicada. El cielo seguía sin teñirse de verano.

Me gusta caminar por la avenida Diagonal. Ayer, como siempre, había corredores con el pecho y la espalda de la camiseta jodidos de sudor. Había patinadoras estirando sus piernas gráciles, como gacelas. Había ciclistas con casco y malla, y ciclistas en traje y corbata. Había paseantes que se cruzaban conmigo silbando flojito como si acabaran de ajustar una tabla complicada. Parecían carpinteros.

Caminar por la avenida Diagonal es como detener el tiempo, como pausar la vida, como si nada tuviera importancia.

Alcancé el edificio derrumbado de la Illa. Palpé en mi mochila la bolsa con el bañador de la talla M, como cuando mis vacaciones se resumían en un fin de semana de agosto en la playa de Altafulla con mis padres y mi hermana. Entré decidido para cambiarlo por uno de mi cintura de adulto.

Los Hayden son inconfundibles. Espigados, altos. Ella rubia y él pelirrojo. Tampoco hay error posible con los niños. El pequeño Hayden es prácticamente albino y el pequeño faraón Nil parece un bombón de chocolate: redondo y negro. Los vi rápidamente. Estaban en la salida del Decathlon al que yo iba a entrar. No es raro que me los encuentre en los sitios más inverosímiles de Barcelona (jamás me he cruzado con Ariadna Oltra -también es mala suerte), pero siempre me parece que es como toparme con el doctor Livingstone (supongo) y no puedo evitar ruborizarme ligeramente.

Hablamos un rato, mientras los críos (vestidos del Barça) no paraban de molestar a los compradores de esa gran superficie comercial con su pelota de plástico. Planeaban las vacaciones en la Costa Brava y Francia, y habían acudido allí en busca de la ropa necesaria para sortear los ríos de la Borgoña. Me pidieron que fuera a recoger el correo en su ausencia y a echar un vistazo a su ático, al que hay que subir a pie porque es un edificio sin ascensor. A cambio les pedí sus bicicletas porque este agosto viene Ilse a Barcelona, una semana, y quiero llevarla a pasear al Palau Reial, al Monestir de Pedralbes, a Collserola...

Mi hermana me miró fijamente, hasta que le dije que Ilse tiene novio formal, que sólo somos amigos. Ella sigue viéndome como ese niño de la playa de Altafulla, que llevaba bañadores de la talla M. Sin pretenderlo, siempre me hace una auditoría vital con sus ojos grises. Nos despedimos hasta la próxima semana, para entregarme las llaves del buzón y de los de candados de las bicicletas.

Entré en el Decathlon para cambiar la prenda. Estaba en el pasillo de ropa de baño, cuando apareció el pequeño faraón Nil corriendo por una esquina con su camiseta de Leo Messi. Se había escapado de sus padres y quería quedarse conmigo. Así que, entre trajes de submarinista de neopreno y toallas de playa, le dije que no podía ser. Le engañé para devolverlo a la puerta de salida, con los Hayden.

Encontré un bañador de la talla L igualito al que me regaló mi hermana. Hice el cambio en la caja. Salí a la avenida Diagonal. Caminar por ella es como detener el tiempo, como pausar la vida, como si nada tuviera importancia. Marchaba resuelto, con las manos en los bolsillos, silbando flojito como un carpintero que acaba de ajustar una tabla complicada. Entonces me entró la duda.

En un semáforo en rojo, cogí el móvil y le mandé un mensaje a Ilse: "¿Sabes montar en bici sin ruedecitas de apoyo?". Antes de que se pusiera en verde, ya tenía la respuesta: "Depende de si hay tráfico alrededor y de que pueda poner los pies en el suelo sin bajar del sillín".

No le conté que los Hayden son altos y que los asientos de sus bicicletas producen vértigo. Va a ser divertido pedalear con esa madrileña por la avenida Diagonal. Llevaré una llave inglesa en el bolsillo de mi nuevo bañador, por si acaso debo acondicionar su asiento.

Preparación de una llamada telefónica



Jamás madrugo, a no ser que sea necesario para ver una copa intercontinental jugada por el Barça en Japón.

Hoy lo he hecho. Me he afeitado, me he puesto crema hidratante protectora 9.60 y la he dejado actuar durante una hora sobre mis patas de gallo. He aprovechado a que hiciera su efecto para desayunar un zumo de naranja, un bistec con patatas, un café con leche y un café americano.

He escuchado la pequeña remodelación del gobierno español en la radio. He lanzado los dados de la suerte sobre la cama. A la cuarta tirada han salido los tres ases.

Luego me he lavado la cabeza. La espuma del H&S citrus fresh para cabello graso (tengo caspa si no vigilo) y el aclarado siguiente han retirado de mi cara los restos de la barba afeitada una hora antes y del hidratante 9.60. Me he secado el cabello con una toalla con los colores de la Juventus y me he duchado. Nunca me limpio el pelo y el cuerpo al mismo tiempo. Excentricidades mías.

He tendido la toalla de la Juve en el balcón. Por la acera de enfrente pasaba un anciano con un perro viejo y me he acordado de Jesús Moncada, cuando transitaba por ese mismo lugar, hace tanto tiempo.

Me he puesto unos calzoncillos negros. Luego unos tejanos negros. Unos calcetines negros. Me he calzado unos zapatos negros. Me he quitado las viejas gafas de pasta negras que sólo llevo en casa porque son cómodas y me he enfundado una camiseta negra. He cogido del cajón superior de la cómoda el D.N.I., que he puesto en el bolsillo izquierdo de mis pantalones; un billete de cinco euros, que he puesto en el bolsillo derecho de mis tejanos y las gafas de salir a la calle.

He abierto la nueva puerta del edificio (la anterior la cambiaron por un robo reciente en el principal segunda) para encender mi tercer cigarrillo del día frente a la tienda de productos de Nepal, con un sol que me deslumbraba mientras hacía rodar la ruedecita de mi encendedor.

He caminado en dirección a la plaza Joanic, pasando por la acera de sombra. Había humedad en el ambiente y me cruzaba con personas sofocadas por el bochorno. Tres chicas fumaban en la puerta de su oficina, hablando en voz alta de sus vacaciones, con sus melenas oxigenadas. Un matrimonio anciano arrastraba un cochecito con un bebé, mientras ella le decía que le dolían los pies. Una chica con top negro y perro negro ha salido de un portal atropellándome. No llevaba tattoos a la vista. Y me ha mirado.

Al final de la calle Sant Lluis, ya era yo, que no soy madrugador. Era como soy siempre a media tarde. Necesitaba sentirme bien, limpio, seguro. Así que he regresado a casa y le he llamado. Estaba preparado para que descolgara el teléfono su secretaria. Me lo ha pasado. Yo tenía la voz clara y el diálogo suficientemente brillante. Me vendía bien, tras los primeros contactos en la pasada primavera. Y él me escuchaba con simpatía. Parecía alegre, como si se hubiera lavado el cabello con H&S citrus fresh y se hubiera comido un bistec con patatas para desayunar. Y luego hubiera salido a caminar hasta la plaza Joanic.

Hemos quedado para dentro de siete días en su despacho de esa calle que se asoma prácticamente al corazón de la ciudad. Si no pasa nada extraño, será nuestro primer editor. Aunque sólo sea de un cuento para niños, escrito con la mujer de los mares del sur.