Reencarnación
lunes, 17 de julio de 2006 by el paseante
El sábado fue mi cumpleaños, y el señor Gris no tuvo inconveniente en robarme todo el protagonismo con su patita trasera renqueante.
El pequeño Hayden compartió con él su plato de tallarines salteados con mantequilla y bacon, a pesar de que se guardan celos. La señora Sofía untó media baguette en el fondo de la cazuela del redondo de ternera, para lanzarla a sus fauces bocado a bocado, aunque siempre andan a la greña como dos cotorras por el patio. El tenista le llevó de paseo en su automóvil hasta la sierra, si bien le tenía prohibida la entrada desde que se comió parte de un reposacabezas en un descuido. Los señores Hayden no le mimaron especialmente, porque siempre lo hacen.
Me pasé media tarde en la cama, rumiando un lugar especial al que llevar de paseo al pobre cojito. Con él he estado en sitios preciosos. Hemos descendido a bordo de un saco de plástico por laderas heladas del Valle de Bohí, mientras Ana nos fotografiaba y mi hermana y el pistolero apostaban a ver quién tragaba más nieve en la caída. Hemos nadado en una cala rocosa entre Begur y Pals, a escasos metros de los veleros fondeados cuyos ocupantes nos miraban como a focas autóctonas. Hemos tomado prestado el Turó Parc para intentar desarrollar una cierta elegancia británica, sin conseguirlo.
Cuando era un perro enano, le vi aprender a perseguir pelotas de tenis lanzadas por la señora Hayden, en aquel añorado parque de Sant Cugat del Vallès; rebozarse de arena de la playa de la Barceloneta mientras charlábamos con un hombre seguro de sí mismo nacido en el corazón de Bilbao; tener problemas con su culo gordo para subir el escalón de un palmo de altura en el piso de entonces de mi hermana.
Quise buscar un sitio diferente para pasear con el señor Gris en la tarde de mi cumpleaños, y que se almacenara entre los laberintos de caminos que deben residir en su memoria. No era cuestión de viajar a las montañas del norte o a las playas del este. Y en la tierra de la niebla ya teníamos todas las rutas trazadas. Así que le llevé a recorrer el canal, como es rutina.
Le otorgué permiso a todo. Se bañó en la acequia dos veces -lo que más le encanta en la vida-, exigiéndome que le lanzara ramas para perseguirlas a nado contra la corriente. Le permití revolcarse en la grama de un campo de manzanos, para secarse en ella mientras adquiría el aroma de los abonos naturales que tanto entusiasman a la señora Sofía a nuestro regreso. Le conduje sin atar por el camino de las granjas, para que se peleara con todos los perros que guardan las propiedades tras los cercados. Normalmente caminamos como un matrimonio sueco: a distancia y en silencio. Pero nos pasamos el viaje dialogando a nuestra manera con palabras y ladridos, recordándonos para el futuro, buscándonos con la mirada.
Era obligatorio concederle todos los caprichos porque el día anterior, a las ocho de la tarde, le diagnosticaron un cáncer imparable en un fémur.
Aunque corriéramos por los senderos a toda velocidad, brincáramos zanjas, dobláramos tallos de trigo con nuestra carrera... no conseguiríamos despistar a la muerte; es así de maldita atleta. Pronto pasearemos por caminos diferentes y no deberá llevar collar. Siempre me ha parecido que la reencarnación es una fábula esperanzadora. Me apetecería que fuera cierta, y que el azar nos reuniera en una nueva vida. Que él fuera persona y nosotros señores grises, para así devolverle todo lo que nos ha dado en estos años.
Ahora intento aliviarle, porque sabe que le pasa algo extraño. Le susurro al oído, cuando nos separamos por cualquier motivo: "Fins ara mateix maco, i no tinguis por dels petards ni de les tempestes".
El pequeño Hayden compartió con él su plato de tallarines salteados con mantequilla y bacon, a pesar de que se guardan celos. La señora Sofía untó media baguette en el fondo de la cazuela del redondo de ternera, para lanzarla a sus fauces bocado a bocado, aunque siempre andan a la greña como dos cotorras por el patio. El tenista le llevó de paseo en su automóvil hasta la sierra, si bien le tenía prohibida la entrada desde que se comió parte de un reposacabezas en un descuido. Los señores Hayden no le mimaron especialmente, porque siempre lo hacen.
Me pasé media tarde en la cama, rumiando un lugar especial al que llevar de paseo al pobre cojito. Con él he estado en sitios preciosos. Hemos descendido a bordo de un saco de plástico por laderas heladas del Valle de Bohí, mientras Ana nos fotografiaba y mi hermana y el pistolero apostaban a ver quién tragaba más nieve en la caída. Hemos nadado en una cala rocosa entre Begur y Pals, a escasos metros de los veleros fondeados cuyos ocupantes nos miraban como a focas autóctonas. Hemos tomado prestado el Turó Parc para intentar desarrollar una cierta elegancia británica, sin conseguirlo.
Cuando era un perro enano, le vi aprender a perseguir pelotas de tenis lanzadas por la señora Hayden, en aquel añorado parque de Sant Cugat del Vallès; rebozarse de arena de la playa de la Barceloneta mientras charlábamos con un hombre seguro de sí mismo nacido en el corazón de Bilbao; tener problemas con su culo gordo para subir el escalón de un palmo de altura en el piso de entonces de mi hermana.
Quise buscar un sitio diferente para pasear con el señor Gris en la tarde de mi cumpleaños, y que se almacenara entre los laberintos de caminos que deben residir en su memoria. No era cuestión de viajar a las montañas del norte o a las playas del este. Y en la tierra de la niebla ya teníamos todas las rutas trazadas. Así que le llevé a recorrer el canal, como es rutina.
Le otorgué permiso a todo. Se bañó en la acequia dos veces -lo que más le encanta en la vida-, exigiéndome que le lanzara ramas para perseguirlas a nado contra la corriente. Le permití revolcarse en la grama de un campo de manzanos, para secarse en ella mientras adquiría el aroma de los abonos naturales que tanto entusiasman a la señora Sofía a nuestro regreso. Le conduje sin atar por el camino de las granjas, para que se peleara con todos los perros que guardan las propiedades tras los cercados. Normalmente caminamos como un matrimonio sueco: a distancia y en silencio. Pero nos pasamos el viaje dialogando a nuestra manera con palabras y ladridos, recordándonos para el futuro, buscándonos con la mirada.
Era obligatorio concederle todos los caprichos porque el día anterior, a las ocho de la tarde, le diagnosticaron un cáncer imparable en un fémur.
Aunque corriéramos por los senderos a toda velocidad, brincáramos zanjas, dobláramos tallos de trigo con nuestra carrera... no conseguiríamos despistar a la muerte; es así de maldita atleta. Pronto pasearemos por caminos diferentes y no deberá llevar collar. Siempre me ha parecido que la reencarnación es una fábula esperanzadora. Me apetecería que fuera cierta, y que el azar nos reuniera en una nueva vida. Que él fuera persona y nosotros señores grises, para así devolverle todo lo que nos ha dado en estos años.
Ahora intento aliviarle, porque sabe que le pasa algo extraño. Le susurro al oído, cuando nos separamos por cualquier motivo: "Fins ara mateix maco, i no tinguis por dels petards ni de les tempestes".
El año pasado, por cosas de trabajo, fui un par de días al hospital de la Facultad de veterinaria, en Madrid. Allí había perros, gatos, conejos, caballos... todos asustados, en un lugar que todos saben que no significa nada bueno, y del que siempre se van contentos. Durante un descanso de una grabación, un señor salió del hospital con un perro, no recuerdo la raza, pero era grande. También el hombre, pero iba llorando desconsoladamente. Todos nos imaginamos que el perro estaba enfermo. Yo me sentí tan mal, que empecé a pensar en el señor y en el perro. En su historia, en cuánto tiempo llevaban juntos, en cómo se llamarían... al cabo de un rato volvieron. Entonces lo entendí todo: habían ido a dar su último paseo. El hombre parecía destrozado, el perro, sin embargo, muy tranquilo. Desde entonces, les he recordado muchas veces. Me pregunto qué se dijeron antes de despedirse.
M'he quedat gelada.
Cuida del señor Gris y mímalo. Fue un gran placer conocerlo.
Lamento que la noticia empañara tu cumpleaños. No pienses en ella hasta que llegue el momento y saborea todos los instantes con él
Siento mucho lo del señor Gris. Nuestro perro murió hace tres semanas porque era muy mayor. Lo cogió mi marido de la perrera con 3 semanas. Fué a él lo primero que vió cuando sus ojos fueron capaces de ver, y lo último que vió antes de perder la mirada en el infinito y morir. Su vida y su muerte fueron dulces, y su ausencia es ahora muy grande. Pero cuando hay dolor también hay esperanza, y cuando amas mucho a alguien y crees en la reencarnación, sabes que la separación es temporal. Después de incinerarlo y llevar sus cenizas a su prado preferido del pirineo, hemos experimentado un proceso increíble: los dos, en varios dias y sin decirnos nada uno al otro, hemos visto en sueños como seguía estando en el jardín de casa (su alma, o espíritu, o su ser, o como queramos llamarlo), y su cuerpo de pastor alemán se iba tornando transparente, y volvía a casa -eso no lo dudamos en ningún momento- y esta vez será un perro de color blanco. Hace dos dias me dijeron por "casualidad" que había nacido una camada muy grande de Golden Retriever y que si queríamos uno. Al comentárselo a mi marido nos dimos cuenta que habíamos intuído lo mismo, y además nos ocurrieron varias cosas más que nos daban pistas de estar en lo cierto. Tenemos que ir a verlos y comprobar si nuestro perro está entre ellos. Estamos completamente seguros de que lo reconoceremos, y él a nosotros. No sé si pensarás que todo esto son supersticiones o charlatanerias, pero es un sentimiento realmente profundo, que al menos consuela.
De verdad espero poder darte un consuelo, y cuando alguien muere creo que se siente muy bien y feliz sin el sufrimiento de tener unas necesidades físicas, y que vamos reencarnando una vez y otra, y nos vamos uniendo y separando a lo largo del camino.
Ánimos y ten fe en que el amor une de por vidas (en plural).